El mar de noche: Cuentos
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El mar de noche - Adela Sánchez Avelino
Adela Sánchez Avelino
El mar de noche
Sánchez Avelino, Adela
El mar de noche / Adela Sánchez Avelino. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tamara Herraiz, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-88-0818-5
1. Cuentos. 2. Poesía. 3. Literatura Argentina. I. Título.
CDD A860
© 2021, Adela Sánchez Avelino
Todos los derechos reservados
Publicado por Muiños de Vento Editorial
Soldado de la Independencia 864, Capital Federal, Buenos Aires, Argentina
@muinosdevento
muinosdeventoeditorial@gmail.com
Diseño de Cubierta e interiores: Jimena Guida para Muiños de Vento
Edición y corrección: Tamara Herraiz para Muiños de Vento
2da. Edición mejorada: Julio 2021
Edición en formato digital: Junio 2021
ISBN 978-987-88-0818-5
Conversión a formato digital: Libresque
No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento o alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción es penada por las leyes 11.723 y 25.446 de la República Argentina.
Para Adela, Alfredo y Delfina (mis abuelos)
Para Alicia y Carlos (mis padres)
Para Fede y Belkyta, porque sin ellos nada de esto hubiera sido posible.
Adela trabajó conmigo, éste, su primer libro de cuentos. Una obra muy sólida, con una vuelta de tuerca al costumbrismo. Con personajes y ámbitos muy reconocibles, la autora siempre acumula o hace irrumpir una tensión no sólo inesperada sino casi diría, exterior y exótica
.
Edgardo Scott
Autor de Luto y Caminantes
VEINTE AÑOS Y CINCO DÍAS
A veces se establecen relaciones entre ciertos hechos que parecen fruto de un orden más o menos riguroso
.
Jorge Consiglio, Hospital Posadas.
1.
Beatriz acaba de hablar con Rosa, su amiga, cuando el teléfono vuelve a sonar. Su figura, rellena, envuelta en el batón de entrecasa se recorta contra la luz que entra, generosa, por la ventana que da al fondo de la casa en Montecastro. Su cara es pequeña, de pájaro. Alcanza a manotear el pañuelo para secarse las gotas que le corren por la frente, las sienes y el cuello. Es una tarde calurosa de diciembre.
—Hola, ¿tía Beatriz?
La voz resulta vagamente familiar.
—¿Sí? —dice ella, con leve desconcierto.
—Soy Eduardo, tía. El hijo de Elsa. ¿Te acordás de mí?
Silencio. Sus mejillas son un fuego.
—Eh, Eduardo... pero... qué sorpresa... tanto tiempo...
—Sí, tía, no sé qué decirte, tengo ganas de verlos a vos y al tío.
—Pero claro, nosotros también —miente ella—. ¿Te venís a tomar unos mates un día de estos?
La asaltan unas ganas tremendas de cortar y olvidarse del tema. Se pregunta qué querrá Eduardo.
—¿Te parece que podría ir para Nochebuena a cenar? Llevo algo. ¿Postre?
A ella le suena ridículo pero no sabe decir que no. Con la garganta seca, le pide que traiga pollo —solo para decir algo— y se apura a cortar. No sabe cómo se lo va a explicar a su familia. Menos mal que Teresa está estudiando con la beca en Canadá y avisó que no puede venir.
—Mamá, ¿te volviste loca? —le pregunta Leo. El baño le queda chico. Frente al espejo, su figura maciza refleja sus ojos de niño somnoliento a pesar de que ya tiene treinta y un divorcio en su espalda.
—Llama cualquier pariente que hace mil no ves y lo invitás a cenar. ¿Y encima en Nochebuena? —dice casi gritando—. ¿Sabés al menos qué onda el flaco?
—Acababa de cortar con Rosa, hacía tanto calor. Me tomó por sorpresa. ¡Se invitó solo!
Leo, jeans gastados, medio cuerpo desnudo, la toalla al cuello, dice, agitando la maquinita de afeitar:
—Yo me quedo en el molde, pero la verdad es que me parece que esto es de locos.
2.
Nochebuena. El fondo, adornado con farolitos de colores. Pegado a la medianera, el cuartito de herramientas. Mesa navideña preparada con esmero por Beatriz. En el centro, unas piñas de los bosques de la costa y unas flores de la Santa Rita. Luego, el menú: pollo y carne fría, jamón con melón, ensalada rusa y de tomate. Beatriz agrega las presas de pollo de rotisería y un Carcassonne traído por su sobrino. La camisa de Eduardo está deshilachada en el cuello y desteñida y lleva unas zapatillas muy viejas. Los rulos negros le caen sobre la frente.
—¿Te acordás, tía, de la vez que Pinky, ese pequinés que yo tenía de chiquito, se tiró al lago de Palermo detrás de esos patos enormes que había?
—Que había y sigue habiendo —interrumpe Leo.
—La tía se metió en el lago para recuperarlo. Teresa y vos lloraban en la orilla... —dice Eduardo mientras se acomoda los rulos.
Beatriz se revuelve en su asiento. Debajo de la mesa, se estira la pollera. Oscar, su marido, mira alternativamente a uno y a otros.
—Eduardo... ¿vos qué edad tendrías en aquel entonces?
—La verdad, tío, no sé bien. Pero a ese día lo tengo presente. La tía se había levantado el vestido y se le veían las medias tres cuartos y la enagua. Entró al lago muy decidida atrás del perro, llamándolo a gritos. La gente la miraba.
Las mejillas de Beatriz arden cuando dice:
—¡No me acuerdo de nada de eso! ¿Eduardo no estarás confundido?
Todos se miran sin saber qué decir. Beatriz se levanta de la mesa con la excusa de buscar la mayonesa. Leo la sigue con el ceño fruncido. Después observa cómo su primo, con la cabeza gacha, vacía el plato.
Los minutos se arrastran hasta la medianoche. Brindan y comen pan dulce. Se acercan los vecinos. También un par de padres de alumnos de Beatriz, del colegio. El barrio se llena de ruido de petardos y luces de fuegos artificiales. La noche recupera su calma a eso de las cuatro. Eduardo no tiene cómo viajar, no hay transporte. Se acurruca en una reposera traída del jardín.
3.
Tres de la tarde del 25. En la cocina, el viejo ventilador de pie remueve el aire caliente. Aturde el ruido chirriante de una de sus aspas. Almuerzan las sobras de la noche anterior. Oscar se va a hacer la siesta a su sillón favorito en el living. Leo sale a ver a las nenas, como arregló con su ex. En la sobremesa sólo quedan Eduardo y Beatriz.
—Tía, dejé mis cosas en lo de un amigo. Tengo que pasar a retirarlas el 5 de enero. De ahí nos vamos a la costa, a un lugar que nos prestan. ¿Me podría quedar acá hasta que viaje?
Se levanta a cebar mate. De espaldas, suspira y continúa:
—Tuve que devolver el cuarto en la pensión. A esta altura del año, no hay laburo de albañilería.
Beatriz se siente mareada, niega con la cabeza. Se incorpora en la silla y piensa que esto no le puede estar pasando.
—Me ponés en un compromiso, Eduardo. ¿No te podrás quedar en algún otro lado?
—¿Otro lado? No... Tía. Pero podría quedarme en la calle, es verano. —Eduardo hace un gesto con las palmas de las manos hacia arriba:— No sería la primera vez.
Ella lo mira exasperada. Se golpea las piernas con las manos haciendo ruido. Trata de controlarse.
—Si no hay remedio, quedate. —La voz entrecortada. En su cabeza las imágenes de su hermana Elsa y su sobrino. Habían compartido poco y nada. Se habían distanciado luego de una época en la que Elsa solía llegar sin avisar un poco antes del almuerzo y quedarse hasta tarde.
Pasan el año nuevo con amigos y vecinos. El 5 de enero, Eduardo se levanta muy temprano, desayuna un té con leche y una tostada con manteca, agradece a su tía y se va.
Un par de noches después, Beatriz escucha ruidos en la puerta cancel y sale a ver. Es su sobrino. Está ojeroso, la piel de la cara grasosa, la barba crecida. Huele como si hubiera estado