Sociedad y conocimiento: Una sonata germánica: Max Scheler, Karl Mannheim, Alfred Schutz
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Sociedad y conocimiento - Vicente Huici Urmeneta
Akal / Hipecu / 76
Vicente Huici Urmeneta
Sociedad y conocimiento
Una sonata germánica: Max Scheler, Karl Mannheim, Alfred Schutz
Director de los Complementa
José Carlos Bermejo Barrera
Maqueta de cubierta
Sergio Ramírez
Diseño de cubierta
RAG
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© Ediciones Akal, S. A., 2009
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4053-8
Quien está a favor de las estatuas, tiene que estar también a favor de las ruinas
(Gottfried Benn, Drei alte Männer)
Mertxeri, Maiteri
Con mi agradecimiento a Ana Iriarte y a Tere Irastortza por sus atinadas sugerencias; al profesor José Vicente Iriarte, viejo amigo que me ha asesorado en temas históricos que conoce muy bien; al Servicio de Biblioteca de la Sede Central de la UNED, de cuyos excelentes fondos he podido disponer con diligencia; al PAS del Centro UNED de Bergara que siempre me ha ayudado con gran profesionalidad; y, por supuesto, a José Carlos Bermejo Barrera, que desde Santiago de Compostela continúa su tenaz reflexión sobre la Historia y sus periferias.
I. Introducción
Por dos veces, justo cuando con inmensa valentía y vencimiento de sí mismo se había alcanzado un modo de pensar recto, inequívoco, perfectamente científico, los alemanes han sabido encontrar caminos tortuosos para volver al viejo «ideal», reconciliaciones entre verdad e «ideal», en el fondo fórmulas para tener derecho a rechazar la ciencia, derecho a la mentira.
Friedrich Nietzsche, Ecce homo, 1888.
Una derrota inaceptable
Para ponerse a tono con las circunstancias que vivieron los pensadores cuyos textos se van a analizar a continuación, quizá sería conveniente alternar los vibrantes metales del movimiento Marte, de Los Planetas (1916), de Gustav Holst, con la mano atonal de las Seis pequeñas piezas para piano (1911), de Arnold Schönberg, músicas extremas y contrapuestas que se pudieron escuchar durante los años veinte. O, también, en clave plástica, revisar con detenimiento cuadros como Aptos para el trabajo en 45 por ciento (1920), de Otto Dix, o las terribles caricaturas de George Grosz, colmadas de militares inválidos, asesinos, mutilados de guerra, burgueses orondos y prostitutas.
En todas estas manifestaciones artísticas se da cuenta de un ambiente de tragedia y desaliento, pues, en efecto, la vida alemana de los años veinte estuvo condicionada por las consecuencias dramáticas de su derrota en la Primera Guerra Mundial. Consecuencias sociales, por el enorme número de muertos y tullidos que dejó tras de sí, pero también económicas, por la pérdida de ingentes territorios y las sanciones impuestas en el Tratado de Versalles, y, por supuesto, políticas, en la medida en que fue una derrota inconcebible.
La derrota de 1918 fue, ciertamente, una derrota no prevista. Como afirmó Norbert Elias, «muchos alemanes, sobre todo los oficiales y estudiantes más jóvenes, vivieron la capitulación como un corredor que en plena carrera choca de repente contra un sólido muro» (1985/1988: 55).
El delirio fue tan extremo que, de la mano del jefe de Estado Mayor Erich Ludendorff, se divulgó la idea de que el ejército alemán no había sido vencido sino «apuñalado por la espalda» por los propios alemanes de la retaguardia y, fundamentalmente, por aquellos que, al modo de Rusia, preparaban un levantamiento revolucionario.
Esta denominada «leyenda de la puñalada» (Dolchstosslegende) se convirtió pronto en el discurso predominante de los políticos y «cuando las tropas hicieron su entrada oficial en Berlín, Friedrich Ebert, futuro presidente de la República de Weimar, que había perdido dos hijos en la guerra, dijo: Os saludo a vosotros, que volvéis invictos del campo de batalla
, contribuyendo así a la difusión del mito de que el ejército había sido traicionado y no derrotado» (Joll, 1973/1983: 289).
En cualquier caso, como es sabido, la derrota militar trajo consigo la implantación de la denominada República de Weimar en medio de varios levantamientos revolucionarios que se prolongaron entre noviembre de 1918 y marzo de 1919 y que finalizaron tras el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo a manos de oficiales prusianos. En este punto no es posible olvidar las palabras de Walter Rathenau, ministro de Exteriores muerto en un atentado en 1922, que en su Der Neue Staat afirmó: «Lo que se llama revolución alemana fue una huelga general de un ejército derrotado» (Joll, 1973/1983: 286).
Pues bien, sobre esta enorme mentira y con el aplastamiento de los revolucionarios, se instauró en 1919 una república que nació ya medio muerta, «una democracia sin demócratas», porque como señaló el historiador James Joll, «es posible que, desde el principio, la República de Weimar fuera el régimen que dividió más a los alemanes» (Joll, 1973/1983: p. 290).
Y así, surgió también una gran oleada de rencor social, un desatinado deseo de encontrar culpables de la derrota que, en primer lugar, fueron identificados entre los revolucionarios; después, entre los alemanes supuestamente traidores; y finalmente, como también es conocido, entre los judíos.
El sociólogo Max Weber ya se percató del peligro de esta neurosis social y, en 1919, tuvo duras palabras para quienes no querían aceptar la derrota como algo propio: «Ponerse a buscar después de perdida una guerra quiénes son los culpables
es cosa de viejas; es siempre la estructura de la sociedad la que origina la guerra. La actitud sobria y viril es la de decir al enemigo: "Hemos perdido la guerra, la habéis ganado vosotros. Esto es cosa resuelta. Hablemos ahora de las consecuencias que hay que sacar de este hecho respecto de los intereses materiales que estaban en juego y respecto de la responsabilidad hacia el futuro, que es lo principal y que incumbe sobre todo al vencedor". Todo lo que no sea esto es indigno y se paga antes o después» (1919/1988: 158-159).
Pero las palabras de Weber no tuvieron mucho eco y tanto más cuanto que la situación económica empeoraba de día en día. Un botón de muestra puede ser, por ejemplo, que el periodista y escritor catalán Josep Pla, enviado como corresponsal a Berlín en 1922, llegó a pagar hasta treinta millones de marcos por la habitación de una pensión (Badosa, 1996/1997: 72).
Delirio y confusión
A lo largo de este proceso, una gran parte de la intelectualidad alemana sucumbió al delirio bélico y a la confusión posbélica.
En una obra famosa, muy leída y releída en la postguerra y que es un gran relato bélico, Tempestades de acero de Ernst Jünger, se pueden leer párrafos como el siguiente: «En medio del camino yacía muerto un caballo; tenía unas heridas gigantescas y a su lado humeaban sus intestinos. Entre aquellas imágenes grandiosas y sangrientas reinaba una jovialidad inesperada» (1920/1987: 25).
Esta apología de la muerte y de la guerra como algo purificador puede también detectarse en otro prominente escritor como Hermann Hesse, que escribió en 1914, nada más comenzar las acciones armadas: «A muchos les sentó bien el verse arrancados de la estúpida paz capitalista. Lo que en realidad gusta de esta fantástica guerra es que no parece tener sentido
alguno, que no se trata de alcanzar ningún objetivo especial, sino que constituye la conmoción que acompaña a un cambio de atmósfera. Y dado que nuestra atmósfera estaba ya un poco viciada, ese cambio puede traer cosas buenas» (1977/1983: 149).
Tampoco el inestable régimen de Weimar le gustó a Hesse, pues en una carta de 1929 desautorizó a la socialdemocracia alemana, alma republicana, que «permanece sentada como tonta y obesa heredera sobre los cadáveres de Liebknecht, Landauer, etc., personalidades a las que odió y saboteó del mismo modo como lo hace con cualquier intelectual» (1977/1983: 146).
Pero el alejamiento de «la estúpida paz capitalista» y el desprecio por la democracia formal burguesa emergieron poco después en un discurso que pronunció Adolf Hitler en 1931 y en el que proclamó: «Nada de dudas burguesas. Sí, somos bárbaros, queremos ser bárbaros. Es un título honorable» (2005, DVD).
Unas palabras que, bien acompañadas de un militarismo creciente, perfectamente ritualizado en paradas y desfiles bajo miles de banderas, entre águilas imperiales y svásticas, y por medio de una amplia campaña de prensa y radio, le concedieron el triunfo electoral en 1933, convirtiéndole en el hasta entonces inexistente «profeta por el que una gran parte de nuestra generación suspira» como dijo Max Weber en 1919 (1919/1988: 225).
De inmediato, algunos intelectuales se sumaron al nuevo régimen. Martín Heidegger se afilió al partido nazi y aceptó el rectorado de la Universidad de Friburgo, pronunciando un esclarecedor discurso en el que, entre otras cosas, proclamó: «La Universidad alemana es la escuela superior que, desde la ciencia y mediante la ciencia, acoge, para su educación y disciplina, a los dirigentes y guardianes del destino del pueblo alemán» (Heidegger, 1933/1996).
La experiencia política de Heidegger fue nefasta y a los pocos meses abandonó el rectorado y se refugió en sus estudios. Así, «desde el año 1934 en que se debe situar con exactitud lo que llamamos el segundo Heidegger
hasta su muerte en 1976, no hizo el filósofo sino consagrar toda su vida y su obra a la expiación de su crimen-errancia» (Oñate, 2006: 157).
Pero conforme el nacionalsocialismo comenzó a asentarse, despreciando las reglas democráticas, algunos intelectuales empezaron a darse cuenta de su idealismo y de la profunda inconsciencia política en la que se habían desenvuelto.
Así, el mismo Hesse relató una significativa anécdota ocurrida en 1934 cuando visitó a una buena amiga, de familia distinguida y de ideas liberales, que le enseñó su habitación privada: «Vi allí un mueble solo, semejante a una librería, cubierto con un cortinaje, y una vez retirado éste, descubrí en la parte superior