Estructuralismo y ciencias humanas
Por José Luis Pardo
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Estructuralismo y ciencias humanas - José Luis Pardo
Akal / Hipecu / 57
José Luis Pardo
Estructuralismo y ciencias humanas
Director de la colección
Félix Duque
Diseño de cubierta
Sergio Ramírez
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Nota a la edición digital:
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© Ediciones Akal, S. A., 2001
Sector Foresta, 1
28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
Fax: 918 044 028
www.akal.com
ISBN: 978-84-460-4049-1
«Ni murmurador, pues no hablará de sí mismo ni de otro».
(Ética Nicomáquea, 1125 a 5)
«El estructuralismo no es un método nuevo,
sino la conciencia despierta e inquieta del saber moderno».
(M. Foucault)
(Antonio Carvajal)
Advertencia
El término estructuralismo se ha usado y se usa de varias maneras (entre las cuales, afortunadamente, el tiempo va efectuando cierta criba).
(A) Para empezar, existe un uso no marcado, vago y genérico, del término «estructura» en las más diferentes ciencias, uso que, debido a su convergencia en un mismo momento histórico en diversas áreas epistemológicas, pudo provocar algunas confusiones. Así, por ejemplo, en su documentado estudio El estructuralismo1, Jean Piaget reunía una serie de significaciones relativamente próximas: el «estructuralismo matemático», representado por Bourbaki (escuela de matemáticos que aisló tres «estructuras fundamentales» a las cuales pueden ser sometidos toda clase de elementos matemáticos), la «teoría de sistemas» de L. Von Bertalanffy, toda la psicología de la Gestalt y sus derivados, así como otros usos menos importantes en física y en biología. A estos usos podrían sumarse, en el terreno de las ciencias sociales, las acepciones que el vocablo adquirió en la sociología de lengua inglesa gracias a Radcliffe-Brown y a Talcott Parsons (que sin embargo no son en absoluto, como la mayoría de los hasta aquí mencionados, «estructuralistas»). A esto habría que añadir el llamado «estructuralismo genético» practicado por L. Goldmann y, al menos en parte, por el propio Piaget. Todos estos usos del término «estructura» (perfectamente legítimos y epistemológicamente interesantes) no serán tenidos en cuenta en este trabajo, en la medida en que se ubican en un lugar que no es (ni por su genealogía ni por sus pretensiones) el del estructuralismo que esbozaremos en las páginas que siguen.
(B) El estructuralismo en sentido estricto, del cual trata principalmente esta monografía, es una corriente metodológica que pretende una renovación radical en el terreno de las ciencias humanas, y que ha sido practicado y teorizado por (al menos) los lingüistas estructurales, Claude Lévi-Strauss, Louis Althusser, Jacques Lacan y Roland Barthes, y del cual (al menos durante cierto tiempo) fueron simpatizantes –si no militantes– algunos filósofos franceses como Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze o Michel Serres, entre otros. Esta corriente hunde sus raíces –a diferencia de las escuelas mencionadas en el apartado (A)– en la «revolución saussureana» a la cual enseguida haremos referencia, y se caracteriza por un intento de generalizar los resultados de la lingüística estructural hasta elevarse a unas «estructuras» que serían independientes con respecto a la lingüística (o, mejor dicho, y en el sentido de la teoría de la ciencia, de las cuales la lingüística sería solamente un modelo) para convertirlas en metodología analítica de las ciencias humanas. De ahí la tantas veces repetida consigna de que el sentido no está presupuesto en la estructura, sino que es producido por ella como un efecto de superficie (Vid. G. Deleuze, «¿En qué se reconoce el estructuralismo?»). Las estructuras lingüísticas (fonológicas o semánticas) serían «modelos» de una estructura con el mismo título que lo serían las estructuras del parentesco o de los mitos amerindios para Lévi-Strauss, las estructuras sociales del modo de producción capitalista para Althusser, o las formaciones del inconsciente para Lacan.
(C) Rigurosamente emparentado con esta acepción estricta está lo que podríamos llamar «el estructuralismo semiológico» o «estructuralismo en sentido amplio» (al que nuestro escrito se referirá también, aunque de forma secundaria), representado por una gama de autores que va desde el citado Barthes hasta Umberto Eco, pasando por la Julia Kristeva del «semanálisis» y por la «semiótica del relato» de Greimas y Courtés. Lo que aconseja abrir un apartado diferente para este movimiento es que, más que promover una metodología de las ciencias humanas, persigue la elaboración de una «teoría general de la cultura» que toma a la lingüística –aunque sea para combatirla– como modelo privilegiado (es decir, como «modelo» no en la acepción de la teoría de la ciencia, sino en su significación más habitual) y que se abre a una colaboración con la filosofía analítica del lenguaje y con la hermenéutica, desarrolladas en tradiciones por completo ajenas al estructuralismo en sentido estricto indicado en (B).
1 Las referencias bibliográficas de las obras citadas se encontrarán en la «Bibliografía», al final de este trabajo.
I. De un saber que está a la cuarta pregunta
Así como los diez mandamientos del Antiguo Testamento, según el viejo catecismo, se encerraban en dos, el catecismo de la filosofía moderna encierra sus tres preguntas (¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo permitirme esperar?) en una cuarta, resumida por el propio Kant: ¿Qué es el hombre? Entre las muchas interpretaciones posibles de esta pregunta, sus herederos eligieron escucharla ora como una interrogación acerca de la verdad del hombre, ora como si preguntara por el sentido de la existencia humana. A lo largo del siglo xix y aun del xx esta ambigüedad ha sido el centro de una disputa como mínimo metodológica (porque en ella estaba involucrada una decisión acerca del método de las ciencias humanas) entre las ciencias (así llamadas) del Espíritu (en el amplio sentido de este término abarcado por el alemán Geist), cuyo paradigma fue desde el principio el conocimiento histórico, y las ciencias (así llamadas) de la Naturaleza, cuyo modelo es la racionalidad matemática.
Una vieja disputa...
Pero es posible que esta disputa encubra ya aquella otra –más vieja y más honda– que, según un célebre dictum, es la única discusión real de la filosofía y la que vertebra toda su historia: la pugna entre el idealismo (el intento de reducir la naturaleza a espíritu o de espiritualizar la naturaleza, de cubrir con el sagrado manto del sentido la tosca desnudez de la verdad) y el materialismo (el intento de reducir el espíritu a naturaleza o de naturalizar el espíritu, de disolver los fastos del sentido en el escuálido armazón de la verdad). Y, sin duda, «materialismo» e «idealismo» son etiquetas excesivamente esquemáticas. El intento mismo de «naturalizar el espíritu» se confunde, para nosotros, con el proyecto de la razón moderna, privilegiadamente matemática (o, como otros prefieren decir, «físico-geométrica») y rígidamente científico-positiva. Ante el tribunal de esta razón despiadada se ha presentado siempre una misma reclamación: que toda la verdad del mundo (en esa acepción «científico-positiva» de verdad) no es capaz de calmar ni un ápice de la sed de sentido que la especie humana padece