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De la política a la metafísica
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Libro electrónico302 páginas3 horas

De la política a la metafísica

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Siguiendo el camino emprendido en 'Caminos del lógos', reúno en este libro una serie de ensayos breves que muestran mi itinerario intelectual de los últimos años. Dichos ensayos tratan desde cuestiones puramente políticas, que tienen que ver fundamentalmente con la crisis económica y el desmantelamiento del Estado de Bienestar, hasta problemas teóricos más abstractos, relacionados con la fundamentación de nuestra situación histórica y, en última instancia, de la existencia humana.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2019
ISBN9780463480618
De la política a la metafísica
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    De la política a la metafísica - D. D. Puche

    Como ya hiciera en Caminos del lógos, reúno ahora en este libro una serie de materiales que fueron apareciendo en la página web con ese mismo nombre; de hecho, los materiales inmediatamente siguientes, que van de 2011 a 2014. Mi idea es, así, ir editando en forma impresa dichos textos, a la vez que los retiro de esa plataforma. Aprovecho la ocasión para hacerles algunos retoques ‒más estilísticos que de contenido‒ y, sobre todo, para anteponerles este breve comentario, pues requieren ser leídos bajo una nueva perspectiva, dado que mi trabajo ha cambiado notoriamente en algunos aspectos.

    Si aquel libro tomaba el título de la web original, Caminos del lógos, este otro lleva uno bastante más descriptivo de su temática. En efecto, se trata de textos directa e incluso demasiado burdamente políticos, alternados con otros más teóricamente alejados de lo cotidiano, los cuales de hecho tienen un carácter netamente metafísico. Y si en la primera obra los textos aparecían en el mismo orden cronológico en que fueron publicados originalmente en la web, ahora han sido reordenados en una suerte de secuencia lógica que hace su lectura más consistente; además, están divididos en dos partes, las que el lector verá reflejadas en el índice de este libro.

    La primera parte compila unos textos combativos, vehementes y hasta furiosos. Son las reflexiones que suscitaron esos duros años, los peores de la crisis financiera que empezó en 2008, cuyos efectos sociales y políticos se notaban ya con dureza. De ahí que en dichos textos la elaboración conceptual se relaje a menudo para ser el reflejo, muy apasionado, de ese contexto histórico preciso. La segunda parte, por el contrario ‒pero tenga el lector presente que el material fue redactado de forma intercalada‒, refleja una actitud sólo paradójicamente unida a la primera: y es que, si los primeros fragmentos son inseparables de un momento histórico tan preciso, con drásticos recortes sociales y medidas políticas autoritarias, los segundos constituyen lo que muchos podrían fácilmente ver como una huida de dicha realidad. Se trata, como lo indica ya el título de la obra, de especulaciones filosóficas marcadamente metafísicas. Cómo casan ambas cosas, es algo que el lector tendrá que comprobar; pero entre ellas, más que incoherencia, hay un contrapeso, el equilibrio entre lo más emocional y pulsional, por un lado, y una búsqueda de fría racionalidad y sosiego por otro. En cualquier caso, y como ya exponía en Caminos del lógos, el sentido que le doy a la metafísica está muy lejos de un pensamiento sub specie aeterni; tampoco se compadece con el otro sentido que parece que hoy es permitido darle al término, a saber, el heideggeriano. Muy al contrario, el término metafísica hace aquí referencia al modo en que entiendo lo que es la filosofía en general, en cuanto teoría de la realidad que sostiene un discurso práctico; una teoría que nunca fundamenta ‒sino que se apoya en‒ el estado de la ciencia de su época. Pese a ello, he de reconocer que en los textos de este período hay un tono todavía muy idealista-hermenéutico del que mi trabajo más reciente se aleja progresivamente, hacia una postura más materialista.

    No obstante, es en la primera parte donde hoy hallo más ideas que me resultan un tanto facilonas, cuando no pueriles; un tono de militancia política que ahora me abochorna un poco, por lo que tiene de renuncia al genuino tratamiento conceptual de los problemas, así como de confianza en soluciones demasiado sencillas. Una comprensión de la política muy vaporosa ‒más apasionada, como decía, que concreta y realista‒, mitigada actualmente por una atención mucho mayor a aspectos económicos, tecnológicos, medioambientales, etc., y también, cómo no, por una comprensión ‒que creo más fina‒ de las motivaciones que impulsan el alma humana. Es fácil encontrar maldad y conspiración donde a menudo sólo hay necesidades e intereses encontrados. Pero no voy a purgar estos textos, como no lo hice con otros análogos en Caminos del lógos y que, al fin y al cabo, han circulado por la red y han sido discutidos y comentados ‒en alguna ocasión, dando lugar a enfrentamientos muy agrios‒. La penitencia va en enseñar al mundo lo que dije, sin maquillarlo con la ventaja del tiempo transcurrido.

    INTRODUCCIÓN

    LA LIBERTAD

    DEL PENSAMIENTO

    ¿Qué sentido puede tener seguir escribiendo hoy textos filosóficos? ¿Para qué insistir en algo tan arrumbado socialmente como la actividad filosófica? ¿Por qué no dejarlo y limitarse a leer filosofía como quien lee un clásico literario, siquiera por el placer de hacerlo? ¿Para qué hacer algo sin demanda y hasta ridiculizado por tantos? ¿Qué cabe esperar de tan vano empeño? Algo muy modesto, en realidad. Como dijeron Adorno y Horkheimer, «la filosofía no es síntesis, base o cima de la ciencia, sino sólo el empeño de resistir a la sugestión, la decisión en favor de la libertad intelectual y real». En efecto, la tarea de la filosofía sigue siendo hoy, como lo fue siempre, liberar al hombre. Y el factum del que este empeño debe partir es la peor impostura, la más invisible de todas, y por tanto la más difícil de combatir: la falta de libertad intelectual. Esa minoría de edad intelectual en que nos mantienen nuestra pereza y cobardía, como dijo Kant. El amor a la sabiduría es, en rigor, un odio a la ignorancia, siempre más cómoda, más fácil, más apetecible y, por supuesto, mejor vista.

    Ciertamente, la ignorancia se reafirma y se defiende del saber; es muy corporativa. Por eso nunca habrá gran demanda social de algo como la filosofía, que se atreve a decirle a la conciencia colectiva algo que hoy es anatema: que está confundida, prácticamente en todo, y casi por definición. Pero la filosofía no se enfrenta sólo ni primordialmente a la ignorancia del inculto (muy fácilmente reductible), sino que tiene un enemigo mucho peor, ahora como en los tiempos de Platón: los sofistas, o lo que es lo mismo, todos esos cultos ignorantes que creen que saben de todo porque han leído unas cuantas decenas de libros que, por lo general, nunca han entendido. Nietzsche se refería a éstos como los filisteos de la cultura, esa falsa intelectualidad que establece un sistema de la incultura que llega a imponerse como oficial. Esos intelectuales (y da igual que sean de derechas o de izquierdas, por si alguien cree que voy por ahí) que hoy salen reptando de todas las alcantarillas, como llamados por algún flautista de Hamelin, y que no dejan de ser unos ignorantes, por más que sean gente leída; líderes de opinión que tienen todas las respuestas, aunque no se hacen pregunta alguna; gurús cuasi-religiosos de la muy instruida sociedad de la información. A la hora de la verdad, en cuanto abren la boca o cogen la pluma, demuestran una necedad y una falta de cultura asombrosas: de tanto que han leído, no han comprendido nada. Asimilan muy bien la letra, pero pocas veces el espíritu de todos los libros que han leído y de las películas que han visto y de la música clásica y el jazz que han escuchado. Eso sí, siempre están a la última. Pero no entienden que el pensamiento consiste ante todo en hacerse preguntas; no pueden permitírselo, porque tienen que producir frases brillantes y titulares, tan breves y efectivos como sea posible. Y además rápidamente. Eso les veda el acceso a toda comprensión. Estos tutores, como los llamaba Kant, son víctimas del propio engaño colectivo que ayudan a tejer día a día; caen en su propia tela de araña.

    Hay que resistir al condicionamiento socioeconómico y cultural, a la sugestión. No es poca cosa poder abrir ciertos espacios de libertad. El texto (filosófico o no) sigue siendo hoy, como lo fue siempre, el laboratorio del espíritu. El ensayo es, como indica su nombre, aunque lo hayamos olvidado, un intento. Como señala Nietzsche, el término ‒por lo menos en alemán‒ tiene un doble sentido: versuchen es tanto ensayar o experimentar como tentar. Escribir, ensayar, es tentar; es buscar la libertad intelectual que el medio cotidiano nos niega. Por eso es siempre un ejercicio solitario que se dirige a un receptor anónimo, con la esperanza de producir algún efecto, cuanto menos despertar cierta actitud. Es una apuesta en favor de la libertad. Habría que recuperar esa épica del pensamiento y de la escritura que nació con la Ilustración y que caracterizó al siglo XIX y todavía al comienzo del XX. Pero en la era de la información a nadie le interesa el pensamiento. Es tiempo perdido. Aun así, ha merecido la pena el tiempo perdido en escribir este texto, esta gota de agua en la inmensidad del océano de la información. Ha sido un tiempo de libertad, fuera de las obligaciones personales y profesionales. Y tal vez sea un instante de libertad para quien lo lea. Tal vez.

    PARTE I

    REFLEXIONES DE CRISIS

    1

    DEMOCRACIA

    La democracia, como todo lo vivo, lleva en sí el germen de su propia destrucción; hay que trabajar cada día para evitar ésta, pero por lo general lo más que se puede hacer es demorar su momento. Pensar que la democracia es algo que una vez alcanzado será eterno, como si se tratara del destino inexorable de una sociedad, es un absurdo; no ha existido ninguna que haya durado lo suficiente como para albergar siquiera esa ilusión, aunque para darse cuenta de esto hace falta un poco de sentido histórico. La griega, que fue la primera y modelo para las posteriores, cayó ‒de hecho, no duró demasiado, en términos históricos‒, y las modernas con toda seguridad lo harán también algún día. Y ello si es que, como creemos algunos, no lo están haciendo ya, si no están desplomándose lentamente ante nuestros ojos. La inercia del sistema sociopolítico y económico vigente en Occidente (la democracia liberal) lo lleva a su propia destrucción mientras todos los que creían en su perfección miran estupefactos, porque no saben hacer nada que se salga de las reglas establecidas por el propio sistema. Reglas que consisten, básicamente, en la constante optimización del beneficio por parte de los grandes capitales; una visión del mundo fuera de la cual el politólogo o el economista típico –tan producto del sistema como cualquiera de sus mercancías– no es capaz de pensar siquiera. La legalidad vigente (basada en la propiedad privada de dichos grandes capitales, pues la de los trabajadores siempre ha sido perfectamente destruible, por más que eso sea precisamente lo que el liberalismo critica del comunismo, ya que no ve su propio reflejo cuando se mira en el espejo) no debe tocarse bajo ningún concepto, aunque ello suponga el fin del sistema mismo. Éste prefiere inmolarse a su propia ideología que evolucionar hacia un sistema más estable en el que haya ‒como condición de su propia viabilidad‒ un menor incremento de los beneficios.

    Vamos camino de una gran guerra o de una gran depresión, o de ambas (como pasó en los años 30 del siglo pasado), porque nadie tiene el valor para modificar las reglas del juego, las cuales, por más que se quiera presentarlas como sacrosantas, no dejan de ser una mera convención, y además una obsoleta. Pero claro, los que mandan –la clase política, que trabaja ya sin disimulo alguno para el capital– son los pasajeros de primera clase del Titanic, que cuentan con que para ellos sí habrá lanchas de salvamento cuando todo se hunda. Las habrá para muchos, sí, pero no para todos; cuando el barco que se hunde es el mundo (absolutamente unificado e interdependiente por la globalización económica), nadie se libra de la posibilidad de caer con él. Por eso va a pasar lo que va a pasar, lo que ya está pasando: el fin del efímero período democrático que hemos conocido –y que creíamos ingenuamente un paso histórico irreversible– y la llegada de una nueva época de totalitarismos. Los pasos que se están dando en esa dirección son patentes (especialmente en Grecia y Europa del este, pero se huele en todo el continente), y se anuncian sin disfraz en el alzamiento de la extrema derecha y del fundamentalismo religioso. Es algo tan repugnante como normal y predecible, y me temo que inevitable: el liberalismo se convierte en fascismo en cuanto la pequeña y media burguesía ve amenazada su existencia. El sistema requiere un reinicio que restablezca las reglas del juego cuando los resultados de éste, debido a la excesiva liberalización (o sea, a la falta de control de la política sobre la economía), se han vuelto impredecibles, con lo cual se cortocircuita un sistema socioeconómico basado en la previsión exitosa de las inversiones a medio-largo plazo. El totalitarismo es la catarsis de la democracia liberal: alguien tiene que destruirla periódicamente –en realidad se destruye ella sola, y alguien se hace con las riendas del sistema fallido– y purgarla de sus tumores para luego, tras su propia y subsiguiente caída (igualmente inevitable y previsible), cargar con todas las culpas, de modo que esa democracia pueda refundarse con la conciencia tranquila. El mal lo hicieron otros, nunca el propio capitalismo. Se ve acercarse, ya en el horizonte, esa figura paternal –que la ciudadanía domeñada prefiere antes que el total nihilismo capitalista, pero también, inconsecuentemente, antes que toda alternativa al propio capitalismo–. Malos tiempos para los que tengamos que vivirlos.

    2

    «HEMOS VIVIDO POR ENCIMA

    DE NUESTRAS POSIBILIDADES»

    Producen verdadero hastío los tópicos que desde fuera de España (UE, BCE, países del norte) y desde dentro (derecha neoliberal) no dejan de repetirse como mantras de la inmolación que la ciudadanía debe llevar a cabo en nombre de no se sabe muy bien qué, puesto que lo primero que no queda claro cuando se dice que estamos intentando salvar algo es qué es ese algo. Desde luego, no el país, puesto que éste es la suma de sus ciudadanos, y a éstos es a los que se está sacrificando. Puede que estemos salvando alguna esencia intemporal, no lo sé ‒esa España entendida como unidad de destino histórico universal‒; pero al país no, en absoluto. El país está muriendo.

    El tópico más manido es que la crisis se debe a que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, o lo que es igual, que el llamado Estado de bienestar se ha demostrado insostenible. Estábamos quemando dinero con las políticas sociales y los servicios públicos. Ya. Nada más lejos de la realidad.

    El neoliberalismo se sostiene sobre una premisa: vivir a crédito. Esto no explica la producción de riqueza –de riqueza real, se entiende, no especulativa–, pero sí su modo de circulación y acumulación. Todo el mundo presta dinero a todo el mundo, lo cual genera jugosos intereses. De lo contrario, no habría bancos, y sin ellos ningún tipo de iniciativa privada. Cobrar intereses es el Leitmotiv de este círculo vicioso que tenemos por sistema. Pero, con todas sus contradicciones e injusticias, el sistema iba bien –por lo menos de puertas adentro, claro–. Los españolitos, por ejemplo, pedían créditos a los bancos para pagar coches o hipotecas para sus casas. Y eso dejaba inmensos intereses en los bancos. ¿Era vivir por encima de nuestras posibilidades? No, no lo era. Y no lo era por una razón muy sencilla: si el banco te concedía el crédito, es que entraba en el repertorio de tus posibilidades. Eran las reglas del juego. Y había árbitros, en teoría, supervisores encargados de que todo se hiciera bien.

    ¿Quién se equivocó? Ciertamente, no la ciudadanía, que ahora paga con su sangre semejante belle époque. No, fue el sector financiero, con la imprescindible ayuda de los gobiernos que desregularon completamente la economía, es decir, la pusieron por encima de sí mismos, del propio poder político. El partido se quedó sin árbitro, y claro, todo el mundo empezó a hacer trampas. Fue el sector financiero, en efecto, el que empezó a amañar su propio juego, hasta que sus prácticas le estallaron en la cara. Hay una premisa obvia en el sistema crediticio: alguien, en última instancia, tiene tarde o temprano que poner la pasta. Y con la absoluta desregulación lo que se consiguió fue convertir el sistema financiero internacional en un juego disparatado en el que todo el mundo prestaba dinero a todo el mundo sin saber quién tenía que pagar al final. Bancos prestando a bancos un dinero que no tenían y pidiéndoselo a su vez a otros bancos que, sin saber lo que hacían los demás, a lo mejor resultaban ser los destinatarios del primer préstamo. Un circuito cerrado de capital que no conectaba en ningún momento con el sector productivo, con la realidad, es decir, con la fabricación de mercancías o la prestación de servicios. Simplemente, cifras en pantallas de ordenador pasando alegremente por muchas pantallas de ordenadores en todo el mundo. Y al final el chiringuito cayó, como tenía que pasar. Todos en ese mundillo (mientras la ciudadanía creía estar protegida por los reguladores, a los que para eso les paga) sabía que iba a ocurrir. La expresión de un ejecutivo de Wall Street, al parecer una frase típica entre los jugadores de esa ruleta rusa, de ese gigantesco timo piramidal, es elocuente: «bailar hasta que se acabe la música». Lo que estaban haciendo quebraría el mundo, y lo sabían, pero era legal, y ellos escaparían con sus beneficios mientras todo se iba al infierno, así que, ¿por qué no? Que siga el baile, que se abran botellas de champán. Nos sobra.

    De todas formas, es verdad que mucha gente fue tan crédula como para creerse que en un país como España éramos tan ricos, que éramos una potencia. Pero no todos hemos vivido así, ni mucho menos. Sólo una parte. Por lo general, los que mejor han vivido en la época de vacas gordas son los mismos que ahora dicen que todos nos excedimos, lo cual es mentira, y consecuentemente que hay que adelgazar el sector público –eso lo dicen siempre los que menos lo necesitan–. Y los que nunca nos gastamos lo que no teníamos ahora pagamos como todos.

    En cualquier caso, la falsedad del sistema es elocuente cuando culpa a la ciudadanía de haber vivido por encima de sus posibilidades y a la vez se rasga las vestiduras por la crisis de consumo que redunda en la debacle financiera y repercute en la deuda soberana –pues si no hay consumo, evidentemente, tampoco hay crédito–. Se nos dice cuál fue nuestro supuesto pecado, y a la vez se nos echa en cara no seguir cometiéndolo. Si consumimos somos culpables, y si no también: en ambos casos hemos hecho caer el sistema, los de a pie, los peones. Los banqueros, pobrecitos, nunca han hecho nada malo. ¿Pero qué es esto?

    Cuando al fin todo se viene abajo, nuestros gobernantes, prácticamente sin excepción unos corruptos (y no digo que hayan delinquido: digo que son unos traidores a la ciudadanía, y que deberían compartir el destino de todos los traidores), se ven ante el siguiente dilema: ¿de parte de quién me pongo? ¿De los ciudadanos, o de los grandes capitales que rigen el mundo? Y ni se lo piensan: hay que salvar a los bancos, rescatarlos con dinero público, porque su caída –nos dicen– sería el apocalipsis. La solución de todos los males es cubrir las pérdidas privadas con dinero público. Socializar las pérdidas. La historia de siempre, la historia del capitalismo, el más hipócrita de los sistemas económicos –pues en otros, al menos, la servidumbre es explícita–. El Estado tiene que cubrir las pérdidas de los bancos, pero éstas son tales que no hay dinero para cubrirlas. ¿Qué hacer, entonces? Muy sencillo: dar dinero público al sector privado hasta que se agote la liquidez, y entonces, empezar a pagar en especie: la privatización de los servicios públicos. En ésas estamos ahora. El Estado está embargado y se está vendiendo por partes. ¿A quién? A bancos y grandes grupos de inversión. ¿Pero no provocaron ellos la crisis? Sí. ¿No huele esto a jugada premeditada, a tinglado diseñado por los poderes fácticos para quedarse con los recursos generados durante décadas por las ciudadanías de los diferentes países, y ello con la connivencia de sus gobiernos? Quede esto a la discreción de cada cual. Yo lo tengo muy claro.

    Por centrarnos en los últimos acontecimientos, lo que está ocurriendo en la UE me llena no ya de indignación, que es una palabra muy gastada, sino de asco, un asco tan

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