La novela de María
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Mary Wollstonecraft
Escritora inglesa (1759-1797) y una de las iniciadoras del pensamiento feminista, fue la madre de Mary Shelley y, en opinión de esta, «uno de esos seres que solo aparecen una vez por generación para arrojar sobre la humanidad un rayo de luz sobrenatural. Ella brilla, aunque parezca oscurecerse y los hombres crean que está apagada, pero se reanima de repente para brillar eternamente». Hija de un padre brutal, que despilfarraba el resto de una fortuna, comenzó a ganarse la vida a la edad de 17 años como señorita de compañía, institutriz, modista y maestra, al tiempo que comenzó a escribir y a destacar por su clara inteligencia. Vivió en Irlanda, Francia e Inglaterra y frecuentó círculos de pintores, escritores, filósofos y editores. Contraria al matrimonio, tuvo una hija, Fanny, con un escritor estadounidense y más tarde tuvo su segunda hija, Mary, con el filósofo y escritor Godwin, con quien poco antes se había casado en secreto. Con la llegada del movimiento feminista, mujeres con opiniones políticas tan diferentes como Virginia Woolf y Emma Goldman recuperaron la historia de Wollstonecraft y celebraron los «experimentos de su vida», como Woolf los llamó en un famoso ensayo. Así pues, el feminismo de los 60 y 70 trajo de nuevo el éxito a las obras de Wollstonecraft. Su buen momento reflejaba el que también gozaba el movimiento feminista, por ejemplo, a principios de los 70 fueron publicadas seis biografías de Wollstonecraft que presentaban su apasionada vida, así como su radicalidad y racionalidad.
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La novela de María - Mary Wollstonecraft
Nunca me he considerado una mujer activamente feminista, aunque trato de analizarme para evitar comportamientos o comentarios machistas y busco que los demás también sean más conscientes de eso, siempre he pensado que mis acciones no se comparan con las que hacen aquellas grandes mujeres que luchan por nuestros derechos, que pelean día a día para visibilizar el daño que se nos ha infligido como género y que buscan que seamos tratadas con respeto.
Pero investigando la vida de Mary me he dado cuenta de que son las pequeñas acciones las que ayudan que grandes cambios sucedan, ella fue una mujer que no creía en las reglas sociales de su época y que siempre las desafió, cosa muy difícil en ese momento, y creía firmemente que a las mujeres las veían inferiores solo por falta de oportunidades y de educación.
Compartió sus ideas y opiniones, con lo que consiguió destrozar su reputación; era una mujer revolucionaría y muy avanzada para su época. Con el tiempo, sus escritos se convirtieron en la base del feminismo moderno, es decir, que Mary, una sola mujer que desafiaba las normas, sencillamente porque así le parecía correcto, fue el inicio de un movimiento que a lo largo de los años ha hecho que las personas y las sociedades sufran grandes cambios para que tanto mujeres como hombres sean tratados como iguales, como personas que tienen derechos y sueños, sin minimizar a ninguno.
Mary, desde sus escritos, lanzó críticas que dejaban semillas en sus lectores para que cuestionaran su actuar y para que a las mujeres se les viera desde perspectiva diferente, trató de que sus personajes principales fueran mujeres que se salían de la norma, tomando su vida y la de sus hermanas como experiencia, las retrataba como personas introspectivas que cuestionaban su proceder y el de los demás y que buscaban su propia felicidad sin tener que rendir cuentas a la sociedad.
Quiero que tú, lector, veas en esa historia esos pequeños detalles que abrieron el camino a las escritoras y feministas que vieron en Mary un ejemplo a seguir, que vieron que lo que ella planteaba era, más que cierto, lo correcto, que entiendas cuáles fueron las semillas que ella dejó para que la sociedad floreciera más justa para que las mujeres, hoy en día, podamos conquistar nuestra felicidad sin necesidad de pedirle permiso a nadie.
La traductora.
El ejercicio de las virtudes más sublimes eleva y alimenta el genio.
Rosseau
Al describir a la heroína de este relato, la autora intenta crear un personaje distinto de los que suelen retratarse. Esta mujer no es ni una Clarisa ni una lady G. ni una Sofía. Sería inútil mencionar las muchas versiones de estos modelos, como lo sería advertir lo mucho que los artistas se desvían de la naturaleza cuando copian los originales de los grandes maestros. Captan las partes más vulgares, pero el sutil espíritu se evapora; y al fracasar en la imitación de esos modelos, la afectación resulta fastidiosa cuando se suponía que la gracia debía deleitarnos.
Esas creaciones solo tienen el poder de hechizarnos y cautivarnos cuando el alma del autor se manifiesta y da vida a manantiales ocultos. Perdidas en un agradable entusiasmo, viven en las escenas que representan y no intentan recorrer un camino común, solícitas en recoger las flores esperadas y formar con ellas una corona de acuerdo con las reglas prescritas del arte.
Estos pocos y selectos personajes desean hablar por sí mismos y no ser solo eco –ni siquiera de los sonidos más dulces– o el reflejo de los destellos más sublimes. Pues si el paraíso por el que vagan no es de su propia creación, la obra pronto se vuelve insípida y, al no estar renovada por un principio vivificador, languidece y muere.
En una historia genuina, sin peripecias, se muestra a una mujer que tiene la capacidad de pensar. Se ha creído que el cerebro de la mujer es demasiado débil para esta actividad ardua y la experiencia parece justificar esta aserción. Al margen del debate científico acerca de las capacidades del sexo femenino, un ser así tiene derecho a existir en una historia. Un ser cuya grandeza nace del ejercicio de sus propias facultades, no sujetas a la opinión común, sino dibujadas por el individuo de la fuente original.
Mary, la heroína de esta historia, era hija de Edward, quien desposó a Eliza, una joven noble y elegante con una suerte de indolencia en su temperamento que podría calificarse como negativo en un buen carácter; de hecho, todas sus virtudes tenían esa cualidad. Prestaba mucha atención a la apariencia de las cosas y sus opiniones, aunque debería llamarlas prejuicios, eran de las que suele aprobar la mayoría. Fue educada con la expectativa de una gran fortuna, lo que la convirtió solo en un objeto: el cortejo de sus pretendientes constituía una parte considerable de sus pueriles pasatiempos y nunca imaginó que tuviera ningún deber que cumplir. De esta forma, mezcló en su mente ideas de su propia invención y empleó sus años de juventud en adquirir algunos talentos superficiales, sin tener ninguna afición por ellos. Cuando fue presentada por primera vez en sociedad, bailó con un oficial a quien deseaba unirse en matrimonio; pero poco tiempo después su padre le recomendó otro caballero de mayor rango, ella se sometió obediente a su voluntad y prometió amar, honrar y obedecer a un tonto vicioso como era su obligación.
Mientras residieron en Londres, vivieron según el estilo de vida por entonces de moda y apenas se veían. No fueron mucho más sociables cuando coquetearon con la felicidad rural durante más de la mitad del año en un paisaje de ensueño donde la naturaleza, con mano pródiga, había esparcido bellezas por doquier porque el amo, con su mirada burda e inconsciente, no reparaba en ellas y buscaba entretenimiento en los deportes campestres. Cazaba por la mañana y después de un almuerzo generoso, solía quedarse dormido: este razonable descanso le permitía digerir el alimento. Después, visitaba a algunas de sus arrendatarias y, cuando comparaba su aspecto rubicundo y saludable con el de su mujer, que ni siquiera el colorete podía realzar, no hacía falta decir a quién prefería un glotón como él. La animación vulgar de aquellas era infinitamente más agradable a su fantasía que la languidez enfermiza y mortecina de su mujer. Su voz era apenas la sombra de un susurro y, para rematar su fragilidad, tenía los nervios tan débiles que se convirtió en poco menos que nada.
¡Cuántas nulidades como ella hay en el mundo femenino! Aun así, ella tenía una buena opinión de sus propios méritos, es cierto que rezaba oraciones largas y a veces leía su misal: le aterraba ese lugar horrible llamado, con vulgaridad, infierno, el inframundo. Pero no puedo asegurar si su espíritu era impresionable, ni qué tipo de planeta habría sido el idóneo para ella cuando abandonara este mundo material: dejemos esa cuestión a los metafísicos, yo no tengo nada que decir a su espíritu desnudo.
Puesto que a veces se veía obligada a estar sola o con la única compañía de su criada francesa, esta última era enviada a la ciudad para que le trajera todas las publicaciones nuevas y, mientras la peinaban y podía apartar los ojos del espejo, se entregaba a los sustitutos más hermosos de la disipación carnal: las novelas. Y hablo de las almas carnales o animales, porque un