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Los judíos del Mar Dulce
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Libro electrónico432 páginas8 horas

Los judíos del Mar Dulce

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Una novela sobre tres generaciones de una familia judía en Buenos Aires, poblada por mujeres de vida alegre, estafadores, y políticos menores. Una sátira demoledora, que transcurre durante la primera época del gobierno de Juan Perón.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento1 jul 1971
ISBN9781624889431
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    Los judíos del Mar Dulce - Mario Szichman

    murió.

    PRIMERA PARTE

    IR AL BIÓGRAFO

    1

    – Ya está, ya podemos empezar– le dijo el montador a Berele. El montador apagó la luz del cuartito y puso a funcionar el proyector. Sobre la pantalla de papel corrieron números blancos dibujados a mano, y después apareció el letrero con la inscripción Marzo de 1918

    – Lo escribiste con letras góticas. Nadie lo va a entender– le dijo Berele al montador.

    Un punto perforó el centro de la pantalla, se agrandó como una mancha de aceite comiéndose las letras, los números y el negro que enmarcaba el cuadro, y en su lugar se desplegó un carro tirado por dos caballos. El decorado de fondo era un tambor giratorio que repetía cada diez segundos un paisaje con cielo sepia, una llanura nevada, un árbol, una casa, una vaca con una cuerda en el pescuezo, y un muyik con gabán y sombrero de copa, que apoyaba los brazos sobre los dientes de un erecto rastrillo.

    La explicación, impresa en otro tambor rotatorio que giraba de manera paulatina, fue incorporando frases en la lona oscura del carro:

    Los Pechof huyen de Prebistov, una ciudad que se disputan rusos y alemanes desde hace décadas. Y son siempre los judíos los que pagan las consecuencias. El chiste que cuentan los sobrevivientes es el siguiente: Va el zar de Rusia y le dice al Káiser: `Si me tocas a uno solo de mis judíos, te extermino a los tuyos´.

    – Te quedó muy largo– dijo el montador. –Explicás demasiado.

    – Es que si no se explica al principio, después nadie va a entender nada.

    Y la explicación continuó:

    "Pero ahora la cosa es mucho más seria. Ya no se trata de tres casas quemadas, ni de las paredes ensuciadas con excrementos, ni del maltrato a judíos que se niegan a bailar una danza alegre entre los escombros de la sinagoga. Ahora son cinco mil soldados de Kolchak² avanzando como una topadora, y quemando con ladrillos el sexo de todos los que tienen patillas enruladas".

    El montador apagó el proyector, y puso una cinta adhesiva de color amarillo en el celuloide.

    –Después lo revisamos– le dijo a Berele. –No me convence– y volvió a encender el proyector.

    En la pantalla apareció el primer plano de la babe³ gesticulándole al zeide⁴ en idish mudo, con subtítulos en castellano:

    "Pero, ¿vist mishigue. Vi is dain cop?⁵ Se nos perdió Itzik".

    El montador sintió congoja. Los abuelos eran interpretados por dos adolescentes. Ni siquiera el maquillaje o las ropas podían disimular su juventud.

    "En el apuro por huir, el zeide se había olvidado de su hijastro", decía el subtítulo.

    – Tram, tram, tram, tram. Música de suspenso– dijo Berele al montador. – Podríamos poner a un costado de la pantalla a un pianista flaco, con una melena que le nace en la coronilla, todo vestido de negro y con una corbata de lazo.

    – Esto no es Hollywood– le dijo el montador. – Todavía no sé cuánto nos van a cobrar por el sonido.

    El zeide hizo dar la vuelta a los caballos en dos saltos. Rayitas y puntos luminosos. La imagen se oscureció.

    – En este momento los espectadores van a empezar a silbar– le dijo el montador a Berele.

    Cuando la imagen se volvió a aclarar apareció Dora en primer plano, dándole la mamadera a Jaime. Dora endureció su cuerpo al sentirse espiada por la cámara y mostró unos ojos de asombro, redondeados con rímel. La cámara se alejó y detrás de Dora y Jaime aparecieron Natalio y Salmen, que sacudieron su mano derecha frente a la cámara y escondieron sus risas avergonzadas con la mano izquierda. También Berele quiso esconder su vergüenza mirando al suelo.

    Treinta años después de esa infancia, Natalio y Salmen seguirían diciendo buen provecho después de comer, pedirían perdón tras apretarse un eructo contra la boca, y llevarían una aguja con un trozo de hilo blanco enganchada en la parte trasera de las solapas para hacer remiendos de emergencia. Ignorando el hilo dental, seguirían limpiándose los dientes con un boleto de colectivo doblado en cuatro. Pese a la revolución en las poses fotográficas, insistirían en retratar a sus hijos desnudos, sentados en la escupidera, y con la cara camuflada por grandes anteojos. En tanto Jaime se sumergiría en la lectura de esa tribuna de doctrina que era el diario La Nación, Natalio seguiría paseándose por las calles de Buenos Aires llevando el Idische Zaitung⁶ enrollado en un bolsillo del saco, sin tratar de ocultar la caligrafía hebrea.

    – Aquí vamos a tener que poner algo más de música– le dijo Berele al montador.

    En ese momento retornó la panorámica de la llanura y el carro, a la que se incorporaron escenas de batallas en cámara ligera. Una fila de tanques trepó una colina y se zambulló en un camino embarrado, soldados que lucían cascos concluidos en una lanza hacían guardia en una trinchera inundada, y el rey Humberto Primo desfiló a caballo entre dos filas de soldados italianos. Un soldado, al que le faltaban algunos dientes, sonrió en primer plano. Varios prisioneros se disgregaron bruscamente en un camino, con las manos en alto y las cabezas o los brazos vendados. Lenin intercambió bocanadas heladas con algunos oficiales alemanes, mientras observaba la cámara con abochornada sonrisa. Tenía puesto un sobretodo de piel y cubría su cabeza con un sombrero de cosaco. El paisaje mostraba un cielo gris y borroso. El estallido de las bombas hacía llover cataratas de barro desmenuzado.

    – Pará un momento el proyector– le pidió Berele al montador. – Cortá desde aquí hasta cuando aparecen los tanques. Vamos a dejar solamente la parte de Lenin y le agregamos tomas del asalto al Palacio de Invierno y de los fusilamientos en las escalinatas. Después ponemos la secuencia de la gente baleada en las calles.

    – Eso es de El Acorazado Potemkin– le dijo el montador.

    – Conseguí una copia pirateada.

    – Vas a tener que pedir permiso.

    – ¿Permiso a quien, al Kremlin? Se me ocurre también esto: en las escenas de tiroteos hacemos tomas fijas con primeros planos y como fondo ponemos ruido de disparos. Una descarga, y un primer plano de una mujer con un chico en brazos. Otra descarga, y se detiene la carrera de un tipo que usa monóculo. Hay que agrandar mucho la imagen para que se vea el grano grueso.

    – Sí, y para que no se distinga que lo robaste de El Acorazado Potemkin. Me gustaban más las escenas que elegimos antes. Son más difíciles de localizar.

    – Pero es que más adelante el zeide saca un diario viejo de un baúl. Y allí van a estar las mismas fotos que ahora mostramos superpuestas.

    – Uno se da cuenta enseguida cuando una foto o un titular están añadidos en un diario– le dijo el montador. –Y más si vas a usar fotos sacadas de documentales. A menos que hagas clishés para que la foto salga con puntitos blancos y negros. Otra cosa: queda mal mezclar partes de documentales con partes de actores. Hay un grano muy grueso para la parte del carro, o después, cuando el barco se aleja del puerto, y de repente, se ven algunas caras y no hay que ser un genio para darse cuenta que esa parte fue filmada hace poco.

    – No te quejes tanto y rebobiná.

    El montador puso el proyector en Rewind y fue anulando la historia por retazos en el mejor estilo estalinista. Los prisioneros treparon la cuesta marcha atrás, el rey Humberto Primo hizo retroceder el caballo a los saltos, los soldados de casco concluido en una lanza hicieron guardia en la trinchera en retroceso, y el agua se retiró de sus botas. Los tanques se replegaron hacia una colina, desaparecieron detrás de ella comprimiendo el polvo y apisonándolo en el camino. Volvió la panorámica de la llanura y del carro. Natalio y Salmen saludaron avergonzados a la cámara, perdieron su vergüenza mostrando sus rostros, y afloraron las caras de Jaime y de Dora.

    – Frená la película aquí– le dijo Berele al montador. El montador trabó la marcha de la película y la cara de Dora se inmovilizó en una pose fuera de foco.

    – Aguantala un rato– le pidió Berele.

    – Apurate que la película se puede quemar.

    – Me gustaría que sacaras una copia de este cuadro– le dijo Berele. –Va a ser la excusa para la aparición de Dora. Después del prólogo vamos a repetir partes del viaje para explicar la personalidad de cada uno. Por ahora, empalmá esta parte con la de Lenin. Más tarde buscamos los otros documentales.

    ² Aleksandr Vasiliyevich Kolchak fue líder de las fuerzas contrarrevolucionarias rusas tras el estallido de la Revolución Bolchevique.

    ³ Abuela.

    ⁴ Abuelo.

    ⁵¿Estás loco? ¿Dónde tenés puesta la cabeza?

    ⁶ Diario judío.

    2

    – Ponele la firma: de esta noche no pasa– le dijo Funes a Natalio Pechof repitiendo la apuesta manoseada por tres meses de expectativas y de rumores falsos, preparando el terreno para sentirse defraudado cuando la muerte de Evita se concretara y surgiera el titular a toda página que había perdido su dramatismo de tanto estar en un cajón del escritorio del diagramador Bevilacqua, cada vez más amarillento, excesivamente manoseado como para conmover o agrupar en la redacción del periódico esos comentarios de asombro que vuelven a reunir a enemigos e incitan a la gente a prestarse cosas.

    Funes arrastró su silla hacia el escritorio de Natalio y apoyó las manos en el respaldo para acercar la confidencia.

    – Hablé con Finocchieto– le dijo Funes. – Una eminencia. Cada vez que los cirujanos hacen un congreso, lo invitan. Y es tan humano. Me dijo que es muy difícil que la señora pase de esta noche. El mismo Finochietto me lo dijo. Como una confidencia personal. ‘Que quede entre usted y yo’, me dijo. Imaginate, es una eminencia y me trató de igual a igual.

    Y lo peor es que tengo que aguantarlo, pensó Natalio. Y decirle que sí a todo porque es un peronista de la primera hora. Natalio no podía pasarse todo el día hablando con Bevilacqua, un furibundo antiperonista que venía quemando tranvías desde la época en que había peleado en una brigada de anarquistas en Madrid y siempre aparecía con un nuevo plan para derrocar a Perón. Además, Bevilacqua era tan previsible como Funes. Los mismos chistes que había usado contra Yrigoyen los usaba ahora contra Perón. A Natalio también le molestaban los modales pomposos de Bevilacqua, que tanto se parecían a los de su hermano Jaime. Sobre todo cuando proclamaba, imitando el vozarrón del general: ¿Alguno de ustedes vio alguna vez un dólar?

    El ambiente de la redacción recordaba una encerrona. La agonía de Evita hacía funcionar a Buenos Aires como en fin de año, únicamente con el personal suficiente para que los colectivos, los trenes, los hospitales, los cuarteles de bomberos y las redacciones siguieran simulando esa actividad moribunda que cesa bruscamente a media noche, con los silbatos y las sirenas. Y mientras esperaban la frenada final – los cuerpos bruscamente empujados hacia adelante para averiguar, primero por rumores y después por la radio, el tránsito de Evita a la inmortalidad– los dueños de periódicos habían eliminado todo lo que diera idea de entretenimiento, dando licencia con goce de sueldo a los reporteros de cine, teatro, vida social, deportes, provincias, y sobre todo obituarios, porque nada podía prevalecer sobre la muerte de Evita.

    Los jefes de redacción habían suspendido las historietas cómicas, los crucigramas, los Créalo o No, de Ripley, los enigmáticos titulares con sus ¡Oh! ¡Ah! ¿¿¿???, ¡¡¡!!! y cedido espacio a las noticias de las misas en que se imploraba por la salud de Evita. Y las misas avanzaban por las páginas de los periódicos y se agrandaban de una a ocho columnas a medida que se acercaban a la primera plana y prosperaba la calidad de las mantillas, el valor de los crucifijos, o la posición que ocupaban en la burocracia oficial los encargados de orar por la Señora.

    – El embalsamador ese tiene una fórmula secreta para estirarle la vida– le dijo Funes a Natalio. Natalio pensó en un cuerpo que se estiraba a través de los días, con la cabeza recostada en el domingo y los pies tanteando el sábado. También pensó en los días alineados en un gráfico, zigzagueando entre mejoras y recaídas, y además en un cuerpo con las venas llenas de mercurio.

    – Me contaron un chiste genial– dijo en ese momento Bevilacqua. Natalio se revolvió incómodo, porque odiaba las escenas. Funes ni alzó la vista, pero su cuerpo se endureció.

    – ¿En qué se parece Perón a un árbol de Navidad? – preguntó Bevilacqua.

    En que los dos tienen las bolas de adorno, pensó Natalio.

    – Vos, Natalio– insistió Bevilacqua– ¿Sabés en qué se parecen Pocho y un árbol de Navidad?

    – No tengo la menor idea– dijo Natalio alzándose de la silla. –Pero creo que no es el momento más adecuado para bromear.

    – ¿Quién está bromeando? – preguntó Bevilacqua, molesto, porque Natalio le había adivinado la intención. –Y vos, Funes, ¿Sabés en qué se parecen?

    – Yo no les veo ningún parecido.

    –Sí que lo hay: los dos tienen las bolas de adorno. ¿No es genial?

    – A mí no me hace ninguna gracia– dijo Funes.

    – Otra, otra– insistió Bevilacqua, con la obstinación de un borracho agresivo. –Ahora que escasea el papel higiénico ¿Les conté cómo recomiendan limpiarse el traste en la nueva Argentina? Vos Natalio ¿sabés como hacerlo? No le pregunto a Funes porque él anda siempre estreñido.

    – Lo que te pasa a vos es que te falla la sublimación– le dijo Funes a Bevilacqua.

    – Mejor que me falle la sublimación a que me falle el salsifí– le dijo Bevilacqua y sacó una hoja de papel pentagramado de la máquina de escribir, con la tijera la cortó en cuatro partes, y una de las partes la perforó en el centro usando la punta de la tijera. Luego pasó el dedo por el agujero, y mostró cómo había que pasarlo por las nalgas.

    – Recogés toda la suciedad en el papel, y después aprovechás el pedacito de papel que sobró para limpiarte las uñas– dijo mostrando el resto de papel extraído del agujero. – Pero no te vayas, no te vayas que no terminé todavía– le dijo Bevilacqua a Funes furioso con el silencio y las miradas de reprobación. – ¿O pensás agarrar el teléfono y denunciarme a los esbirros de la Sección Especial?– Por un momento, Bevilacqua estuvo tentado de largarle una trompada a Funes, pero luego se calmó.

    3

    – Yo no sé cómo lo aguantás a ese– le dijo Funes a Natalio señalándole a Bevilacqua con la nariz. Bevilacqua estaba recortando una galerada con una tijera. Una lámpara de bronce, con cuello en forma de resorte, iluminaba su perfil y un sector del escritorio.

    – Le gusta contar chistes. Pero te aseguro que no es mala gente– dijo Natalio.

    – Sí, pero hay chistes y chistes. Y estos momentos no son para chistes. La pobrecita se está muriendo y ese gracioso se la pasa contando chistes–. La voz de Funes tembló en la palabra pobrecita. Si Funes hubiese dicho pobre en vez de pobrecita, no le hubiera temblado la voz. – Me dice Finochietto: ‘Que esto quede entre usted y yo: es muy difícil que ella pase de esta noche. Como máximo le doy hasta la madrugada’. Vos sabés cómo es la señora. No puede ver a los médicos ni en figuritas. Una vez Finochietto le pidió que se dejara revisar, y ella le pegó un carterazo y le dijo: ‘¿Sabe qué, doctor? Ni me marido me mete la mano ahí’. Hasta que no aguantó más el dolor y se hizo sacar una radiografía. Después, mandó a una amiga de ella a que le llevara la radiografía a un médico. La amiga le dijo al médico que la radiografía era de una tía suya. Te imaginás que no le iba a decir que la radiografía era de la primera dama de la nación. Y el médico va y le dice…

    Mire, señorita, recordó Natalio, que ya había escuchado varias veces la misma frase: Si yo fuera su tía, hoy mismo me pego un tiro. El cáncer está muy avanzado.

    – Así, derecho viejo– repitió Funes. – Si yo fuera su tía, hoy mismo me pego un tiro. ¿Y qué hizo la tarada de la amiga? Se fue derecho a la Casa Rosada, y le contó todo a Evita.

    Funes fue el primero de la redacción en usar el escudo peronista en la solapa, pensó Natalio. "El primero en organizar colectas para regalarle terrenitos al general. El primero que compró La razón de mi vida⁷, el primero que se enroló en la campaña contra el agio y la especulación. Y el primero que reconocerá, cuando se de vuelta la tortilla, que el general cometió muchos errores, y que a él lo obligaron a afiliarse al partido".

    – Parece que con tantos antibióticos y sulfamidas que recibió la pobre, las venas le quedaron blandas– dijo Funes. Natalio se sintió corroborado en su conjetura. La voz de Funes no tembló cuando dijo pobre. – Blanditas como papel de seda–. Funes hizo el gesto de fofo con los dedos, y la palabra blanditas lo volvió a conmover. – El corazón casi no bombea. La pobre parece un espárrago. Debe estar pesando unos treinta y siete kilos, y todos los días pide que la pesen. Entonces ¿sabés qué hacen?

    Llegó el turno de Juancito y de una de las hermanas, pensó Natalio.

    – Una de las hermanas la sostiene, y Juancito, que siempre fue su predilecto, mete el pie en la balanza… Así ¿ves? Como quien no quiere la cosa–. Funes se levantó de la silla y estiró el pie derecho mientras miraba para atrás. – Con disimulo. Y la pobre se cree el cuento y al ver que pesa como cuarenta kilos, dice: ‘Che, estoy mejor de lo que pensaba. Algo aumenté’… Y tenés que ver lo que es la Fundación. Así, llena de gente– Funes organizó un puñado de gente con los dedos de ambas manos. – Es una romería. Hay viejitas que se arrodillan y piden un milagro, pibes ciegos, tipos que venden estampas de Evita con la aureola, como si fuera una santa. No es que yo crea en eso. Yo vengo de la Acción Católica, y vos sabés que sólo el Vaticano puede santificar a alguien. Y eso después de mucho tiempo. Pero el pueblo tiene derecho a pensar que es una santa. Y se ve cada cosa.

    – Sí, gran cantidad de punguistas– dijo Bevilacqua a espaldas de Funes. Portaba una galerada en la mano izquierda.

    – Punguistas hay en todos lados– dijo Funes.

    – Y también muchos cadetes– continuó Bevilacqua. – Vi una guardia de cadetes de la policía con esas chaquetas cortas, que les dicen seis y medio porque no les llega al siete, y que por delante no tapan ni el ombligo, y cada vez que pasaba una mujer, a los cadetes se les ponía en posición de firme y la chaqueta parecía una carpa.

    – Te olvidaste de mencionar la otra parte– le dijo Funes. – Que el dolor es auténtico.

    – Claro que es auténtico– dijo Bevilacqua. – Si el salsifí se te pone firme diez o quince veces, el dolor que te agarra en las bolas es auténtico.

    ⁷ Supuesta autobiografía de Eva Perón.

    4

    – ¿Estás seguro que vamos a tener plata para terminar la película? – le preguntó el montador a Berele cuando emergieron del sótano donde estaban armando el documental y se sentaron en un café de la Avenida de Mayo.

    –Mi tío Jaime es el más interesado en el proyecto– le dijo Berele, mientras pedía al mozo que le trajera un tostado de jamón y queso.

    –Va a tener que pedir un café o algo– le dijo el mozo. –No servimos sándwiches sin café o algo.

    –Yo sólo quiero un tostado de jamón y queso– dijo Berele.

    –Vaya a comerlo a otro lugar– dijo el mozo.

    –Bueno, traiga el café para mí– dijo el montador tratando de conciliar.

    – ¿Con qué lo quiere? Va a tener que pedir un sándwich o algo. No servimos café sin un sándwich o algo. Es la política de la empresa.

    –Está bien– se resignó el montador. –Un café con un sándwich.

    – Y el señor, ¿con qué va a acompañar el tostado de jamón y queso? – le preguntó el mozo a Berele.

    –Tráigame otro café– dijo Berele. Después le explicó al montador que el tío Jaime quería importar películas.

    –El negocio son las películas norteamericanas– dijo Berele. –Pero ahora el gobierno exige que por cada película norteamericana estrenada produzcan una película argentina. Para promover la industria nacional. Una vez producida la película argentina, mi tío consigue un certificado para importar una película norteamericana.

    –Un gran negocio.

    –Hay mucho dinero metido– le dijo Berele. –Además, podés conseguir película virgen con descuento.

    –Tu tío siempre anda metido en cosas raras– le dijo el montador y luego agradeció al mozo el café y el sándwich. –Agradecele al mozo todo lo que te sirva– le dijo el montador a Berele por lo bajo. –Si no, te puede mear el café.

    –Gracias– le dijo Berele al mozo cuando le trajo el sándwich y el café. El mozo lo miró con antipatía y se retiró. Berele le pegó un mordisco al sándwich. Tenía gusto a cartón.

    –Si yo tuviera película virgen, haría películas de garche– dijo el montador. –Necesitás solamente una reventada y un degenerado. Podés hacerla en una tarde. Y después la mostrás en fiestas de despedidas de solteros y te llenás de plata.

    –Es que mi tío no es de esos– dijo Berele. –Reconozco que Jaime tiene sus cosas, pero siempre defendió los valores familiares. Decime ¿cómo se hace para tirar el sándwich sin que el mozo se dé cuenta? –le preguntó luego al montador.

    – ¿Vos le contaste a tu tío de nuestro proyecto?

    –Está muy entusiasmado.

    – ¿Le explicaste que es la historia de tu familia desde que se fue de Polonia?

    –No exactamente– reconoció Berele. –Le dije que era la historia de una familia europea que llegaba a la Argentina. Mi tío no dijo nada. Él respeta la libertad creadora. Lo único que me pidió es que la familia demostrara su abolengo.

    –Me parece que vos y tu tío no están pensando en la misma película.

    –Al menos coincidimos en la idea general. Espero que este sándwich sólo tenga cartón.

    –Seguí comiendo y no hagas aspavientos– le dijo el montador a Berele. –… No sé, tal vez me perdí alguna parte, pero en tu documental sobran los ordinarios y falta el abolengo.

    –Voy a revisar el guión.

    –De todas maneras, te queda un consuelo– dijo el montador. –Si la película es un bodrio se la donás a la Cinemateca. Allí te la meten en una lata y la consideren otra joya del cine nacional.

    –Hay algunas partes que son buenas.

    Berele se puso a masticar el tostado de jamón y queso con entusiasmo porque el mozo lo estaba mirando.

    Berele escribió en su cuaderno la sinopsis de algunas escenas para reseñar la muerte de Evita. Pensó en imágenes de rotativas encimadas a rostros ansiosos de reporteros uniformados con el sombrero empujado hacia la coronilla, la corbata aflojada, el cigarrillo en la comisura de los labios, y el teléfono apretado entre la oreja y el hombro. Tendría que sacar las imágenes de alguna película norteamericana, porque los periodistas que conocía no eran así. Al menos en la redacción donde trabajaba su padre todos parecían empleados bancarios. Se ponían el chaleco antes de escribir sus crónicas y la única rebeldía consistía en perder plata jugando en el hipódromo. Berele también pensó en poner un rostro lloroso en primer plano, enmarcado por un pañuelo negro, taponado por un pañuelo blanco, y difuminado por una ropa enlutada. Pero había otras escenas difíciles de documentar, como el silencio nivelado, o la lluvia que aparecía en todos los funerales. Tal vez podría anunciar el silencio haciendo cesar la música, mientras la lluvia se deslizaba en una ventana.

    5

    Itzik, el menor de los hermanos Pechof, estuvo dos años en el hospital curándose a medias de la bronquitis que había contraído pelando huesos hirvientes cuando trabajaba en el frigorífico Smithfield. Al salir del hospital sintió deseos de hacerle toda clase de desprecios a su familia para vengarse del abandono que había comenzado cuando era todavía un bebé y los Pechof, en el apuro por escapar de las fuerzas de Kolchak, estuvieron a punto de olvidarlo dentro de su casa, en medio de la estepa.

    Durante sus dos años de internación Itzik había estudiado diferentes formas de ultraje que pensaba usar con su familia una vez lo diesen de alta. Esos ultrajes se originaban en distintas comunidades europeas, pues la población flotante del nosocomio atraía toda clase de resentidos. Aunque entre los pacientes había varios paisanos rencorosos que arrastraban su inquina desde Polonia, Rusia, y otras naciones de Europa Oriental, la mayoría de los resentidos procedían de Italia y de España, naciones con serios problemas regionales que agudizaban en sus habitantes el deseo de odiar al vecino y echarle elaboradas maldiciones.

    Por razones de lealtad étnica, y en buena parte debido al violín, un instrumento que anhelaba tocar, aunque nunca había aprendido cómo hacerlo, Itzik prefirió compartir el encono con los paisanos. Mientras los italianos usaban el acordeón y los españoles la guitarra para acompañar sus juramentos de venganza, los paisanos acudían al violín, un instrumento musical que combinaba su escaso volumen con su ductilidad para causar congoja.

    El acordeón, pensaba Itzik, rompía la uniformidad de un desfile. A los dos o tres acordes, el acordeonista necesitaba ensanchar el fuelle del instrumento y las personas que marchaban a los costados del músico se alejaban para abrirle espacio. La guitarra siempre convocaba a las castañuelas, y lejos de sumir en la depresión animaba cualquier fiesta. Pero no el violín. Cuando en medio de los juramentos de desquite los judíos del hospital se ponían melancólicos, desenfundaban sus violines y desgranaban melodías que partían el alma y anudaban sus gargantas.

    Con el acompañamiento imaginario del violín, Itzik podía despreciar las ropas que le regalaban sus hermanos. Era cuestión de poner sover punem⁸, de evocar el arpegio de algún violín, y de decirles luego, con ese defecto en el paladar que le bloqueaba el uso de la ché y la yé: Mutsas gracias. Veo que el finado era más alto que szo. Y luego, era suficiente con esconderse en el baño y llorar sintiendo lástima de ese Itzik más joven que solían embutir dentro del corsé.

    Tras salir del hospital, Itzik se encaminó directamente a la casa de Natalio, el intelectual de la familia, el hermano más vulnerable debido a sus alergias, a sus várices, a su hernia y a sus hemorroides. Itzik pensaba saludarlo con gran cordialidad y esperar a que Natalio alzara la cabeza para echarse las gotas contra la alergia. Y en ese, su momento más vulnerable, le preguntaría:

    Sugmir, Nusn⁹ ¿Quién te pidió favores? ¿Por qué no me dejaste volver a Polonia para ser masacrado con toda la familia?

    Itzik hubiera dado su brazo derecho por usar como telón de fondo los acordes de un violín. Pero no tenía un violín, e ignoraba cómo pasar el arco por las cuerdas sin sonar como un rascatripas. Y además, no podría tocarlo si le faltaba el brazo derecho. Por cierto, otra ventaja de los acordes de un violín es que podían servir de contrapunto a su ironía. ¿Qué favores le habían hecho sus hermanos? No podía acordarse de uno solo. La ironía de sus palabras, los acordes de un violín, pensaba Itzik, podían llevar a Natalio al suicidio. Bastaba usar como trasfondo el cierre de las puertas de la inmigración.

    En la población flotante del hospital había varios paisanos afectados por ese cierre. Bueno, en realidad, el gobierno argentino no había cerrado las puertas de la inmigración. Sólo había cambiado la clasificación de inmigrantes y los había convertido en refugiados. Y luego, el gobierno se negó a recibir refugiados. El canciller Carlos Saavedra Lamas había dicho que la Argentina necesitaba inmigrantes, no refugiados. Y como la mayoría de los refugiados preferían irse a otros países de América Latina donde les cambiaban el status y los consideraban inmigrantes, la Argentina comenzó a quedarse solo con inmigrantes que pasaban a ser refugiados y eran reintegrados a sus patrias de origen.

    Aquellos refugiados que habían arribado a la Argentina cuando aún los consideraban inmigrantes habían intentado traer a familiares varados en Europa, haciéndolos pasar por inmigrantes. Sus intentos habían fracasado – era tan fácil distinguir a un inmigrante de un refugiado– y eso los había enemistado con otros familiares que si bien los habían traído a ellos, habían permitido a diferentes familiares pasar a la condición de refugiados, dejándolos encallados en sus tierras de origen.

    Itzik se iba frotando las manos al pensar en el rostro que asumiría Natalio ante su inesperada presencia. Ni siquiera le daría tiempo de ponerse de perfil para fingir una altanera abulia.

    Pero Itzik nunca llegó a la casa de Natalio. El destino lo emplazaba a nuevas aventuras. En menos de un día, su vida cambiaría de manera dramática. El éxito y el peligro lo acechaban. Adolescentes hermosas lo aguardaban para que les mostrara el telémetro. Seres que abrigaban aviesas intenciones lo someterían a ordalías. Pues soplaban nuevos vientos en Buenos Aires. Estaba en pleno auge la campaña contra el agio y la especulación. Y esa campaña arrastró a Itzik en su estela.

    Apenas se esfumaron los olores a formol provenientes del hospital, Itzik advirtió que no podía acoplar su cuerpo a los recuerdos de su peso anterior. Había una dinámica distinta, pues se libraba una épica batalla entre las fuerzas productivas que apostaban al lucro de la tercera guerra mundial y los acaparadores que apostaban a los beneficios de la tercera guerra mundial. Y a eso se sumaban las tensiones políticas entre quienes anhelaban regresar a la época dorada de las relaciones carnales con los ingleses, y los nacionalistas a ultranza, que soñaban con un retorno a la época dorada del Virreinato del Río de la Plata, cuando eran sojuzgados por los españoles.

    A eso se sumaban quienes anhelaban retornar a la época en que el país había estado a punto de llegar a ser lo que jamás podría ser, quizás la Suiza de América, o la Francia del Cono Sur. Inclusive existían esperanzas de que uno de sus principales balnearios podría transformarse en el Biarritz de América Latina, y que tres de sus mejores escritores podrían superar a Anatole France, H.G. Wells y Mark Twain, porque además eran nacionalistas y católicos. Fue una de las mejores épocas doradas que vivió el país y, como en todas las épocas doradas anteriores, nadie advirtió su transcurso. Recién cuando concluyó todos anhelaron retornar a ella, aunque no la habían disfrutado un solo día, tras considerarla otra secuela de anteriores épocas de mierda.

    Itzik tropezó con la tensión reinante cuando llevaba recorridas apenas dos cuadras desde la salida del hospital. Centenares de ciudadanos estaban realizando un acto de desagravio mientras saltaban sobre su pierna derecha. Algunos blandían carteles en que se denunciaba el agio y la especulación. En otros carteles se repudiaba a los contreras. Un cartel decía: Debemos desagraviar lo mancillado.

    El fenómeno de los actos de desagravio era contagioso. Bastaba que una persona comenzara a saltar sobre su pierna derecha blandiendo un cartel de desagravio, para que rápidamente, en los cuatro puntos cardinales de Buenos Aires, comenzaran a convocarse otros actos de reparación.

    Uno de los ciudadanos le preguntó a Itzik por qué no saltaba. ¿O acaso era un vendepatria? Itzik empezó a saltar.

    Al rato, tan agobiado por el esfuerzo como por el atlético estado de los reclamantes, Itzik empezó a perder el aliento y se recostó contra la vitrina de una casa de empeños para reposar. La indignación amainó del mismo modo

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