Democracia y tragedia: La era de Pericles
Por Ana Iriarte Goñi
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El gnosticismo fue un movimiento surgido en torno al s. IV d.C., como un intento de crear una mitología nueva en la que se unían contenidos judeo.cristianos y especulaciones neoplatónicas y neopitagóricas. Pretendía ser la exposición de un conocimiento 'revelado', depositado en el alma de los hombres, y susceptible de ser recordado si éstos se atenían a la doctrina y los rituales de los gnósticos. No quería presentarse como una fe o una creencia sino como el conocimiento de la única y suprema verdad, capaz de otorgar la salvación. El cristianismo se forjó en buen medida contra el gnosticismo, no sin dejarse influir por éste. Doctrina principal de los gnósticos era la irremediable maldad de este mundo, creado por un dios (el demiurgo) maligno. De modo que hay dos dioses: el dios de bondad no es creador ni tiene relación con hombre y mundo, sino sólo con las lamas primigenias, caídas en el cuerpo de los hombres. Para volver a su estado anterior diaponen de la gnosis. El gnosticismo mantiene así una relación no vicaria con el cristianismo (no es una herejía, sino una mitología doctrinalmente independiente).
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Democracia y tragedia - Ana Iriarte Goñi
Akal / Hipecu / 9
Ana Iriarte Goñi
Democracia y tragedia:
la era de Pericles
Director de la colección
Félix Duque
Diseño de cubierta
Sergio Ramírez
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© Ediciones Akal, S. A., 1996
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4051-4
A Nuria Claver y Nuria Villar
Introducción
La democracia y el teatro fueron dos grandes lujos que los atenienses, enriquecidos por un singular liderazgo político en territorio griego, pudieron disfrutar durante la mayor parte del siglo v a. C. En efecto, la boyante situación económica se sitúa en el origen —sin que por ello lo explique en su totalidad— de un sistema político directamente controlado por el conjunto de los ciudadanos atenienses, quienes llegaron a percibir un salario por su amplia dedicación a esos asuntos públicos que les alejaban, a menudo, de sus negocios privados. En cuanto al teatro, su calidad de lujo público queda patente a partir del momento en que la asistencia al mismo de los habitantes de Atenas llegó también a ser, en estos años de gloria, una carga económica asumida por el Estado; mientras que de los gastos de representación se responsabilizaban los coregos, atenienses ilustres que se proponían como mecenas de cada uno de los poetas. Puede decirse que el período de esplendor de la democracia coincide casi exactamente con el de creatividad de los poetas trágicos. Al igual que los orígenes de la democracia, que se enraízan en las reformas propiciadas por Solón en el 594-593 a. C., las primeras tragedias se estrenaron en el inquieto siglo vi a. C. que precedió y dio lugar al auge que Atenas iba a experimentar en el llamado siglo de Pericles.
Fuentes seguras precisan que fue en los tres primeros años de la 61 Olimpíada (536-532 a. C.) cuando el poeta Tespis, al que la tradición considera como el autor trágico más antiguo, presentó su primera tragedia en las Grandes Dionisias celebradas por los atenienses en honor de Baco. En adelante las representaciones teatrales se impondrían como elemento central de este evento sagrado; lo que no tenía nada de extraño en una sociedad como la griega, en la que la experiencia religiosa no estaba reñida con el hedonismo y la percepción lúdica del mundo. Otro importante rasgo distintivo de aquellas representaciones teatrales era que se estrenaban en forma de concurso. A lo largo de tres días, tres poetas, previamente seleccionados, presentaban ante el público cuatro obras cada uno: una trilogía compuesta por tres tragedias y un drama satírico como colofón. Un jurado de diez ciudadanos, que representaban a cada una de las diez tribus del Ática, designaba al poeta vencedor, cuyo nombre era proclamado por un heraldo y al que se premiaba con una simbólica corona de yedra, siendo un trípode el premio recibido por el corego que lo había apadrinado. Pero, sin duda, la última palabra de este jurado oficial estaba determinada por la reacción del público ateniense que asistía multitudinariamente al teatro, público que Aristóteles (Política, 1342 a) divide entre los «educados» y los «vulgares», sugiriendo que las inclinaciones hacia un autor u otro no se manifestaban forzosamente con discreción.
En poco se parecía, pues, aquel acontecimiento político, social y religioso que era el teatro griego a las representaciones teatrales de marcado carácter elitista, por no decir marginal, a las que nosotros asistimos, ocasional e individualmente, inducidos por la crítica que un iluminado especialista tiene a bien publicar en los reducidos espacios que la prensa dedica a estos eventos. Nada tan extraño a las oscuras, cerradas y cada vez más diminutas salas en las que vivimos la tibia experiencia teatral que las amplias gradas en las que el teatro de Dioniso acogía, de día y al aire libre, al más participativo de los públicos. Como tendremos ocasión de comprobar con más detalle, la escenografía griega era extremadamente sobria. Pero hay que tener en cuenta que los poetas trágicos fueron los primeros que ambientaron dramáticamente las narraciones míticas que los griegos estaban habituados a escuchar, acompañadas, como mucho, por algunos movimientos mímicos. Esta innovación revolucionaria nos permite imaginar que el impacto visual proporcionado por aquellas representaciones en su época sería más comparable a los efectos que hoy en día nos procura la pantalla cinematográfica que a la experiencia estética que nos aporta el escenario teatral propiamente dicho; por mucho que la sesión de cine prive de la insustituible atmósfera generada por la incesantemente creativa representación en directo.
En el teatro los griegos se estremecían, lloraban, sentían escalofríos de temor y, finalmente, reían con los atrevidos dramas satíricos. En estas reuniones comunitarias, el pueblo griego daba, en definitiva, rienda suelta a sus emociones, hechizado por la percepción al mismo tiempo visual y auditiva que las escenas dramáticas le procuraban. Este mágico ambiente —que Platón consideraría más tarde como un peligro para la ciudad ideal—, fue el que supieron generar con singular intensidad los tres grandes triunfadores del teatro de Dioniso: Esquilo, Sófocles y Eurípides, los únicos trágicos de los que conservamos obras completas. La más antigua de ellas, Los Persas de Esquilo, data del 472 a. C. y el estreno, ya póstumo, del Edipo en Colono de Sófocles, en el 401 a. C., pone una fecha final al período de las grandes creaciones trágicas. La prueba de que en el siglo iv ya no se dieron poetas trágicos verdaderamente geniales es que, a partir del 386 a. C. se impone el proceso de reposición de las obras de los maestros que se ha prolongado hasta nuestros días. Tan sólo unas seis décadas fueron, pues, el tiempo vital de este género que surge como uno de los muchos frutos dados por aquel período de transición entre la cultural, oral y la escrita que fue el siglo v, período de cuyo carácter crítico los trágicos proporcionan el más vivo de los testimonios.
Desde la genial reflexión de Friedrich Nietzsche sobre El nacimiento de la tragedia, ésta ha sido reconocida como reivindicadora de los aspectos más sombríos de la existencia, de esas facetas irracionales que todo principio de ordenación política tiende a reprimir. La exhibición de lo «cívicamente censurable» era, sin duda, la que provocaba la manifiesta respuesta afectiva del público a la que acabamos de aludir. Pero es hora de precisar que, en el espacio teatral, la reacción emotiva no excluía el ejercicio intelectual. Como todos los poetas griegos, los trágicos fueron auténticos educadores del pueblo, por lo que la invitación al teatro de la que los atenienses disfrutaban por obra y gracia del Estado puede ser asimilada a la responsabilidad económica con respecto a los centros docentes asumida por los gobiernos actuales a través de las competencias de sus, siempre secundarios, ministerios de educación. Pero, contrariamente a los poetas del arcaísmo griego, cuyas permanentes recreaciones de los mitos tendían a depurarlos, a convertirlos en historias ejemplares, los poetas trágicos utilizan la tradición mitológica para reflexionar sobre la ambivalente relación que la nueva ciudad democrática mantiene con el pasado del que surge y del que pretende despuntar como un sistema político-social radicalmente nuevo.
Como bien nos enseñó a captar la interpretación antropológica de este género emprendida a principios de los años 70 por Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, la tragedia propone una representación mítica que refleja las tensiones y ambigüedades que surgen al confrontar con figuras de la otredad —como puede ser el pueblo persa o los propios héroes legendarios, pertenecientes a un pasado ya caduco—, las instituciones jurídico-políticas y familiares, los valores éticos y normativos, las creencias y las costumbres de los atenienses del siglo v. Así, apuntando uno de los ejes del discurso trágico, señalaremos que las decisiones a menudo aberrantes que los antiguos héroes toman en el transcurso de los dramas, vendrán a dar cuenta, en el escenario trágico, del tipo de evolución que el derecho griego está experimentando en ese momento histórico. Un cuestionamiento de la justicia, ya sea divina o humana, que es indisociable del de las jóvenes instituciones democráticas. En última instancia la tragedia siempre parece optar por los principios normativos en los que se fundamenta el orden político en su justa relación con el orden religioso, pero su pedagogía consiste en hacer pasar al espectador por el trauma del caos antes de que dichos principios vuelvan a instalarse como triunfadores al final de cada representación. En efecto, como se señala ya a menudo, la tragedia es el espejo de la ciudad, pero se trata de un espejo que no está programado para alabar mecánicamente su incorruptible belleza, sino para reflejar la ley de la transformación a la que está sometida y las divisiones que la habitan, para subrayar los desgarramientos internos cuya existencia sería pueril ignorar. Escuchándose en el teatro Atenas se veía a sí misma. Y es cierto que podía hacerlo de la manera más halagadora posible, como prueba, por ejemplo, el lírico elogio que recibe en el Edipo en Colono. En esta obra de Sófocles el coro de ancianos describe sin pudor a la «ciudad madre» como una región paradisíaca de «excelentes corceles» y «verdes valles» en donde «bajo el celeste rocío, florece un día tras otro el narciso de hermosos racimos» (669 ss.). Pero, en cuanto los ancianos atenienses ponen punto final a su idílica loa, la voz de Antígona les responde con un «¡Oh región la más celebrada en alabanzas! Ahora te corresponde