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Grata compañía
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Libro electrónico234 páginas6 horas

Grata compañía

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El destacado ensayista y escritor se ocupa en este libro de reflexionar sobre la obra de autores que resultaron para él, como dice en el título, una "grata compañía". Así, nos introduce a la lectura de Robert Louis Stevenson, en sus diversos registros, incluso al ensayista que reflexiona sobre los alcances de la escritura. Igualmente, Reyes nos comparte su gozo ante autores como Chesterton, Proust, Goethe, Descartes, en lo que constituye un gratificante paseo por la escritura y la lectura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ene 2019
ISBN9786071661777
Grata compañía
Autor

Alfonso Reyes

ALFONSO REYES Ensayista, poeta y diplomático. Fue miembro del Ateneo de la Juventud. Dirigió La Casa de España en México, antecedente de El Colegio de México, desde 1939 hasta su muerte en 1959. Fue un prolífico escritor; su vasta obra está reunida en los veintiséis tomos de sus Obras completas, en las que aborda una gran variedad de temas. Entre sus libros destacan Cuestiones estéticas, Simpatías y diferencias y Visión de Anáhuac. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. JAVIER GARCIADIEGO Historiador. Ha dedicado gran parte de su obra a la investigación de la Revolución mexicana, tema del que ha publicado importantes obras. Es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, y de El Colegio de México, que presidió de 2005 a 2015. Actualmente dirige la Capilla Alfonsina. Reconocido especialista en la obra de Alfonso Reyes, publicó en 2015 la antología Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”. Ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2016.

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    Grata compañía - Alfonso Reyes

    Ureña

    Noticia

    1. EDICIÓN ANTERIOR

    Alfonso Reyes || Grata Compañía || Tezontle || México. 1948. 8º, 224 pp.

    2. OBSERVACIONES

    En la presente reimpresión se suprime el segundo fragmento de los Recuerdos de Unamuno, allá reproducido por error, pues consta ya en Reloj de Sol: Unamuno dibujante (Obras Completas, IV, pp. 390-391). Las ilustraciones de este fragmento, aunque corresponden a aquel viejo artículo, se repiten aquí tales como se encuentran en la edición anterior de Grata compañía, a objeto de que no se pierdan, dada su extrema curiosidad.

    Con la página sobre Unamuno aquí conservada debe, pues, relacionarse ese viejo artículo y, además, el que inmediatamente lo precede: Hermanito menor (Obras Completas, IV, p. 389), "Sobre la nueva Fedra" (ibid., pp. 117-121), así como Mis relaciones con Unamuno (Marginalia, 2ª serie, México, 1954, pp. 49-52) y el folleto del catedrático de Salamanca don Manuel García Blanco, El escritor mexicano Alfonso Reyes y Unamuno (México, Archivo de Alfonso Reyes, serie F, núm. 1, 1956).

    1

    I. Las Nuevas noches árabes de Stevenson*

    Es un verdadero deleite estudiar a Stevenson. Es un autor múltiple y abarca todos los tonos de la escala entre la producción del inventor romántico y la del ensayista: desde Scott y Dumas hasta Montaigne y Pepys. Ahora quiero referirme a sus cuentos árabes y a uno solo de sus aspectos, porque, como él mismo decía, el que escribe un estudio corto necesita hacer una condensación lógica y eficaz de sus impresiones; necesita adoptar un punto de vista, y suprimir todas las circunstancias neutrales y, lo que no puede vivificar, omitirlo.

    El conjunto: Stevenson —educado sobre todo en la escuela de la imitación o, para llamarla con la sugestiva palabra de Terencio, la contaminación— logró, en el pleno desarrollo de su arte literaria, trasfundir en sus Noches árabes, no el sabor asiático que resulta fácilmente imitable por todo escritor dueño de su estilo (y para Stevenson lo hubiera sido sobremanera), sino el alma de aquella mágica ficción oriental, su esencia y su secreto estético.

    No necesitaba —escribe Sidney Colvin— ser o parecer especialmente original en la forma y en el modo de literatura que intentaba. Por la sola elección de asuntos, sabía siempre proporcionarse y proporcionar a su lector el placer de evocar, como una tonada familiar, alguna armonía de evocaciones literarias.

    El estilo: Es verdad: el estilo, profundamente considerado —el estilo es el hombre mismo—, se obtiene por un reflejo natural del temperamento en el espejo de las palabras. Mas, digámoslo así, para que la superficie de las palabras brille como espejo y refleje, pulida, al hombre interior, un lento trabajo de depuración se necesita, un estudio largo y amoroso de los giros y de los vocablos, un constante interrogarse. En este concepto, el estilo, aun a pesar nuestro, cobra ademán y fisonomía especiales, correspondientes al ritmo de nuestra vida. Y en este concepto, el estilo de Stevenson es tan discernible de otro cualquiera como él mismo lo es de otro hombre.

    Mas hay otra idea del estilo: el estilo como procedimiento para tratar los asuntos que el autor se propone. Así como en el primer sentido el estilo se califica de amanerado o natural (por más que ambos puedan ser igualmente naturales), de enfático o sencillo, de fuerte o débil (cualidades todas del temperamento), en este segundo se lo califica de adecuado o inadecuado: y ésta es cualidad de mera disciplina y cultura. Aquí es donde hay que exigir del escritor ductilidad, humildad para acatar el tono mismo de sus asuntos. Y esto lo sabía hacer Stevenson: acudir a la solicitación del asunto y dar a su estilo los atavíos, únicamente, de la especie literaria en que se empleaba, según el carácter en ella descubierto por los reiterados productos del arte y la experiencia. Así era posible mudar un poco el estilo con los asuntos (y quien no lo hace no sabe escribir) a pesar de la identidad fundamental e inconsciente, a pesar de seguir siendo el mismo hombre, a pesar de ser el mismo estilo; un estilo, en el caso, particularmente elegante y a veces sazonado con sabrosos regionalismos. Así, por la asimilación de los caracteres literarios y humanos impresos ya desde antes en el asunto, era posible provocar una armonía de asociaciones.

    Ese estilo, pues, tan sencillo y tan apropiado —aquello dependía de esto—, ese estilo de ecos, como con justicia podemos llamarle por las sugestiones y recuerdos de que está tramado; ese estilo que sigue al asunto con la fidelidad de una sombra, es producto del ejercicio y del estudio, del mucho sentir, pensar y leer. No se encuentra en plano diverso de la literatura ideológica y complicada: es su natural prologación: es el río que se desliza en el cauce abierto por aquélla. Ocurre, considerándolo, aquella definición del arte, no menos exacta por provisional, que Stevenson escribió en cierta carta a un joven que se proponía abrazar la carrera artística: la carrera del arte consiste solamente en el gusto y el registro de la experiencia (tasting and recording of experience). Y éste, que es el problema del arte, es también el problema del conocimiento.

    Tal estilo —que es, para la novela, lo que a la crítica el de Sainte-Beuve, el más propio para decirlo todo— es don exclusivo de los disciplinados. Para llegar a esto, algunos tienen que pasar antes por el Sturm und Drang, la famosa tormenta y tempestad ideológicas. Pero Stevenson ¿habrá nacido ya sabiendo que, según su máxima, el estilo es economía? Raleigh ha observado que Stevenson poseyó la rara facultad de hablarnos de sí mismo, en sus muchos ensayos personales, sin introducir al lector en familiaridades incómodas: triunfo de la disciplina, sin duda.

    El espíritu: Así como en el estilo se descubre una externalidad sencilla y elegante, tan propia para el relato, así en el espíritu de las historias (New Arabian Nights) una feliz combinación de los más comunes sentimientos, voluntariamente lograda, y sobre todo un concepto sencillo del mundo, producen el efecto estético más clásico y puro. Porque la invención no se ha de mezclar con la crítica si se quiere un efecto clásico, y el arte de ficción sólo se equilibra cuando se asienta sobre elementos ideológicos no discutidos ya. Si a la invención ha precedido el Sturm und Drang, éste deberá haberse calmado ya. En este sentido, lo clásico es lo sencillo y lo inmediato. Pero a ello sólo se llega por lo complicado y lo mediato. A menos que se haya nacido griego.

    Bien sé yo que a la hora presente la misma novela va haciéndose cada vez más crítica, y que su particular encanto empieza a residir, más que en los acontecimientos narrados, en las ideas que cruzan por las charlas y en las teorías propuestas, ya en los diálogos de los héroes, ya en los monólogos del autor. Hay que citar, como ejemplo de la nueva especie, The Sacred Fount de Henry James, obra maestra de la carencia absoluta de asunto (en el sentido subrayado de la palabra), libro construido con una serie de conjeturas y análisis psicológicos a veces torturantes.

    Se produce, en cierto modo, un general Sturm und Drang de la literatura. Hay quien suspira ya por la novela de episodios, a la que tendremos que volver. Atravesamos uno de aquellos instantes de gestación en que la crítica rehace todos los moldes o, por lo menos, todos los deshace; y hemos mezclado los géneros.

    Stevenson —aun cuando en las edades críticas pueda ello parecer excesivo, por haberse dado al término clásico una significación sagrada y terrible— realizó arte clásico por medio de su externalidad. Yo no creo que el cuento, en su más rancio y espiritoso concepto, alcance mayor perfección que la de un buen cuento para niños. Distingamos: hay otro género de cuentos, que son propiamente novelas cortas, los cuales se rigen por leyes muy diversas. Además, se juzga generalmente que el cuento para niños llena su misión cuando satisface a los niños. Y yo quiero hablar aquí del cuento para niños que satisface a los hombres, aun cuando pudiera no satisfacer a los propios niños:† del cuento para nuestras horas de niño, pero que todavía es literario. Tales son los cuentos árabes de Stevenson.

    Si ofrecéis a alguien que escriba un cuento de inspiración árabe pero de asunto contemporáneo, comenzará por llenar su lenguaje de arabismos (obra fácil y material), y a cada paso de su historia jurará por Alá y por los corceles jadeantes. De mí sé decir que, aun cuando no caería en tan grosero error, los aspectos del cuento árabe tradicional me dominarían y a cada instante trataría de evocarlos. Suponed, por ejemplo, que voy a introducir en mi historia la figura de un muchacho panadero. He aquí, sin engaño, cómo os la pintaría yo:

    —Era de ojos grandes; y tenía la piel atezada como si lo hubieran nutrido con dátiles. Usaba una camiseta rayada de rojo y azul, que revelaba la musculatura del busto y dejaba desnudo el cuello. De las ceñidas mangas salían dos fuertes muñecas, por donde bajaba el vello casi hasta la primera falange de los dedos. Calzón suelto y blanco que escasamente llegaría a los tobillos; los pies desnudos; una banda roja en la cintura y un rodete de lienzo en la cabeza, cual un rudimental turbante, adonde reposa la canasta por arte de gracioso equilibrio.

    Como notaréis, se trata de un personaje que, sin dejar de ser nacional, podría también ser oriental. El estilo mismo de la pintura indica a las claras que el autor, preocupado con su tema, quiere traernos vagas evocaciones de Arabia. Los dátiles morenos, la camiseta rayada, las velludas manos, el calzón, el turbante y hasta el gracioso equilibrio son palabras llenas de finas sugestiones asiáticas. Y sin embargo, el tipo descrito puede ser de los que vemos a diario por la calle. Pues bien: yo os confieso que lo he descrito según los grabados de una enciclopedia que solazó mi infancia. La imagen se me ha quedado viva en el recuerdo; debajo, se leía: panadero árabe.

    Apreciemos ahora, por el contraste, de qué manera aborda Stevenson el problema. Uno de sus cuentos árabes comienza así:

    "El Rvdo. Mr. Simon Rolles habíase distinguido en las Ciencias Morales y estaba notablemente adelantado en el estudio de la Teología. Su ensayo Sobre la doctrina cristiana de las obligaciones sociales le atrajo, en el instante de su publicación, cierta fama en la Universidad de Oxford; y era cosa sabida en los círculos clericales e ilustrados que el joven Rolles tenía en preparación una obra considerable —un folio, se decía— sobre la autoridad de los Padres de la Iglesia."

    ¿Qué semejanza puede haber entre esto y las Mil noches y una noche?

    Y más adelante, cosas tan contemporáneas como ésta:

    Yo, señor —continuó el cura—, soy un recluso, un estudiante, una criatura que vive entre frascos de tinta y folios patrísticos. Un reciente suceso ha descubierto vívidamente mi locura a mis propios ojos, y ahora trato de instruirme en la vida. Por la vida —añadió— no quiero decir las novelas de Thackeray; sino los crímenes y las posibilidades secretas de nuestra sociedad, y los principios de la sabia conducta ante los acontecimientos excepcionales. Soy lector paciente. ¿Puede ello ser aprendido en los libros?

    No busquemos, pues, en los signos externos el arabismo de los cuentos de Stevenson. Si ellos son clásicos, dentro de la concepción árabe, es por el procedimiento de completa externalidad, absolutamente episódico; por la suave ironía que los adorna del principio al fin y que nos hace imaginar al autor trabajando en sus figulinas con una sonrisa. Aquí Stevenson, como Jane Austen, es superior al ambiente en que coloca sus personajes, y el punto de vista cómico es el signo de aquella superioridad: como de sí misma solía decir Jane Austen, Stevenson trabaja aquí sobre un diminuto trozo de marfil. Su ironía es la misma que se nota en muchos lugares de los cuentos árabes. Toca levemente, y de un modo elemental, la psicología de sus personajes, prefiriendo sugerirla con imágenes visuales: con los folios y los frascos de tinta del Rvdo. Mr. Rolles; con el ajedrez y las afeminadas maneras de Harry Hartley; con la flauta de Francis Scrymgeour. Esto produce rapidez, facilita el fluir del cuento.

    Sin paradoja puede decirse que este cuento es cuento sin ideas y, entendiéndolo bien, sin sentimientos. No llega a ninguna novedad ideológica, y nunca rebasa aquel límite de emoción indispensable para mantener en el lector un interés vivo y flexible (nunca trágico y asolador). En las más siniestras escenas del Club del Suicidio no falta una sonrisa oportuna que venga a ponernos por encima del cuento mismo. Trátase, pues, de un cuento objetivo que va creando elegantes situaciones escénicas y desarrollando una intriga puramente exterior. El cuento árabe es un cuento físico.

    Comparemos ahora: Un hombre, en el cuarto de un hotel —cuenta Stevenson—, se halla sentado al borde del lecho y contempla con mirada fija y amarga el baúl adonde lleva oculto un cadáver que el acaso puso en sus manos. ¡Imposible abandonarlo sin riesgo! Y piensa que va a viajar toda la tierra, con la funesta carga, hasta que el polvo vuelva al polvo. En las Noches tradicionales, un califa, pobremente vestido con los harapos de un pescador, está sentado en el suelo y dorando al fuego un pescado. Hierve el aceite; y a la vez que el califa vuelve el pescado en la sartén, se pregunta, con aguda curiosidad, ¿quiénes podrán ser aquellos huéspedes hermosos para quienes él, disfrazándose, ha consentido en servir de cocinero y para quienes su viejo guardián ha encendido, sin su permiso, las ochenta antorchas y ochenta arañas del palacio?

    En Stevenson: Un empellón, y un malaventurado muchacho que sale de una puerta hasta media calle. Un portazo. El muchacho lleva las ropas desgarradas, y signos de maltratos recientes en todo el cuerpo. Su ama le había encargado llevar a cierto punto una cajita cuyo contenido él ignoraba. Sintiéndose perseguido, huye, salta una barda, cae en un jardín: la caja ha derramado sobre la yerba una rica colección de diamantes. No falta un viejo bribón que le robe la mitad del tesoro suponiendo, fundadamente, que el muchacho mismo es un ladrón. Arrójalo después a las calles de Londres con una injuria y un puntapié y, cuando el muchacho se pone a andar, va goteando diamantes de los destrozados vestidos, con escándalo de la vecindad. En las Noches tradicionales: El bellísimo Alí-Nur se ha resuelto al fin a vender a su esclava Dulce-Amiga; la hace pregonar en el mercado. Al instante se ofrece a comprarla el visir Ben-Saui, poderoso rival del padre de Alí-Nur, cuya sola presencia hace que los mercaderes desistan de ofrecer posturas mayores. Alí-Nur, entonces, se apodera violentamente de su esclava y la reprende en público, con el fin de hacer creer que aquello es una mera comedia, fingida para castigar a Dulce-Amiga. Ben-Saui se irrita y dice que su trato va en serio. Los mercaderes se cambian guiños elocuentes que significan: Apoyemos a Alí-Nur. Alí-Nur cae sobre el visir, lo arroja al suelo y lo magulla. Y el gozo de los mercaderes se derrama en un rumor de desahogo.

    Al instante, y a pesar de la profunda diferencia entre los episodios, se descubre la unidad de tratamiento. Hay algo pictórico y plástico en ambos casos. Ambas obras han surgido de un mismo arte, sin querer entrar en apreciaciones de mérito relativo: de un arte que parece preferir, para todos los motivos patéticos o risueños, los solos elementos visibles, y combinarlos en bellos equilibrios. La intriga se desarrolla con la sana regularidad de un juego mecánico. Aun cuando sonrían los ligeros, he de definirlo en la mejor forma que encuentro: es un arte cinematográfico.

    Stevenson pudo, penetrado ya de este espíritu, y aun habiendo renunciado a lo maravilloso (lo maravilloso, he aquí un muro que esconde el secreto verdadero del cuento árabe), escribir cuentos contemporáneos de inspiración arábica. Los efectos maravillosos están sustituidos por un procedimiento más moderno y elaborado de la intriga, y por la virtud de excentricidad que el autor poseía. Pues Stevenson, como decían en su tiempo, parecía, gracias a su sutileza de duende, más bien que una criatura

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