Literatura hispanoamericana: sociedad y cultura
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Literatura hispanoamericana - Teodosio Fernández Rodríguez
Akal / Hipecu / 38
Teodosio Fernández
Literatura Hispanoamericana: sociedad y cultura
Diseño de colección
Félix Duque
Diseño de portada
Sergio Ramírez
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© Ediciones Akal, S. A., 1998
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4040-8
A mis padres
I. Entre la barbarie y la civilización
La época de la independencia
En 1810, cuando Cádiz se había convertido en el último reducto de la resistencia española frente a las tropas napoleónicas, el cura Miguel Hidalgo acaudillaba el primero de los intentos revolucionarios que habían de llevar a la independencia de México. A lo largo de ese mismo año en Caracas, Buenos Aires y otras ciudades de Sudamérica las autoridades designadas en la península dejaban paso a juntas de gobierno en una revolución pacífica que no encontró en todas partes la misma adhesión: pronto se iniciaron, sobre todo en Venezuela y el Río de la Plata, los conflictos militares que iban a extenderse a los demás territorios. Las actitudes frente a la metrópoli fueron con frecuencia vacilantes, sobre todo al principio –las declaraciones de independencia son a veces ambiguas o tardías–, pero a partir de 1814 la intransigencia de Fernando VII terminó con las dudas: las luces quedaron del lado de quienes luchaban por la emancipación, frente al oscurantismo de una España despótica e ignorante cuya presencia en América quedaría finalmente reducida a las islas de Cuba y Puerto Rico. Esas sombras se proyectaron de inmediato sobre los siglos de la colonia, destinados a verse como un tiempo dominado por la tiranía y la barbarie.
Las luchas por la independencia hicieron que las preocupaciones ideológicas y políticas ganasen por completo a los intelectuales. El ideario de la Ilustración se mostraba en todo su alcance: desde distintos lugares se levantaron voces que hablaban de tolerancia religiosa, derechos individuales, libertad intelectual, y por todas partes se promulgaban legislaciones atentas a principios que se suponían de validez universal. Las preferencias se inclinaban en algunos casos por el modelo monárquicoparlamentario inglés, en otros por la opción republicana que se había concretado en la Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano y en las constituciones francesas derivadas de la revolución, en otros muchos por el sistema federal que los norteamericanos se habían otorgado en la Constitución de los Estados Unidos de 1787. Discrepancias profundas enfrentaron pronto a liberales y conservadores, o a los partidarios de administraciones centralistas con los defensores del federalismo.
El pensamiento del período se centró en temas relativos a la libertad y el progreso, inseparables de la creación de las nuevas repúblicas. La confianza iluminista en el poder de la razón impregnó casi siempre los escritos que examinaron la realidad hispanoamericana y buscaron los caminos para reformarla, aunque eso no impidió la diversidad de los enfoques, ni su evolución a lo largo de esa época de actividades bélicas que se prolongó desde 1810 hasta 1825. Con los primeros tiempos se asocian actitudes revolucionarias radicales, que dejarían paso luego a otras más acordes con la realidad y las limitaciones que imponía. De esa evolución compartida dio cuenta con especial intensidad el venezolano Simón Bolívar, quien en cartas y discursos dejó testimonio de su decisiva participación en las campañas militares y en la organización de los territorios liberados. En sus escritos se encuentra una interpretación lúcida y al final desesperanzada de aquellos acontecimientos: había profesado la fe de los ilustrados en el poder de la razón para organizar adecuadamente la nueva realidad sociopolítica, pero cuando esa realidad desafió sus previsiones –y lo hizo muy pronto, poniendo en peligro el éxito de la lucha por la independencia– desconfió de las máximas de los derechos del hombre y de los códigos imaginados por visionarios para repúblicas «aéreas», ideales de libertad y de democracia que habían llevado a los territorios liberados a la anarquía, y defendió un gobierno autoritario cuyo despotismo favoreciese la estabilidad política de los nuevos países. También renunció al proyecto irrealizable de construir una sola nación: intereses opuestos, climas diferentes y otros factores se imponían sobre el origen común y los vínculos del idioma, de la religión y de las costumbres. Viviría lo suficiente para saber de la inutilidad de sus esfuerzos, para observar el cuadro desalentador de una América vacilante entre las tiranías y el caos.
En distinta medida el proceso ideológico señalado se manifiesta antes o después en otros escritores de este período, como los chilenos fray Camilo Henríquez y Juan Egaña, o los mexicanos fray Servando Teresa de Mier y José Joaquín Fernández de Lizardi, afectados todos por la confianza que entonces se depositó en la literatura como instrumento para la educación de los pueblos. Ensayos, memorias, piezas de teatro y artículos periodísticos respondieron a este propósito, que determinó también las primeras manifestaciones propiamente dichas de la novela hispanoamericana. Sin dejar de publicar y difundir los panfletos en que vertía su pasión reformadora y progresista, Fernández de Lizardi dio a conocer entre 1816 y 1819 –total o parcialmente– diversas ficciones en las que dejó constancia de las preocupaciones similares. Destaca El Periquillo Sarniento, donde, para advertencia de sus hijos, Pedro Sarmiento recordaba las peripecias que le habían llevado a convertirse en un pícaro, víctima de sus propias inclinaciones y de una educación equivocada, hasta que el arrepentimiento le permitió volver al buen camino y convertirse en un hombre de bien, decidido a aprovechar sus últimos días para extraer lecciones de esas experiencias. A cada episodio narrado, de carácter intencionadamente costumbrista y satírico, seguía una larga digresión moralizante, ocasión aprovechada para analizar las deficiencias personales y sociales y ofrecer la erudita doctrina encaminada a remediarlas, desde convicciones muy compartidas en la época: la confianza en las luces de la inteligencia y la exigencia de reformas sociales nunca alteraron las convicciones cristianas, que encontraban una prolongación natural en las preocupaciones filantrópicas características del momento.
La causa de la independencia encontró eco sobre todo entre los poetas, en cuya obra la exaltación de la patria y la libertad compitió ventajosamente con los cantos al progreso y la civilización y con las reflexiones moralizadoras o satíricas, aunque éstas resultaron inseparables de las declaraciones de odio a la tiranía y de la defensa de la dignidad republicana. En la celebración de los triunfos militares nadie alcanzó la relevancia de José Joaquín de Olmedo, que fue diputado por su Guayaquil natal en las cortes de Cádiz, luego formó parte de la Junta que gobernó al Guayaquil independiente y llegó a ser vicepresidente del Ecuador en 1830, tras la fragmentación de la Gran Colombia. Antes y después de esa fecha desempeñó otros cargos, por lo que constituye una muestra notable de esa conjugación de actividades públicas y literarias que caracteriza a muchos escritores de su generación. Siguiendo una evolución también propia del momento –asumida su función cívica, el poeta quedaba a merced de los acontecimientos políticos–, encontró su verdadero camino al cantar las últimas y decisivas campañas militares en La victoria de Junín. Canto a Bolívar (1825), donde celebró ese triunfo sobre las tropas realistas y también el conseguido después por Antonio José de Sucre en Ayacucho, asegurando la victoria de la causa independentista.
Pero la literatura no se conformó con esas funciones educativas y políticas, y de que llegase más lejos se encargó sobre todo el venezolano Andrés Bello, el más representativo de los intelectuales hispanoamericanos de ese momento. Mientras escribía en Londres lo fundamental de su poesía, publicó la Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826-1827), revistas que le permitieron transformar sus preocupaciones por la educación, el progreso y la libertad de las nuevas repúblicas en un programa cultural americanista. En ellas aparecieron Alocución a la poesía (1823) y La agricultura de la zona tórrida (1826), fragmentos de un poema nunca acabado que habría de titularse América. La primera de esas «silvas americanas» se iniciaba con una exhortación a la poesía para que se trasladase al nuevo mundo, y luego era sobre todo una relación de hechos, lugares e individuos relacionados con las luchas de la independencia, según exigían los ideales de patria y libertad exigidos por la época. Junto a los motivos bélicos y heroicos, la Alocución a la poesía señalaba como caminos para la literatura la recuperación del mundo legendario de la América indígena –Olmedo había escrito en 1822 una «Canción indiana» en la que ya aprovechaba esa posibilidad, condicionada por la visión idealizadora que habían impuesto los escritores europeos, desde Jean-François Marmontel a Chateaubriand– y la atención de una naturaleza variada y abundante en maravillas. La agricultura de la zona tórrida desarrolló esa segunda posibilidad, y lo descriptivo y didáctico, en la tradición de la poesía científica del siglo xviii, prevalecería sobre lo geográfico e histórico. A la alabanza de esa parte de América y la presentación elogiosa de sus productos naturales, siguió la exhortación a su «indolente habitador» para que abandonase el fasto y la molicie de las ciudades y abrazara la vida sencilla y pacífica