Uno de los principales mitos construidos en torno a los cátaros consiste en afirmar que tenemos muy poca información sobre ellos. Pero esto no es cierto. Por un lado, los historiadores, y los aficionados, tienen acceso a una enorme cantidad de información procedente de las fuentes católicas, desde escritos apologéticos teóricos redactados por algunas eminencias —en su mayoría monjes dominicos y cistercienses—, destinados a formar a los inquisidores y obispos para luchar contra los herejes en la arena de la contrapredicación —si bien tienen un claro sesgo ideológico—, a los miles de testimonios tomados durante los interrogatorios masivos que se hicieron, especialmente, durante y después de la cruzada albigense —no es exagerado hablar de «miles»—. Estos últimos documentos son muy reveladores, ya que en muchas ocasiones se trata de la confesión de antiguos cátaros iniciados o creyentes que narraron con un grado pasmoso de detalle cómo era su día a día, en qué creían y cuáles eran sus prácticas.
Gracias a esto podemos conocer muchísimos aspectos sobre los cátaros que, sin duda, se habrían perdido entre las brumas del tiempo. Por este mismo motivo conocemos muy poco sobre los que fueron exterminados antes de los procesos inquisitoriales, como los cátaros de Renania o del norte de Francia.
Los primeros, los escritos anticátaros, si bien en un primer momento mostraban un conocimiento más que limitado de la nueva herejía, relacionándola con la brujería y el culto al diablo, con el paso de los años se acabaron convirtiendo en completos y trabajados tratados de de Alain de Lille (de 1190), la de Moneta de Cremona (de 1240) o la (Suma de los cátaros y los leonistas, o los pobres de Lyon) de Rainier Sacconi (de 1250), aportan una enorme cantidad de información.