LOS TRUCOS DE LOS DIOSES
En épocas en las cuales se convivía con leyendas mitológicas, monstruos y prodigios existía la sincera convicción de que los dioses actuaban con hechos perceptibles y físicamente tangibles. En consecuencia, la solidez de las creencias religiosas o el poder de un determinado ídolo se mostraron a menudo con portentos que no dejaran duda de su hechura divina. Nació así la mano oculta de los dioses. Un estilo de ejercer el ilusionismo del cual, desde hace algo más de mil quinientos años, ya apenas quedan prácticas, pero que fue característico de una singular ola de efectos mágicos. No existía el mago, pero sí el efecto ilusionista. La figura del ejecutante se ocultaba para atribuir el suceso a las divinidades, que quedaban como las únicas responsables de la maravilla. Con ello se cultivó, además, el sobrecogimiento ante lo divino, proveedor de mayor pleitesía que la confianza y la gratitud.
Los templos estaban emplazados en un recinto consagrado a la divinidad, al que se accedía tras someterse a un rito de purificación. Era en este, en un altar frente al templo, donde se realizaban los sacrificios y el culto. No en el edificio en sí, reservado para el dios por ser su morada. Debido a eso, no tenían por qué ser necesariamente grandes, pero si sobrecogedores por dentro. La principal especialidad de esta magia al servicio de los dioses fue la creación de prodigios en templos y santuarios. Es imposible saber desde cuándo los sacerdotes recurrieron a ella para propiciar una atmósfera mágica de estremecimiento. Quizá fuera pronto,
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