Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Filosofía de las ciencias
Filosofía de las ciencias
Filosofía de las ciencias
Libro electrónico1488 páginas17 horas

Filosofía de las ciencias

Calificación: 4.5 de 5 estrellas

4.5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Esta obra, más que tratar de una filosofía de la ciencia general, consiste, por un lado, en un análisis de los problemas que plantea la relación de la actividad científica con otras actividades humanas, y por otro, en el examen de los problemas epistemológicos, ontológicos y metafísicos que surgen en las diferentes ciencias particulares. Por ello, concierne tanto a científicos practicantes, preocupados por los problemas filosóficos que surgen de sus disciplinas (naturales y sociales), como para los estudiosos de la filosofía, particularmente de la filosofía de la ciencia y la epistemología.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071624567
Filosofía de las ciencias

Relacionado con Filosofía de las ciencias

Libros electrónicos relacionados

Ciencia y matemática para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Filosofía de las ciencias

Calificación: 4.666666666666667 de 5 estrellas
4.5/5

3 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Una obra magnífica, en filosofía, imprescindible, un gran extracto y un medio de análisis.

Vista previa del libro

Filosofía de las ciencias - Daniel Anne Fagot-Largeault Andler

SECCIÓN DE OBRAS DE FILOSOFÍA


FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS

Traducción

JOSÉ MARÍA ÍMAZ GISPERT

y MARIANO SÁNCHEZ-VENTURA

Revisión de la traducción

JOSÉ MARÍA ÍMAZ GISPERT

DANIEL ANDLER, ANNE FAGOT-LARGEAULT

Y BERTRAND SAINT-SERNIN

Filosofía

de las ciencias

Primera edición en francés, 2002

Primera edición en español, 2011

Primera edición electrónica, 2014

Título original: Philosophie des sciences (I y II)

© Editions Gallimard, 2002

D. R. © 2011, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:

editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2456-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

SUMARIO

Introducción

Primera Parte

GNOSEOLOGÍA

    I. Las filosofías de la naturaleza

   II. La construcción intersubjetiva de la objetividad científica

  III. Procesos cognitivos

Segunda Parte

ÓRDENES DE LA NATURALEZA

  IV. El orden fisicoquímico

   V. El orden de los seres vivos

  VI. El orden humano

Tercera Parte

CONCEPTOS TRANSVERSALES

 VII. La causalidad

VIII. La emergencia

  IX. La forma

Conclusión

Agradecimientos

Bibliografía

Índice onomástico

Índice analítico

Índice general

INTRODUCCIÓN

I. UN VISTAZO RÁPIDO A LA FILOSOFÍA DE LAS CIENCIAS DEL SIGLO XX

¿Qué es la filosofía de las ciencias en la actualidad? ¿Cómo y por qué practicar esta disciplina en los albores del siglo XXI? Estas preguntas se encuentran en el origen de la presente obra. Para ubicar el ánimo que preside a esta empresa, empecemos por arriesgar una mirada retrospectiva (e inevitablemente simplificadora, ¡que el lector nos perdone!) sobre la filosofía de las ciencias en el siglo XX. A nuestro parecer, ésta ha pasado por cuatro épocas.

1. El primer tercio de la centuria se ocupó en interiorizar los cambios mayores que se produjeron en las ciencias: la creación, durante el siglo pasado y por Cantor, de la teoría de conjuntos; el fin del reino exclusivo de la mecánica clásica; la unificación del magnetismo, la electricidad y la luz en el marco de una teoría de los campos totalmente matemática; la aparición de la mecánica estadística; el descubrimiento de los quanta por Planck; el triunfo del atomismo sobre el energetismo; el progreso de la química de síntesis; la formulación de las teorías de la relatividad, primero restringida (1905), luego general (1915), por Einstein; el redescubrimiento de las leyes hereditarias de Mendel (1900); el interés que suscita entre los filósofos la idea de la evolución (Peirce, Bergson) y, después, de manera más lenta, la del inconsciente; la formación, a partir de 1923, de la física cuántica; el nacimiento de una cosmología científica (1922-1929), etc. La física matemática les sirve a los filósofos de las ciencias como referencia mayor. El advenimiento de la lógica moderna (Peirce, Frege, Russell y Whitehead) y los primeros logros del programa de Hilbert para fundar las matemáticas refuerzan su fe en la unidad de la ciencia. Es una época fecunda, marcada por las obras de Bergson, Husserl, Mach, Duhem, Durkheim, Dilthey, Simmel, Russell, Whitehead, Meyerson, Brunschvicg y muchos más.

2. Hacia mediados de 1920 se inicia otro periodo, el cual incluye la segunda Guerra Mundial y llega hasta principios de la década de los sesenta: la mecánica cuántica, al dar lugar a grandes debates de interpretación (Einstein y Bohr), cobra la faz que todavía tiene en nuestros días; la física se instala en el centro de los grandes programas industriales, tanto civiles como militares; la programación matemática y la teoría de juegos se introducen en la economía. Se tiene una conciencia más firme del poder político que la ciencia y la tecnología aportan a los Estados: la ciencia no se conforma ya al modelo griego de la theoría; se transforma, de acuerdo con la expresión de Husserl, en un conjunto de técnicas teóricas. En la Sorbona, a partir de 1955, Georges Canguilhem y Raymond Aron inician un análisis riguroso de este fenómeno, y Francia, al mismo tiempo y a semejanza del resto de los grandes países desarrollados, se dota de instituciones para la política científica.

En filosofía, desde finales de los años veinte, surge una discrepancia: la fenomenología que, con Husserl, se inclinaba hacia la filosofía de las ciencias, se aleja de éstas; en cambio, un grupo de pensadores provenientes de áreas diversas pero animados por una voluntad común de construir una filosofía científica, es decir, no metafísica ni centrada en el sujeto (a diferencia de la fenomenología de Husserl), trabaja bajo el patrocinio de Mach. En 1929, este círculo publica un manifiesto titulado La concepción científica del mundo. Los vínculos entre la Sociedad Ernst Mach de Viena (Schlick, Neurath, Carnap...) y la Sociedad de Filosofía Empírica de Berlín (Reichenbach, Hempel, Richard von Mises...) se estrechan; en septiembre de 1934, en el Congreso Internacional de Filosofía de Praga, se dio ante una muy numerosa comunidad filosófica, la primera aparición del Círculo de Viena en tanto que grupo constituido (Cavaillès). Los polacos (Tarski...) participan en la empresa. Muy pronto, sin embargo, el arribo de Hitler al poder manda a esta extraordinaria constelación de pensadores al exilio, mientras que la Academia de las Ciencias de Berlín, con las leyes sobre los judíos, pierde la tercera parte de sus miembros. En 1935, los integrantes del grupo forman en París el proyecto editorial de la Enciclopedia de las ciencias unificadas, y la mayoría de ellos emigran a los Estados Unidos.

Lejos de apagar esta llama, el destierro la propaga por todo el mundo, en particular en los países angloparlantes que, desde California hasta Nueva Zelanda, encuentran o crean cátedras universitarias para dar acogida a los fugitivos. Asimismo, su concepción de la filosofía de las ciencias adquiere su extensión plena a partir de los años cuarenta, gracias de modo conspicuo a la revista Erkenntnis, a la Enciclopedia de las ciencias unificadas —cuyo centro se encuentra en Chicago—, e incluso a la traducción tardía (en 1959 al inglés y... en 1973 al francés) del libro maestro de Popper, La lógica del descubrimiento científico, cuya publicación en Viena desde 1934 había pasado ampliamente inadvertida a causa de la situación política (en Francia, Gaston Bachelard había dado noticia de ella en 1936, así como de la obra de Reichenbach que la Sociedad Francesa de Filosofía acogió en 1937). El tratado monumental de Ernest Nagel, La estructura de la ciencia, de 1961 (nunca vertido al francés); la no menos importante obra (tampoco traducida) La explicación científica de Carl Hempel; y en 1966, el pequeño manual de éste, Filosofía de la ciencia natural, traducido en 1972 bajo el título de Éléments d’épistémologie, dan una representación notable de esta filosofía de las ciencias, cuyo centro de gravedad se ubica a partir de entonces en los Estados Unidos.

3. La publicación, en 1962 y dentro de la colección de la Enciclopedia de las ciencias unificadas, de La estructura de las revoluciones científicas, de Kuhn, ejemplifica el inicio del tercer periodo, de alrededor de 20 años, donde la política y la sociología de las ciencias adquieren sus títulos nobiliarios y los diversos epistemes (Foucault) se estudian como figuras de la cultura. Esta época, marcada hacia 1968 por la efervescencia de las universidades estadunidenses y europeas, se caracteriza por una rápida sucesión de maestros y modas; en Estados Unidos, dentro de los departamentos de filosofía, la filosofía de las ciencias retrocede y pierde su preeminencia; en Francia se revelan pocas vocaciones nuevas, tanto más cuanto que, en los años posteriores a 1968, los reclutamientos masivos cerrarán la puerta de la enseñanza universitaria a jóvenes talentos durante más de una década.

Al mismo tiempo, entre 1953 y 1961 se da en las ciencias una revolución que conducirá al advenimiento de un nuevo paradigma: el de la biología molecular y del desciframiento del código genético. En tanto que la obra de Kuhn se queda marcada por la primacía de la física, el orden de lo viviente comienza a liberar sus secretos, la medicina científica se desarrolla y la biología molecular entra en el cerrado círculo de las ciencias rigurosas y respetadas (ciencias duras). El enfoque evolucionista y fisiológico imprime un sesgo en la psicología del conocimiento (Popper y Eccles). Los grandes programas científicos que se realizaron durante la segunda Guerra Mundial sustituyen a la figura cultural del sabio (Wissenschaft als Beruf, decía Weber en 1918) con la del profesional científico (Canguilhem) que trabaja de manera colectiva. De aquí la importancia que cobra en la investigación científica la intersubjetividad ya no trascendental (Husserl), sino empírica.

Las ciencias del ingeniero conocen una expansión importante y se fundan sobre las ciencias de lo artificial, según la feliz expresión de Herbert Simon, ciencias del diseño, del designio, de los sistemas complejos, en fin, ciencias de la información, que escapan al dominio exclusivo de la física y la química, y extraen sus instrumentos de fuentes múltiples: matemáticas, lógica, biología, incluso demografía, economía, psicología o lingüística. Aparecen innumerables especialistas; se forman grupos nuevos; la interdisciplina deja de ser un sueño; la tecnología cambia de escala, tanto en el plano teórico como en el práctico. La informática no sólo renueva por completo la metodología, también proporciona a ciertas investigaciones un poderoso factor de aceleración; pone en tela de juicio algunas de nuestras concepciones sobre los fundamentos y la naturaleza de las matemáticas, y da origen a investigaciones totalmente nuevas, participando así de manera descollante en la expansión de las ciencias cognitivas, de reciente aparición en el paisaje de las ideas.

Las ciencias del hombre y la sociedad están irreconocibles: en Francia habíamos crecido dentro un microcosmos dominado por paradigmas intimidantes: marxismo, estructuralismo, psicoanálisis. Además, prevalecían otros marcos no menos rígidos: conductismo contra hermenéutica y relativismo culturalista, entre otros. Estos dogmatismos se derrumbaron —aun cuando queden huellas en algunos medios—, no tanto por el efecto de las refutaciones frontales sino por desmoronamiento y desinterés. En su lugar se desarrollan programas de investigación más modestos en apariencia, sin duda más sólidos, pero sobre todo más permeables a las contribuciones de otras disciplinas y a las críticas de las corrientes rivales.

En fin, las ciencias viven una fase de crecimiento explosivo que se corresponde con la democratización de la enseñanza superior y el acceso de las generaciones de la posguerra a las profesiones académicas. Así, las décadas de los sesenta y los setenta ven, de manera simultánea, la eclosión del enfoque sociológico, político, económico y demográfico de las ciencias, y una transformación profunda de éstas precisamente bajo el efecto de esos factores.

4. Pero así como, según se ha visto, a lo largo de este periodo las ciencias contribuyen igualmente, por su dinámica interna, a modificar la perspectiva de los filósofos e historiadores, de la misma forma la filosofía de las ciencias se ve atravesada no por una sola ola de discusión llegada del exterior, la de los sociólogos y los historiadores, sino por dos, la segunda de las cuales proviene del interior. El cuestionamiento que hacen de sus certezas los historiadores y los sociólogos de las ciencias, galvanizados por Kuhn y Feyerabend, es sobre todo sensible hasta finales de los años setenta, momento en el que cede su lugar al debate emprendido por los filósofos pospositivistas: de Quine a Putnam, de Lakatos a Salmon. La filosofía neopositivista de las ciencias era desde entonces el blanco de una doble crítica que ponía al descubierto una multitud de debilidades.

Primero, dicha filosofía otorgaba a la física, o más precisamente al núcleo teórico de la física, una preeminencia casi absoluta dentro de las ciencias; era, a partir de Pierre Duhem y Ernst Mach, el modelo de toda ciencia madura. Segundo, les asignaba a las matemáticas un papel decisivo: el rango que una teoría obtenía en la jerarquía de las ciencias se decidía en función del grado de elaboración matemática al cual había llegado, o, para decirlo de otra manera, las matemáticas se veían como el lenguaje de toda ciencia acabada. De manera correlativa,¹ la lógica constituía el metalenguaje apropiado: las relaciones intrateóricas, así como las transiciones interteóricas, podían en su totalidad someterse a la jurisdicción de la lógica clásica. Tercero, dado que la ciencia presenta una unidad básica, tanto en el ámbito ontológico como en el metodológico, la filosofía de las ciencias debía poner en evidencia esta unidad que se ocultó durante mucho tiempo por razones históricas contingentes, a las cuales la historia de las ciencias, en tanto que disciplina, tendía a proporcionar de manera falaz una importancia teórica. Cuarto, las ciencias eran a la vez un ideal teórico y práctico: los objetivos científicos constituían lo más elevado a que la razón podía aspirar, y la ciencia se acercaba a ellos por medios en esencia puros, racionalmente irreprochables. Quinto, la teoría era el fin supremo de toda búsqueda científica: por un lado, toda la parte restante del proceso científico (observación, experimentación, concepción de los instrumentos, compilación de cuadros, comunicación y transmisión de los métodos, de los problemas y de los resultados...) sólo servía como medio para ese objetivo; por el otro, las actividades que la ciencia implica, al ser distintas de la búsqueda teórica, no eran más que aplicaciones o consecuencias. Last but not least, la concepción recibida pretendía dilucidar las normas de la racionalidad científica: era adoradora de la física; pitagórica; logística o formalista; uniformadora; idealista; teorizante; normativa; ajena al tiempo y al mundo; en suma, se veía afligida por múltiples formas de simplismo y arrogancia. Uno solo de estos defectos hubiera solicitado una revisión desgarradora: todos juntos, ¿no condenaban sin remedio a semejante forma de ortodoxia?

En Francia, la situación se presenta con mayores matices, ya que esta concepción de la filosofía de las ciencias nunca fue unánime, y en virtud de que una tradición epistemológica bastante diferente, histórica y regionalista dominó durante mucho tiempo y aún hoy está muy viva: se trata de realizar un análisis histórico minucioso de la génesis y el devenir de los grandes conceptos propios de las diferentes disciplinas científicas.

La obra de Thomas Kuhn se inscribía dentro de una tradición discontinua en la historia de las ciencias, que había sido ilustrada antes de él por Hélène Metzger, Gaston Bachelard, Alistair Crombie, Alexandre Koyré o Norwood Hanson. Al borrar, por el efecto de su éxito en el mundo, la concepción a un tiempo lineal, continuista y atomista del desarrollo de las ideas científicas que había propagado la Escuela de Viena; al poner en tela de juicio el monopolio de la racionalidad lógica como agente del cambio, La estructura de las revoluciones científicas destrozó el capullo en el que la filosofía de las ciencias se había encerrado y restableció los vínculos entre las ciencias y la actividad humana en su conjunto. Empero, durante la misma época otros lazos se habían vuelto a anudar, en esta ocasión entre la filosofía de las ciencias y la filosofía sin más. Ya sea por reacción al rumbo a la deriva del historicismo o bajo el efecto de los progresos internos en las otras ramas filosóficas, la filosofía de las ciencias, gracias a filósofos tan distintos como Popper mismo, Putnam, Kripke, Salmon y otros, redescubría su dependencia respecto de cuestiones filosóficas fundamentales. De esta manera, ella podía renovarse con una ambición como la que había tenido Cassirer y, del lado analítico, sacar provecho de los desarrollos de la filosofía del lenguaje y de la mente, así como del renacimiento de la metafísica. Este retorno a las cuestiones metafísicas y ontológicas es acaso lo que finalmente caracteriza de forma más clara a la filosofía de las ciencias contemporánea.

Al mismo tiempo, la filosofía de las ciencias renace en tanto que reflexión acerca de las disciplinas particulares, ya no sobre la ciencia en general, como sucediera en la época del Círculo de Viena. Junto con los trabajos que tratan sobre la metodología general (en específico, sobre el problema de la base inductiva de las teorías y acerca del enfoque bayesiano), se han desarrollado principalmente filosofías de la relatividad, la mecánica cuántica, la química, la biología, la medicina, la economía y las técnicas, entre otras. Surgen investigaciones serias que, colocadas unas tras otras, delinean epistemologías regionales, sin que la unidad de la ciencia sea su preocupación mayor.

Como conclusión de este rápido recorrido, hemos de constatar que esos ensayos de epistemología regional, aun cuando gozan de vida, dejan en el filósofo de la ciencia cierta insatisfacción. En efecto, el funcionamiento del mundo y la acción humana hacen cada vez más densa la interconexión entre las disciplinas, tanto en los programas de investigación como en el seno de la tecnósfera. Es importante para los filósofos de las ciencias discernir si esta interconexión práctica entre las ciencias no requiere una explicación teórica: en una palabra, cómo volver a pensar de otra manera (a través de medios distintos de los del Círculo de Viena) la unidad de la naturaleza y la pluralidad de las ciencias. Tal es uno de los problemas que motivaron nuestro trabajo.

II. LOS OBJETIVOS DE ESTE LIBRO

Durante 10 años sostuvimos animadamente y en conjunto un seminario de filosofía e historia de las ciencias. La presente obra es el fruto de esa experiencia. Veníamos de horizontes diferentes: matemáticas y luego filosofía en el caso de uno; filosofía y medicina en el de la segunda; filosofía, experiencia en política científica y responsabilidades universitarias en el del tercero. Estamos comprometidos en investigaciones que sólo se tocan de manera parcial y no practicamos el mismo estilo filosófico. No obstante, un objetivo y algunas convicciones comunes nos reunieron. También nos vinculaban nuestras propias diferencias, así como la intuición de que éstas podían aprovecharse para identificar, quizá, la fuente de ciertas oposiciones o, por lo menos, para ofrecer una visión amplia de la situación del campo de estudios.

La forma en que cada uno de nosotros aborda los temas a su cargo no es, pues, ni la de uno ni la del otro de los coautores. Tal vez podría decirse que nuestros puntos de vista se complementan, y esperamos que esta visión contenga una parte de verdad. Nada impide que una distribución distinta de los temas hubiera modificado sensiblemente este libro, y que, tal como está, no se presente como un mosaico perfectamente empalmado. El lector advertirá rupturas en el tono, las preocupaciones, el método de exposición y las referencias; haberlas remediado, ya bien o mal, hubiera sido nocivo para nuestro propósito: queríamos que el libro reflejara la diversidad de objetos, enfoques y problemáticas que es característica de la filosofía de las ciencias en su fase actual. Por ello, firmamos cada uno los capítulos que redactamos, después de que éstos fueran releídos y criticados por nuestros coautores.

Estos tres modos de ponerse en marcha tienen en común el desarrollarse sobre fronteras: aquellas que la ciencia comparte con otros saberes y prácticas, así como aquellas que la filosofía de las ciencias tiene con la metafísica, la filosofía de la acción y las ciencias del hombre. Esos modos participan así, en forma diversa, del movimiento general —como lo veremos, característico del periodo actual— para poner fin al aherrojamiento de la filosofía de las ciencias.

Actitudes filosóficas

¿Es posible, más allá de estos señalamientos fácticos, decir algo acerca de nuestras actitudes filosóficas?

Daniel Andler recibió una doble formación: en matemáticas y en filosofía. La primera mitad de su recorrido como profesor e investigador la realizó en matemáticas; en un inicio, se especializa en la rama de la lógica llamada teoría de modelos. Más tarde, como consecuencia de una interrogación sobre las perspectivas de la inteligencia artificial, su reflexión se orienta hacia el análisis del curso natural del pensamiento: el estudio de la cognición se vuelve su terreno privilegiado en la filosofía de las ciencias. La cognición es, para el filósofo, una fuente inagotable de cuestionamientos que lo obligan, en particular, a interrogarse acerca de la viabilidad de una versión contemporánea del naturalismo, así como sobre su posible aplicación en las ciencias sociales. Para Daniel Andler, el naturalismo es una heurística filosófica y científica que alienta la búsqueda de vías de acceso científico (o capaces de llegar a serlo) hacia zonas aún esencialmente vírgenes; empero, no se adhiere a una interpretación metafísica del naturalismo. Por un lado, las perspectivas en el largo plazo de los programas naturalistas de investigación acerca de la cognición y de lo social todavía no aparecen en forma clara; sin embargo, nada habla a favor de la idea de que la ciencia puede, en principio, descubrir sola todo lo que es, al mismo tiempo, general, verdadero e interesante. Así lo muestra Lawrence Sklar en sus recientes John Locke Lectures² a través del estudio cuidadoso de ciertos desarrollos de la física en el siglo XX, y como, sin duda, lo han pensado siempre la mayoría de los filósofos europeos poskantianos, mientras que la ciencia progresa hacia el nivel más fundamental, se apoya en decisiones filosóficas imprescindibles. Además, la ciencia deja de lado en cada etapa de su desarrollo lienzos enteros de lo real; así, tanto por sus avances como por sus ausencias, la ciencia no deja de plantear a la filosofía problemas inéditos.

Anne Fagot-Largeault muy pronto decidió emplearse en la filosofía de las ciencias. Tras haber enseñado filosofía a su salida de la Escuela Normal Superior, estudia lógica matemática en Stanford, y luego aprende medicina y se especializa en psiquiatría. Busca el sentido filosófico de las interrogantes científicas. Para retomar la metáfora cartesiana (toda la filosofía es como un árbol...), la autora considera ingenua la tesis del deshojamiento progresivo de la filosofía a consecuencia de la salida de las ciencias positivas, posición de acuerdo con la que la filosofía (las raíces desnudas) es como el refugio de un pensamiento crítico, solitario e indiferente a los aportes del conocimiento objetivo, en tanto que las ciencias, separadas de la reflexión sobre sí mismas, tendrían el monopolio de la relación eficaz con lo real. Ella cree que la ciencia puede pensar (es decir, integrar su propia crítica) y que la filosofía no puede dispensarse ni de tomar en cuenta los hallazgos científicos ni de acomodarse a la necesaria dimensión colectiva del trabajo de investigación y remodelación de nuestro universo. Entonces ella intenta, en su campo de competencia, trabajar en la conjunción de las problemáticas científica y filosófica. ¿Cuál constituye la originalidad de las ciencias de la vida y la salud? A partir del hecho de su ubicación intermedia entre las ciencias del mundo material y las del mundo humano, ¿se inclinan más hacia una antropología filosófica que hacia una filosofía de la naturaleza? No es la hipótesis que prefiere Anne Fagot-Largeault; pero de una filósofa que practica la psiquiatría en un medio hospitalario desde hace 25 años no se debe esperar, respecto a esta pregunta, una respuesta demasiado tajante.

Bertrand Saint-Sernin busca en las ciencias y las técnicas un hilo conductor para entender la marcha de las sociedades modernas y los problemas de desarrollo en las sociedades tradicionales. Llegó a la filosofía de las ciencias por el estudio de la política científica. Piensa que conocimiento y acción están ahora tan inextricablemente ligados que la filosofía de las ciencias ya no puede atrincherarse más en sus dominios tradicionales de análisis histórico y conceptual del conocimiento científico, sino que debe también abrazar la práctica, la actividad científica hasta sus dimensiones morales y políticas. Esto obliga a hacer de la libertad (y de la contingencia) un problema central en la filosofía de las ciencias; ahí reside, de igual manera, la postura de una filosofía de la naturaleza. ¿Es posible descifrar científicamente una naturaleza cuya predicción no está asegurada? Si el hombre es una parte de la naturaleza, ¿cómo, con qué conceptos e instrumentos, plantea de manera válida interrogantes a la naturaleza? Una filosofía de las ciencias se pregunta acerca de las condiciones del conocimiento del universo; examina si el realismo es una apuesta sostenible o no. Tal ejercicio exige confianza en la razón. Así, una concepción general del conocimiento rinde honor a las categorías fundamentales de la intersubjetividad, la libertad y la contingencia.

Durante estos años de trabajo hemos abordado preguntas últimas, aquellas que sugieren una reflexión sobre la naturaleza, la arquitectura del saber científico, la función de la razón, los enigmas sobre la constitución del universo, su devenir y la suerte humana. La filosofía de las ciencias, aun cuando implique bastantes aspectos técnicos y de detalle, hace surgir tales cuestionamientos. Cada uno de nosotros ha reaccionado a ellos de manera distinta.

Una disciplina con rostros diversos

Según las épocas y los contextos filosóficos, a una filosofía de las ciencias se le ha pedido: 1) o bien liberar la inteligibilidad filosófica de la ciencia y de lo que ésta afirma en cuanto a la constitución del mundo; 2) o bien proceder a un examen filosófico y crítico de las ciencias y sus métodos.

A su vez, las ramas de esta alternativa se dividen. La primera posee una orientación hacia el objetivismo (cosmología filosófica: ¿qué es el mundo?, sabiendo que la ciencia es posible y conociendo lo que dice acerca del mismo) y otra orientación subjetivista (psicología filosófica: ¿qué es la mente?, sabiendo que ella engendra la ciencia y la imagen que presenta del mundo). La segunda también se separa en dos: un proyecto globalizador (se concibe la ciencia como un todo y se busca obtener un punto de observación desde donde captar su lugar dentro de las actividades y las producciones humanas) y uno localista (el filósofo penetra en las ciencias y las estudia, por así decirlo, in vivo).

Este último proyecto, al cual se adhieren la mayoría de los filósofos de las ciencias contemporáneos, se despliega de acuerdo con dos perspectivas principales: normativa o descriptiva, por una parte, y general o regional, por la otra. La orientación normativa investiga en la ciencia las prescripciones metodológicas cuyo conjunto constituye la racionalidad científica, que a menudo se ve como modelo de la racionalidad a secas. El enfoque descriptivo tiene cuidado, ante todo, de restituir en forma fiel los andares científicos en su pluralidad y realidad histórica. Por otro lado, cuando se trabaja principalmente en lo que las distintas ciencias tienen en común, en el ámbito del método o en el de la ontología, y el interés se pone en las relaciones que pueden establecerse entre ellas, se adopta una estrategia generalizadora. Por el contrario, cuando se trabaja en el análisis de una u otra de las diferentes ciencias, tomando en serio aquello que les proporciona su individualidad, lo que las constituye de forma concreta, entonces se privilegia una problemática regionalista. Por hacer memoria, mencionemos una última bifurcación: algunos filósofos conciben la opción bajo el ángulo sociológico o, quizá más ampliamente, externalista; nosotros nos mantenemos fieles a la estrategia internalista. No negamos que ambos enfoques se complementan, en virtud de que los aspectos que cada uno permite aprehender están entrelazados, pero consideramos metodológicamente indispensable tomarlos por separado. Para nuestro propósito, que es despejar los contenidos y la dinámica de las ciencias, la contribución de las determinaciones sociales, políticas, retóricas, etc., pasa a segundo plano.

Esta taxonomía sólo tiene un valor indicativo; se trata de poner al lector en guardia contra una visión unilateral de la filosofía de las ciencias. Estas diferentes opciones se han ejemplificado en distintos momentos de la historia de la filosofía y la historia de las ciencias mismas; no son excluyentes. De esta manera, el filósofo que eligió la opción globalizadora como orientación principal no intentaría dispensarse (al menos así lo esperamos) de un examen serio de ciertos métodos, procedimientos y teorías científicas, lo cual tiene que ver con la perspectiva localista; en forma inversa, los estudios locales de este segundo tipo conducen a poner por separado los elementos de una concepción general del primer tipo. Sólo difiere el objetivo: aquello que para uno constituye el fin principal no es para el otro más que el camino de acercamiento. Las orientaciones que definimos al inicio pueden combinarse, en la medida en que el examen crítico de las ciencias lleva a interrogarse acerca del valor de las informaciones que nos entregan respecto de la formación del mundo. Ésta es una de las facetas que han adoptado las filosofías de la naturaleza.

Nuestro proyecto

En estas condiciones, ¿cómo proporcionar una imagen de la filosofía de las ciencias que no sea ni demasiado parcial ni demasiado particular, que exponga ciertas grandes orientaciones actuales, sin dejar de acordarse de los orígenes de los problemas, algunos episodios importantes de la historia de la filosofía de las ciencias, y que abra pistas a la investigación?

No aspiramos a un manual ni a un tratado. Presentamos un recorrido, o más bien tres recorridos entrelazados, y mostramos tres formas de practicar la filosofía de las ciencias (no de formular una teoría de la disciplina). Tenemos preferencia por una filosofía de las ciencias cercana a las ciencias, que se informe de sus desarrollos, pero que también sea capaz de plantear sus propias preguntas y que no se contente con un comentario de los corpus científicos ni de los pensamientos de los grandes sabios. Hacemos nuestra la exigencia de rigor y claridad de los ilustres vieneses, que fuera también la de un Herschel y un Cournot, de un Duhem y un Meyerson, así como la aversión por las generalizaciones apresuradas o por una actitud filosófica fuera de línea, que pretendería despejar los significados escondidos de cosas acerca de las cuales ella no capta el sentido elemental. De igual manera, estimamos que la filosofía de las ciencias, sin dejar de exigir a quienes la practican alguna especialización en un sector científico particular, debe tener fundamentalmente como mira el conjunto de las disciplinas, tanto porque todas las ciencias enfocan a un objeto, el universo, del que nada indica que esté compuesto de regiones por siempre desconectadas unas de otras, como porque, dentro del cuadro general del pensamiento y la acción del ser humano, las ciencias constituyen un todo que es importante entender en su especificidad y sus conexiones internas. Conformarse con una presentación de la filosofía de la física, la biología o las ciencias sociales nos parece estar muy lejos de cumplir el trabajo pedagógico que nos incumbe; incluso, sería correr el riesgo de orientar a los estudiantes hacia un callejón sin salida.

Cualesquiera que sean las incertidumbres filosóficas relativas a las modalidades y los fines de la filosofía de las ciencias, ésta no es menos una disciplina abundante en hallazgos, capaz de abordar las preguntas, antiguas y nuevas, que ella se plantea o le plantean. Quisimos compartir con el lector el interés que ella nos inspira, alentar su deseo de contribuir él mismo a través de un trabajo de investigación personal, algún curso que imparta, proyectos interdisciplinarios en el marco de una escuela, un museo, un laboratorio, un servicio hospitalario o una empresa. De ahí que hagamos hincapié en todo aquello que pudiera hacer de esta obra una herramienta de trabajo. En esencia, los capítulos son autónomos, aun cuando se inscriban en una línea de argumentación general y se vinculen por medio de llamadas explícitas; se presentan como ensayos que pueden leerse cada uno por sí mismo. Las notas ofrecen elementos para profundizar de manera personal e indican vínculos con otros trabajos, sean textos de referencia, tratados o recopilaciones especializadas. Se proporciona una bibliografía abundante, aunque no exhaustiva.³ Un índice general y un índice analítico facilitan la consulta. No buscamos presentar lo que se necesita saber, ni siquiera una parte de lo que hace falta saber en filosofía de las ciencias; queremos mostrar algunas de las formas en que se puede hoy trabajar dentro del campo de la filosofía de las ciencias.

El espíritu de esta obra

Una filosofía que se quiere próxima a su objeto no podría conformarse con añadir a los grandes tratados del pasado, aunque sea reciente, notas al pie de página. Sin embargo, la filosofía de las ciencias debe aplicarse a sí misma una de las lecciones que ha sacado de los recientes trabajos descriptivos sobre las ciencias, en los que se critica tanto a Popper como a Kuhn. Dos concepciones (esto ha llegado a ser bastante claro) deben remitirse hombro con hombro: la de progreso continuo y la de evolución discontinua, que se caracteriza por el rechazo puro y simple de lo adquirido de épocas anteriores. Lo mismo vale para la filosofía de las ciencias considerada como objeto: sin tratar de negar ni minimizar los cambios profundos que acabamos de evocar, tampoco es necesario ponerse a buscar una filosofía de las ciencias completamente nueva; el cuidado extraordinario que las generaciones precedentes han puesto en la elaboración de herramientas teóricas, la dilucidación de conceptos centrales y la descripción histórica de las grandes etapas de la evolución científica eximen de una refundación completa: de cierta manera, esos trabajos son el equivalente de los resultados virtualmente estables de la investigación científica. Más que a una descripción desgarradora, creemos necesario proceder primero, según sea el caso, a mejorías técnicas, a una recontextualización histórica, a una profundización metódica o, incluso, a una ampliación filosófica de las ideas que han demostrado su pertinencia.

Nos hemos ocupado sobradamente en la exposición de las perspectivas nuevas que estas revisiones hacen aparecer, con el fin de poder rendir una cuenta minuciosa de los cambios que han sucedido en la disciplina o para comunicar nuestros propios puntos de vista sobre aquellos cambios que, a nuestro parecer, deben imponerse. De ahí que se hagan algunas indicaciones sobre la historia reciente en este prefacio, y de ahí también, quizá, que algunos lectores sientan la necesidad de remitirse a obras representativas de un pasado cercano o más lejano.

Otra decisión que tomamos fue dar prioridad a la ontología sobre la metodología (a la cual se consagran varios y buenos libros recientes), ello en razón de nuestros propios intereses y por la nueva importancia que ha tomado esta dimensión en la filosofía de las ciencias.

La ontología se entiende aquí en tres niveles. Primero, nos hemos interrogado acerca del sentido y la posibilidad de una filosofía de la naturaleza hoy en día. Aunque no adoptamos la misma actitud respecto de algunos problemas que plantea semejante proyecto, ellos constituyeron un horizonte para nuestro trabajo, así como un hilo conductor. La visión científica y la visión común del mundo, ¿pueden juntarse? ¿Sentir y pensar nos ubican de entrada en un mundo común, o bien cada uno de nosotros se encuentra anclado a su mundo personal? ¿Cómo fue posible creer que el regreso a las cosas mismas podía hacerse sin tomar en cuenta a las ciencias? ¿Las matemáticas se aplican tanto y tan bien a la naturaleza porque ella es una especie de matemática cristalizada, o bien porque nuestra mente está dispuesta de manera natural a desplegar conceptos matemáticos? ¿Las operaciones mentales se juntan con las de la naturaleza, y, si es el caso, sucede esto porque la mente es un producto de la naturaleza sometido a sus coacciones, o bien porque posee una inventiva propia, porque es la sede de una actividad consciente y libre que se orienta voluntariamente hacia lo real con el fin de formar de ello una representación fiel? Libertad, conciencia, invención y normatividad, ¿son el privilegio del ser humano, o sólo son formas evolucionadas que revisten en él tendencias que funcionan por todas partes, en niveles distintos, dentro de la naturaleza? La capacidad nueva en la especie humana de reproducir los procesos naturales y, aún más, de modificarlos en forma durable y profunda, ¿tiene consecuencias especulativas o únicamente, como se ha pensado durante mucho tiempo, prácticas?

En un segundo sentido de la ontología, que está relacionado con el primero pero que es más estrecho, nos planteamos de manera constante dos grandes preguntas propias de la filosofía general de las ciencias: la de la unidad de lo real, lo que explica, sin garantizarlo, una posible unidad de las ciencias; y la del realismo científico. Acerca del carácter central y fecundo de estas interrogantes, estamos de acuerdo y nuestras respuestas son cercanas, si no plenamente concordantes: los tres nos inclinamos por una interconexión de las ciencias sin reducción, por un lado; por el otro, defendemos un realismo científico fundado en un criterio que retomamos de Cournot: las intervenciones en la naturaleza que nos inspiran nuestras teorías científicas son aptas, bajo ciertas circunstancias, para alcanzar los procesos naturales.

Por último, hemos dedicado mucho tiempo a las ontologías regionales: nos preguntamos qué clases de entidades pueblan los campos propios de las ciencias que hemos abordado, interrogando, desde luego, a esas mismas ciencias y procurando examinar sus respuestas desde el ángulo histórico y filosófico.

Mapa del libro

La primera parte intenta ubicar a la filosofía de las ciencias como disciplina y corpus dentro de un horizonte triple: el de la investigación históricamente ubicada de una filosofía de la naturaleza; el de la intersubjetividad en la que se despliega la búsqueda científica, y el de una teoría natural del conocimiento, sus procedimientos y sus fuentes. Dicho de otro modo, abordamos de manera sucesiva el objeto, el sujeto y el proceso de conocimiento.

La segunda parte, que integra el corazón de la obra, es de una hechura más clásica. Se propone presentar, en forma muy sintética, las epistemologías regionales, cuyo campo propio habían determinado tanto Whewell como Comte y, eminentemente, Cournot: el mundo inorgánico, el viviente y el humano. Las filosofías de las ciencias de la materia, de las ciencias del ser vivo y de las ciencias del hombre se tratan, pues, de manera sucesiva en los tres capítulos de esta sección.

Por último, tres nociones que desempeñan un papel transversal en numerosas disciplinas científicas forman el objetivo de la tercera parte: causalidad, emergencia y forma se estudian por sí mismas, y nos permiten evocar las investigaciones en la interfaz de disciplinas o campos que los capítulos precedentes habían dejado, en algunos casos, bajo la sombra.

Si bien le faltan muchas cosas a este libro para que pueda cumplir el papel de un manual, ya no digamos de un tratado, en cambio proporciona un seguimiento coordinado de exposiciones detalladas sobre cuestiones que en general no se abordan bajo esta forma y que incluso no son parte, según algunos, del programa de los manuales para filosofía de las ciencias. Los temas se eligieron porque marcan el recorrido que acabamos de describir, así como nuestros recorridos personales, y, al mismo tiempo, porque nos parece que en verdad se ubican en el centro del trabajo contemporáneo... aspecto este último que da razón de aquél.

PRIMERA PARTE

GNOSEOLOGÍA

I. LAS FILOSOFÍAS DE LA NATURALEZA

BERTRAND SAINT-SERNIN

BAJO formas que han variado desde los presocráticos, la filosofía de la naturaleza plantea una misma pregunta fundamental: ¿cómo nace, vive y muere lo que existe? ¿Podemos penetrar las realizaciones de la naturaleza? ¿Es nuestro espíritu¹ capaz de separar las construcciones mentales imaginativas de las representaciones que nos informarían fielmente acerca de la realidad? Si limitamos nuestra búsqueda a los últimos cuatro siglos, que han visto el desarrollo de la ciencia moderna, es una interrogación que se encuentra en las tres tradiciones de filosofía de la naturaleza que Antoine Cournot distingue al inicio de su obra Matérialisme, vitalisme, rationalisme, cuando, al evocar su propia empresa, escribe:

Más bien, éste sería un discurso sobre la filosofía natural, en el sentido de los ingleses, y no una filosofía de la naturaleza en el sentido ambicioso de los alemanes. O mejor aún, hice mi mayor esfuerzo para que este libro no fuera ni inglés ni alemán, sino puramente francés.²

La filosofía de la naturaleza se aboca a elaborar una visión sistemática de la realidad que sea compatible con los resultados comprobados por las ciencias y que dé sentido no sólo a lo que pensamos, sino a lo que hacemos e, idealmente, a lo que somos. Ver las cosas así es postular que, para discernir el lugar y destino de nuestra libertad, debemos hacer una peregrinación a través de las ciencias de la naturaleza.

Tomada en sentido amplio, la filosofía de la naturaleza empieza con los presocráticos. Se caracteriza por las preguntas que plantea y las apuestas que hace. Su interrogante fundamental, a lo largo de una historia que cuenta con más de dos milenios, es la siguiente: ¿podemos saber cómo funciona la naturaleza y cómo se genera lo que existe? Y su apuesta es ésta: sí, el hombre puede establecer la demarcación entre simples imágenes coherentes del mundo y un conocimiento real —así sea sin duda fragmentario— del universo. Al pasar de los siglos, tanto la pregunta como la apuesta se han formulado de diversas maneras. Nosotros preguntaríamos: ¿cabe hoy una filosofía de la naturaleza? ¿O bien tal trabajo no tiene más que un interés histórico?

La filosofía de las ciencias no puede contentarse con disertar sabiamente acerca de los enunciados provenientes de la observación ni sobre la estructura lógica de las teorías (incluso si ambas ocupaciones son respetables). Debe aclarar una cuestión elemental y decisiva: ¿es la naturaleza conocible o no? ¿Las teorías científicas sólo son bellas construcciones lógicas o hacen descubrir las operaciones de la naturaleza? En el mundo donde vivimos, por sus ideas y las tecnologías que suscita, la ciencia constituye un poder y remodela nuestro entorno. Entonces, es necesario investigar según qué modalidades la acción humana se inserta en los procesos naturales.

De entrada, confesemos nuestra fe racionalista: creemos que el fin de la ciencia, y por lo tanto la convicción que anima de manera subjetiva a los estudiosos, es comprender cómo hace la naturaleza para realizar lo que produce, aun cuando nos maravillemos de sus ardides y desviaciones. Desde luego, la dificultad consiste en franquear la distancia que separa a esta creencia de la reflexión especulativa y crítica. El objeto de la filosofía de la naturaleza es analizar las etapas de este pasaje.

La natural philosophy de los ingleses abarca dos centurias y media: desde los inicios del siglo XVII hasta los años de 1840-1850. Descansa en la idea de que, a través de la generalización y la inducción, pueden remontarse las regularidades observadas en forma empírica hasta llegar a leyes fundamentales que desempeñan la función de axiomas de la naturaleza. Tal convicción se basa en una teología del orden del mundo. En los años que corren de 1840 a 1850 esta teología se extingue bajo el efecto de diversas críticas, cediendo su lugar a una filosofía de las ciencias que es, a la par, más empirista y positiva. En el siglo XX esa natural philosophy retoma su impulso, entre otras cosas, gracias a la obra de Whitehead, particularmente el ensayo de cosmología que constituye Proceso y realidad (1929).

La Naturphilosophie de los alemanes, en sentido estricto, abarca un periodo más breve: de 1785 a la década de 1820. Es solidaria del romanticismo y el idealismo de los grandes poskantianos (Schelling y Hegel, en particular). La idea que la sustenta es que existe una analogía profunda entre las realizaciones de la naturaleza y las del espíritu: de donde surge hacia 1810-1820 el sueño, pronto desvanecido, de una física especulativa que, con un solo movimiento grandioso, constituiría una filosofía de la naturaleza y el espíritu. Muy pronto se muestra que la ciencia positiva no se somete a la dialéctica de la mente, y esas ambiciones intrépidas se cancelan.

No obstante, la idea según la cual el espíritu lleva en sí las claves de las operaciones de la naturaleza y puede llegar hasta los umbrales de sus talleres secretos, de acuerdo con las palabras de Goethe, sigue actuando sobre la investigación emprendida en los países de cultura alemana a lo largo de todo el siglo XIX y, al parecer, gracias a la intermediación de algunos miembros del Círculo de Viena que emigraron hacia los Estados Unidos a finales de los treinta, conserva cierta influencia en 1960-1970. Una vez más, se tiene un movimiento de gran amplitud.

Estas dos filosofías de la naturaleza contienen elementos que provienen de la filosofía griega: en los ingleses sobre todo de Platón, y en los alemanes de Aristóteles. Uno de los grandes enigmas de la filosofía de la naturaleza es, en efecto, saber si la causa formal y la final —cuya realidad fenomenológica nadie pone en duda— son representaciones antropomórficas y engañosas, o si constituyen indicios admisibles de la presencia de un lógos que opera en la naturaleza. Como se sabe, Platón confiere a la causa errante un estatus ontológico; según él, existe en la realidad algo caótico, irreductible a las ideas, que no puede domesticarse ni eliminarse. Además, el ensayo de cosmología que forma el Timeo se presenta como un discurso verosímil: dicho de otra manera, Platón no pretende que su filosofía de la naturaleza pueda transformarse en una teoría científica. En cambio, la teología natural que subyace tras la filosofía de la naturaleza de los ingleses minimiza las irregularidades del curso de las cosas, lo cual confiere legitimidad a las generalizaciones empíricas.

En cuanto a Aristóteles, él cree posible la intelección de la phýsis por medio de las causas; es decir, la formación de una teoría científica de la naturaleza. En el tratado Acerca del alma sugiere que el intelecto (noûs), para pensar la naturaleza, debe primero llevar a cabo un abandono audaz, llegar a ser todas las cosas, identificarse con las operaciones de la naturaleza; sólo al término de semejante inmersión vuelve el espíritu a tener en sus manos, de manera activa, a la naturaleza. Goethe, en su Poesía y verdad, retoma libremente este tema y evoca el carácter demoniaco de la naturaleza, a la que hay que entregarse si se desea descifrar sus enigmas. Por su parte, Hegel en las Lecciones de estética también comenta el libro de Aristóteles. Por último, el estudio de Husserl sobre la crisis de las ciencias europeas³ reactualiza el contenido del libro III de Acerca del alma. Así, Aristóteles aparece como el genio tutelar de la Naturphilosophie. Ahora bien, tal como lo vio Dilthey, ese contenido grandioso, que pretende tender un puente entre el espíritu (Geist) y la naturaleza, fracasó, pues descansaba en la hipótesis de que las leyes de la mente y las de la naturaleza son idénticas.

Por razones diferentes, hacia mediados del siglo XIX la natural philosophy inglesa también desaparece. De acuerdo con esta concepción, la inteligibilidad de lo real se basa en el ordenamiento interno de la naturaleza, que un dios, arquitecto del universo, ha instituido, mantiene y entrega a la comprensión de los hombres: desde aquí, las ciencias inductivas permiten recorrer todas las clases jerárquicas de los fenómenos para remontarse, como por una dialéctica ascendente, hasta los axiomas de la naturaleza, a partir de los cuales se regresaría, por una dialéctica descendente, hacia los fenómenos más concretos. Tal concepción es solidaria con una teología cristiana que, en la década de 1840, los estudiosos más eminentes dejan de profesar.

En los años veinte, el intento de Whitehead para proporcionar un nuevo lustre al estilo inglés de la natural philosophy constituye un ensayo de gran relieve, aunque relativamente aislado. Sin embargo, este filósofo le brinda a la especulación cosmológica una nueva amplitud. Su reflexión parte de tres comprobaciones: nuestra visión del universo, ante el triple efecto de la teoría de la relatividad general, los progresos en la astronomía de observación y la mecánica cuántica, se transformó de manera profunda; el desarrollo de las ciencias fisicoquímicas y biológicas confirma la intuición de Cournot de acuerdo con la cual existen órdenes distintos en la naturaleza, que tienen sus propios seres, sus leyes y su constitución; el universo está en devenir y su marca propia reside en el hecho de que, dentro de él, aparecen nuevos seres y nuevas formas; para pensarlo, los instrumentos intelectuales de la metafísica y la ciencia clásicas (las nociones de sujeto, objeto durable, sustancia) son obsoletos y deberán forjarse categorías nuevas con el fin de hacer evidente la interconexión de las entidades reales.

Sin lugar a dudas, la idea de instituir una filosofía de la naturaleza se habría considerado como un proyecto ajeno a la filosofía de las ciencias si Cournot no hubiera abierto una tercera vía en los años que van de 1850 a 1870: él muestra que hay órdenes de la naturaleza, mundos relacionados, pero que éstos no tienen una estructura siempre estable ni tampoco mantienen entre sí relaciones inmutables. Existe una filosofía de la naturaleza porque ella no es un sistema cuya arquitectura sea objeto científico. La razón por la cual la filosofía de la naturaleza mantiene su pertinencia es cosmológica: estamos en una etapa intermedia de la historia del mundo, en la cual coexisten orden y caos dentro del universo. De este último podemos reconstruir de manera fragmentaria su historia; en cambio, no podremos jamás resolver esa historia en una teoría unificada, pues la contingencia está inscrita en la textura de lo real. Estos análisis de Cournot conservan todo su sentido. La filosofía de la naturaleza no llegará nunca a ser una ciencia de la naturaleza. Asimismo, necesitamos una lógica superior o una crítica filosófica para discernir cuáles de entre nuestras representaciones sólo son lógicamente coherentes y cuáles, además, nos permiten acceder a la razón de las cosas al restituir las operaciones de la naturaleza. La singularidad de Cournot es haber creído que el espíritu humano, aun cuando se encuentra sujeto a la constitución fisiológica y mental de la especie, es capaz de descubrir la razón de las cosas. La posibilidad de reproducir en laboratorio una parte de las operaciones de la naturaleza nos fortalece en la convicción de que el realismo —tomado en el sentido que él hizo claramente explícito— es una apuesta filosófica legítima. Cournot llama a una de sus obras mayores consideraciones sobre el desarrollo de las ideas y los acontecimientos en los tiempos modernos.⁴ Este título es en sí mismo un programa; para afinar nuestra visión sobre las interrogantes actuales en la filosofía de las ciencias, nos invita a reconstruir el desarrollo de las ideas y los acontecimientos que las han suscitado. No obstante, en esta obra expone, cerca de un siglo antes que Thomas Kuhn, su teoría sobre las revoluciones científicas, mostrando con ello que piensa que la historicidad de las construcciones científicas y el realismo pueden conciliarse.

Falta descubrir si todavía en la actualidad hay lugar para una filosofía de la naturaleza o si los intentos que vamos a revisar sólo son testimonios intrépidos pero caducos.

I. LA NATURAL PHILOSOPHY DE LOS INGLESES

La alquimia de Newton

John Maynard Keynes, en una conferencia titulada Newton, the Man,⁵ que pronunció ante la Royal Society con motivo de la celebración del tercer centenario del nacimiento de Newton, decía en julio de 1946:

Newton no fue el primer racionalista. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, el último gran espíritu que veía el mundo visible y el intelectual con los mismos ojos que aquellos que iniciaron, hace poco menos de 10 000 años, la construcción de lo que forma nuestra herencia intelectual.

Keynes prosigue:

¿Por qué lo llamo mago? Porque miraba la totalidad del Universo como si éste ocultara un enigma [a riddle], un secreto. [...] Él creía que esas claves debían encontrarse, por un lado, en la evidencia de los cielos y en la constitución de los elementos (lo que da la impresión equivocada de Newton como un natural philosopher experimental); pero también, por el otro, en ciertos escritos transmitidos por los iniciados a través de una cadena ininterrumpida desde una revelación original en Babilonia. Él veía el Universo como un texto cifrado, compuesto por el Todopoderoso.

En efecto, estudios recientes⁷ muestran que Newton quería formar una ciencia de la naturaleza que habría abarcado no sólo la mecánica celeste, sino también la química. Betty Jo Teeter Dobbs, dando cuerpo y precisando la tesis de Richard Westfall, establece que la idea de fuerza de atracción, en la mecánica celeste de Newton, toma prestados sus principales trazos de los principios activos de la tradición alquímica y hermética. Hace notar que Newton, depositando su fe en los trabajos de Boyle, piensa que la transmutación de los metales es posible en el marco de la física corpuscular: "En lo que concierne a la transmutación, todo lo que se juzgaba necesario era un reordenamiento mecánico de las partículas ínfimas [minute particles] de una materia católica y universal".⁸ Newton conocía toda la literatura alquímica griega, árabe, de la Edad Media y el Renacimiento. Había leído a los alquimistas aristotélicos, neoplatónicos y mecanicistas. Conocía la medicina alquímica y había leído a los rosacruces. En breve, su cultura sobre la alquimia era considerable.⁹ Lo que deja de lado Keynes —señala Dobbs— es el aspecto meticuloso y experimental que caracteriza el trabajo alquímico de Newton.¹⁰

Por su parte, Richard S. Westfall, el biógrafo y comentarista más reconocido de Newton, hace notar la similitud entre la antigua tradición hermética y las nuevas filosofías mecánicas del siglo XVII.¹¹ Según él, Newton dio a las fuerzas un estatus ontológico equivalente al de la materia y el movimiento. Al hacer esto y cuantificar las fuerzas, hacía que las filosofías mecanicistas fueran capaces de estar por encima de un mecanicismo imaginario de los choques. Dobbs suscribe la tesis de Westfall de que "el matrimonio de la tradición hermética con la filosofía mecanicista tuvo como fruto [offspring] la ciencia moderna". Dobbs añade:

Westfall también ha remarcado que, en Newton, la concepción de las fuerzas que se ejercen entre las partículas derivaba en su origen de fenómenos terrestres, en particular químicos. Y sobre todo, el concepto de atracción, pieza maestra en la ley de la gravedad universal de Newton, se derivó de la misma forma. No fue sino hasta 1679-1680, dice Westfall,¹² cuando Newton comenzó a trabajar en serio sobre la dinámica del movimiento orbital y aplicó su idea química de la atracción al cosmos.¹³

De esta manera y de acuerdo con Dobbs, la idea de atracción es química y se relaciona con la constitución de la materia, tal como los alquimistas y los químicos la trataban en sus experimentos en el laboratorio y que Newton, en el periodo 1679-1680, extendió a la comprensión del movimiento de los astros en una perspectiva dinámica. La tesis de Dobbs, que continúa la de Westfall, se formula así: Es sobremanera claro que, hacia 1679-1680 [Newton] llegó a admitir la idea según la cual las fuerzas activas funcionaban en todas partes.¹⁴ Newton intensificó sus trabajos de alquimia en los años que preceden a la publicación de los Principia, como si hubiera esperado incluir en ellos los resultados de sus investigaciones sobre las fuerzas inherentes a la materia. La autora precisa: "Los Principia tenían quizá la intención de ser el sistema más completamente universal que nadie de la época hubiera imaginado; pero esta comprensión integral no se alcanzó".¹⁵ A partir de ese momento, Newton mismo trató de ocultar la parte de su proyecto inicial que no había llevado a buen término.

Newton soñaba con un sistema de la naturaleza dinámico, el cual habría incluido las fuerzas cuya existencia se le había revelado en su trabajo alquímico. Un sistema tal habría implicado una teoría de las fuerzas químicas; es decir, una teoría de la apertura de los metales y de la transmutación. Newton lo deseaba tanto más cuanto era la alquimia la que lo había conducido a revolucionar la filosofía mecanicista anterior (la de Descartes en particular), la cual se reducía hasta entonces a una física de los choques que excluía cualquier acción a distancia. Para apoyar su interpretación, Dobbs estudia de cerca¹⁶ el pensamiento químico de Newton en la Óptica (Cuestión 31), donde éste escribe:

Me parece muy probable que Dios haya creado en el comienzo la Materia en forma de Partículas sólidas, masivas, duras, impenetrables y móviles, con tales tamaños y figuras, con tales otras propiedades y en una proporción tal respecto al espacio que resulten lo más apropiadas al fin para el que fueron creadas.¹⁷

Puesto que el espacio es divisible al infinito y la Materia no está necesariamente en todas partes, ha de concederse también que Dios es capaz de crear Partículas de Materia de diversos tamaños y figuras, en distintas proporciones respecto al espacio y tal vez de distintas densidades y fuerzas, a fin de cambiar con ello las leyes de la naturaleza y formar Mundos de distintos tipos en diversas partes del universo.¹⁸

Según Dobbs, este texto quiere decir que, en mundos exteriores al nuestro y ubicados en otro lugar del universo, podrían existir partículas últimas con un tamaño, forma, densidad, etc., diferentes, mientras que en la parte del universo donde nosotros estamos la naturaleza es consonante, está "en concordancia consigo misma [conformable to herself]".¹⁹ Ella añade:

Además, hay bastantes indicaciones relativas a que Newton pensaba que la materia, de la cual estaban hechas todas las cosas, era una y la misma. [...] Dice en su Óptica: "También me parece que estas Partículas no sólo poseen una Vis inertiae, acompañada de las leyes pasivas del movimiento que derivan naturalmente de esa fuerza, sino que también están movidas por ciertos Principios activos, tales como el de la gravedad y el que causa la Fermentación y la Cohesión de los cuerpos".²⁰

Dobbs reconstruye así la concepción newtoniana de las fuerzas químicas:

Al parecer, Newton llegó a concebir las partículas primitivas como rodeadas de dos esferas de fuerzas. A una distancia muy corta la fuerza de atracción vencía, pero su esfera de acción [influence] no iba más allá de una longitud extremadamente reducida. Cuando dos partículas se encontraban lo bastante cerca como para que la fuerza de atracción reinara, ésta las ligaba una a la otra; si, por el contrario, el calor u otros factores agitaban esas partículas alejándolas de sí, la fuerza de repulsión tomaba la delantera. La esfera de acción [influence] de la fuerza de repulsión se extendía mucho más lejos y dominaba en todo, más allá del muy pequeño alcance de la fuerza de atracción.²¹

Así, "cuando las partículas primordiales se adhieren [cohere] bajo el efecto de la fuerza de atracción, forman distintos arreglos complejos y constituyen los innumerables cuerpos del mundo sensible". Newton, según Dobbs, ataca dos problemas: a) explicar la composición de los objetos materiales sensibles por medio de la adhesión de partículas elementales; b) explicar que la luz se transmite a través de los cuerpos translúcidos a distancias muy grandes en línea recta. Esto lleva a Newton a creer que tales cuerpos son extremadamente porosos.²² El problema es entender cómo esos cuerpos, lo bastante porosos para dejar pasar la luz sin desviarla, son capaces de resistir la presión. ¿Cómo explicar también que los cuerpos muy densos dejan pasar a través de ellos las fuerzas magnéticas y la fuerza gravitacional sin ninguna disminución?²³ Para explicar todos estos efectos, Newton se entrega a un experimento de pensamiento, el cual consiste en recorrer los cuerpos, desde los corpúsculos más grandes hasta las partículas más pequeñas:

Los colores de los cuerpos surgen de las magnitudes de las partículas que los reflejan, como ya quedó explicado. Ahora bien, podemos concebir que las partículas de los cuerpos estén de tal modo dispuestas entre sí, que los intervalos o espacios vacíos entre ellas sean iguales en magnitud a todas ellas juntas, y que esas partículas consten de otras partículas mucho más pequeñas que posean tanto espacio vacío entre sí como partículas menores hay; y, a su vez, estas partículas menores consten de otras mucho menores, todas las cuales sean iguales a todos los poros o espacios vacíos que hay entre ellas, y así continuamente hasta alcanzar las Partículas sólidas que no tengan poros o espacios vacíos entre sí.²⁴

De esta forma, Newton puede establecer una relación entre el número de capas de partículas y el número de poros. Dobbs cita estas palabras del científico inglés:

Me gustaría que pudiésemos deducir el resto de los fenómenos de la Naturaleza siguiendo el mismo tipo de razonamiento a partir de principios mecánicos. En efecto, muchas razones me inducen a sospechar que todos ellos pueden depender de ciertas fuerzas en cuya virtud las partículas de los cuerpos —por causas hasta hoy desconocidas— se ven mutuamente impelidas unas hacia otras y se unen en figuras regulares, o son repelidas y se alejan unas de

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1