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Las alas de la paloma
Las alas de la paloma
Las alas de la paloma
Libro electrónico725 páginas11 horas

Las alas de la paloma

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Información de este libro electrónico

Kate Croy, una joven londinense, cree que «a los veinticinco años» es «ya tarde para recapacitar».
IdiomaEspañol
EditorialHenry James
Fecha de lanzamiento1 feb 2017
ISBN9788826013107
Las alas de la paloma
Autor

Henry James

Henry James (1843-1916) was an American author of novels, short stories, plays, and non-fiction. He spent most of his life in Europe, and much of his work regards the interactions and complexities between American and European characters. Among his works in this vein are The Portrait of a Lady (1881), The Bostonians (1886), and The Ambassadors (1903). Through his influence, James ushered in the era of American realism in literature. In his lifetime he wrote 12 plays, 112 short stories, 20 novels, and many travel and critical works. He was nominated three times for the Noble Prize in Literature.

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    Las alas de la paloma - Henry James

    HENRY JAMES

    Las Alas De La Paloma

    Sinopsis

    Milly, la paloma que desea alejarse volando y estar en paz, tiene alas doradas. Con su fragilidad, tiene el poder dorado de -una heredera. Las alas de la paloma toma el simbolismo del judaismo y del cristianismo para cubrir el sórdido tema que debe narrar, para convertir a la Milly cubierta de oro en un serafín y una paloma, y a la depredadora Kate en una criatura motivada por su pobreza a buscar una vida mejor para sí. En la imaginería de la novela, Kate es una pantera y se apellida Croy, palabra parecida a 'crow', un cuervo cuyo nombre en francés es 'merle' (y la señora Merle, en Retrato de una dama, había desempeñado un rol semejante). La imaginería del pájaro se mantiene en el apellido Theale: la paloma de oro y plata es así también un pequeño pato. El realista de la novela, convertido en poeta, parece estar tratando de conciliar lo divino con lo terrenal, de producir, como en Milton y Blake, el matrimonio de cielo e infierno.

    LAS ALAS DE LA PALOMA

    HENRY JAMES

    PREFACIO

    LAS alas de la paloma, publicado en 1902, representa para mí un tema muy viejo—si no debiera decir, tal vez, muy joven—. Difícilmente pueda recordar una época en la cual la situación sobre la que en gran parte se basa esta extensa historia de ficción no estuviera vívidamente presente en mí. La idea, reducida a lo esencial, es la de una joven consciente de su gran capacidad para vivir, pero desde muy pronto golpeada y condenada, sentenciada a morir en breve plazo, no obstante su amor por la vida; pero que sabiéndose condenada aspira ardientemente a «agotar», antes de extinguirse, todos los estremecimientos posibles para obtener así, aunque de una manera fugaz y parcial, la sensación de haber vivido. Durante mucho tiempo recapacité sobre el asunto, afrontándolo a veces, alejándome otras, convencido de lo que podía hacerse con él, pero juzgándolo siempre formidable. La imagen así descrita no representaría, en el mejor de los casos, sino la mitad de la trama; el resto sería el cuadro de la lucha implicada, la aventura a que daría lugar, el triunfo o las pérdidas por considerar, la preciosa experiencia de alguna manera llevada a cabo. Todos estos aspectos, como yo lo había sentido desde un principio, requerían una cuidadosa elaboración; y aunque sucede por cierto con casi todas las cosas que merecen la pena de ser elaboradas, hay asuntos y asuntos y éste en particular me parecía erizado de dificultades. Era de esos, según yo juzgaba, que obligan al explorador cauteloso a dar vueltas y vueltas a su alrededor, que poseen un encanto que a la vez subyuga y confunde al observador; no era lo que podía llamarse un tema «franco», como lo son algunos, con todos sus elementos bien a la vista y cuyo carácter puede leerse por entero en su rostro. Allí estaba con sus secretos y sus compartimientos, con sus posibles trampas y traiciones; con mucho para dar pero otro tanto, también, probablemente, para pedir en compensación, y con seguridad que habría de cobrar su deuda hasta el último centavo. Se trataba ante todo de colocar en el más crudo primer plano a una persona frágil y enferma, situación que seguramente presentaría serias dificultades y demandaría un delicado tratamiento: pero también ofrecía, quizá, entre otras cosas, una de esas excepcionales ocasiones para escribir a gusto, posiblemente la mejor de todas, de esas que no sólo siempre deben esperarse y cultivarse sino que deben ser tomadas al vuelo apenas nos hacen la menor señal.

    El caso exigía, por lo tanto, como figura central a una mujer enferma a cuya inexorable desintegración, con su correspondiente prueba de conciencia, debíamos honestamente asistir. La descripción de su estado y nuestras íntimas relaciones con él requerían también, por otra parte, toda la discreción y sutileza posibles, una necesidad que por fortuna se fue haciendo más y más evidente a medida que se me aclaraba la imagen, alrededor de la cual — mientras insistía, repito— las interesantes posibilidades y las sorpresas implicadas, por no mencionar los enigmas insolubles, se espesaban con rapidez. ¿Por qué debía examinar tan detenidamente e interrogar desde tan cerca el hecho de que la protagonista fuese una «enferma», como si la amenaza de muerte y el peligro inminente no hubieran sido desde tiempo inmemorial la manera más directa de conseguir que una heroína o un héroe resultasen interesantes? ¿Por qué un personaje debía ser excluido del papel central precisamente por esa circunstancia particular que podía estimular, coronar con una delicada intensidad, su propensión a cierta clase de accidentes o su conciencia de su destino? Aunque esta circunstancia, es verdad, podía descalificarlo para cierta clase de actividades, aun cuando le atribuyéramos una apasionada e inspirada resistencia. Este último hecho era la salida adecuada, pues el problema se simplificaba desde el instante en que uno reconocía que el poeta, esencialmente, no puede pactar con la muerte. Puede considerar al más enfermo de los enfermos, pero aun así es por la vida que se interesa por él y lo hace sobre todo porque las condiciones le son adversas e imponen una lucha. El proceso de la vida se detiene luchando y frecuentemente resplandece sobre los terrenos perdidos mucho más que en otras circunstancias. Además, en varios relatos, hemos tenido ocasión de retratar fracasados y enclenques, inválidos secundarios, e introducirlos con una complacencia indiferente a la crítica. El deplorable estado de salud de Ralph Touchett en Retrato de una dama, por ejemplo, no es un elemento negativo; al contrario, yo había estado acertado en utilizarlo para dar —gracias a cualquier efecto feliz que pudiera arrancarle— mayor riqueza y vivacidad al personaje.

    Y ello no podía deberse, por nada del mundo, a una cuestión de sexo pues los hombres, entre los dolientes sin esperanza, sufren en general más abierta y groseramente que las mujeres y resisten el mal con una estrategia más rudimentaria e inferior. Debía tomar aquella anomalía, por lo tanto, por sus valores positivos y hago aquí alusión a ello sólo como una de esas ambigüedades entre las cuales mi asunto terminaría por sentirse como en su casa y tomaría asiento con toda familiaridad.

    Aclarado lo cual, lo último que mi historia debía proponerse era ser predominantemente la crónica de un colapso, aunque no quiero decir con esto que mi víctima propiciatoria no se presentara ante mi imaginación, una y otra vez, como arrastrada por una fuerza superior a la que ella misma podía oponerle; desde un primer momento la había concebido como disputando cada pulgada de terreno, asiéndose a cualquier objeto con tal de ganar tiempo y aferrándose a él hasta el último resto de sus fuerzas. Tal actitud y un movimiento semejante, la pasión que en ellos se traduce y el triunfo que en realidad significan, ¿qué son, verdaderamente, si no el alma misma del drama?, que, como sabemos, es la descripción de una catástrofe desencadenada a pesar de las fuerzas que se le oponen. Mi joven heroína, ella misma, representaría esas fuerzas opuestas; opuestas a la catástrofe anunciada por las Parcas reunidas, poderes que conspiraban en procura de un fin siniestro que por último, debido a los medios que disponían, no dejarían de alcanzar; aunque con tantos obstáculos para sofocar esa chispa sagrada que, obviamente, una criatura tan animada, un adversario tan sutil no podía menos que ser merecedor, cualquiera que fuese su debilidad, del primer plano y del proscenio. Ella desearía, mientras tanto, vivir por cuestiones particulares, dirigiría su lucha hacia ciertos intereses humanos también particulares, lo que a su vez determinaría, con respecto a ella, la actitud de otras personas, que serían comprometidas de tal manera como para intervenir en la acción. Si su anhelo de arrancarle a esa vida que se le escapa todo el fruto posible, si tal impulso sólo puede cumplirse con la ayuda de los demás, su participación (sean llamados a ella, o arrastrados o conminados) también pasa a ser su drama, el de fomentar las ilusiones de la joven por intereses y móviles, por razones y puntos de vista que les son propios. Algunos de estos incentivos, evidentemente, podrán ser de los más elevados; otros, sin duda, no; pero en su conjunto habrán de constituir para ella la suma de experiencias, sea de buena o mala fe, que debe conocer. De alguna manera, también, todas las personas implicadas serán atraídas al drama como por un canto de Lorelei, tentadas, aterradas y encantadas; podrán también ser desviadas de órbitas más naturales y convenientes, heredando, por su conexión con ella, extrañas dificultades y aun más extrañas oportunidades, confrontadas con raros enigmas y nuevos dilemas. Éste habría de ser, en síntesis, el esquema de la situación; el resto del interés provendría del número y naturaleza de los pormenores. Se destacaba entre éstos, naturalmente, la necesidad de que la vida fuese —enfermedad aparte— para nuestra joven, algo deslumbrador y digno de ser vivido; y si la angustia, para ella, depende de todo lo que debe abandonar, la vista de lo mucho que posee puede intensificar nuestra apreciación del drama.

    Ella debía, por lo tanto, poseerlo todo, salvo la única y más preciosa seguridad; poseería libertad, dinero, un espíritu inquieto y encanto personal: el don de interesar a los otros y de cautivarlos, es decir, todos los atributos que suelen valorizar el porvenir. Desde el momento en que nuestra imaginación empezó a elaborar su papel concretamente, nada podía seducirnos más que justificar con toda precisión su perfecto derecho a ocuparlo: nada, sobre todo, se nos imponía con más fuerza que la necesidad de reconocerle cincuenta razones para fundamentar su estado social y nacional. Ella sería la última flor deliciosa —que crece sola, para mayor testimonio de su libertad— proveniente de un «viejo» tallo neoyorquino; no me extenderé aquí, sin embargo, en las felices coincidencias reservadas para ella, aunque las sutiles asociaciones que me esperan no sean precisamente de las más propicias para favorecer la expresión exacta sino de aquellas que, en el mejor de los casos, la desafían. La heroína de Las alas de la paloma debía disponer, por consiguiente, de una especial y extraordinaria libertad: libertad de acción y de elección, de apreciar y de tratar a quienes quisiera, con los mejores recursos del mundo —según creo yo— para conferir una verdadera independencia, y esto era lo que en particular y profundamente nos interesaba. Desde mucho tiempo atrás yo había proyectado mentalmente cierto tipo de joven norteamericana que representase —mucho más que cualquier otra joven de otro sitio— la «heredera de todos los tiempos pasados» (y a esto me refería hace un instante cuando toqué el tema sin detenerme en él); aquí tenía yo la oportunidad de otorgar a mi personaje un valor de ese tipo, extremadamente conmovedor: sería la heredera de todos los tiempos pasados nada más que para enterarse, en la medida en que su conciencia se agudiza, de que tal herencia le ha sido escamoteada; tal me parecía la mejor manera en general de echar una luz apropiada sobre mi personaje, o, al menos, de alcanzar su tipo. Por otra parte, realmente ¡qué papel peligroso de llevar adelante! ¡Qué sospechoso de ser una simple «baladronada» podía resultar el solo intentarlo! Así razonaba yo —y aun pensaba que debía hacerlo— para mantener el tema dentro de cierta solidez. Pues ya, desde la etapa inicial, había empezado abundantemente a superpoblarse: la dificultad estribaba en reconocer quién, en este o aquel otro giro del relato, no se avenía con la situación que originariamente yo había urdido. Mi ocupación consistía en vigilar dichos giros como el padre atento cuida de su hijo encaramado —con el fin de tomar su primera lección de equitación sobre la montura; aunque no dejaba de pensar que el interés general descansaba en ellos.

    Lo que en todo caso yo había comprendido desde el comienzo era que una joven tan apasionada y expuesta, cuya seguridad pendía de tal modo de un cabello, no podía dejar de hundirse, de alguna manera, en ciertas profundidades abismales y hablando dramáticamente eso era lo que la situación, con toda naturalidad, encerraba y exigía. ¿Acaso la verdad y gran parte del interés no residían, también, en la apariencia que ella desplegaría ante los otros (dado su ardiente deseo de vivir mientras le fuera posible), lo que a su vez constituía una enorme complicación como ninguno de los otros podía suscitarle a ella?, y que es a lo que me refiero cuando hablo de «naturalidad». Estas trágicas, patéticas, irónicas, y en gran parte, por cierto, siniestras propensiones debían ser tan naturales para sus allegados como lo eran para ella misma en cuanto primera figura. Si su historia consistía, como no podía dejar de serlo, en padecer estas y otras irreductibles ansiedades, ¿cómo no iba a estimular, entre aquellos que compartían su vida, una confusión de sentimientos similar a la suya? He mencionado antes a Lorelei, pero la existencia de nuestra joven amiga debía ocasionar más bien, a su alrededor, algo así como ese remolino que produce un gran navío al hundirse o una gran empresa al quebrar; podemos imaginarnos los fuertes torbellinos cada vez más cerrados, la tremenda fuerza de succión, la catástrofe general que hace inevitable la inmersión de cualquier objeto que se encuentre en las proximidades. Apenas necesito aclarar, no obstante, que, pese a esta comunión de destinos, yo veía que la principal complicación dramática se adaptaba muchísimo más a mi sensibilidad que a la suya, que debía ser producto de otras manos (aunque las suyas estarían también presentes, después de todo, en la medida en que eran, en cierta dirección, generosas o extravagantes, y por lo tanto, provocadoras).

    Lo que más importaba, en todo caso, era que si ella debía hallarse en una situación difícil, ésta debía ser construida esencialmente con solidez y prontitud a fin de dar la impresión amenazante de estar esperándola. Esta idea me pareció, en todo momento, no menos inspiradora que urgente, pues en esta clase de empresas uno siempre comienza por buscar una clave general de composición y no puede seguir adelante hasta que no la ha encontrado. Empezar sin ella es como pretender subir a un tren o, mejor aún, permanecer en el asiento sin haber sacado el pasaje correspondiente. Y bien —con toda la nitidez y bajo el hechizo ininterrumpido de estas verificaciones—, yo me aseguré el billete para el tolerablemente largo trayecto de Las alas de la paloma desde que comprendí que no era posible presentar abiertamente a Milly Theale como presa entre los elementos donde debía debatirse, hasta que estos elementos no hubiesen sido, con todo esmero, debidamente desplegados. Si su dolencia física, como se puede advertir, iba a resultar solamente la mitad de su caso, estando constituida la otra mitad por los demás seres comprometidos por ella (¡todos los cuales tendrían «su caso», también, loado sea Dios, tanto como la heroína principal!), entonces yo estaba en libertad de elegir, por así decirlo, la mitad con la que comenzaría. Si, como yo lo había advertido con entusiasmo, el pequeño mundo determinado por la joven debía «erizarse» — ¡esta expresión me encantaba!— de significados, me bastaba entonces con dejar que la medalla pendiera libremente —su anverso y su reverso, su cara y su dorso— y el espectador optaría por lo que más le gustase. Yo, por mi parte, quería que ambos lados estuvieran tallados de una manera similar, los quería cincelados y grabados con un mismo relieve; aunque también mi «clave» contemplaba, como ya he dicho, que si bien mi joven neoyorquina y los que dependían de ella integraban el centro, la circunferencia no debía ser por eso menos importante. Yo necesitaba, pues, saber cuándo proceder desde un punto y cuándo desde el otro. A manera de preparativo y, para expresarlo de algún modo, ansiosamente —dado todo el panorama—, empecé por el círculo exterior acercándome al centro por medio de circunvoluciones cada vez más estrechas. Así, de hora en hora, se descubría y se desarrollaba el proceso, para el que al mismo tiempo se me ofrecían tantas fórmulas entretenidas.

    La medalla pendía libremente —me acuerdo de haberlo sentido así— desde el momento que abandoné confortablemente la zona cubierta por el Libro primero, zona en la que Milly estaba, de una manera superficial, tan ausente. Difícilmente podría recordar otro caso —me agrada insistir en esto aun a riesgo de parecer grosero—, en el cual la necesidad de empezar «desde muy atrás», todo lo más atrás que me fuese posible, y aun de ir, del mismo modo, «hacia dentro», es decir, hacia lo profundo del asunto, se me impusiera con menos escrúpulos. Tener las manos libres a este respecto me resultaba ante todo agradable; el sentimiento de libertad me lo daba la circunstancia de que la obra, por anticipado, había perdido ignominiosamente toda posibilidad de ser publicada «en serie». El caso me había ya sucedido repetidamente con trabajos más breves, pero esta considerable producción a la que me estoy refiriendo (como dos o tres años más tarde me habría de suceder con La fuente dorada), había nacido un tanto apabullada en un mundo de editores y periódicos, de resonantes «éxitos», entre los cuales habría de perderse casi completamente inadvertida. Por suerte, hay algo vivificante, siempre, en el aire alpino, ese que nos arroja—como desde una alta y helada arête— la fría espalda de un editor; las uvas agrias pueden a veces embriagar y el narrador que se precia de tal puede alegrarse al tomar conciencia de todas las modificaciones que todavía deberá hacer. Aquéllas atinentes a las «posibilidades de publicación» tienen, en cierta medida, su lado atractivo, o al menos, desafiante; pero su encanto se halla condicionado por el hecho de que las sugerencias nacen aquí en un terreno totalmente extraño a la obra misma: siempre son el fruto de otra atmósfera y concebidas bajo una luz que representa en el dominio del trabajo, en sí, apenas algo más que oscuridad. Pero cuando no son demasiado tenebrosas pueden significar frecuentemente un reto a la habilidad del escritor: esa habilidad del artista diestro que gusta ser desafiado así como al caballo de sangre le gusta tascar el freno. Sin embargo, la mejor pericia, la más noble —sea dicho con todo respeto por aquella verdad— es la que se refiere no a nuestros compromisos sino a nuestra más plena conformidad; y yo recuerdo perfectamente, en el caso que nos ocupa, el placer que experimentaba al comprobar que mis proporciones, mis divisiones y el ritmo general se apoyaban en razones de índole permanente más bien que ocasionales. Por lo tanto, me bastaba con que mis alteraciones fuesen buenas en sí mismas, hasta el punto que considero que todo otro comentario a la constitución del libro puede limitarse a las exposición de la ley que siguieron.

    Para empezar, hubo la «diversión» de establecer los sucesivos centros, de fijarlos tan exactamente como para que las diferentes partes del asunto regidas por ellos, tratadas desde ellos como esclarecedores puntos de vista, constituyeran sólidos bloques, por así decirlo, de material trabajado, como las aristas perfectas, teniendo su propio peso y volumen y capacidad de acción, es decir, que obtuvieran su efecto y contribuyeran a la belleza del todo. Uno de estos bloques, sin duda, es toda la presentación preliminar de Kate Croy, la que desde un principio, recuerdo, se opuso terminantemente a comparecer salvo en términos de amplitud. Términos de amplitud, de atmósfera, esos términos —y solamente ellos— en los cuales las imágenes adquieren su plenitud y su masa, su capacidad de desplazarse y tener así lados y dorsos, partes en la sombra y otras, por cierto, en el sol; ésas eran lisa y llanamente mis condiciones y yo estaba tan lejos de suponer la cantidad de expresión que tal cosa, como yo la veía y sentía, me demandaba, que al presente, al repasar lo hecho, ay, es sólo para advertir los olvidos y las lagunas, el naufragio, una tras otra, de todas esas intenciones, que a pesar de la mejor buena voluntad del mundo no habrían de fructificar. Ya he dicho que el plan general no puede adquirir forma hasta que los «bloques» no estén en su lugar, y ésa sería una imagen bastante fiel de mi método. Pero nuestro plan, desgraciadamente, es una cosa, y otra muy distinta, nuestros resultados; por lo que tal vez me acerque más a la verdad si describo esos resultados a la luz de los hermosos rasgos que hubieran —de acuerdo con mis primeras y más acariciadas ilusiones— contribuido a realzarlos. Los reencuentro ahora, al reanudar relaciones, y me conduelo de todos ellos mientras remonto la corriente, por los valores perdidos, los huecos palpables, los eslabones extraviados, las sombras burlonas, que reflejan en conjunto, la flor prematura de mi buena fe. Claro que casos como éste no son de ninguna manera anormales, hasta el punto que algún espíritu industrioso debe de haber establecido ya alguna «ley» sobre el grado de dependencia que existe entre la fuerza de un artista y su capacidad de fracaso. ¿En qué medida y con qué frecuencia y de cuántas infinitas maneras y a propósito de qué puede un autor llamarse a engaño con respecto a su idea original y llegar no obstante a dominar magistralmente lo que en realidad la reemplaza, o, en otras palabras, llegar a existir de una manera apreciable? Se colocan, después de un minucioso examen, los pilares del puente; uno ha sondeado, al menos, lo bastante profundo, Dios lo sabe, como para que se apoyen en lugar seguro; pero luego el puente cruza sobre el río al parecer con una total independencia de esas propiedades, sin la gracia del proyecto original. Eran sólo una ilusión, necesaria en su momento, pero la bóveda misma, de un solo arco o de muchos, parece, de la manera más extraña del mundo, ser una realidad; y el atribulado constructor, al pasar bajo ella, ve figuras y escucha ruidos más arriba: comprende entonces, con el corazón en la boca, que el puente resiste y que en verdad ya está «en servicio».

    La edificación de la conciencia de Kate Croy para soportar el peso que poco a poco debía descansar sobre ella hubiera necesitado, por ejemplo, tantos centenares de macizos ladrillos como tenía realmente de escuálidas docenas. La imagen de su padre, tan comprometido y comprometedor, debía determinar toda su vida; en una forma muy particular, debía aparecer entreverado con su juventud, es decir, que su nociva influencia general debía mostrarse capaz de dar lugar a la ignominia, la irritación y la depresión con una convicción mucho mayor que la que podía prestarle cualquier enfática «palabra de honor» del novelista. Pero ¿adónde lo hallamos ahora si no en una o dos lamentables escenas que apenas pueden aspirar a la dignidad de simples referencias? Sólo se «asoma» un segundo en lugar de la deslumbrante, abominable imagen que debió haber sido; encuentra el lugar tan ocupado, su presencia tan poco solicitada, que —ladeando de nuevo el ala de su sombrero, que ha sido hasta ahora su única protección eficaz— da media vuelta y se aleja silbando con indiferencia, con la más profunda decepción de su vida. Nuestra discreta palabra de honor tuvo que bastar para el resto. En resumen, cada uno de los personajes, como luminarias del teatro que condescienden a hacer un papel mínimo, debía resignarse a una breve interpretación, conformarse con una personalidad secundaria para poder salir a escena. Confieso no tener ánimo ahora para suministrar todos los detalles de esa perdida grandeza, pero muchos de ellos se explican, después de todo, por la cruda verdad que se me fue imponiendo a lo largo de estas consideraciones: los celos que cada escena siente por el drama, con extraña obstinación, y el recelo que el drama siente por cada escena (aunque en general con mucho mayor paciencia, creo). Los dos, sin duda, contribuyen a la realización de la obra, pero cada uno insidiosamente trata de minar el ideal del otro y socava su posición; cada uno está pronto a decir: «Sólo considero «terminada» una obra cuando está terminada a mi manera». El único consuelo que le queda al testigo de estas reyertas, mientras tanto, es repetirse la acertada reflexión —descubierta para él desde tiempo inmemorial y en la infancia del arte por el ángel (por no decir el demonio) del compromiso— de que nada es tan fácil de «hacer» como para no agradecer la más ilusoria ayuda con que podamos contar. No era, por otra parte, realizando mi imagen de Lionel Croy como mi estructura debía mantenerse de pie, así como tampoco aquél, al desvanecerse, no iba a dejarme irreparablemente triste. El quién y el qué, el cómo y el porqué, el de dónde o hacia dónde de Merton Densher eran también magnitudes y atributos que habrían de danzar a su alrededor con la vieja gracia con que faunos y ninfas circundaban a un dulce Hermes coronándolo de flores. Nuestro mayor anhelo, por cada una de nuestras criaturas, es que su atmósfera sea lograda: pero ¿en qué se transforma la obra entera, después de todo, cuando uno avanza, si no en una serie de tristes parajes donde la mano de la generosidad se ha detenido cauta y tacaña? La situación personal, profesional, social de Merton Densher debió quedar tan decantada para nosotros como para poder apreciar todo su sabor; de igual manera, la presencia, la «personalidad» de Mrs. Lowder debía impregnarnos hasta la saturación, cosa de sentir todo su peso en la balanza. En Mrs. Stringham, la amiga y acompañante de nuestra heroína —su coro de Boston—, debíamos hallar motivo para innumerables matices y sobre todo una prolongación, un animado reflejo de las experiencias de Milly Theale en la sociedad inglesa; así como la fuerza y el sentido de la situación en Venecia, con todos nuestros personajes reunidos, debían ser sorbidos en largos tragos en una copa más profunda, y la posición final de Densher, con su toma de conciencia, debió ser trazada en finas puntadas, en seda y oro, rosa y plata, todo lo cual quedó, ay, devanado en el ovillo.

    Pero no se trataba, sin duda —para recobrar al fin y al cabo nuestra ecuanimidad crítica—, de que el asunto, en cada una de sus partes, no estuviera presente de alguna manera, hasta el punto de no poder, trozo por trozo —si se daba la ocasión—, seguir sus pasos y analizarlo. En general tenía la ventaja de que cada «compartimiento» era fiel a su plan y que, sin pretender ser simple, no abandonaba por eso sus anhelos de claridad. Las aplicaciones de estos esquemas son numerosas y bastante ejemplares, aunque apenas me he dejado lugar para comentarlos. Claridad verbigracia, que en el Libro primero —o de otra manera, como yo lo he dicho, en el primer «trozo» (pues cada libro tiene también sus partes subordinadas y tributarias)— se logra a través de las conciencias asociadas de mis dos jóvenes protagonistas, en quienes comprendí, desde un primer momento, que debía consentir, dada la fuerza de las circunstancias, una f fusión práctica de sus conciencias. Es desde la «perspectiva» de Kate que se lo ve actuar a Merton Densher, pero en rigor de verdad no es ella aquí el único agente reflector. En ciertas ocasiones cumple ese papel, pero en otras el relato se hace desde el joven Merton, y para que el desarrollo sea inteligible, dichos puntos de vista deben fijarse con precisión y bastarse a sí mismos. ¿Es que en algún momento, realmente, pierdo las ventajas de esa claridad? ¿Abandono un centro por otro después de haber postulado el primero? Desde el momento en que procedemos por «centros» —y yo nunca, lo confieso, he conocido una lógica de procedimiento superior a ésta— cada uno de ellos debe constituir una base firme y escogida, desde la cual, en nombre de los altos intereses de la economía de tratamiento, se regla y se determina la acción. No hay economía de medios sin un punto de vista elegido y coherente, y aunque comprendo que ante ciertas circunstancias puede darnos una comunidad de visión entre varios personajes cuando esto facilita la síntesis, creo que cualquier ruptura de un tono, cualquier sacrificio en la uniformidad del relato, dispersa y debilita la obra. En esta verdad reside el secreto de una situación dada: en ese aspecto del asunto que nos ofrece la alternativa de tratarlo como un cuadro y como una escena, pero que es apto, pienso, para mostrar todo su valor escénicamente. Son por esto hermosas en extremo aquellas situaciones —o partes de una situación— en que la línea divisoria entre cuadro y escena vacila bajo el peso de esa doble presión.

    Tal sería el caso, me aventuraría a decir, del largo pasaje que sirve de introducción al Libro cuarto, donde toda la vida que se describe se centra, única e intensamente, en la revelación de la palpitante conciencia de Milly, pero donde también, para una debida inteligencia cada cosa debe ser llevada a su conclusión. Este pasaje, por ejemplo —la introducción de Milly al círculo de Mrs. Lowder—, tiene su contraparte mucho más adelante, bajo una crisis que modifica todas las reglas de la situación. Mis centros o «reflectores», como los he denominado por conveniencia (bruñidos, por cierto, como lo son en general por el ingenio, la curiosidad, la pasión, las fuerzas ocasionales, cualesquiera que sean, que los rigen en cada instante), intervienen, como ya hemos referido, en orden alternado, y en esta segunda oportunidad es Kate Croy, «por todos sus méritos», la que cumple ese papel. La vemos con toda amplitud en Venecia, donde los sucesos —grávidos y oscuros y portentosos (otra palabra que me seducía), como para ese entonces han llegado a mostrarse sin perder por eso su exquisitez— son tratados casi enteramente a través de su visión de las cosas y de la de Densher (y habría mucho que decir sobre la lúcida interacción de los diversos agentes antagónicos que obran en ellos). Es en la conciencia de Kate y en tal escenario, donde el drama llega a su clímax, cuando, en el espléndido salón del palacio arrendado por la pobre Milly, puede apreciar la velada que les ofrece su amiga, secuencia que conforma otro bloque tan sólido y compacto como la escena de Lancaster Gate. La situación de Milly, en un momento dado, sólo puede ser «rendida» fielmente en los términos brindados por la inteligencia de Milly, o, en un plano más profundo, por la de Densher, o, durante una dichosa hora, por la de la desventurada Mrs. Stringham (ya que esta última participante —coronada en mi plan original con las más ambiciosas funciones— se ve reducida en los hechos a esta brevísima futilidad); exactamente también como la relación de Kate con Densher, y la de Densher con Kate, sólo podían ser proyectadas ante nosotros, y volverán a serlo más adelante, a través de la maravillosa ansiedad de Milly, en la medida en que ésta tiene que ver con ellos. Es como si para estos aspectos el testimonio impersonal —es decir, la relativamente fría afirmación o endeble garantía del desvalido autor—hubiera parecido a la vez demasiado grosera o demasiado indiferente, un cierto abuso de privilegio cuando no un abuso de conocimiento.

    Dios no nos permita —nos repetíamos durante casi todo el transcurso de la acción de Venecia—, Dios no nos permita «saber» más sobre nuestra desolada hermana que lo que Merton Densher oscuramente puede presentir o de lo que Kate Croy intuye, al pagar, heroicamente, hay que reconocerlo, al presentarse sola en casa de Densher, por el derecho a la ambición y a la profanación espantosa. Pues mientras dura esta escena tenemos tiempo de examinarla críticamente; tiempo de reconocer las intenciones y las virtudes; tiempo de apresar algunos chispazos de esa economía de composición a que me he referido, y que es interesante en sí misma, a pesar de la mal disimulada desesperación del autor ante el inveterado desplazamiento de su centro general. Las alas de la paloma ofrece, tal vez, el ejemplo más flagrante que yo pueda citar (aunque ya he hecho por ello pública penitencia) de mi natural incapacidad para mantener las dos mitades de una obra en un mismo tono. Aquí los recursos —de los cuales lo mejor que me es permitido decir es que son siempre lamentables pero nunca descarados— imperan con más contrición que de costumbre aunque se disimulan también quizá con más destreza que la habitual. En ninguna otra parte, según creo recordar, la necesidad de disimular se pareció más a la angustia; en ningún otro lado me vi tan circunscrito a concluir la evolución de un tema infortunado, con una gran acumulación de dificultades, dificultades que aumentaban a cada paso, en un espacio tan exiguo. Claro que, como todo novelista sabe, son las dificultades las que nos inspiran, pero para lograr un perfecto encanto las dificultades deben ser inherentes y congénitas al asunto, y no dificultades «atrapadas» por frecuentar malas compañías. La segunda mitad de Las alas, la mitad falsa y deformada, podría servir muy bien, pienso yo, de ejemplo práctico para algún crítico literario deseoso de favorecer al artista incipiente. ‘Podo ese ángulo del cuadro está erizado de «artificios» —como él podrá sentirse movido a reconocer y a denunciar— para encubrir lo reducido de las proporciones, para abreviar a cualquier precio, para otorgar a remiendos el valor de presencias, para revestir los objetos con un aire de una dimensión que posiblemente no poseen. El crítico tendrá así las manos libres para señalar qué complicado enredo debemos tramar cuando —y bien, cuando por haber perdido nuestro compás o por jugar con él— estamos obligados a producir la ilusión de masa sin la ilusión de extensión. He aquí una tarea a la altura de muchos de nuestros monitores, con el especial interés, para ellos, que representa la búsqueda preliminar del sitio donde la deformidad ha empezado.

    No reconozco, en cambio, a lo largo de toda la primera parte del libro, ninguna deformidad y sí, pienso, una estricta y feliz aplicación de un método, cuya consistencia, muchas veces ilusoria pero nunca ausente, puede ser divertido cuando no provechoso analizar. La finalidad perseguida por el autor es la de sugerir con fuerza la naturaleza de los lazos que unen a los dos jóvenes presentados en un comienzo, dar una impresión patente de su pasión frustrada y dolorida aunque a la vez confidente y porfiada. El cuadro conforma, dentro de lo posible, un par de naturalezas casi abrasadas por el íntimo sentimiento de su afinidad y compenetración, por la reciprocidad de sus deseos y por lo tanto impacientes, con fervor, ante los obstáculos y las demoras, aunque con cualidades de inteligencia y carácter que los hacen entretanto capaces de enriquecer su relación, de ampliar sus perspectivas y sostener su «juego». Merton Densher y Kate Croy están lejos de constituir una pareja vulgar, como conviene a aquellos que la fortuna distingue y la oportunidad espera; y la extraña respuesta de los jóvenes a todo ello encierra en su totalidad, también, un arte de exposición nada vulgar; pero lo que sobre todo deben decirnos es que, de una manera enteramente inconsciente y con la mejor buena fe del mundo — por la mera intensidad de su suprema pasión combinada con su suprema diplomacia—, sólo están tendiendo una trampa a la gran inocencia que los espera más adelante. Si me atraía, como ya he declarado, la visión «portentosa», nunca tal vez me había acercado tanto a ella como con toda esta súbita reserva de fuerzas que sin saberlo aguardan a mi ansiosa heroína (para aplacar eventualmente su ansiedad) como resultado del simple hecho de levantar un cerrojo. Había sido infinitamente interesante edificar la relación de los demás hasta el punto que sus dolorosas angustias, su necesidad de afirmarse en algo que no fuese su exasperada paciencia, los lleven a reconocer como instintivo alivio, las posibilidades que relumbran en Milly Theale. Infinitamente interesante había sido preparar y organizar, mientras tanto, las propensiones y las precipitaciones de la joven; haber construido, para que el drama tomara posesión de ella, la resplandeciente mansión en que la mostraríamos.

    Todas estas referencias, sin embargo, sólo reflejan someramente los detalles que corresponden al método seguido: uno de esos detalles podemos encontrarlo, por ejemplo, en la entrevista de Densher con Mrs. Lowder antes de que aquél partiera para América: representa, en ese cuadro preliminar, la única escena que no vemos rigurosamente por sobre el hombro de Kate Croy; aunque inmediatamente, apenas nos es posible, volvemos a nuestra mayor conveniencia, es decir, a respirar a través de los pulmones de la joven. En otras palabras, una vez más y antes de que nos demos cuenta, la visión directa que Densher hubiera podido tener de Lancaster Gate es reemplazada por la participación solidaria de Kate en su experiencia; pasa así a formar parte de esa acumulación que, por así decirlo, hemos estado atesorando.

    ¿Puede tomarse entonces esta aparente desviación mía como un factor de oscuridad?... esa oscuridad que germina tan fácilmente en todo suelo donde no se cultivan razones y causas determinantes. No, evidentemente no; pues de una manera franca yo había señalado, como una atenta lectura de los dos primeros libros puede mostrarlo, la comunidad subjetiva de mis dos jóvenes protagonistas. (Una lectura atenta, lo confieso al pasar, es lo que en todo momento, como aquí mismo, necesito y doy por sentado; una verdad que aprovecho ahora para especificar de una vez por todas y en nombre de la gran variedad de ideales que, a mi entender, se sustentan a ese respecto. El goce de una obra de arte, la aceptación de una fantasía irresistible, constituyen, me parece, la mayor experiencia que podemos obtener del «lujo», y este lujo no puede ser mucho cuando la obra de arte apenas si exige nuestra atención. Es grande, en cambio, y magníficamente delicioso cuando uno siente que la superficie, como la espesa capa de hielo del estanque en que patinamos, soporta sin resquebrajarse las más fuertes presiones que hagamos sobre ella y por cierto no podemos llamar un lujo el escuchar el crac que hace al trizarse.) Que yo no haya aprovechado suficientemente el privilegio de mirar con los ojos de Merton Densher es harina de otro costal; lo importante era señalar con toda claridad mi posible, ocasional necesidad de ello. Es de tal manera, en todo caso, que los dos primeros libros forman un «bloque» compacto. Un nuevo bloque, uno de los más sólidos y no poco de los más armoniosos, se inicia con el tercero, con lo que quiero significar un nuevo grupo de intereses regidos desde un nuevo centro. Aquí otra vez hago una prudente acumulación, como para estar seguro de la consistencia del centro elegido. Vemos inmediatamente que el mismo se apoya en las profundidades del «caso» de Milly Theale, cerca del cual comprobamos un centro reflector suplementario: el del lúcido aunque conmovido espíritu de su consagrada amiga.

    Las conciencias más o menos asociadas de las dos mujeres comparten, por lo tanto, de una manera desigual, la responsabilidad de presentar este nuevo aspecto del tema, con exclusión de todos los demás, y si, en un momento muy particular, permito a Mrs. Stringham hacerse cargo exclusivamente del relato es una vez más, resulta encantador decirlo, para favorecer esa intervención de lo portentoso que tanto aprecio como un «valor» y estoy siempre dispuesto a introducir. Hay una hora de la tarde, en las cumbres alpinas, en que se hacía sumamente importante que la joven misma diera su profundo testimonio de los hechos. Pero como yo había descubierto desde mucho tiempo atrás que lo más sabio es no incurrir en ningún tipo de derroche, en ningún ángulo de mis cuadros, sin rendir cuentas concretamente del mismo, es decir, sin organizarlo económicamente, debió ser Mrs. Stringham la encargada de registrar esta transacción.

    El Libro quinto es un nuevo bloque que aporta un nuevo conjunto de situaciones para las cuales se readopta, en su disposición, el centro anterior: la ahora casi plena conciencia de Milly. Al proseguir con renovados bríos mi juego de mostrar lo portentoso, se me ofreció aquí la libertad de elegir a aquellos que habrían de rozarlo con un ala sombría, y son utilizados en nuestro beneficio de acuerdo con un método elástico pero preciso, con lo que quiero significar que habiendo sondeado aquí y allá bastante profundamente. a manera de prueba, las bases de mi sistema, las he hallado en todas partes siempre obstinadamente presentes. Dan el tono de cada «situación», para repetir esta fastidiosa palabra, y la mantienen en él. Mi mayor aproximación a la oscuridad consiste en haber quebrado, algunas veces —aunque no con excesiva frecuencia—, mis situaciones en trozos más pequeños. Pero la mayoría logra mantener su amplitud y tiende realmente a la más alta, la más sostenida lucidez. El centro general de toda la obra, que descansa sobre un pivote mal situado en el Libro quinto, aspira a ser una gran perspectiva, o al menos un intenso punto de vista, aunque en una reciente relectura me ha llamado la atención algo que considero curioso, admirable y desconcertante: la tendencia instintiva del autor, en todo momento, de presentar de una forma indirecta su figura principal.

    Puedo observar hoy cómo, una y otra vez, evito casi totalmente una visión directa, franca de Milly; como tratando, en la medida de lo posible, de realizar la pintura más piadosa, más indulgente; como queriéndome acercar a ella en sucesivos rodeos y abordándola por intermedio de los otros, como se hace con las princesas inmaculadas, alrededor de las cuales se atenúa la presión de las cosas, se organizan los ruidos y los movimientos, y las formas y las ambigüedades se tornan seductoras. Todo lo cual es producto, claro está, de la ternura que vuelca en ella la imaginación de su autor que lo mueve a contemplarla, por así decirlo, a través de las sucesivas ventanas que sobre ella le abre el interés de los demás. Así como —ya que hablamos de princesas— vemos, desde balcones situados frente a las verjas del palacio, desde posiciones ventajosas por las que hemos debido pagar, la legendaria figura de su carroza dorada, que avanza hacia la enorme entrado.

    Pero mi alusión a las ventanas y balcones es, seguramente, y en el mejor de los casos, nada más que una extravagancia; y en lo que se refiere a estos u otros refinamientos de tacto o de gusto, sutilezas de forma o de concepción, en Las alas de la paloma, comprendo que he excedido mi espacio sin haber echado suficiente luz sobre todo ello, lo cual me deja con una carga de comentarios residuales de los cuales espero descargarme, osadamente, alguna vez.

    LIBRO PRIMERO

    1

    ELLA —Kate Croy— esperaba que su padre bajase, pero él se demoraba allá arriba desconsideradamente, y había momentos en los que se mostraba a sí misma, en el espejo de la chimenea, un rostro decididamente pálido por esa irritación que la había llevado hasta el punto, casi, de retirarse sin verlo. Pero era en ese punto, precisamente, cuando decidía quedarse, cambiando de lugar, yendo desde el raído sofá hasta el sillón tapizado con una tela brillante que daba a la vez —ella lo había probado— la sensación de lo resbaladizo y lo pegajoso. Había estado mirando las desvaídas imágenes de las paredes y la revista solitaria, de un año atrás, que junto a una pequeña lámpara de cristal coloreado y a un blanco centro de mesa tejido, que clamaba frescura, servía para enaltecer el efecto del tapete púrpura de la mesa principal. Sobre todo, de cuando en cuando, se había detenido brevemente en el estrecho balcón al cual daban acceso las dos altas ventanas. Desde esa perspectiva, la calle vulgar y estrecha ofrecía escaso alivio a la vulgaridad de la habitación: su principal función era sugerirle que aquellos frentes renegridos y apretados, diseñados con un criterio que hubiera sido objetable aun para fondos, constituían en verdad la faz pública presagiada por semejantes intimidades. Se los sentía en la habitación exactamente como se sentía la habitación —las cien como ella, o todavía peores— en la calle. Y cuando volvía a entrar, cada vez que en su impaciencia estaba a punto de retirarse, tenía la impresión de caer en un abismo más profundo al sentir en la insulsa, indefinida emanación de las cosas, el fracaso de la fortuna y del honor. Y si continuaba esperando era solamente, de alguna manera, para no añadir a todas las otras vergüenzas, la vergüenza del temor al fracaso personal o individual. Sentir aquella calle, sentir la habitación, sentir ese tapete y ese centro de mesa y la lámpara, le daba, al menos, la impresión leve pero saludable de no estar trampeando ni mintiendo. Aquella deprimente visión era lo peor de todo, incluyendo en particular la entrevista para la cual se había preparado, pero ¿para qué había venido sino para lo peor? Procuró estar triste para no indignarse, pero se indignaba de no poder estar triste. Y sin embargo, ¿dónde estaba la miseria, una miseria demasiado vapuleada para merecer reproches, demasiado marcada por el destino, como un lote numerado para el remate, sino en esos despiadados símbolos de sentimientos mezquinos y degradantes?

    La vida de su padre, la de su hermana, la suya propia, la vida de sus dos hermanos perdidos, la historia de toda su familia le causaban la impresión de una hermosa frase, florida y enjundiosa, y aun musical, que se traducía primero en palabras, en notas, sin sentido preciso, y después de pronto se interrumpía, quedaba inconclusa, ya sin palabras ni notas. ¿Por qué se había puesto en movimiento a todo aquel conjunto de gente, en tal escala y con semejante aire de hallarse equipado para un provechoso viaje, nada más que para paralizarse sin haber sufrido un accidente, para repantigarse sobre el polvo de la banquina sin razón alguna? La respuesta a tales preguntas no estaba en Chirk Street, pero las preguntas mismas se erizaban allí, y las repetidas pausas de la muchacha frente al espejo y la chimenea representaban su mayor acercamiento a una huida de todas ellas. ¿Porque no era acaso, en realidad, una huida parcial de todo aquello «peor» que la impregnaba el poder demostrarse a sí misma, una y otra vez, que era decididamente atractiva? Kate se contemplaba en el empañado espejo con demasiada insistencia como para estar observando sólo su belleza. Corrigió la inclinación de su sombrero negro, de plumas apelmazadas, retocó debajo de él una onda rebelde de su pelo oscuro, y examinó, de soslayo, el hermoso óvalo de su rostro, primero desde muy cerca y después desde lejos. Estaba vestida completamente de negro, lo que daba una suave tonalidad, por contraste, a su piel clara y hacía más armoniosamente negro su cabello. Afuera, en el balcón, sus ojos parecían azules; adentro, ante el espejo, resultaban casi negros. Era hermosa, en efecto, pero con esa belleza que no depende ni de adornos ni de cosméticos; circunstancia esta, además, que influía en todo momento en la impresión que ella causaba. Ésta era una impresión perdurable, pero en cuanto a las causas no bastaba su suma para lograr ese total. Tenía estatura sin ser alta, gracia sin necesidad de moverse, presencia sin volumen. Simple y delgada, frecuentemente silenciosa, ella, de alguna manera, permanecía siempre en el ámbito de la mirada, pues contaba especialmente para su deleite. Más «vestida», muchas veces, con menos aderezos que las demás mujeres, o menos vestida con más, si la ocasión lo requería, ella tal vez no hubiera podido explicar el secreto de esas cualidades. Eran simplemente misterios de los cuales sus amigos tenían conciencia, aquellos amigos que se limitaban a decir como única justificación que ella era «lista», sin que se supiese si el mundo tomaba esto como una causa o un efecto de su encanto. Si ella veía algo más que su delicado rostro en el deslucido espejo de la sala debía de advertir que, después de todo, su persona no participaba de aquel derrumbe. Ella no se consideraba vulgar, no armonizaba con la desdicha. No se había rendido todavía y la frase inconclusa, si ella debía ser la última palabra, terminaría con una especie de sentido. Hubo un momento durante el cual, a pesar de que sus ojos permanecían fijos en su imagen, ella se dejó llevar por el pensamiento de lo que hubiera podido hacer con sólo ser hombre. Era el apellido, sobre todo, lo que hubiera tomado a su cargo, aquel querido nombre que ella tenía en tanto y que a pesar de todo el mal que su desdichado padre le había infligido, aún se podía pronunciar con dignidad. Lo amaba con más ternura, precisamente, por esa dolorosa herida. Pero ¿qué podía hacer por él una muchacha sin fortuna sino dejarlo estar?

    Cuando su padre por fin apareció, ella captó al instante, como siempre, hasta qué punto era inútil todo intento de que se implicase en algo. Le había escrito diciéndole que estaba enfermo, demasiado enfermo como para salir de su habitación, y que deseaba verla sin tardanza; y si esto había sido, como probablemente lo era, nada más que una treta, él era indiferente aun a las razonables simulaciones que requiere toda impostura. Lo que quería era —por pequeñas perversidades que él llamaba razones— solamente verla, así como ella se había preparado a su vez para una conversación. Pero ahora ella volvía a percibir en la inevitabilidad de la soltura con que la trataba, todo el viejo dolor, aun el mismo dolor de su pobre madre, que él avivaba apenas lo rozara a uno aunque fuese levemente. Ninguna relación con él podía ser tan breve o tan superficial que de alguna manera no resultara agraviante, y esto, en la forma más extraña del mundo, no porque él se lo propusiese —pues seguramente debía de intuir muchas veces las ventajas que le reportaría el hecho de que no fuera así— sino simplemente porque no había ningún error para con uno que él pudiera dejar de cometer ni ninguna convicción acerca de sus limitaciones que él no corroborara con su sola proximidad. Él hubiera podido esperarla sentado en el sofá de la sala, o haber permanecido en su cama para recibirla en una situación adecuada. Ella le agradecía que le hubiese ahorrado la contemplación de semejantes intimidades, aunque de esa manera le habría traído menos recuerdos de su falsía. Ése era el fastidio de cada nuevo encuentro: él repartía mentiras como si fuesen las cartas de un grasiento mazo para el juego de diplomacia que uno debía disputar necesariamente con él. El inconveniente —como sucede siempre en estos casos— residía, no en que uno advirtiese lo que era falso, sino en que echaba de menos lo que era cierto. Él podía estar realmente enfermo, y uno públicamente enterado, pero no por eso el trato con él llegaría a ser lo suficientemente recto. Aun podía morir, pero Kate se preguntaba en qué evidencias habría de basarse ese día para creerle.

    Ahora no había bajado desde su habitación, que tal como ella sabía estaba ubicada exactamente encima de aquel saloncito en que se hallaban: ya había estado en la calle y si se lo hubiese hecho notar seguramente lo habría negado o lo habría presentado como una prueba de su desdicha. Ella había dejado, sin embargo, por aquel tiempo, de recriminarle nada, no solamente porque frente a él toda vana irritación se evaporaba sino porque él mismo soplaba de tal manera sobre toda conciencia trágica que al cabo de un momento ya nada quedaba de ella. La dificultad consistía en que soplaba del mismo modo sobre lo cómico: ella casi había llegado a creer que en esto último podía hallar todavía un punto de apoyo para adherirse a él. Pero su padre había dejado de ser divertido; era realmente demasiado inhumano. Su buena presencia, que lo había mantenido a flote durante tanto tiempo, era aún prácticamente irreprochable, aunque siempre había sido algo en él que se daba por supuesto. Nada probaba mejor que su apariencia actual que hablan tenido razón. Se le veía exactamente como siempre —todo rosado y plateado en lo que a piel y pelo se refiere—, el hombre menos conectado en el mundo con cualquier cosa desagradable. Era particularmente el perfecto caballero inglés, el hombre afortunado, normal, establecido. Visto en un hotel extranjero sugería sólo una cosa: ¡Con qué perfección los produce Inglaterra! Tenía ojos confiados y benévolos y una voz que, gracias a su limpia plenitud, narraba, de alguna manera, la feliz historia de no haber tenido jamás que elevarse de tono. La vida lo había encontrado así, a mitad de camino, había girado en redondo para marchar junto a él, le había puesto una mano sobre el hombro y cariñosamente le había dejado que llevara el paso. Los que lo conocían un poco exclamaban: «¡Cómo se viste!», pero aquellos que lo conocían mejor preguntaban: «¿Cómo hace para vestirse?». El errante chispazo de burla que se observaba ahora en los ojos de la hija respondía a la irónica impresión de que su padre la miraba con suficiencia en aquella sórdida pensión. Durante todo el minuto que siguió a su entrada fue como si ella misma viviera allí y él fuese sólo el visitante susceptible. Él sabía provocar sentimientos divertidos (tenía para eso un arte inefable) que invertían las cosas por completo: así había venido siempre a ver a su madre mientras ésta aceptaba recibirlo. Llegaba de lugares de los cuales ellas muchas veces ni siquiera habían oído hablar, pero él reinaba sobre Lexham Gardens.

    Sin embargo, ahora la única impresión de impaciencia de Kate fue:

    —¡Me alegro de que hayas mejorado tanto!

    —Yo no he mejorado en absoluto, querida. Estoy terriblemente mal. La prueba es que, precisamente, he tenido que salir para ir a la farmacia, a la de ese cuadrúpedo de la esquina. —De esta manera Mr. Croy demostraba que él podía calificar a la humilde mano que lo beneficiaba—. Estoy tomando algo que me ha preparado. Es por eso que te he mandado llamar, para que veas realmente cómo estoy.

    —Oh, papá. ¡Hace mucho tiempo que he dejado de verte de otra manera que como realmente estás! Creo que ya todos sabemos las palabras exactas: ¡estás espléndido!... n’en parlons plus. Estás tan espléndido como siempre. ¡Se te ve adorable!

    Él juzgaba mientras tanto el aspecto de su hija, como ella podía confiar siempre que él lo haría: reconociendo, estimando, algunas veces desaprobando, lo que llevaba puesto, demostrándole así el interés que continuaba prestándole. Él tal vez no se interesaba en absoluto, pero Kate sabía virtualmente que ella era la persona que le resultaba menos indiferente en el mundo. Con bastante frecuencia se había preguntado qué era lo que podía brindarle a su padre algún placer en el mundo y siempre había llegado, en esas ocasiones, a la misma conclusión. Le complacía que ella fuera hermosa, que significara, a su manera, un valor cotizable. Era singular, a pesar de eso, que no otorgara ningún valor a condiciones similares, en tanto fueran similares, de su otra hija. La pobre Marian podía ser hermosa, pero él en verdad no lo tenía en cuenta. El inconveniente era, por supuesto, que su hermana, cualquiera que fuese el grado de su belleza —viuda, y casi en la indigencia, con cuatro robustos hijos—, no representaba un valor cotizable. Kate le preguntó después desde cuándo vivía en aquella casa, aunque tenía conciencia de lo poco que esto importaba, de la escasa relación que probablemente habría entre cualquier respuesta que él le diera y la verdad. No alcanzó a oír la respuesta, cierta o falsa, ocupada como se hallaba en lo que por su lado quería decir. Eso era lo que realmente la había inducido a esperar, lo que invalidaba ahora los pequeños residuos de resentimiento por su constante, formal impertinencia, como resultado de lo cual, antes de un minuto, se encontró diciéndole a boca de jarro:

    —Sí, aun así quiero ir contigo. No sé lo que pensabas decirme, pero aunque no me hubieras escrito hoy o mañana habrías tenido noticias mías. Han sucedido muchas cosas, y sólo esperaba, para verte, sentirme segura. Ahora estoy completamente segura. Me iré contigo.

    Esto produjo su efecto.

    —¿Ir conmigo? ¿Adónde?

    —Adonde sea. Me quedaré contigo. Incluso aquí.

    Ella se quitó los guantes y, como si hubiese logrado su propósito, se sentó.

    Lionel Croy quedó en suspenso con su soltura habitual, en acecho como si buscara, a causa de sus palabras, un pretexto para salir del paso con facilidad: por lo cual ella comprendió inmediatamente que había subestimado—ésa era la palabra—lo que él mismo había estado planeando. Él no quería que se fuera con él, menos aún que se instalase allí, y la había mandado llamar nada más que para renunciar a ella con toda pompa y esplendor, parte de la belleza de lo cual iba a consistir, no obstante, en el sacrificio que hacía al desprenderse de ella. No habría pompa,

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