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Jenkins & Sinclair. Los Hijos de Lucifer
Jenkins & Sinclair. Los Hijos de Lucifer
Jenkins & Sinclair. Los Hijos de Lucifer
Libro electrónico344 páginas5 horas

Jenkins & Sinclair. Los Hijos de Lucifer

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Información de este libro electrónico

En esta tercera entrega de sus aventuras, la Dra. Jenkins y el Dr. Sinclair se ven envueltos en el caso más peligroso al que se han enfrentado. Una serie de misteriosos crímenes, cuyas víctimas están entre lo más distinguido de la sociedad de Port Heaven, conducen a la doctora Jenkins hasta los Hijos de Lucifer, una antigua y poderosa secta con propósitos más siniestros de lo que nadie podría imaginar. Con Sinclair aparentemente desaparecido, y unos misteriosos hombres acechándola, Jenkins tendrá que investigar sola una amenaza ancestral que la obligará a vérselas con los fantasmas de su pasado. Lo que está en juego, sin embargo, es el destino de toda la ciudad...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 dic 2020
ISBN9781005604530
Jenkins & Sinclair. Los Hijos de Lucifer
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Jenkins & Sinclair. Los Hijos de Lucifer - D. D. Puche

    JENKINS & SINCLAIR

    Investigadores de lo sobrenatural

    LOS HIJOS DE LUCIFER

    Los derechos de propiedad intelectual y explotación de esta obra están

    protegidos por el Registro de la Propiedad Intelectual

    del Ministerio de Cultura de España, y son de aplicación internacional.

    No está permitida la copia ni reproducción de ningún contenido

    extractado de la misma sin permiso expreso del autor.

    En caso contrario, éste se reserva el derecho

    a emprender las acciones legales oportunas.

    © 2020 D. D. Puche

    © Grimald Libros

    1ª edición: Madrid, 2020

    ISBN: 978-1005604530

    Tercera entrega de la serie…

    JENKINS & SINCLAIR

    Investigadores de lo sobrenatural

    LOS HIJOS DE LUCIFER

    D. D. PUCHE

    Grimald Libros

    Índice

    I. Prólogo. Una visita en la noche

    II. Una cálida cena

    III. Investigando por cuenta propia

    IV. Con el agua hasta el cuello

    V. Una velada interesante

    VI. El Círculo de Notables

    VII. Cristales rotos

    VIII. Cabeza de buey

    IX. Dulces sueños

    X. El libro negro

    XI. En una celda oscura

    XII. Cristal y acero

    XIII. Secuelas y consecuencias

    XIV. Un adiós definitivo

    XV. Epílogo. Una nueva vida

    I. Prólogo. Una visita en la noche

    El visitante golpeó con los nudillos la robusta puerta de madera de la casa. En la oscuridad y el silencio de la noche, aquellos golpes retumbaron en la calle vacía como truenos; apenas había alguna ventana iluminada, a cierta distancia. Un gato negro pasó por la acera de enfrente y maulló. Cuando el visitante se giró hacia él, el gato se escabulló corriendo. Devolvió la mirada a la casa, y al otro lado de la ventana enrejada observó la tenue luz de un candil. Le esperaban.

    Una mirilla se abrió frente a su rostro, dejando ver parcialmente la cara de un hombre algo mayor, con gafas y espesa barba gris. Tras comprobar quién había llamado a la puerta, cerró la mirilla y, descorriendo el cerrojo, la abrió. El habitante de aquella casa se asomó a la calle, mirando nervioso a ambos lados, y cuando se aseguró de que no había nadie más en las inmediaciones, dejó entrar al visitante con un gesto de la mano. Una vez hubo cruzado el umbral, cerró la puerta y echó de nuevo el cerrojo, temeroso.

    Se acercó al candil que estaba sobre una vieja mesa, giró un poco la llave del gas, e incrementó la luminosidad de la estancia. Tras ello tomó la botella de ginebra que había sobre la misma mesa, llena sólo hasta la mitad, y se sirvió un trago en un vaso ya húmedo. Se echó pesadamente sobre un viejo sillón de terciopelo verde y bebió un buen sorbo, mirando al infinito. De pronto, se dio cuenta de su falta de modales.

    −¿Quiere uno? −le preguntó a su invitado.

    Éste se sentó en otro sillón, frente a él.

    −No… No, gracias.

    El hombre barbudo se tomó el resto del vaso de un solo trago, y se sirvió otro.

    −¿Seguro que al venir no le ha seguido nadie?

    −Estoy bastante seguro.

    −¡Eso no me basta! ¿Está seguro o no?

    −Sí. Estoy completamente seguro. Soy muy bueno detectando un rastro, así como eliminando el mío propio. De todas formas, ¿qué más da? Ellos saben perfectamente dónde vive usted, y probablemente sepan también de esta otra casa.

    −¡Pero si saben que he hablado con usted, mi suerte está echada! ¿No lo entiende?

    El invitado calló, viendo el estado de nerviosismo de su anfitrión. Más que de nerviosismo, de miedo. Estaba convencido de que alguien iba tras él.

    −Bien, cuénteme. ¿Por qué me ha hecho venir? En su mensaje decía algo sobre ellos. Los conozco desde hace tiempo; me he cruzado con ellos, y ellos conmigo, infinidad de veces, en algunas ocasiones para beneficio mutuo, y la mayor parte de ellas como una desagradable molestia. Pero… ¿por qué ahora?

    −¿Quiere callarse? Si hay algo que no he soportado nunca de usted es esa petulancia… Ese aire de superioridad intelectual sobre todo el mundo. Y ahora, aquí me encuentro, pidiéndole ayuda. ¿Puede entender lo enojoso que es para mí hablar con usted? ¿Que mi vida dependa de ello? Escúcheme bien…

    −Le escucho.

    El asustado hombre tomó otro trago de ginebra antes de hablar. Casi parecía que le daba miedo pronunciar las palabras. Sin apenas mover la cabeza, giró los ojos hacia su invitado, vaso en mano.

    −Van a hacerlo. Están decididos. Van a hacerlo. A quien no se somete a su voluntad, lo acaban liquidando. Así es como actúan. Primero te invitan a sumarte a ellos, si se puede decir así. Es más una orden que una invitación. Si perciben dudas, recibes otra visita, más convincente. Si te niegas… Bueno, acabas bajo tierra, simplemente.

    −¿Qué quiere decir con que van a hacerlo? Se refiere acaso a…

    −¿Usted qué cree? ¡Claro que me refiero a eso! Es inminente, será en las próximas semanas. Puede que días. Ya no hay vuelta atrás.

    −Muchos otros lo han intentado antes que ellos, y la mayoría no lo ha logrado. ¿Qué les hace pensar que ahora sí funcionará?

    −Una alineación de los astros, el cambio de siglo, ¡yo qué sé! Pero el nuevo Gran Maestre está decidido, y acabará con todo aquel que intente oponérsele. Casi todos están aceptando, aunque todavía intentan sumar a más gente. A mí ya me tantearon, ¿entiende? Por eso me he puesto en contacto con usted. ¡Tiene que hacer algo!

    Entonces el hombre se levantó del sillón, saltó sobre su invitado y, agarrándole de las solapas de la chaqueta, le lanzó una mirada suplicante a pocos centímetros de su cara, con expresión de profundo terror, además del aliento a alcohol.

    −Tiene usted que actuar ya. ¿Lo entiende? ¡Los cimientos de la tierra se van a conmover como no lo han hecho desde hace siglos! ¡La ciudad entera está en grave peligro! ¡El mundo!

    −Me pondré a investigar inmediatamente −respondió el invitado, viendo la preocupación de su interlocutor.

    El aterrado hombre le soltó las solapas, relajando un tanto el gesto de su cara, y volvió a su asiento, donde se dejó caer entre aliviado y agotado.

    −Eso espero, Sinclair. Eso espero. Por el bien de todos.

    II. Una cálida cena

    La doctora Amanda Jenkins cerró la puerta de su despacho y, con la carpeta y un par de gruesos volúmenes apoyados contra el pecho, se dirigió a la clase de último curso que debía impartir.

    Hacía unas semanas que se había reincorporado a su trabajo, tras una baja por enfermedad de casi un mes. Ya estaban en las postrimerías del curso, y en apenas otros treinta días éste acabaría, dejando paso a los exámenes finales.

    Un par de alumnos de otros cursos la saludaron por el pasillo. Ella les devolvió una sonrisa forzada.

    Cuando estaba en el hospital, y después en casa, recuperándose de las heridas de su anterior… aventura con Sinclair, estaba deseando volver a las clases. A su vida cotidiana. A la vida fuera de peligro. Pero ahora se sentía hastiada de la universidad, de las clases, y sobre todo de aguantar las miradas y los comentarios por lo bajo, a su paso, de todo el mundo. Sobre todo, de sus propios compañeros.

    Con sus alumnos no tenía problemas; la mayoría la respetaban y la estimaban como profesora. Recibían y estudiaban afanosamente las nuevas teorías que ella explicaba en clase, unas ideas sobre la biología y su relación con otras ciencias quizá demasiado avanzadas para su tiempo. A casi todos les fascinaba. Y aunque Jenkins no solía reconocerlo, ella también les tenía cierto cariño. Aunque siempre había algunos alumnos, pertenecientes a determinadas familias y corrientes de pensamiento, que ponían en cuestión sus lecciones, y que trataban de llevarle la contraria y hasta de boicotear algunas de sus clases, cuando lo que decía era demasiado moderno para que lo pudieran aceptar.

    Pero ésos eran sólo una minoría, ya que la mayor parte estaban deseosos de escucharla, hasta el punto de que siempre llenaba las aulas; e incluso había muchos que, queriendo matricularse en las materias que impartía, se quedaban fuera por falta de plazas.

    No, el problema no eran los alumnos. El problema eran sus compañeros docentes. El resto de los académicos, prácticamente todos ellos hombres de avanzada edad, agarrados a sus cargos como el moho a una pared húmeda, atrasados, reaccionarios, caducos… Incapaces de ver que el cambio de siglo estaba a la vuelta de la esquina, y que con él iban a cambiar también muchas de las ideas más arraigadas. Ya lo estaban haciendo, de hecho.

    Y ellos no se daban cuenta. Sólo querían conservar lo establecido, lo que habían aprendido y enseñado durante décadas. Aquello de lo que estaban seguros. Pero una nueva visión del mundo asomaba ya por todas partes: la ingeniería, la energía eléctrica, las nuevas máquinas… Todo ello renovaría el mundo. Y había también ciertos conocimientos que ella estaba comenzando a vislumbrar, los cuales la hacían cuestionarse todo cuanto había aprendido.

    ¿Acaso su relación de los últimos meses con Sinclair la había cambiado? ¿A ella, a la recta, sosegada, imperturbable doctora Amanda Jenkins? Al pensar en él fugazmente, una ligera sonrisa se esbozó inconscientemente en sus labios. Podría ser que sí, que algo hubiera cambiado en ella. Así lo pensaba en ese momento, camino del aula, y así lo había pensado durante los días que estuvo en casa, de baja, incapaz siquiera de entretenerse con cualquier lectura. Esos días en los que pensó que Sinclair aparecería, socarrón como siempre, por la puerta, para hacerle una visita, y qué diablos, también para hablarle de alguna nueva locura, de la estupidez en que estuviera metido en ese momento. Sinclair le dijo que volverían a verse, y ella pensó que sería más bien pronto que tarde. Sin embargo, desde que la llevó a casa en su nuevo coche cromado, no había vuelto a saber de él.

    Sí, era plenamente consciente de que el cambio que se estaba operando en ella tenía que ver directamente con Sinclair. Tenía que ver todo con él. ¿Cómo había dejado que la afectara de aquella manera? ¿Que la hiciera… descarrilar? Hasta ese momento, su vida había sido la Academia. Se había entregado con pasión a ella. La universidad era su destino. Ahora apenas le interesaba. Y Sinclair tenía la culpa. Pero no le culpaba como se culpa a alguien de algo malo, de algo negativo. No. Le había abierto los ojos. Le había descubierto un nuevo mundo. La había… liberado.

    ¿Se estaba metamorfoseando, como la oruga que sale del capullo convertida en mariposa? Le hacía gracia pensar así. Pero a la vez la asustaba un poco. Y los comentarios y chismorreos sobre ella, de los que era plenamente consciente, no hacían sino convencerla de que estaba en el buen camino… además de irritarla, claro. Sabía que había algo bueno en el cambio que estaba experimentando, el cual le mostraba un camino distinto a seguir. Sabía que si recorría ese camino alternativo al que había seguido toda su carrera, encontraría una nueva verdad. Alguna clase de verdad, al menos.

    Llegó a la puerta del aula, cerró tras ella al entrar y se dispuso a impartir su clase de las once.

    *

    Cuando volvió a casa descansó un rato, tras servirse una copa de vino, y luego otra. Pensó en Richard. Había quedado con él esa noche para tomar algo. Informalmente, se decía a sí misma. Quería convencerse de ello.

    El bueno del Dr. Scott. Él sí había ido a visitarla, cuando estuvo de baja. Supo de su estado e inmediatamente se dejó caer por su casa. Fue muy cortés; ella no lo esperaba. Debió de quedársele cara de idiota cuando le vio aparecer en la puerta. Eso pensaba ella. Pero Richard no dio ninguna muestra de incomodidad ni de distanciamiento. Y eso a Jenkins la conmovió, por un lado; pero, sobre todo, por el otro, la hizo sentirse apoyada. Sabía que podía confiar en él plenamente. Que no le fallaría. Y eso aun teniendo en cuenta lo que había pasado con Fitzgerald.

    Mientras él la cortejaba tal y como debe hacerse, siguiendo todos los pasos y buenas maneras, ella lo dejó y prefirió irse con el afamado arqueólogo. Y él lo sabía. Sabía que le dejó por Fitzgerald. Pero ahora Fitzgerald estaba muerto. Así que cuando apareció en su casa, y le dejó pasar, y él se mostró tan atento y la cuidó tan bien y se preocupó tanto por ella, no pudo sino sentirse muy agradecida. Y Richard la visitó en otro par de ocasiones.

    Ahora, del todo restituida, quedaba una vez más con él, de noche, para tomar algo. No sabía si lo hacía porque realmente le gustaba como hombre, o si lo hacía como agradecimiento por sus atenciones. Es decir, sin duda le gustaba como hombre; pero no sabía si había algo más que eso.

    Cuando llegó la hora se arregló, se recogió el pelo, eligió el vestido más a la moda que tenía, y acudió a la cita.

    El restaurante estaba en la zona alta de la ciudad. Un agradable lugar decorado con elegancia, un tanto barroco, con maderas nobles y bonitas reproducciones de pinturas clásicas en las paredes. En verdad, muy romántico. Una banda tocaba música muy suave. Tenía una terraza exterior llena de flores, y dada la época del año y el buen tiempo que hacía, incluso a esas horas, habían reservado una mesa en ella.

    Ambos tomaron unas verduras confitadas con setas de primero, y de segundo, él cordero y ella salmón. Realmente, el menú era delicioso. El excelente vino blanco, sin embargo, no le soltó mucho la lengua a Jenkins.

    −Cuéntame…

    −Dime qué tal…

    Dijeron a la vez, interrumpiéndose el uno al otro. Ambos sonrieron, y Richard insistió en que ella hablara primero:

    −No, habla tú, por favor. Cuéntame qué tal te ha ido tu reincorporación a la universidad.

    Ella sonrió de nuevo, suspiró profundamente, e hizo un gesto, abriendo mucho los ojos, como si no supiera qué decir, un tanto forzada.

    −Ya sabes… Es… bueno, lo mismo de siempre. Allí nunca cambia nada. Así que es como montar en bicicleta, no se olvida.

    −Lo que te pregunto es cómo te sientes tras volver −concretó Richard.

    −Bueno, todo va… bien. Muy bien −mintió−. Todos me han recibido con los brazos abiertos tras mi ausencia.

    Se hizo un silencio algo incómodo, ya que Jenkins no era buena mentirosa, y ni siquiera se esforzaba en resultar creíble. Ambos se miraron unos segundos eternos a los ojos, hasta que ella, con esforzado ánimo, le preguntó algo para cambiar de tema.

    −Pero, cuéntame tú: ¿qué tal en tu nuevo trabajo? Al final lo has dejado todo para dedicarte por completo a Blackwood, ¿verdad? ¿No me dijiste eso el otro día, que pensabas dejar tu consulta privada?

    −Así es. He dejado la consulta en manos de un buen amigo, con el que estudié; y la labor que hacía en la planta de psiquiatría del hospital la he dejado también definitivamente para dedicarme al sanatorio mental Blackwood.

    −¿Sanatorio mental? −preguntó Jenkins, entre risas−. ¡Todo el mundo lo llama manicomio!

    −Bien, el manicomio Blackwood

    −Incluso suena mejor.

    −El consejo de administración me ofreció el puesto de subdirector, después de que, ehm… el anterior médico al cargo, en fin, perdiera la cabeza…

    −¡Ja, ja, ja!

    −No, de verdad, se volvió… Bueno, ya sabes que los profesionales de la medicina, de la psiquiatría, nunca usamos la palabra loco. Pero, por lo visto, aquel hombre acabó completamente loco.

    −¡No me hagas reír! ¡Ja, ja, ja!

    −En serio, como una cabra… De hecho, ahora está encerrado allí mismo. Mañana, a las tres, paso consulta con él.

    Jenkins siguió riendo a carcajada limpia, algo que ni ella misma esperaba. Pero, poco a poco, fue apagando su risa, hasta que pudo tomar un trago de vino y calmarse del todo. Entonces lo pensó bien.

    −Y ahora, tú vas a encargarte de su mismo trabajo…

    −Pues… Sí, así es.

    −¿No te da miedo? ¿Estar siempre con todos esos locos de atar? Muchos son peligrosos. No me extraña que el anterior subdirector acabara como ellos.

    −Bueno, ahora tenemos más… medidas para evitar esas situaciones. Él era de la vieja escuela, ya sabes. No tienes que preocuparte por mí.

    Jenkins le miró en silencio, mientras traían los postres. Sí se preocupaba por él.

    La noche fue mejor de lo que ella esperaba. Lo que creía que sería una cena más de compromiso, resultó ser una agradable y plácida cita, con una conversación interesante y divertida. Richard le estuvo hablando sobre sus investigaciones y le contó algunos delirios de los pacientes a los que estaba tratando, heredados del anterior responsable del cargo que ahora él ocupaba. La forma en que más de uno acabó allí le resultaba a Jenkins… familiar. Cuando acabó la velada, Richard la dejó caballerosamente en la puerta de su casa, antes de volver al coche de caballos que le esperaba y marcharse a la suya. Ni ella le ofreció entrar, ni él pretendió hacerlo. Tan sólo le dio un beso en la mejilla y le deseó buenas noches.

    Jenkins sacó las llaves del bolso, metió una en la cerradura y abrió la puerta. Encendió la luz y cerró tras de sí, dejando las llaves sobre el mueble del recibidor. Entonces lo vio, y se sobresaltó, soltando un breve grito.

    Apoyado en el marco de la puerta del dormitorio, a pocos metros de ella, estaba un hombre vestido de negro. Tenía el cabello oscuro peinado hacia atrás, y una media sonrisa que delataba algo siniestro tras su rostro cetrino. Jenkins calculó si le daría tiempo de abrir rápidamente la puerta y salir corriendo, antes de que aquel intruso recorriera el poco espacio que los separaba y se lo impidiera. Pero decidió hacerle frente.

    −¿Quién es usted? ¿Y qué hace en mi casa? −le preguntó con un tono muy serio, intentando mantener la compostura y no dar muestras de debilidad.

    −Debería cambiar la cerradura, ¿sabe? Su puerta es muy fácil de abrir −contestó el hombre en un tono burlón.

    −Gritaré. Antes de que le dé tiempo a escapar, la guardia del campus estará aquí.

    El hombre dejó de apoyar la espalda contra el marco de la puerta y caminó hacia ella. Jenkins dio un respingo, pero se mantuvo en su sitio, firme.

    −Eso no será necesario, doctora Jenkins −dijo el hombre, que se detuvo al llegar junto a ella. Tenía los ademanes de un gánster.

    −¿Cómo sabe mi nombre? −preguntó Jenkins, que no entendía nada−. No importa; si no sale inmediatamente de mi casa, voy a llamar a la policía.

    −Tranquila… no mate al mensajero. Estoy aquí para decirle que está invitada a una reunión muy especial. ¿Lo ve? Sólo le traigo una invitación −dijo, paladeando las palabras.

    −¿Quién me invita, y a qué, si puede saberse?

    −Debe estar usted en el Círculo de Notables, dentro de exactamente una semana, a las nueve. ¿Lo recordará?

    −Tengo buena memoria. ¿Por qué debería ir a un sitio al que no me invitan como es debido, sino por medio de un vulgar matón?

    El hombre acentuó aún más su sonrisa de criminal.

    −Le recomiendo que vaya. Se está… invitando a sumarse a mucha gente a un gran proyecto, y no quisiéramos que alguien como usted se quedara, cómo decirlo… fuera de juego. Y le aseguro que estoy siendo mucho más cortés con usted que con otros. Por ser una dama.

    Jenkins lo miró con desprecio.

    −Ya me ha entregado el mensaje; ahora puede irse.

    Jenkins abrió la puerta para que aquel intruso se largara, pero él se acercó más a ella, de forma intimidatoria.

    −¿Sabe? Es usted muy afortunada al recibir esta invitación; no se la tome a la ligera. Queremos asegurarnos de que no le pasa nada malo… −dijo, aproximándose más de la cuenta a Jenkins e inclinando la cabeza hasta su cuello para olfatear descaradamente su perfume.

    Entonces ella lo apartó de un empujón y le dio un bofetón con todas sus fuerzas.

    El tipo se quedó unos segundos con la cara torcida, y tras ello rio sardónicamente, como si aquello le hiciera gracia. Tras esto, sacó una pitillera y se encendió un cigarro. Lo hizo con la tranquilidad de quien se sabe en una posición de superioridad física sobre quien tiene delante.

    −Recuerde, doctora: lo que le doy es un simple consejo. Pero no debería ignorar nuestra generosa invitación. La gente no suele ignorarnos. Odiaría ver una cara como la suya en el barro, ¿me ha entendido?

    El matón echó una voluta de humo mientras ella le miraba fijamente a los ojos, furiosa, y tras unos segundos de tensión, la rodeó y salió por la puerta. Jenkins cerró, echó la cadena, cosa que no solía hacer, e incluso atrancó una silla contra el pomo para que nadie más pudiera entrar.

    −¡Uf! La noche estaba yendo demasiado bien… −se dijo.

    Abrió el mueble bar, se echó una copa de tinto, y se dejó caer sobre el sofá.

    III. Investigando por cuenta propia

    A la mañana siguiente, Jenkins se preparó como todos los días para ir a clase. Desayunó huevos con beicon (costumbre que había adquirido desde que Sinclair estuvo en su casa las últimas veces), un café bien cargado, y cogió la carpeta con las notas de clase y su bolso.

    Desde las residencias para profesores del campus hasta la facultad había un paseo de escasos minutos. El agradable paseo que, casi sin variación, daba todos los días, de lunes a viernes, desde hacía años. Se cruzó con algún que otro colega que iba a su respectivo edificio, y con varios alumnos, que a esa primera hora de la mañana empezaban a llegar desde sus colegios mayores o desde la ciudad.

    Era un día completamente normal, hasta que empezó a ver movimientos inusuales. Algunos alumnos pasaron a su lado a la carrera, en la misma dirección en que iba ella. Después escuchó varios rumores, tanto de alumnos como de algunos profesores y de otros empleados del campus, que hablaban de algo que había sucedido. Más adelante vio a más y más alumnos corriendo, precisamente hacia el lugar al que ella se dirigía. Iba por el camino entre los jardines, y pasaba junto a la facultad de Historia, cuando, al bordear el edificio, vio a un gran grupo de personas, la mayoría estudiantes, aglomeradas alrededor de algo.

    Todos ellos, y más que se iban sumando al numeroso grupo, estaban mirando algo que Jenkins no podía ver. Como los demás curiosos, ella se acercó y empezó a escuchar los comentarios: «¿cómo ha podido pasar?», «¿por qué lo habrá hecho?», «¿se habrá caído?».

    Jenkins se abrió paso entre los jóvenes estudiantes para tratar de ver qué estaban mirando. Cuando atravesó el grupo, comprobó que éste rodeaba un espacio cuyo centro estaba ocupado por una persona. Se trataba de un hombre mayor, de unos cincuenta y muchos años, que estaba tendido en el suelo, con la cabeza destrozada sobre un charco de sangre.

    −¡Es John Niven! ¡El Dr. Niven! −exclamó alguien, que reconoció la identidad del difunto en su cara boquiabierta y pálida.

    Nadie se atrevía a acercarse al profesor Niven, aunque estaba claramente muerto, y poco se podía hacer ya por él. Jenkins lo conocía vagamente. Fue al escuchar su nombre cuando le vino a la cabeza; en algún ágape de la universidad había coincidido con él, como con tantos otros, y había cruzado algunas palabras educadas, pero poco más. Era un historiador, especializado en culturas antiguas. Creía haber leído algún artículo suyo.

    Jenkins atravesó el círculo de dos metros de radio que formaba la gente alrededor del cuerpo, y se arrodilló junto a él. Observó el charco de sangre, y que éste estaba ya seco por los bordes. También puso dos dedos sobre el cuello del difunto, comprobando que no tenía pulso, aunque era bastante evidente. Estaba frío.

    −¡Ha debido de saltar desde la azotea! −dijo una voz.

    −¿Por qué se habrá suicidado? −se preguntó otra.

    Jenkins se levantó y miró hacia arriba, al edificio junto al que estaban. La facultad de Historia, un vetusto edificio de cuatro pisos de altura. Miró la distancia a la que estaba el cuerpo de la fachada. Varios metros; tendría que haber saltado a la carrera. Era extraño.

    Poco después llegaron los responsables de seguridad del campus, que habían llamado ya a la policía. Jenkins se salió del grupo de curiosos y se alejó de él, en dirección a su propia facultad.

    *

    Pese a todo el revuelo armado, y a que más alumnos de lo habitual faltaron a clase debido al tétrico espectáculo, Jenkins impartió su clase con relativa normalidad. Al fin y al cabo, la universidad era muy grande, y el difunto no pertenecía a su facultad. En la de Historia, sin embargo, el decano sí había cancelado las clases, en señal de duelo, y también para facilitar la investigación de la policía.

    Tras su segunda clase, Jenkins se encaminó a su despacho, para dejar el grueso volumen de Pierre Flourens que había utilizado en el aula. Entonces la secretaria del departamento la avisó de que había llegado una circular: se estaba reuniendo a todo el profesorado y al personal no docente en el aula magna, donde el decano iba a pronunciar unas palabras, sin duda con relación al fallecido. Al parecer, se estaba haciendo así en cada facultad.

    Jenkins fue allí y tomó asiento en una de las filas superiores, cosa que no hacía desde sus tiempos de estudiante. Estuvo escuchando los chismes a su alrededor, pues la gente no paraba de hablar del asunto; era la comidilla del día, naturalmente, y no era para menos. Veinte minutos después, el decano Wretzinger, acompañado de un sargento de la policía, entraba en la gran aula y se subía a la tarima, desde donde iba a pronunciar unas breves palabras. El sargento aguardó junto a la puerta, con los brazos cruzados.

    −Buenas tardes a todos. Por decir algo… Todos estamos muy ocupados, además de conmocionados, de modo que no les entretendré

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