Grecia
Por Alfonso Reyes
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Alfonso Reyes
ALFONSO REYES Ensayista, poeta y diplomático. Fue miembro del Ateneo de la Juventud. Dirigió La Casa de España en México, antecedente de El Colegio de México, desde 1939 hasta su muerte en 1959. Fue un prolífico escritor; su vasta obra está reunida en los veintiséis tomos de sus Obras completas, en las que aborda una gran variedad de temas. Entre sus libros destacan Cuestiones estéticas, Simpatías y diferencias y Visión de Anáhuac. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. JAVIER GARCIADIEGO Historiador. Ha dedicado gran parte de su obra a la investigación de la Revolución mexicana, tema del que ha publicado importantes obras. Es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, y de El Colegio de México, que presidió de 2005 a 2015. Actualmente dirige la Capilla Alfonsina. Reconocido especialista en la obra de Alfonso Reyes, publicó en 2015 la antología Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”. Ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2016.
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Grecia - Alfonso Reyes
Grecia
COLECCIÓN
CAPILLA ALFONSINA
Coordinada por
CARLOS FUENTES
Grecia
Alfonso Reyes
Prólogo
TERESA JIMÉNEZ CALVENTE
Primera edición, 2012
Primera edición electrónica, 2015
Coordinador editorial: Pablo García
Asesor de colección: Alberto Enríquez Perea
Viñetas: Xavier Villaurrutia
Fotografía, diseño de portada e interiores: León Muñoz Santini
D. R. © 2012, Instituto Tecnológico
y de Estudios Superiores de Monterrey
Av. Eugenio Garza Sada, 2501; 64849 Monterrey, N. L.
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-2623-3 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
PRÓLOGO: ALFONSO REYES Y GRECIA,
por Teresa Jiménez Calvente
GRECIA
I. Grecia en su historia
Presentación de Grecia [1949]
Fastos de Maratón [1939]
II. El pensamiento griego: la curiosidad por el saber
La aurora de la investigación [1944]
Las agonías de la razón [1952]
De geografía clásica (fragmento) [1948]
III. Creencias y mitos
La familia olímpica: primera generación (fragmento) [1950]
Mitología griega: los héroes (fragmentos) [1954]
IV. Reflexiones sobre la literatura griega
Aspectos de la lírica arcaica [1944]
La crítica en la Edad Ateniense (600 a 300 a.C.) (fragmentos) [1941]
Los historiadores alejandrinos [1951]
V. La épica de Homero
La poesía de los dioses. Las antiguas sagas. Saga troyana, ciclo épico y poemas homéricos [1955]
Breve comentario de la Ilíada [1955]
La Ilíada de Homero (fragmentos) [1949]
PRÓLOGO
ALFONSO REYES Y GRECIA
Teresa Jiménez Calvente
PALABRAS PRELIMINARES
QUIZÁS LA CASUALIDAD, el azar o la pura suerte estén en el origen de estas páginas, pues una suma de circunstancias fortuitas me ha conducido hasta la obra del gran Alfonso Reyes. En ocasiones, uno acepta un trabajo que deviene puro deleite. Esto justamente es lo que ha ocurrido durante la preparación del presente volumen, uno más de los publicados para homenajear a este gran sabio de las letras hispánicas. En mi caso, es el primer fruto —y espero que no el último— de una relación que viene de lejos.
Cuando estudiaba Filología Clásica en la Universidad Autónoma de Madrid, tuve la suerte de dar con una pieza que aún me conmueve, una hermosa tragedia de inspiración clásica que revelaba a un magnífico poeta. Aquella Ifigenia cruel me impresionó entonces, y aún hoy me impresiona.¹ Quien había escrito esos versos nuevos cargados de reminiscencias del pasado se convirtió para mí en un escritor admirado. El horror de aquella heroína al redescubrir sus raíces manchadas de sangre me hacía pensar en la difícil situación del personaje y me llevaba a preguntarme por el significado oculto de aquellas escenas. La joven, incapaz de recordar sus orígenes, se siente extraña en su tierra de adopción, donde lleva una existencia de cruel sacerdotisa bárbara. La llegada de Orestes, su hermano, la sitúa en su verdadera dimensión. Pero antes de la anagnórisis, como explica el propio Reyes, se desencadena el diálogo entre ambos hermanos, pura alegoría, en que se contraponen Grecia, caracterizada por su curiosidad sin límites, y la Barbarie; así, dice Ifigenia:
Helenos: la fortuna está en no buscarla,
y habéis tentado todos los pasos del mar.
No os basta la ciudad medida a las plantas humanas
y, rompiendo los límites del cielo,
¿os sorprende ahora caer en la estrella sin perdón?²
El ansia de saber de los griegos, su descaro frente a la divinidad, es a la postre el inicio de su ruina, según señala la joven sacerdotisa. Ante tal sinrazón Orestes, prisionero, clama y protesta. Pero la barbarie acecha en cualquier parte, porque la familia a la que ambos pertenecen no es paradigma de civilización y humanitas: la crueldad, la sangre y la maldición han anidado en su seno. ¿Dónde se levantan, por tanto, las infranqueables fronteras entre los dos mundos? Ante esas revelaciones, Ifigenia, poseedora ya de su pasado, prefiere seguir con su vida entre los tauros, por bárbaros que éstos parezcan:
Huyo, porque me siento
cogida por cien crímenes al suelo.
Huyo de mi recuerdo y de mi historia,
como yegua que intenta salirse de su sombra.³
La paradoja cruel de esos versos, la contradicción interna ante la verdad descarnada prenden en el alma del poeta o, al menos, es lo que yo intuía entonces. Como en otras tragedias, el descubrimiento de la verdad es la llave del abismo.
Poco después, en una librería de viejo, encontré una añosa traducción de la Ilíada de Homero publicada por la editorial Porrúa en México: un ejemplar ajado, en mal papel, pero con la célebre traducción al castellano de Luis Segalá y Estalella. Y, en la portada, incluso antes de descubrir quién era el traductor de los versos homéricos, el nombre del prologuista: Alfonso Reyes, reclamo perfecto para los editores y sacudida eficaz para mi curiosidad. Tras esos primeros contactos, vino el silencio de los años hasta que, de una manera indirecta, he vuelto a reencontrarme con sus ensayos y, sobre todo, con un Reyes perdidamente enamorado de la Grecia clásica. Para mí ha sido un auténtico placer leer estas páginas y descubrir ahí la pasión de quien transmite conocimientos para modificar y mejorar su mundo. Mi admiración por esa manera de vivir la literatura alienta estas páginas, con que pretendo reavivar la curiosidad del lector no avisado que quiera acercarse a la Grecia de Reyes.
1. LOS CLÁSICOS EN EL HORIZONTE
LAS VIVENCIAS de la escuela y, sobre todo, las lecturas de juventud forman parte del bagaje que cada uno lleva consigo. Alfonso Reyes así lo creía y así lo expuso en Pasado inmediato (1941), deliciosa rememoración de un tiempo histórico cercano, clave esencial de su presente. Ahí se desvelan las huellas que en él dejó la Escuela Nacional Preparatoria, un loable proyecto educativo, un tanto desvencijado en los años en que Reyes recaló en ella antes de alcanzar la Escuela de Jurisprudencia, destino al que estaba obligado. Pero más allá de las aulas, es el ambiente de la calle, de sus amigos, un núcleo selecto de jóvenes deseosos de novedades, lo que explica su vida futura. Él, poeta en ciernes, amante de las letras, chocó rápidamente, como otros chicos de su edad, con una realidad que poco le gustaba. Al frente de todos ellos estaban sus maestros y, en especial, el dominicano Pedro Henríquez Ureña, urdidor de un nuevo programa educativo en el que se reservaba un espacio destacado a los griegos y su cultura:
Te recomiendo que leas Las Bacantes de Eurípides y Las aves de Aristófanes. Léelas y cuéntame. Nosotros
hemos organizado un programa de cuarenta lecturas que comprenden doce cantos épicos, seis tragedias, dos comedias, nueve diálogos, Hesíodo, himnos, odas, idilios y elegías, y otras cosas más, con sus correspondientes comentarios.⁴
En palabras de Reyes, Henríquez Ureña enseñaba a oír, a ver, a pensar
y sabía insuflar en sus jóvenes amigos la pasión por los clásicos, capaces de alentar nuevas ideas a partir de lecturas y comentarios, como en aquella célebre lectura del Banquete de Platón, en que cada uno llevaba un personaje del diálogo
, una experiencia que influyó notablemente en la tendencia humanística del grupo
. El aprendizaje del latín y del griego, instalado desde lejos en la escuela, situaba a aquellos jóvenes en unas coordenadas precisas, las del mundo occidental, con el que América estaba unida por historia y por herencia. No en vano Henríquez Ureña les insistía en las lecturas y el conocimiento de los clásicos, los antiguos y los que pertenecían a las literaturas francesa, inglesa, alemana y la española de los Siglos de Oro. El renovado interés literario de su entorno es descrito por Reyes en los siguientes términos:
La pasión literaria se templaba en el cultivo de Grecia, redescubría a España —nunca antes considerada con más amor ni conocimiento—; descubría a Inglaterra, se asomaba a Alemania, sin alejarse de la siempre amable y amada Francia. Se quería volver un poco a las lenguas clásicas y un mucho al castellano; se buscaban las tradiciones formativas, constructivas de nuestra civilización y de nuestro ser nacional.⁵
Junto a este occidente literario, se erige la propia identidad mexicana, fuerte y vigorosa. El año 1910 fue clave en la vida del jovencísimo Alfonso Reyes: se cumplían cien años de la Independencia y las calles de México bullían. Una recién estrenada madurez espoleaba a los jóvenes, llenos de entusiasmo y ansiosos por actuar, por reformar, por participar en esa mayoría de edad. Pero entonces los hechos corrieron demasiado deprisa: la creación de la Escuela de Altos Estudios, del Ateneo de la Juventud, ágora pública en que dar rienda suelta a sus inquietudes, de la Universidad Popular (diciembre de 1912), un medio para acercar la cultura al pueblo, y, andando el tiempo, de la propia Facultad de Humanidades, en la que Reyes se ocupó de la Lengua y Literatura Españolas. Aquellos hitos se sucedieron sin respiro. Luego, casi de inmediato, el fallido golpe de Estado contra Francisco I. Madero en 1913, en el que intervino y murió el padre de Reyes. Por último, el exilio en Europa, primero en Francia y luego en España, que lo acercó a esa realidad occidental que ya había aprehendido en sus lecturas y en la que profundizaría gracias a su paso por el Centro de Estudios Históricos, dirigido por don Ramón Menéndez Pidal.
Ya exiliado, desde la otra orilla, tras el fecundo periodo comprendido entre 1910 y 1913, en que Reyes había respirado un nuevo canto de libertad inspirado en el mundo clásico y había atisbado la particular fuerza creadora de la civilización mexicana, la comparación entre culturas se ofrece, entonces más que nunca, como una forma certera de conocimiento. El ayer que fue, el hoy del presente y el mañana por hacer son objeto de reflexión a través de la Filosofía y de la Literatura. En última instancia, leer y escribir son las dos metas del destino que poco a poco se revela al joven Reyes, lejos de su patria y de los suyos. Como un humanista del Renacimiento, la lectura de los poetas y autores griegos le permite reconocerse: allí encuentra el antídoto ante tanto dolor, pues comprender a los griegos es adentrarse en el ser íntimo del hombre. Convencido de esta verdad, se vuelca en dar a conocer el riquísimo y fecundo legado de la Antigüedad; para ello hay que prepararse a fondo, empaparse en datos, desarrollar ideas y transmitir unos y otras con la factura más bella posible. Su obra es clara muestra de ese convencimiento, pues en ella se descubre a un divulgador de altura. En este sentido, nada mejor que recordar las palabras de admiración que Borges le dedica:
No digo el primer ensayista, el primer narrador, el primer poeta; digo el primer hombre de letras que es decir el primer escritor y el primer lector. Menos que un individuo, es ya un arquetipo. Amigo de Montaigne y de Goethe, de Stevenson y de Homero, nada hay que pueda equipararse a la delicada hospitalidad de su espíritu. Dos valores de México, el valor y la cortesía, están en su obra, esas virtudes cuya perdición en Florencia deploró Dante.⁶
Amigo del creador del ensayo literario (Montaigne), del poeta romántico por antonomasia (Goethe), del novelista fantástico (Stevenson) y del poeta clásico por excelencia (Homero) son los epítetos que adornan a un hombre, revestido, además, con dos virtudes clásicas: fortitudo et urbanitas. Quien había leído a los clásicos conocía bien las glorias del servicio a la patria a través de las letras: el alegato de Cicerón a favor del poeta Arquias había sido usado por los humanistas italianos para reivindicar la preeminencia de la poesía y los poetas; la palabra del canciller florentino Coluccio Salutati era más efectiva que la espada del guerrero más valiente y esforzado. En la época de la Revolución mexicana, Alfonso Reyes había concebido su misión de escritor como una manera de tender puentes, merced a su labor diplomática, entre culturas lejanas, sin olvidar su cometido como educador de su propio pueblo, necesitado de anclajes en la cultura y formación. Y para lograr esa cultura esencial, había que volver irremediablemente a Grecia y Roma. Así, en 1939, tras asentarse definitivamente en México, después de sus diez años en España (1914-1924) y de otros quince en distintas misiones diplomáticas, Reyes ahondó en la que él llamaba la afición de Grecia
, que se convirtió en algo más que eso cuando ocupó su cátedra en El Colegio de México.
Desde ese elevado sitial (toro ab alto, como el Eneas virgiliano), de palabra y por escrito, sus reflexiones giraron a menudo sobre la Grecia clásica y alejandrina. Esa afición continuó atrapándolo hasta el final de su vida: en 1941, publicó La crítica en la Edad Ateniense y al año siguiente La antigua retórica, al tiempo que preparaba los materiales para Junta de sombras, que salió de las prensas en 1949; en 1950, comenzó a preparar sus trabajos sobre mitología griega; en 1951, publicó su traducción de los nueve primeros cantos de la Ilíada; entre 1955 y 1956, trabajó en sus Estudios helénicos y, en 1958, en su breviario de La filosofía helenística. Sus últimos alientos fueron para su La afición de Grecia, una colección con ocho ensayos, aparecida póstuma, en 1959. Tampoco su vena poética de última hora se apartó de esa influencia clásica y, como si su vida quisiera seguir los antiguos moldes poéticos de la composición anular (Ringskomposition), su Homero en Cuernavaca (1949-1951) rezuma nostalgia y sentido del humor gracias a la cuidada mezcla entre lo griego y lo contemporáneo. Aquí refiere que, en su dorado retiro, relee y traduce a Homero mientras contempla volcanes y las lluvias de septiembre, las lluvias evocadoras de la niñez y de su padre:
De cara a los volcanes, hoy prefiero,
pues la ambición y la ignorancia igualo,
deletrear las páginas de Homero,
que me acompaña para mi regalo.
Ensayo, me intimido, persevero,
aquí tropiezo y más allá resbalo:
otro volcán viviente y verdadero,
otro fastigio y otra cumbre escalo.
Pronto el cielo se opaca y estremece,
y el aguacero se desencadena.
Septiembre ruge, la nubada crece,
y cada vez que el horizonte truena,
la soberbia de Aquiles resplandece
y el viento gime con la voz de Helena.⁷
2. GRECIA, ESPAÑA, MÉXICO
GRECIA, ESPAÑA Y MÉXICO son tres realidades históricas y culturales cruciales en el pensamiento de Alfonso Reyes. ¿Por qué? ¿Qué tienen que ver, en definitiva, México y Grecia? Cualquiera puede responder de entrada que nada: ambos son, en verdad, dos mundos alejados en el tiempo y en el espacio. Por mucho que el historiador Lucio Marineo Sículo asegurase en el siglo XVI que, cuando Pedro Colón (sic) pisó las tierras de América por primera vez, algunos encontraron en tierra firme una moneda con el nombre e imagen de Cesar Augusto
, no existe ningún puente físico entre México y el mundo clásico, pues los romanos nunca cruzaron el Atlántico. La imaginación de aquel humanista siciliano y su deseo de magnificar el poder absoluto de Roma están en el origen de su absurda afirmación. Con todo, las apariencias engañan y, de algún modo, la huella del mundo clásico es claramente perceptible en América. Precisamente a Reyes, su preocupación por encontrar las claves del ser mexicano
le hace dirigir la mirada hacia Occidente, un elemento ineludible en la historia de México, pasada, presente y futura. Como señala Monsiváis en su magnífica semblanza del sabio mexicano, él, con grave modestia y necesaria inmodestia, quiere hacer las veces de puente entre Occidente y México y consigue bastante pese a la desmesura del intento
.⁸
La relación de México y los clásicos no sólo atrapó a Reyes. Son abundantes los estudios sobre los fuertes lazos que vinculan ambos lados del Atlántico e inciden en las conexiones culturales entre las nuevas naciones, desligadas de España, y la vieja Europa.⁹ Frente a lo que pudiera pensarse, la búsqueda de referentes clásicos está igualmente presente en el vecino del norte, en Estados Unidos, donde ya en el siglo XVIII la independencia había reforzado ese imaginario colectivo entre los nuevos ciudadanos: contra la tiranía regia de la metrópoli, el mito de Bruto y el de la República romana cobraron vigor al igual que las referencias a Atenas y su democracia. Los nuevos patricios (así llamados) idearon una ciudad en la que la silueta del Capitolio, con su gran cúpula y su blanco mármol, traía fáciles evocaciones: la de una nueva Roma dispuesta a resucitar los triunfos de la vieja. Ese sentimiento de afecto por Roma y lo romano, evidente en Thomas Jefferson, cambió a comienzos del siglo XIX, en que Norteamérica prefirió volver sus ojos hacia Grecia, donde nunca ningún Julio César destruyó república alguna.¹⁰ De igual modo, la independencia de México sacudió la conciencia nacional y reavivó la búsqueda de una identidad propia: su pasado esplendoroso, con las ricas culturas precolombinas, se perfilaba nítido en el horizonte; pero a su lado, el cristianismo y, con él, la tradición clásica habían echado raíces en su suelo.
Y aquí México no estaba solo, pues sentimientos parecidos brotaban en otros países de América del Sur. Para comprobarlo, basta leer los apuntes del primer viajero de Hispanoamérica a Grecia, el venezolano Francisco de Miranda, quien se extasía ante las ruinas griegas y ve en ellas un símbolo de libertad, que cobra nueva fuerza ante la situación de los griegos modernos sometidos al imperio otomano.¹¹ Bastante tiempo después y más al sur, Borges escribía en su Yo, judío
, artículo aparecido en Megáfono (1934), el siguiente aserto: Si pertenecemos a la civilización occidental, entonces todos nosotros, a pesar de las muchas aventuras de la sangre, somos griegos y judíos
. Reparemos, no obstante, en un pequeño detalle: mientras que la América anglosajona en tiempos de su independencia se miraba en Roma y en su todopoderoso imperio y sólo después viró hacia Grecia, Hispanoamérica fijó desde el principio sus ojos en el mundo heleno, la cuna cierta del pensamiento e imagen de libertad. Roma representaba, al fin y al cabo, la idea del poder imperial que convocaba en el imaginario colectivo algunos fantasmas que era preferible olvidar.
Esa pugna silenciosa entre el mundo griego y el romano como referentes primeros de cultura y civilización se libró también en Europa: si la crítica inglesa y alemana siempre proclamaron la comunión de su espíritu con el mundo helénico, los países mediterráneos, con Italia a la cabeza, prefirieron mirar a Roma por razones obvias. La batalla se había planteado ya en el primer Renacimiento, con los humanistas italianos, encabezados por el gran Petrarca, proclamando la superioridad de Italia por ser el solar patrio de la cultura romana. España no les fue a la zaga y esgrimió en el combate la lista de los autores latinos nacidos en la Península (Séneca, Lucano, Quintiliano, Marcial o Prudencio) y de emperadores tan renombrados como Trajano, Adriano o Teodosio. Francia, por el contrario, se encandiló con la Grecia más arcaica y se apropió del mito troyano con un Ronsard que en su Francíada (1572) contaba cómo Astianacte, hijo de Héctor, tras cambiar su nombre por el de Franco, había llegado a la Galia, donde fundó París en honor a su tío Paris Alejandro. ¡Qué curioso paralelismo con el mito del célebre Eneas, también troyano, y los orígenes de Roma!
Aquellas semillas, plantadas cuando en Europa daban sus primeros pasos los llamados estados modernos, crecieron hasta alcanzar un elevado porte; así, el siglo XVIII se inaugura con el enciclopedismo y el neoclasicismo, marcado nuevamente por el redescubrimiento de Grecia y Roma, que renacía con las excavaciones de Pompeya y Herculano. En ese contexto cultural, se explican los viajes del Grand Tour, habituales ya en ese siglo y popularizados a partir de 1820, cuando el recién nacido ferrocarril acorta las distancias de un modo que nadie habría soñado diez años atrás. De esa forma, los jóvenes de clases adineradas, especialmente en Inglaterra, podían admirar las bellezas de Francia y, por encima de todo, de Italia, donde se imbuían del espíritu del Renacimiento y la Antigüedad grecorromana; ya en las primeras décadas del XIX, el horizonte se amplió hasta una Grecia recién liberada de la ocupación turca en 1822. Grecia ofrecía, al fin, terreno virgen para la aventura y los descubrimientos: los frisos del Partenón, el altar de Zeus de Pérgamo, el mercado de Mileto y otras valiosas piezas arqueológicas fueron a parar a los museos ingleses y alemanes. Más allá de su utilidad para renovar los estudios de arquitectura y arte, esos vestigios arrojaron una imagen de Grecia que atrapó con fuerza a los espíritus más sensibles.
Todos coincidían en ver en ella la esencia misma de la civilización occidental en un momento en que Europa se tambaleaba por el empuje de Napoleón, retratado por Jacques-Louis David como un nuevo Aníbal en su travesía de los Alpes. Frente a las luchas y divisiones internas, Grecia se ofrecía como el origen común para todos, capaz de traspasar las barreras levantadas por los nacionalismos más exaltados, que habían sacado a ondear sus banderas ante el impulso del movimiento romántico. De ese modo, en gran parte de Europa, el ideal del mundo griego ganó la partida al mundo romano en una batalla cuyo eco se percibe más allá de la segunda Guerra Mundial (recordemos al respecto el ideal clasicista que inspiró al arquitecto preferido de Hitler, Albert Speer, en su concepción de los edificios y de los espacios). Así, a comienzos de los años sesenta, todavía un filólogo como Ernst Bickel proclamaba las concomitancias espirituales entre griegos y germanos en su Historia de la literatura romana (1960), donde dedica un capítulo a la Afinidad electiva entre el espíritu artístico de los griegos y de los alemanes
.¹²
Pero, ¿por qué Grecia y no Roma? En definitiva, en cualquier proceso de autoafirmación nacional y de búsqueda de la identidad patria, el pasado remoto adquiere una especial relevancia: cuanto más brillante y linajudo sea éste, más relumbre dará al presente. Sin embargo, en ocasiones, tal vez por desconocimiento o tal vez por otros motivos menos inocentes y más ideológicos, la historia se manipula y triunfan los estereotipos y los prejuicios: si el espíritu griego es creativo e imaginativo, los romanos son considerados meros epígonos, demasiado pragmáticos e incapaces de alcanzar las alturas del pensamiento helénico. A partir de ahí, se reparten las aficiones: unos indagan en el ser
griego y se identifican sin cortapisas con él; otros, sin quitar ni un ápice de mérito a los griegos, estrechan sus lazos con el pueblo romano. En este sentido, vale recordar a George Steiner y su delicioso ensayo La idea de Europa (2004), donde afirma que las señas de identidad de Occidente se encuentran en Atenas (cuya labor continúa Roma) y Jerusalén.
En otras palabras, los dos pilares clásicos (Grecia y Roma) se completan con un tercero, en realidad una mezcla de ambos: el cristianismo, surgido del judaísmo y cincelado hasta alcanzar la madurez gracias a su encuentro con el mundo helenístico, primero en Grecia (Pablo de Tarso escribió sus epístolas en griego, que es también la lengua utilizada en tres de los cuatro evangelios canónicos) y, más tarde, en Roma, donde se convirtió en la religión oficial del Imperio a partir del emperador Teodosio (380). Ya tenemos, por tanto, algunos de los elementos necesarios para comprender la afición de Grecia
, compartida por muchos eruditos del siglo XIX, que identifican sin fisuras la cultura helénica con el origen común de la cultura occidental, mérito que no se otorgaba con igual facilidad a Roma, cuyos lazos con el cristianismo (y en especial con el catolicismo, que reconoce la primacía del obispo de Roma como jefe de la Iglesia) y el imperialismo político, contrarios a los ideales revolucionarios y laicistas que triunfaban entonces, dificultaban una identificación plena.
¿Y en México, qué? México también se erige sobre dos pilares, y uno de ellos es Occidente (con su poso de cultura grecorromana), trasladado allí a través de la presencia española. España, desde muy atrás, se había mirado en Roma, una búsqueda que se intensificó a partir del reinado de los Reyes Católicos. Los nuevos soberanos, con un esplendoroso Carlos V portando su armadura cual nuevo César Augusto, volvieron sus ojos hacia los emperadores romanos, en quienes admiraban su concepción del poder y su capacidad para organizar el gobierno de vastos territorios; además, estaba el latín, lengua franca en toda Europa, de la que el español era su más ilustre descendiente. Toda esta herencia cruzó el Atlántico; de ese modo, las nuevas universidades americanas, levantadas a imagen y semejanza de las españolas, siguieron sentando sus bases sobre la cultura grecolatina. La educación con una fuerte impronta humanística (muchas veces en manos de la Iglesia) se convirtió en la clave para infundir en los nuevos ciudadanos los principios de una cultura que, de entrada, unía ambas orillas. Con el tiempo, conseguida ya la independencia, los lazos se aflojaron, sin cortarse nunca del todo, pues los destinos de México y Europa siguieron unidos. Lo mexicano y lo occidental se contrapesaban en la balanza hasta conformar una nueva identidad que se reflejó en la educación y la cultura de la época, en la que al final Grecia ganó los afectos.
Demorémonos unos instantes y oigamos a Reyes cuando nos explica cuál había sido su formación intelectual en la Escuela Nacional Preparatoria, etapa clave para entender la madurez de su pensamiento. Volvamos, pues, a Pasado inmediato, donde refiere los principios de la reforma educativa auspiciada por Gabino Barreda, promotor de un nuevo plan de estudios con un marcado sesgo laicista y liberal, inspirado por el positivismo francés, y con una acusada preferencia por las ciencias. Esa influencia francesa, clara en la esfera política, se dejó sentir en la escuela, pero el proyecto se fue secando en los mecanismos del método
, como apunta Reyes, quien señala el fracaso de una educación que había dado la espalda a las disciplinas humanísticas:
El Latín y el Griego, por exigencias del programa, desaparecían entre un cubileteo de raíces elementales, en las cátedras de Díaz de León y de aquel cordialísimo Francisco Rivas —de su verdadero nombre, Manuel Puigcerver—, especie de rabino florido cuya sala era, porque así lo deseaba él mismo, el recinto de todos los juegos y alegres ruidos de la muchachada. […] En su encantadora decadencia, el viejo y amado maestro Sánchez Mármol —prosista que pasa la antorcha de Ignacio Ramírez a Justo Sierra— era la comprensión y la tolerancia mismas, pero no creía ya en la enseñanza y había alcanzado aquella cima de la última sabiduría cuyos secretos, como los de la mística, son incomunicables. La Literatura iba en descenso, porque la Retórica y la Poética, entendidas a la manera tradicional, no soportaban ya el aire de la vida […]. Quien quisiera alcanzar algo de Humanidades tenía que conquistarlas a solas, sin ninguna ayuda efectiva de la escuela.¹³
Ante este panorama, hubo una nueva reacción: a comienzos del siglo XX, la rebeldía de unos cuantos jóvenes cristalizó en un acercamiento a las letras griegas, vehículo necesario para acceder a la libertad de pensamiento