Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Creaturas de fuego
Creaturas de fuego
Creaturas de fuego
Libro electrónico393 páginas6 horas

Creaturas de fuego

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Narración de fino trazo poético que se convierte en un elogio de aquellos que viven en el límite de su indolencia y experimentan una combustión externa de manera espontánea. Bonzos sin causa, androides desmemoriados, gemelos vampirescos, supermodelos zombies, y japongleses, surgidos de animés y mangas, desfilan ante la mirada impasible del tiempo, el que todo lo disuelve. Octavio Paz calificó a Carlos Chimal como una "rara avis" de la literatura mexicana. Esta novela lo confirma. Quijotesca y rabelasiana, es una sutil broma alrededor de quienes están imposibilitados de morir durante centurias y viven bajo el lema "actúa como si ya fueras un cadáver".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2013
ISBN9786071615558
Creaturas de fuego

Lee más de Carlos Chimal

Relacionado con Creaturas de fuego

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Creaturas de fuego

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Creaturas de fuego - Carlos Chimal

    Murphy

    I. QUE SUCEDA

    TODOS SOMOS LADRONES en este mundo. Algunos hurtamos cosas, otros almas y sentimientos. Pero lo único que nadie puede robar es tiempo. Tampoco podemos rogar por él. Aun así lo intenté varias veces, como aquel día de verano de 1999, cuando echaba un ojo al gato en las cercanías del cementerio parisino de Père Lachaise, es decir, cuando me ganaba la vida vigilando los pasos del paisano que se hacía llamar Dj Pierre Chantal. Entonces se apareció en mi mente un garabato antiguo, dibujado tres siglos atrás por la mano diestra de Cornelis Mahu. Era un recuerdo extraño y recurrente de una tarde de otoño en la ciudad de Amberes, una plegaria ajena, un implante ancestral de algo que nunca había vivido y que, no obstante, guardaba en mi cabeza.

    —No puedo, no puedo con él… ¡mis hermosas manos! —repetía una y otra vez Cornelis, mientras arrastraba en su casaca los restos calcinados del joyero Jacob.

    A la distancia caminaba el jugador de backgammon que horas antes había estado a punto de vencer al viejo joyero en una taberna de Prekersstraat, escena que Cornelis aprovechó para elaborar un boceto. Ahora el pintor parecía extenuado, a pesar de que su carga era un hombre menudo con parte de su cuerpo reducida a cenizas. Había pasado ya un buen rato desde su muerte, por lo que su desatención a las necesidades de los vivos era absoluta. Cornelis se tomó un respiro, mientras el jugador lo seguía con precaución, como si supiera lo que iba a hacer.

    Si piensa que debo acudir al loquero, ser internado o hacer algo creativo, es inútil, ya lo intenté. Además de estas pesadillas venidas de quién sabe dónde, desde muy chico también padecí la fiebre del tablero, así que cuando fui a consultar una enciclopedia para conocer pormenores del juego, me topé con una reproducción del cuadro de Cornelis. Pregunté a mis padres, revisé archivos familiares, escuché historias de lavanderas, de nanas y de cocineras. Entonces un tío me platicó que antepasados nuestros jugaban juegos de mesa de manera compulsiva al menos desde 1638. Ahora, cuando debo de permanecer más alerta, pues Dj Pierre es un tipo escurridizo, la cabeza me traiciona y se fuga en una nueva partida de backgammon.

    En lo personal soy escéptico con respecto a la inmortalidad, aunque tengo mis dudas en cuanto al empecinamiento de ciertas personas. Por alguna razón que desconocemos la vida pasa de padres a hijos a nietos y biznietos, y en ocasiones algunos de ellos pueden recordar la vida de sus antepasados lejanos, como si un gusano del tiempo les abriera una ventana de inmensa felicidad a veces y, sin duda, también de profunda tristeza. Yo era uno de esos memoriosos de lo ajeno, enfrascado en una carrera por el tiempo y el espacio de alguien que no eres tú, hasta que un buen día, si tienes suerte, te ves envuelto en llamas. De otra manera sigues errando por este mundo, como un reservorio de recuerdos inútiles, una ubre que sólo produce leche amarga.

    No puedo ordeñar de mi memoria aquel año de 1638, cuando Cornelis ingresó como maestro pintor en la Fraternidad de San Lucas, la cual estaba radicada en la citada ciudad flamenca de Amberes. El que me haya asaltado aquella noche de verano en Père Lachaise me produjo una sensación de impotencia frente al futuro que por fin iba a tomarme entre sus garras.

    Cornelis, el endemoniado hijo de comerciantes de arte, era versátil en cuanto a sus temas y esa tarde pezcó a mi antepasado a punto de tirar los dados en una taberna de Prekersstraat. El marfil en el aire, las posibilidades de anticipar al adversario, su mirada dudosa, las fichas dispuestas, la necesidad de fuego, todo ello lo bocetó en un dos por tres el muy hábil, cosa que le valió el reconocimiento de sus pares y pudo ingresar a la Fraternidad de San Lucas.

    Lo del fuego no es gratuito. Décadas atrás, precisamente en 1613, cuando su madre dio a luz su cuerpo lechoso y pálido, Cornelis pegó un grito destemplado y sonoro, tan amplio que llegó a oídos del joyero de Amberes, aterrando al pobre diablo cuyo destino infame estaba por cumplirse en las orillas de la ciudad. De esa manera quedó sellada no sólo su suerte sino también la de su hijo Jacob.

    El hijo de mi cliente aquella noche veraniega de 1999 era, además de escurridizo, un extravagante y con él había que irse a tientas. Entonces la cabeza me traicionó una vez más. Apareció en mi mente el rostro de piedra que el hijo del joyero de Amberes exhibía ante los ruegos de los compradores, quienes buscaban alguna rebaja por sus brillantes y piedras de tonalidades embelesantes. También lo veía sacudiendo del brazo a su hija por las calles flamencas, y no podía evitar imaginarlo en las orillas del Scheldt en el momento en que comenzó a arder en forma súbita, sin que una fuente de calor cercana o alguien a su alrededor hubiese iniciado el fuego. Por eso siempre creí que Cornelis Mahu había sido una ave de mal agüero para mis antepasados. Y que viniera a mi mente en este momento no anunciaba nada bueno para mi propio porvenir.

    Quizá el lector me crea cuando digo que no soy religioso pero sí supersticioso. Y es que a lo largo de todos estos años me he acostumbrado a descubrir los signos ominosos como un viejo cocodrilo que llora sin moverse. A lo mejor escuchó hablar de los profanadores de tumbas que entre 1998 y 1999 celebraron aquelarres sorpresivos en diversos cementerios, camposantos, necrópolis, sacramentales, nichos y catacumbas de París y sus alrededores. Tal vez no, poco importa, el hecho es que fui uno de ellos y ésta es parte de nuestra historia, cuyos orígenes se remontan a ese fatídico año de 1613, cuando el mentado joyero de Amberes fue encontrado reducido a cenizas lejos de su taller. Esa fecha es la más lejana que puedo recordar, o, mejor dicho, que me es dado recordar.

    Desde muy pequeño empecé a lidiar con esta clase de eventos singulares, haciendo un esfuerzo por entender todas aquellas imágenes que, en su conjunto, parecían salir de un mal sueño, sobre todo porque estaban llenas de detalles insulsos y en ellas aparecían personas, objetos y animales tan vívidos como secundarios. Un recuerdo recurrente que me asaltó desde los seis años de edad, y para colmo, por primera vez luego de haber estado viendo por la TV La dimensión desconocida, era el de aquella tarde de 1638, también en la ciudad de Amberes. Mi antepasado y su patrón disputaban una partida de backgammon en presencia de un joven aprendiz de la joyería, quien se ganaba la vida como caballerango de un soldado de una buena familia de la ciudad.

    La escena sucedía en una taberna cercana al taller de joyería y al final del primer juego el patrón sonrió, satisfecho de su franca superioridad. Cuando estaban por iniciar la revancha llegó Cornelis, de una caja sacó unas lentes, un trozo de papel y carboncillo, y se puso a dibujar. A Jacob le molestó pero no dijo nada. En el momento en que mi antepasado iba a tirar el dado, el joyero se levantó y se lanzó contra Cornelis. Mi antepasado intervino, pudo calmarlos y salieron los tres hacia la ribera, mientras Jacob despachaba al aprendiz, quien se retiró con una montura roja y un casco de metal, propiedad de su empleador.

    Al caer la tarde Jacob iba retrasado. De pronto, cuando voltearon a buscarlo, el hijo del joyero que veinticinco años atrás apareció carbonizado de manera inexplicable, estaba ardiendo sin que nada a su alrededor pareciera haberlo provocado. Sin embargo, lo más extraño y horrendo fue notar que ninguna de las extremidades se había quemado, sólo el tronco del pobre Jacob se convirtió en cenizas, las cuales fueron puestas por el pintor, junto con el resto del cadáver, en la casaca que se quitó de manera instintiva mientras rezaba por el alma del maestro tallador de piedras preciosas. Fue entonces cuando, resignado, entendí la clase de vida que habría de llevar. Tuve que aprender a representar en mi cabeza, una y otra vez, la macabra danza del fuego inesperado con una serenidad indolente.

    Con el tiempo llegaron otros recuerdos, no menos sombríos y enigmáticos para un niño que nada sabía de aquel mundo explosivo y absurdo. Uno que surgió de la nada en mi cabeza una noche de invierno, a la edad en que empecé a meter las manos debajo de las sábanas por horas hasta quedarme dormido, acontecía en el año de 1744. Y la escena transcurría a gran velocidad, igual que una película vieja sobre un proyector de hoy, por lo que la voz del narrador sonaba chillona, como si el tipo hubiese inhalado gas helio. Y yo, el solitario espectador de la gran sala, observaba sobre la gigantesca pared lo que contaba aquél: El cuerpo de un joven de Reims, hallado por el sendero del este que conduce a la ciudad, estaba convertido en cenizas, excepto por la cabeza y los dedos de los pies. Algunos viajeros aseguran que llevaba un buen rato mirando al sol cuando la estrella se hallaba en su punto más alto. Dicen que intentaron advertirle del daño que se estaba haciendo, pero afirman que él no les hizo caso.

    Por un instante creí ver el inmenso astro solar emergiendo desde el horizonte. Pero la noche apenas comenzaba. Alguna otra vez tuve recuerdos angustiosos de eventos sucedidos en 1773, por lo que mis padres me llevaban a uno y otro loquero en busca de respuestas contundentes a daños irreversibles. Finalmente, ¿a quién le importaba qué controles estaban dañados dentro de mi cabeza? Durante mi primera juventud, mientras trataba de encontrar una novia que quisiera volver a salir conmigo luego de hablarle de mis recuerdos prestados, de mis locuras ajenas, como las llamó alguna despechada, sin poder hacer otra cosa más que cerrar los ojos y ser presa del pasado, me asaltó el recuerdo de una mañana en el poblado de Newcastle, una mañana brumosa y húmeda, casi congelada. Entonces lo que descubría era el cuerpo de una mujer de cincuenta y dos años, a un lado de su cama, sobre el piso, en igual estado de incineración. Recuerdo con pavor la manera en que parecía haber sido alcanzada por el fuego: como si una campana invisible la hubiera aislado del mundo.

    Además, que yo recuerde ahora, nunca había estado en Newcastle ni en Bélgica. Tampoco tuve relación alguna con la gente de Reims, excepto por aquella ocasión en que fuimos a tocar en nombre de Jim y salimos pateados por las botas de los frustrados aficionados al rock vintage. Desde mi punto de vista, todo había sido por culpa del cuadro al óleo en el que Cornelis plasmó la debilidad de un linaje hacia el backgammon. Ese caimán pintó lo que quiso ver de mis antepasados, de mi persona, de nuestro sino ligado a los estados de exacerbación térmica, a las calamidades ígneas que nadie puede explicar. Ni siquiera una pintura. Y ese cuadro estaba a punto de subastarse en internet por unos cuantos miles de dólares. ¿No era como para llorar?

    Resignado a mi destino, que consistía en no despegar un ojo al hijo de mi cliente, el paisano que, como he dicho, se hacía llamar Dj Pierre Chantal, me preguntaba yo si todos esos bonzos ocasionales habían sido víctimas de un hechizo. Tal vez eran sólo peones —seguí pensando—, pero el hecho es que todos parecen haber muerto por combustión espontánea de sus órganos internos y no por una fuente externa, como el que es rociado con gasolina o el que es alcanzado por un lanzallamas.

    Del siglo XIX no he tenido ninguna memoria. En cambio un sueño que llegó en plena pubertad fue el de un operador de computadoras del siglo XX. Steve Wedgood tenía veintidós años de edad en mayo de 1985 y caminaba por una calle de Londres cuando, de pronto, se convirtió en una antorcha humana. Es un recuerdo tan intenso que cuando apenas he comenzado a olvidarlo, regresa con mayor fuerza. En 1987, mientras subían por unas escaleras automáticas de un centro comercial de México, un pariente mío vio cómo otra persona empezó a emitir flamas por la nariz y la boca, sin algo que lo provocara, y luego por todo el pecho. Veinticinco minutos después el infeliz se hallaba carbonizado en el suelo. Nadie supo su edad ni dónde vivía. Mi pariente pudo olvidar el suceso pero a mí no me abandona.

    Para un androide como yo, adicto al juego de uno contra uno más viejo de la tierra, en el que cada oponente se halla dotado de un repertorio finito de tácticas y estrategias, enterarme de todos esos casos de combustión humana espontánea representaba una oportunidad sublime de resolver un enigma, una forma de adentrarme en una zona desconocida de la percepción humana. Si son parte de una leyenda o no, poco me toca juzgar. Si me patina el coco, por fortuna aún ando suelto y no tomo drogas de diseño. Leo, por lo general, libros de aventuras, y eso me mantiene entretenido.

    LA TARDE ANTERIOR uno de los amigos de mi cliente, Kenji Shinri Aum Kyo (así se hacía llamar si lo fastidiabas), vio cómo depositaban un catafalco en un hoyo del cementerio del este de París, también conocido como del Père Lachaise, y luego lo cubrían con tierra seca. Y por eso estábamos ahora aquí, porque se nos presentaba la oportunidad de ver que un cuerpo soltara las llamitas de la descomposición.

    El lector tendrá que apreciar esto, pues hoy la gente se hace cremar, al igual que se imprimen tatuajes y se perforan la piel, sin pensar en las vicisitudes del fuego. Les importa un bledo la vida de los demás y votan por la ley del mínimo esfuerzo, con un poco de dolor, sí, pero nada del otro mundo. ¿Tatoo ou la Mort? ¡Que le pregunten al joyero de Amberes!

    Vivos o muertos, tatuados o lampiños, esa noche del verano de 1999 cuatro figuras juveniles y yo, el amante del tablero, nos acercamos por la calle del Reposo a la loma donde se encuentra el mentado cementerio y nos pusimos a esperar junto al muro de la antigua sección israelita. Se trata de uno de los sitios más concurridos de París pues ahí están enterrados muchos famosos, entre ellos Jim Morrison, el cantante del grupo de rock los Doors que hizo de las suyas entre 1965 y 1970.

    Para Dj Pierre los minutos transcurrían como lápidas sobre su espalda, y no solamente porque hacía un calor de los mil demonios. Álfico y donoso, sin poder resistir el silencio de los demás, se vio impulsado a hablar.

    —De aquel lado están Gay-Lussac, Gurdjieff, Chopin... ¿les gusta Edith Piaff? Yo la mezclo con mis pistas de industrial y house... Y Morrison, ¿dónde está su tumba?…

    Lo miraron con el mismo gesto de intolerancia, como diciendo: Sí, ya te escuchamos… y apestas. En cambio para mí todo encajaba de una manera brutal. Debo decir que el viernes 28 de junio de 1969, Morrison, también conocido como el doctor Mojo Rasin’, se presentó con su versión de las Puertas de la percepción en un centro nocturno de la (a)venida de los Insurgentes, como se le decía en esa época a la vía más larga de la Ciudad de México. Los Doors fueron víctimas del surrealismo hecho en este país, encarnado por una burocracia bonachona y cínica que redujo un gran concierto masivo, fraternal y todas esas jaladas, en un show para juniors, para los sabelotodo y merecelotodo: los nerds de 1969.

    Del mal, el menor, pues al presidente en turno le había salido un hijo chueco que le gustaba el rock. Así que mientras la raza (más uno que otro iniciado y precoz adorador de lo vanguardista) se quedaban mirando afuera el enorme retrato de Morrison que habían pintado sobre una pared del centro nocturno que daba a un terreno baldío, adentro estaba yo, a los catorce años de edad, invitado por el hijo de un secretario de Estado, junto a su novia, la heredera de la panadería más grande de la ciudad, y mi propia morrita, Catarina Robinson, una maja salida de un cuadro de Goya que tocaba la guitarra como Atenea en sus momentos de ensueño. Lo había comprobado varias veces, la más extraña en una antigua cárcel modelo del barrio sureño de Tizapán, en San Ángel, dirigida por un ex jesuita que creía en la redención de los que no habían caído tan bajo.

    No poblaban, pues, esa cárcel asesinos ni otro tipo de alimañas, sólo gente que podía salir a trabajar en oficios limpios y regresar a pernoctar. Allí organizamos un concierto de rock en el que las mejores bandas del momento no pudieron prender a la raza como mi morra y sus rolas a lo John B. Sebastian, el líder de los legendarios Lovin’ Spoonful.

    Fue esa ocasión cuando me topé con Jim por primera vez en mi vida. Recuerdo que estábamos los cuatro de pipa y guante, esperando a que los Doors aparecieran en escena, cuando me di cuenta de que no me había bajado las valencianas de mis vaqueros para estar de largo, pues todo el suceso era un eufemismo que se esgrimía con intención de evadir la verdadera elegancia, la del último romántico de la historia. Entonces el baterista Densmore hizo que nuestros corazones volcaran y la banda emitió su sonido amenazante y melancólico. Abrumados por el chorro de energía luminosa, acústica, de pronto apareció él.

    —Aquí está su papá, el cabrón de Zapara —gritó.

    Yo creo que quiso decir Zapata, en referencia al revolucionario del sur. El Rey Lagarto continuó:

    —Soy la encarnación de Fidelo Castro, you know?...

    Y se arrancó cantando Five to One. Yo me eché a reír, porque las apuestas en mi vida siempre han sido así, cinco a uno en mi contra, incluso en el backgammon. Lo que no sabía entonces era que mi suerte estaría sellada por la insospechada manera como la inmortalidad de Mojo Raisin’ y mi propia vida llegarían a trenzarse. Por esa y otras razones tenía sentido para mí haber estado esa noche estival de fines del siglo XX en el cementerio del este de París, treinta años después de aquella tocada de fancy rock.

    Era una noche industriosa cuando me topé con los rulos rojizos del muchacho hablantín, quien era hijo de mi cliente. Como guardaespaldas, yo también podía adivinar cosas, por ejemplo, que habíamos sido embestidos por un soñador de media tijera, que el tal doctor Mojo Raisin’, cuyos restos no se hallaban tan lejos, de algo tenía que vivir, ¿sabe?, igual que yo después de haber roto con los émulos de los Doors, viajando de Hamburgo a Barcelona a Milán a Amberes a Madrid a Londres… Y todo por habernos colado a los camerinos de los Doors luego del concierto, gracias al hijo del presidente, amigo de mi cuate de la prepa.

    Cuando Morrison me miró venir, se puso pálido. Éramos como hermanos gemelos, él un poco más pelirrojo (y panzón) que yo. Luego hicimos un viaje por el bosque de Chapultepec, las pirámides de Teotihuacan y la casa de mi amigo de la prepa, donde Morrison encontró el camino de la salamandra en el jardín de piedra volcánica e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin’, un revoltijo de letras con su nombre porque quería hacerse el gracioso con la hermana menor de mi amigo. Así que los que quedaron de los Doors me contrataron como el doble de Jim para rolar y explotar el trademark. Según dijeron los que me querían, la vida me estaba haciendo justicia.

    Y ahora estaba yo ahí, treinta años después, aún al otro lado de la cerca del cementerio y por tanto no muy lejos de su tumba. Vivía mi propia obra de teatro marcada por la sombra de Morrison y los sueños de otros testigos del horror. Desde aquella noche en México Jim creyó que podía transmutarse en un mocoso trece años más joven que él. Pero se peló. Ahora no estaba tan seguro, era una vendetta… Tampoco Jim fue protagonista de un acto de combustión interna ni se convirtió en el primer bonzo de Anáhuac. Y ese karma me ha perseguido, pues mientras yo le contaba chistes de sardos y abuelitas coquetas, de mujeres caprichosas y solitarias, llegamos a la cima de la pirámide del Sol en Teotihuacan, donde me confesó su ambición por orar en el desierto. Yo me burlé de él, del pajarito que sabe rezar.

    Entonces Jim me encargó que continuara así, cagándome en su fama. Era un poeta simbolista y romántico, por lo que entendí por qué y cómo se fue desinflando esa noche y las otras, durante su primera experiencia con la mecánica nacional. Luego vendría la segunda y última, el año siguiente, visita de la que no vale la pena acordarse.

    Los otros dos que completaban el quinteto esa noche, además del escurridizo Kenji, eran Gerard y Denys, quienes me pidieron que callara al lengua larga pues alguien podía notar que estábamos rondando el cementerio. Éstos no se cocían ya al primer hervor y andaban en sus treintas, así que hablaban con la autoridad del que come con el sombrero puesto. Y es que mi cliente se había acercado un poco a mí, exigiéndome que estuviera pegado a él, pues lo querían robar. Yo pensaba: ¿Quién quiere robar a un anoréxico como éste?

    Gerard se dirigió a Denys mediante altisonantes gesticulaciones, ya que ambos eran sordomudos. De hecho, padecían una aguda debilidad auditiva y su habla era limitada. Les gustaba abrir la boca para que todo mundo admirara los implantes en oro que se habían mandado colocar. No necesitaban hacerlo, eran pelirrojos y eso hacía que todo mundo volteara a verlos de inmediato. Luego le gritaron con sus gordos dedos y sonidos guturales:

    —Helvético Dj Chants de Pierre Chantal, ¡ten fe!

    Por su parte Kenji siempre podía pretextar su mal francés y hacerse el desentendido.

    El vástago de mi cliente por fin cerró boca y se puso a pensar: Vivimos en estado de tos improductiva. Era un minero en busca de un corazón de oro. Pero como creía que las piedras tenían que cantar todo el tiempo, apenas esperó un minuto y, casi musitando, les preguntó si no sentían que el calor los aplastaba, como a él.

    —¿No les parece que es una noche propicia para celebrar las exequias de los fríos y los calculadores? —dijo, esta vez elevando el tono de voz.

    Lo odiaban pero no podían hacer nada porque allí estaba yo, una mole de noventa kilos de peso, uno noventa de estatura y pegada como con pata de mula. Les habló vagamente de lo que lo estaba matando por dentro, deseoso de convencerlos de explorar las posibilidades del fuego por fuera. Tal vez era el canario del minero, cuya muerte alerta a su amo sobre la presencia de gases tóxicos alrededor. Luego se puso culto. Les platicó de un teólogo cristiano que vivió en Roma entre 354 y 430 de nuestra era, llamado Agustín, quien escribió sobre los fuegos perpetuos que se desprendían de las piedras con las que daban forma a las tumbas de los primeros cristianos. Los otros lo tacharon de loco, de fulero y hablador, de Dj tosco… en sus cabecitas.

    Yo me estaba haciendo el blando, debo confesarlo, porque quería conquistar el amor de la hermana del pequeñín hijo de Levy, paisano porque mi padre se apellidaba Mejía, es decir, Mesías, y sus antepasados eran descendientes de judíos conversos que habían emigrado a México. Con todo en contra, era un hijo de la vagancia en París que deseaba a Yaél Yurman y no podía acabar de amarrarla.

    Dj Pierre remató diciéndonos: enlever la chrême, frapper fortement sur la tête. Luego los sordomudos hicieron el tímido intento de retar al pinchadiscos y lo invitaron a comer los desechos del dios cagón. Todos reímos.

    En realidad lo que queríamos era echar abajo con la mirada la barda en esa parte del cementerio. Dj Pierre no estaba dispuesto a soportar el lenguaje altisonante de los sordomudos y siguió canturreando la canción de Jim Morrison, como si fuera el dueño de una fuente inagotable de combustible: House upon the hill, moon is lying still, shadows of the trees, witnessing the wild breeze.

    Buena voz, genial en el bricolage pero que pronunciaba mal el anglé. No obstante tenía ángel, pues podía trastocar un infierno por un cielo.

    Mientras seguíamos esperando a los que faltaban por llegar para sortear la barda del cementerio, Dj Pierre nos aseguró que el alquimista francés Achid Bechil había descubierto el fósforo de los fuegos en un curioso carbúnculo que se formaba al destilar sus orines mezclados con arcilla, caliza y diversos materiales orgánicos.

    Un entierro era, pues, un suceso entre los que habitábamos esa zona del mundo. La gente se tatuaba porque su periplo lo merecía. Pero el miembro más nuevo de la banda no pareció entender el mensaje y siguió parloteando sobre los personajes famosos enterrados allí. Y luego decía de vez en cuando: ¡Lo presiento, me van a robar!, en una más de sus disgresiones circulares, muy parecidas a las mías. Los demás siguieron haciendo como si le hablara a la extensa pared, traída desde Jerusalén por cortesía de la Mairie de Ménilmontant.

    La fuerza del destino me obligaba a seguir recordando aquella noche de verano, cuando Catarina me besaba con sus labios carnosos, haciéndome gozar de manera inesperada y húmeda los minutos que duró el concierto de los Doors, ante el estupor de los hijos de la familia chocolatera, panadera, industrial de la nación pujante que deseaba la modernidad pero que no quería abrirse del todo. Ni sabía cómo. Catarina era cachonda y alegre pero quería casarse. Era como si el osario de ese cementerio lleno de ilustres me escuchara, ¿me explico?, como si algo resonara a lo largo de treinta o trescientos años, algo escondido en los huesos, programado para relativizar el mundo.

    Entonces impuse mi animalidad (y mi edad). Moví mi cabeza de manera enfática y con ella mi largo cabello castaño claro, abundante y ondulado. Apenas brilló un poco, pues las nubes cubrían la luna. Y cuando sucedió, los demás abrieron la boca, admirándolo y deseando más de su benevolencia, como la crin de un caballo olímpico montado sobre mi cabeza. La verdad, no estaba aburrido de haber doblado a Jim todos estos años para los imbéciles que nos compraban a seis mil pelas el show, sino de los inacabables siglos persiguiendo luces de diamante. Y la papa es la papa, el curro es el curro y todos a pedir que el sol suelte su luz para bañarnos a algunos más que a otros, aunque en ese momento el astro se hallaba al otro lado de la Tierra.

    Tomé la humanidad entera de mi cliente y la llevé por los aires hasta lo alto del muro.

    —En este hoyanco henchido hay nichos y celdillas —dijo, dirigiéndose de nuevo a todos los miembros de la banda—, hay bóvedas y sepulturas, urnas cinerarias y raudas. Las criptas de este columbario son hijas del carnero, ¿entiendes el verbo osar? —inquirió, volteando su mirada hasídica a Denys—. La huesera, las catacumbas, las galileas, los hornos que vas a ver allá adentro… tendrás que ser fuerte… ¿Te dicen algo las exhumaciones?, quiero decir, cuando haces tu música…

    Empleaba un acento sureño, como si el flaco envidiara mi propio poder de seducción. ¿Era yo, el vecino de Ménilmontant, quien parecía un espicanardo, pues de noche olía mejor? ¿Era el mismo del que Jim se había enamorado en ese viaje por el noreste de México? ¿Era el mismo que las francesas de nariguilla dorada adoraban por mis arrumacos, las españolas de monumentales nalgatorios por los pellizcos en el trasero y las italianas de labios cardíticos por las mordidas que les pegaba en los pezones morenos?

    Sospechaba que el paisano de Ginebra y camaleón de la fe industrial jamás podría igualar mis hazañas, pero en realidad no era tan mal imitador de la piel divina que adoraban las pétreas y los tenaces desde que, seis meses atrás, había llegado para completar una residencia en una escuela de medicina de la ciudad.

    Por mi parte, de algo tenía qué vivir, después de haber roto con los émulos de los Doors, luego de renunciar a los viajes por Hamburgo, Barcelona, Milán, Madrid, Londres, en toda aquella ciudad o villorio donde hubiere un hoyo y cincuenta tipas y gandules dispuestos a reventar su nostalgia, muchas de ellas prestadas porque la mayoría ni siquiera había nacido cuando el doctor Mojo Raisin’ ya se había fugado de este mundo. Y todo por haberme metido con Catarina Robinson a los camerinos luego del desastroso concierto en el Fórum de la Ciudad de México, una noche de verano en la que me acerqué y lo tomé de los brazos. ¿Ya dije que cuando Morrison me miró se puso pálido como una hostia?

    Y si éramos casi gemelos, en realidad él se veía un poco más rollizo que yo. Luego hicimos un viaje por Jalisco, Nayarit, Sonora y Baja California, donde dijo haber encontrado el camino de la salamandra e inventó su personaje mítico: el doctor Mojo Raisin’, un revoltijo de letras con su nombre. ¿O fue en la casa de mi amigo en la Ciudad de México? Como sea, tuve la suerte de que la respetable organización que siguió imaginando a los Doors me contratara como su estrella para seguir rolando y no perder el espíritu de Jim, eso es.

    Y ahí estaba yo, con treinta años acumulados en la espalda, muy cerca de su tumba, escribiendo mi propia comedia, mientras otros, millones quizá, pensaban que el suyo era el melodrama que se estaba representando en tu territorio. Jim creyó que podía chupármela desde esa noche pero se peló, y me persiguió mientras yo le contaba cómo mi prima era una intérprete de espías rusos de paso por la nación azteca. Y así llegamos a Guaymas, hablando de Grozny por primera vez en su corta vida. En Caborca me reiteró su ambición por orar en el desierto y descifrar sus arenas. Hoy sería un talibán. Mis recuerdos volvieron a esfumarse cuando, en efecto, al entrar la madrugada se acercaron las que faltaban: Myrobalana, de género Terminalia, a quienes todos conocíamos como Myro, y la Isa, Isabelle, una tipa de lo más guay. Entonces Dj Pierre Chantal tuvo que interrumpir su monólogo.

    Ellas caminaron con parsimonia hasta detenerse frente al japonglés, quien les sonrió con su impenetrable cortesía paterna, y soltó los hombros que había mantenido tensos hasta ese instante. Era un tipo gracioso y temible al mismo tiempo. El mismo día que fui contratado por mi cliente llegó Kenji con invitaciones para un aquelarre en la embajada de los productos Living Forever. A mil morlacos por cabeza equivalía el donativo, una fortuna que sólo él y mi cliente podían pagar. Yo iría como un colado, como el hijo de judío converso que soy, pues mi misión no se limitaba a protegerlo de los putos nazis que aún pululaban por ahí, sino también de las locas gachas y los despistados aficionados a esa clase de fiestas.

    Había, pues, una doble intención. Su padre vivía en Ginebra pero el muchacho era un pata de perro y le gustaba Barcelona, Londres, París, sitios donde había terrenos baldíos para vivir un western momentáneo, como el que escenificó con Kenji aquella ocasión. De émulo de Jim Morrison a guardaespaldas de un frágil lector del Talmud, esquizoide radical utopista, ése era mi sino. No estaba tan lejos del asesino de Sbrinca, quien pasó de exterminador a charlatán alternativo. Nunca dejaré

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1