Descartes. La exigencia filosófica
Por Víctor Gómez Pin
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Descartes. La exigencia filosófica - Víctor Gómez Pin
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Víctor Gómez Pin
Descartes
La exigencia filosófica
Todo esto nos dice Descartes. Pero ¿vale la pena intentar descubrir un sentido eterno presente tras estas ideas? ¿Pueden conferir a nuestra época nueva y potente energía?
El objetivo de este libro es avanzar razones que justifiquen una respuesta afirmativa a esta interrogación de Edmund Husserl. Inevitable sigue pareciendo aquello que se ofrecía al descorazonado Cartesio en busca de asidero. Inevitable es asirse a la propia razón y, con escrupuloso respeto de lo que atestigua, restaurar la exigencia filosófica, replantear de manera decidida la cuestión de los cimientos, apuntar a encontrar un fundamento a lo real.
Víctor Gómez Pin nació en Barcelona. Doctor de Estado en la Sorbona con una tesis sobre el orden aristotélico, posteriormente obtuvo una Cátedra en la Universidad del País Vasco con un trabajo de investigación sobre las implicaciones ontológicas del cálculo diferencial. Actualmente es Catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona, asumiendo la docencia en las asignaturas de Metafísica y de Introducción al Pensamiento Matemático. Es autor de numerosas publicaciones en español y en francés. Premio Anagrama de Ensayo 1989 por su libro Filosofía, el saber del esclavo.
Diseño de portada
Sergio Ramírez
Motivo de portada: Evocación de Eduardo Chillida al celebrarse el cuarto centenario del nacimiento de Descartes (gentileza del artista).
© E. Chillida, 1996
Director de la colección
Félix Duque
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© Ediciones Akal, S. A., 1996
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4070-5
Fig. 1. «Natus… ANNO MDXCVI, ultimo die Martii». Retrato de Descartes por Franz Schooten.
Prólogo
Nostalgia de la razón cartesiana
«Para coronar mi moral examiné las profesiones que suelen ejercerse en sociedad a fin de elegir la que mejor me pareciera, y sin que esto sea despreciar la de los demás, pensé que la mejor profesión era la que ya practicaba, que la más noble misión del hombre consistía en cultivar la razón…» (Discurso del Método, 2.a parte).
En la primavera de 1649 un navío capitaneado por un almirante de la Armada de Suecia amarra en un puerto holandés con un objetivo singular: el de facilitar que un eminente matemático y filósofo (acostumbrado a toda clase de exilios más o menos voluntarios) acepte la invitación de la Reina de Suecia para afincarse en la capital de este país hasta final de verano y ofrecer lecciones de filosofía a la propia soberana. El navío parte finalmente sin el invitado, aunque la propuesta no es rechazada sino postergada: el pensador viaja a Suecia en septiembre, sin duda con conciencia de que el rigor climático de este país habría hecho más aconsejable para su salud no sustituir el verano por el invierno. Las múltiples ocupaciones, más o menos divertidas, de la Soberana obligan a fijar para la clase de filosofía una hora extraña: las cinco de la mañana. El pensador ha de trasladarse al Palacio Real de Estocolmo desde su residencia en dependencias de la embajada francesa. En uno de estos trayectos coge un resfriado, seguido de intensa fiebre, de resultas del cual sucumbe a los pocos días. Sus biógrafos nos dicen que la frase Il faut partir es la última que se escucha de sus labios.
* * *
En 1644, Franz Schooten, matemático y autor de numerosas publicaciones científicas graba la imagen ad vivum de un caballero con perilla y bigote, circundando el retrato con la siguiente inscripción:
Renatis Des-Cartes, Dominus de Perron, natus Hagae Turonum, anno MDXCVI, ultimo die martii.
Los historiadores han hecho hincapié en el hecho de que tal inscripción es la única referencia que poseemos en lo relativo a la fecha del nacimiento del personaje.
No habiendo razón alguna para no otorgarle crédito y dado que tales hechos no cuentan por su objetividad sino por el peso simbólico que se les confiere y la disposición conmemorativa que genera, podemos decir que la redacción de este libro coincide con una singular efemérides: en 1996, concretamente el 31 de marzo, nacía en la ciudad de La Haya, en la región de Turena, el universalmente conocido como matemático y filósofo René Descartes. Escribimos intencionalmente «universalmente conocido» en lugar de «universalmente reconocido» por la sencilla razón de que no está claro que Descartes goce de lo que se entiende por universal reconocimiento. Una simple encuesta sociológica nos mostraría probablemente, que el término cartesianismo se halla lastrado por un rosario de connotaciones peyorativas. Cartesiana sería una disposición espiritual ávida de intolerable voluntad reduccionista: reducción ciertamente de la diversidad de la naturaleza y de la vida a juego de fuerzas; reducción de la ley que rige la fuerza a combinatoria mecánica; reducción de la mecánica a coordinación geométrica; adscripción de la geometría a coordinación lineal… Mas todo esto es lo de menos o, mejor dicho, sería tan sólo mero resultado. Pues cartesiana sería sobre todo la disposición que, empezando por deificar la exigencia de metodo, es decir, vía o camino, acabaría por considerar como paradigma exclusivo de éste el que se muestra en el encadenamiento geométrico; correlativamente, acabaría por confundir los contenidos a conocer con esquemas abstractamente erigidos.
Y la actitud crítica no se limita a consideraciones epistemológicas. Remitir a excesos del espíritu cartesiano es expediente habitual (con el que perezosamente se evita todo esfuerzo auténticamente explicativo) en presencia de actitudes que pretenden reducir la multiplicidad de civilizaciones y culturas, convirtiéndolas en apuntes frustrados de aquellas que habrían permitido mayormente generalizar ideales de progreso vinculados a la civilización científico-técnica. Secuelas del cartesianismo serían, en definitiva, las tentativas modernas de homologación totalitaria de la condición humana y el trasfondo intrínsecamente negador de la diferencia que ello supone.
Razón esquemática, aséptica y, sin embargo, ebria, ignorante de sus propios límites; razón, en suma, a la par asténica y totalitaria: tal aparece para muchos el cartesianismo.
La razón hoy desterrada
Frente a este cliché (auténticamente reductor) no está de más señalar que Descartes reclama explícitamente la necesidad de salir del propio cascarón, abriéndose a «las costumbres de los demás pueblos», cuyo conocimiento permitiría «juzgar cabalmente de las nuestras», contrariamente a lo que hacen los que nada han visto, quienes, narcisísticamente complacidos en sus hábitos y normas, «califican de ridículo y absurdo todo lo que a ellas se opone». Conviene asimismo recordar que el hecho de escribir una obra paradigmática como es el Discurso del Método en francés era, en tiempos de Descartes, un auténtico gesto de rebeldía frente a la canallesca jerarquización de las lenguas que imperaba tanto entonces como en nuestros días. Jerarquización que asigna a algunas el carácter de meramente vernáculas, tenidas por aptas para el comercio cotidiano y la exteriorización de las emociones elementales, pero inadecuadas tratándose de erudición científica, filosófica o artística. La lengua francesa cuenta hoy entre las «finas», pero tal no era el caso en 1637, como no lo era el de la lengua italiana cuando, en 1632, Galileo publica su Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo.
Y lo importante no es tanto el hecho concreto de haber contribuido a fertilizar una determinada lengua, sino la disposición que subyace a la operación, a saber: la convicción de que por específicos que sean los recursos de tal o tal lengua, su dignidad reside en lo que de común tiene con todas las demás y que se refleja en toda persona que la habla, sea cual sea su posición en el registro de las jerarquías culturales. Tema, este último, central en las posiciones cartesianas y que explica la ironía y hasta el sarcasmo con el que evoca las pretensiones de los eruditos, a los que opone la solidez de aquellos que, aún careciendo de formación, y quizá precisamente por ello, mantienen plenamente alerta ese irreductible rescoldo de lo humano que constituye el binomio sentido común-inteligencia común. Podemos así leer en las Reglas para la dirección del espíritu, de las que más adelante nos ocuparemos con amplitud:
«Vemos a menudo que aquellos que no se han consagrado a las letras juzgan de lo que se presenta a ellos con mucha mayor solidez y claridad que los que han frecuentado toda su vida las escuelas». (…) Y ello en razón de que «la inteligencia humana tiene algo de divino, donde la primera simiente de los pensamientos ha sido ya sembrada, de manera que, por descuidada y desecada que se halle en razón de estudios que distorsionan, tal simiente produce un fruto espontáneo» (regla IV).
Buscar la razón común no equivale a negar la diversidad de las culturas, las lenguas o los individuos sino, por el contrario, apostar por un fundamento que los legitime en su singularidad, que muestre a ésta como expresión absoluta de lo universal. René Descartes fue maestro en tal actitud, auténticamente humanista. Buscó ciertamente lo universal, el rescoldo del alma común en conformidad a una exigencia de transparencia, exigencia de claridad y distinción. Tal exigencia supone insatisfacción con lo inefable, mas en modo