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El sueño de la vaca y el tatuador de camellos
El sueño de la vaca y el tatuador de camellos
El sueño de la vaca y el tatuador de camellos
Libro electrónico113 páginas1 hora

El sueño de la vaca y el tatuador de camellos

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Notre Dame es un dramaturgo de familia circense con una vieja obra inconclusa. Hay un grupo de aficionados que planean ponerla en escena en un pueblo de la costa y hay unas misteriosas narradoras que cuentan la historia. En El sueño de la vaca y el tatuador de camellos las imágenes y las escenas se acumulan una adentro de otra, llenas de detalles preciosos y vívidos, y la voz que narra nunca pierde el hilo de esta historia. Ezequiel Alemian escribió una novela alucinada y muy elaborada por partes iguales, en donde la trama, en la que prevalece el pulso narrativo, se combina con la potencia de la imaginación y la buena escritura.
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento18 feb 2022
ISBN9789878473352
El sueño de la vaca y el tatuador de camellos

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    El sueño de la vaca y el tatuador de camellos - Ezequiel Alemian

    Cubierta

    EL SUEÑO DE LA VACA Y EL TATUADOR DE CAMELLOS

    EZEQUIEL ALEMIAN

    Blatt & Ríos

    Índice

    Cubierta

    Portada

    El sueño de la vaca y el tatuador de camellos

    Sobre el autor

    Créditos

    Era invierno, y una tarde sin sol había caído una neblina espesa, estaba oscuro y hacía mucho frío en el pueblo donde se había detenido el circo. En el lugar había dos plazas. La más grande estaba en el centro y tenía un monumento en el costado. Enfrente había una dependencia oficial y del otro lado estaba la estación de trenes.

    Para llegar a la segunda plaza había que meterse varias cuadras en un barrio pobre de calles sinuosas, sin asfaltar. Era una plaza sin elevación, con unos pocos manchones de pasto desparramados entre la tierra seca. Tenía un sector de juegos infantiles viejos y en el medio un playón de cemento alisado.

    Pasando esta segunda plaza había otro barrio, que parecía deshabitado, de casas abandonadas. No había autos en las calles, y no se escuchaba otro ruido que el de los pájaros y el viento.

    Este barrio terminaba en una zona sin alambrar donde quedaban unas construcciones industriales a medio demoler. Ventanas rotas, paredes en pedazos, techos vencidos; cascotes, ladrillos y bloques de cemento desparramados por el piso. Sobresalían expuestas estructuras de hierro, caños y cables. Entre la acumulación de escombros se podía andar por unos senderos irregulares que confluían donde había una máquina semienterrada.

    Nos olvidamos de todo y en lo único que pensamos es en la muerte. No en la muerte como lo que va a suceder sino en la muerte como lo que sucedió. No la del final, sino la del principio. Así es como medimos el tiempo.

    Vivimos en la confusión que segregamos y nos alimenta. Somos como cientos de luciérnagas revoloteando en la penumbra de un bosque, el parpadeo del aire, un lienzo sin centro.

    Notre Dame no tenía nombre. Se lo pusimos nosotras.

    Decían que tenía una capacidad increíble para hacer, mayor que la de nadie, porque actuaba sin medida, pero las cosas que efectivamente hizo nadie sabe bien cuáles son. Nadie sabe tampoco cuáles son las cosas que no terminó de hacer. Su capacidad se consumía en sí misma. Lo que Notre Dame hacía y lo que no terminaba de hacer se superponían hasta desaparecer.

    También estaba la idea de que la suya era una facilidad etérea, del gesto, una facilidad del momento anterior al gesto incluso, indemostrable, que se daba por oposición, porque Notre Dame no parecía enfrentar dificultades. Hacía lo que quería.

    Al resultarle todo tan sencillo, el momento nunca llegaba. Para hacer lo que quería había siempre un poco más de tiempo. Corría por delante, como una promesa, para cuando efectivamente no hubiese nada más de qué ocuparse. La facilidad producía tiempo, y el tiempo lo narra todo.

    A veces puede dar la impresión de que Notre Dame y nosotras somos lo mismo, de que su evidencia de lo inmediato ha disipado también en nosotras cualquier otra preocupación, pero no es así. Si tal cosa existió, la lógica de Notre Dame de no llegar nunca a hacer algo no es la nuestra, lo que no quita que en muchas oportunidades no hayamos habitado una misma experiencia y un mismo cuerpo.

    Ese cuerpo lo imaginamos curvo, liviano, inestable, confuso.

    Por momentos puede parecer que no hay diferencias entre nosotras y él, pero esas diferencias siempre están. No son difíciles de encontrar, saltan a la vista.

    Esta historia empieza con un sueño.

    El sueño con que empieza esta historia se inicia con Notre Dame avanzando por un pasillo largo y estrecho como un túnel en penumbras, sobre una tarima de madera alfombrada que amortigua sus pasos, hasta desembocar al costado de la pista de un circo.

    Sobre el centro de la pista cuelga una araña inmensa, con forma de rombo y cientos de vidrios biselados. Alrededor de la pista, en anillos concéntricos se suceden las filas de butacas.

    Notre Dame se acomoda en el primer asiento libre que encuentra. La araña se apaga lentamente. Desde lo alto iluminan con seguidores una zona donde unos auxiliares levantan un par de tarimas paralelas, entre las cuales queda un espacio vacío.

    Como saliendo de las sombras por entre unos cortinados espesos hace su aparición una vaca flaca de una altura infrecuente. Tiene una piel blanquísima que le cae a ambos lados como si fuese un telón, blanda, sin pelos, y lleva en la cabeza unos cuernos largos, retorcidos sin simetría.

    Detrás de la vaca, guiándola con una delgada varilla vegetal, va un hombre con el cuerpo envuelto en una túnica a rayas grises y un turbante con cola en la cabeza. Emite unos chistidos breves con los que guía al animal. Lo hace ubicarse entre las tarimas.

    Detrás del hombre con la túnica a rayas grises vienen otros dos sujetos vestidos de igual manera, pero en vez de una varilla vegetal llevan en las manos cada uno una caña que concluye en una hoja de palmera, con las que empiezan a abanicar a la vaca.

    Después entra un sujeto muy delgado, todo vestido de negro. De un salto se sube a la tarima y con una aguja de tatuaje continúa dibujando sobre el animal una escena ya comenzada, encima de la pata izquierda.

    Es una escena de adoración que tiene a dos camellos jóvenes de doble joroba en el centro de la imagen. Rodeando las jorobas y el cuello del animal más visible cuelgan unas guirnaldas de flores, al cabo de las cuales hay unas campanitas doradas. El otro camello, un poco retrasado y más pequeño, sólo tiene puesto un bozal de cuerda cerrado por detrás de las orejas.

    Una decena de hombres genuflexos rodean a los camellos; sus cabezas apuntan al piso, sus brazos estirados extienden las palmas abiertas hacia las bestias.

    Esta imagen de la adoración de los camellos es contigua a otras que se reparten sobre el cuero lampiño de la vaca.

    Casi en el centro del costillar hay dos circunferencias de trazo rojo muy fino e intenso, recortadas como si fuesen los focos de un binocular. En cada redondel, sobre una mesa entelada, hay un cerdo: todo blanco uno, blanco con manchas negras el otro. Con un palillo que sostienen en la punta de la boca, cada cerdo toca un xilofón. Junto a cada xilofón hay sobre la mesa un cartel que indica el título de la composición que el animal está tocando.

    Cuando en el sueño de esa ficción Notre Dame afinaba la vista para poder leer lo que decían los carteles, las palabras, en lugar de precisarse, se desvanecían: las letras se ponían en movimiento, intercambiaban sus lugares y se desdibujaban sin dejarse reconocer, hundiéndose en una especie de fondo líquido o vaporoso.

    Ese desvanecerse de las palabras le provocaba a Notre Dame un dolor de cabeza que rápidamente lo obnubilaba, haciéndole perder la conciencia. Siempre le sucedía lo mismo. Cuando Notre Dame se dormía dentro del sueño era cuando despertaba a la realidad.

    Era jueves, víspera de un feriado largo. Un amigo le había prestado su auto para que fuera a pasar el fin de semana a un pueblo de la costa, donde un grupo de aficionados al teatro iba a estrenar su primera obra, abandonada sin concluir más de veinte años antes.

    De la puesta de la obra Notre Dame se había enterado mientras navegaba por la web, de casualidad, porque nadie le había avisado nada. A los actores aficionados que iban a montar la obra no los conocía. El anuncio no lo mencionaba como autor pero señalaba que era un trabajo montado a partir de algunos borradores suyos. En su momento no había llegado a encontrarle título a la pieza, ni siquiera a buscárselo, y tampoco había visto que los aficionados le hubiesen puesto alguno. Sólo había unas indicaciones breves pero precisas que hacían referencia a que en la obra los protagonistas no eran personas sino animales.

    Imaginó que el grupo de teatro debía habérselas ingeniado para reemplazar con especies autóctonas los animales exóticos que se le habían ocurrido a él.

    Al hecho de que no le hubiesen pedido permiso para trabajar con sus esbozos no le había dado mayor importancia, tampoco al que no lo hubiesen invitado al estreno. Quizás una cosa tenía que ver con la otra. Quizás eran tan aficionados que no consideraban que lo que él había llegado a hacer podía definirse como una obra de la que tuvieran que hacerse cargo. Quizás eran de la idea de que la obra como tal nunca había existido. A lo mejor simplemente temían la reacción de Notre Dame.

    Si éste no había terminado su obra, si no la había dado por concluida, abriendo así un signo de interrogación sobre su entidad, ¿por qué

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