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El Hijo de la Viuda: Mentiras y Consecuencias Libro 3
El Hijo de la Viuda: Mentiras y Consecuencias Libro 3
El Hijo de la Viuda: Mentiras y Consecuencias Libro 3
Libro electrónico460 páginas5 horas

El Hijo de la Viuda: Mentiras y Consecuencias Libro 3

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Tres meses antes de la invasión a Irak, un miembro de una fraternidad Masona, conocida como los Rosacruces escapó de una estación de detención de inteligencia británica.

Orquestado por el jefe del servicio de seguridad federal ruso, este evento se vincula de alguna manera a un expediente altamente clasificado de la CIA, conocido solamente por Gladio B. Con la misión de destruir una alianza profana entre empresas corruptas y políticos deshonestos, el director general del Comité de Inteligencia Conjunta Británica tratará de que los criminales enfrenten a la justicia.

Pero está volando bajo, con el tiempo en contra y falta de aliados, mientras que la destrucción en masa amenaza a todo el planeta. ¿Quiénes son las ocho familias misteriosas que parece que están detrás de los extraños acontecimientos, y qué tienen que ver con un antiguo nivel de conocimiento de grado 33, solo conocido por la misteriosa hermandad de los Rosacruces?

IdiomaEspañol
EditorialNext Chapter
Fecha de lanzamiento23 jun 2020
ISBN9781393864141
El Hijo de la Viuda: Mentiras y Consecuencias Libro 3

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    El Hijo de la Viuda - Daniel Kemp

    Te hablamos en parábolas, y voluntariamente te llevaremos de forma correcta, simple, fácil, ingeniosa, comprensible y afirmativa el conocimiento de todos los secretos.

    Capítulo Uno

    Parte Uno

    El Cuarto Día de Diciembre 2002

    Historia Inicial de Henry Mayler

    Vamos a sacar algo del camino antes de comenzar, señor Elijah.

    Henry le dio un trago a la copa de whisky que estaba en la mesa delante suyo, mientras que la taquígrafa en servicio se dio cuenta de la pausa de Mayler, añadiendo un espacio en blanco en el apunte mientras éste hablaba. La manera cotidiana para manejar estos detalles bastaba con añadir un espacio en blanco cuando el orador paraba brevemente de hablar; o con un doble espacio en blanco cuando se trataba de una pausa más larga del orador. Antes de poder percibir la sutileza, ella recurrió a un triple espacio en blanco. Henry Mayler proseguía.

    Fue a mí al que le dieron un maldito balazo en Al Hasakeh en nombre de ustedes. Estoy aquí como la herida víctima de una operación que terminó mal. Como quiera que sea, y ahora que está dicho eso, me regreso a la historia. Luego de lo que sucedió en el bazar, yo estaba plenamente consciente de los peligros a los que me estaba enfrentando, pero si existía la posibilidad de una reacción, esperaba que fuera adentro del mercado, no afuera. En mi prisa por salir corriendo, me tropecé con algo justo antes de ingresar al auto. Mi rodilla me dolía mucho y la caída me sacudió, pero logré incorporarme rápido para abrir la puerta del coche. Ahí es cuando estallaron los cristales de la puerta. Yo no tenía idea de lo que causó los destrozos, pues no escuché ningún ruido. Por una fracción de segundo, todo lo que podía hacer era mirar lo que, en su momento, llego a ser una puerta normal del auto, pensando que fue algo que yo provoqué para que se rompiera. Aparte del bullicio normal de un abarrotado mercado árabe, yo no escuché nada que indicara que alguien nos perseguiría tan pronto. Cuando al final pude concentrarme, mi primera reacción fue la de girar levemente mi cabeza hacia la parte posterior del auto; ahí fue cuando me pegaron. La única forma de describirlo, es que fue como si se tratara de una bola de cricket que me golpea muy duro en la parte superior del muslo. Dolía como el diablo. Algo parecido me pasó en una partida en el ‘Parque’ jugando en mi época universitaria en contra de un jugador realmente veloz. Sé que esto sonará estúpido y melodramático, pero pareció que el tiempo se había detenido enfrente de mí. Todo acontecía en cámara lenta al grado de que todo se detuvo.

    A mis oídos, el bazar estaba en silencio. No tenía idea por qué me quedé viendo la parte posterior del Mercedes, y no al frente, pero fue a donde miré. De cierto modo, tuve suerte, pues la bala entró en músculos fuertes y yo los tenía correosos. Estaba agradecido de haber hecho tan largas caminatas y jornadas de tanto estar parado como fotógrafo. Había un poco de sangre que salía de la herida, y solo se asomaba un pequeño orificio en mis pantalones cortos y la parte superior de mi muslo. Fue cuando yo me encontraba mirando mi herida cuando él me empujó dentro del auto. Yo me encontraba aturdido y ausente. Y él todo lo contrario. El simplemente se paró en el espacio abierto, lanzando disparo tras disparo hacia la dirección de la que pudo provenir la bala que me dio en la pierna. Él estaba gritando, pero yo no tenía idea de lo que profería. Todo lo que pude ver es que su boca se abría y cerraba muy rápido. Mis oídos me dolían tanto por causa de sus disparos, como mi pierna por culpa de la bala. Los disparos cesaron y pude asomarme por la ventana trasera. Vi a uno de ellos. Era negro, pero no de los árabes de color. Quizás un negro europeo vistiendo su ropa moderna y a la moda. Estaba en el suelo sin moverse, pero había otro tipo huyendo en bandazos a toda prisa.

    Aquel tipo era alto, delgado y con cabello rubio. Hadad, que era mi chofer, y también estaba en el suelo a la altura de la puerta trasera del coche. Había tenido suerte, pues solo le habían rozado el hombro y se encontraba buscando protegerse de forma resignada. Yo le ayudé a incorporarse y le abrí la portezuela para que se metiera. Él se recostó en el asiento trasero sosteniéndose el hombro. Entonces el ruso condujo el auto como poseído por el diablo, chirriando los neumáticos bajo nubes de polvo.

    "Fui yo quien se dio cuenta del auto que nos perseguía. Razin, el ruso, había abierto sus ojos como unas cinco veces de su tamaño normal y tenía la mirada pegada como pegamento en el camino que había delante, lo que le agradezco; el coche viajaba como si tuviera un cohete debajo de la capota. Entonces le dije que nos estaban siguiendo, y entonces sacó una pistola que traía bajo la túnica que vestía. Había otra arma, pues asumí que esa era la que él utilizó en el bazar, fajada bajo su pierna izquierda, mientras conducía. Recuerdo haber pensado que tuviéramos puestos los cinturones de seguridad. Con todo el aplomo, el ruso me dijo que tan pronto como pudiera parar el auto en el camino, enfrentaría al vehículo que nos acechaba. No fueron sus palabras exactas, pero eso era lo que pretendía. Se expresó en ruso, pero puedo entender la intención del lenguaje. El me entregó el arma que tenía debajo de su pierna junto con un cargador nuevo que llevaba en los calzones debajo de la túnica. Me preguntó si yo había disparado un arma; le mentí, y le dije que sí. Razin se amarró con el coche detrás de una de esas dunas a la vera del camino y me gritó que me saliera. Dejando que apretara el arma hacia mi pecho, lo hice. Él corrió hacia el polvoriento camino y se escondió. Desde el otro lado de la calle, éste tenía una mejor posición de tiro que la mía y logró darle al conductor antes de que su auto lograra terminar la curva. Este giró violentamente hacia mí, dando un vuelco; luego se enderezó e hizo un alto. Le disparé al pasajero desde donde yo me escondía, pero Razin se aproximó al auto antes de que yo pudiera, y vi que extrajo algo del conductor. He reflexionado al respecto de lo que pudo haber sido, pero sinceramente, no tengo la menor idea que no haya sido algo pequeño y aplanado como un teléfono. Pero no podría jurar si fue un celular. Igualmente pudo haber sido una carta. De hecho, creo que se trataba de una carta. Luego de que les puso un par de balas adicionales a la pareja de aquéllos, dejó el auto en llamas y nos fuimos de ahí; sin cruzar palabras hasta que llegamos a Alepo. Me retiraron el proyectil de la pierna cuando me llevaron a la Embajada Británica en Damasco. Las puntadas me las van a retirar mañana y casi no se aprecia mi cojera. ¿Esto le parece suficiente?

    Correcto, sí, gracias, Henry, ambos estamos impactados, Elijah exclamó mientras abandonaba la sala, dejando la puerta entreabierta para que la taquígrafa lo siguiera detrás suyo, dejando a Henry Mayler solo con sus pensamientos y su copa de whisky.

    ***

    Si alguien deja una sola palabra en una hoja en blanco, rara vez expresará algo con la intención de significar. Esta era la manera en que la taquígrafa de casa había comenzado a documentar la historia de Mayler. Una palabra a la vez, hasta que comenzara a cobrar sentido. La palabra que acordaban se convertía en una frase que pudiera sobresalir por méritos propios, casi de la misma forma en la que un escritor de ficción armaría una oración.

    De forma gradual, las oraciones que ella redactaba formaban párrafos que eran semejantes al capítulo de apertura de un trabajo de prosa. El conjunto de palabras que formaban dichos párrafos nunca era suficiente para servir para ser un grupo de capítulos; sin embargo, en más sentidos que uno solo, la fantasía había comenzado y el escritor de ficción ya tenía una historia que contar.

    Este libro simplemente forma una colección de palabras sueltas y que, si se les dejara solas, hubieran sobrevivido sin ningún significado.

    Daniel Kemp.

    Segunda Parte

    Viernes, Seis Días Después

    ¿Alguna vez has notado que sin importar cuánto cambia el mar bajo las tormentosas olas de la montaña hacia la calma amistosa que podría llevar una concha al silencio, siempre vuelve a ese sonido monótono y hueco de un viento que corre por un túnel? Sin embargo, en algunas ocasiones, ese sonido cavernoso se parece al canto del eco de la muerte, quien está esperando por mí allá abajo. Así se parece mi estilo de vida. Arriba y abajo; abajo y arriba, sin reparo en mostrar cómo terminará.

    Ya me encontraba en casa, tumbado en el sofá, mirando grabaciones de partidos de rugby cuando timbró el teléfono. La persecución en la que participé cual perro enloquecido me había estado cazando desde hacía cuatro años, en un infierno tormentoso, donde diariamente sonaban campanas adentro y fuera de mi cabeza, hasta llegar a seis largos meses de un denso aburrimiento en mi apartamento, sin hacer nada y odiando cada momento de esa nada. Pero yo no quería el cambio que él me ofrecía del otro lado de esa línea telefónica. Yo me encontraba en lo que les llaman educadamente, los últimos estados de mi convalecencia, por haber tenido la mala suerte de sentarme sobre una bomba dentro de un bar de Irlanda. La propuesta de volver al frente de batalla, por así decirlo, era lo que yo estaba esperando, y no lo que Geoffrey Harwood celebraba como su acicate. El silbato que el árbitro pitaba en la televisión, casi me taladraba el cerebro hasta morir, mientras que retomaba el planteamiento de Harwood de normalidad.

    Ezra, ¿cómo te ha ido, viejo? ¿En forma, bien y saludable? Espero. Sin esperar a que me contestara lo que él ya sabía, Harwood interrumpió.

    Estás listo para ensuciarte de nuevo las manos, ¿verdad? ¡Bien! Nuevamente, no tengo forma de contestar, ni siquiera para comentar sobre el momento demoledor de su llamada. Durante la amistad que yo había compartido con un tipo llamado Job, me preguntaba si los ex militares estábamos maldecidos con la impronta de ese reloj despertador que tenemos para despertarnos temprano."

    "He estado custodiando tu reporte médico por casi un mes y medio ya, Ezra. Aquí dice que tienes una condición física superior al promedio de cualquier ciclista del tour de Francia, pero pensé que merecías un poco más de tiempo de asueto, estimado muchacho. Tu temporada como oficial en jefe en Irlanda del Norte no ha pasado desapercibida. Operas tus asuntos con demasiada eficiencia. ¿Qué tal si te haces cargo de Group, viejo compañero? Es un trabajo suficientemente importante para el talento que tienes, ¿no crees? Hay mucho prestigio al estar a cargo de una de las cuatro agencias de inteligencia más importantes, incluso suficiente para tu desorbitado ego. Tendrías una remuneración mucho más favorable de la que hoy percibes y mucho mayor estabilidad de la que tienes en el control operativo en un lugar tan caliente como Irlanda del Norte, si bien se ha tranquilizado bastante por allá. En el Group estarán las intrigas globales para mantenerte prendado. Y también están las fiestas del Ministerio del Interior para que te puedas mezclar, si fuiste desafortunado para que te invitaran. No muchacho, es broma. Me la he pasado de maravilla en dichas fiestas."

    No puedo pensar en nada que no quisiera hacer, Geoffrey. Ahora mismo estoy viendo un aburrido partido de rugby, pero incluso eso es mejor que tu propuesta. Les dije en la reunión que no aceptaría un trabajo sedentario. Eso estaba en el informe que armaron. Yo lo vi. Tú seguramente lo leíste. Entonces, ¿qué es lo que no me están diciendo y qué es lo que realmente quieres de mí?

    Ah, puedes hablar. Pensé que habías muerto de la impresión. Bien, ya tengo tu atención, anciano. Primero, quiero que acudas a una cabina de teléfonos pública y le llames a Adam. ¿Nada mal para un brote de ejercicio matinal? Adam te dirá donde podamos tener un encuentro. Por favor, asegúrate que nadie te siga al sitio que Adam defina. Por supuesto, yo no debería decirte que has estado confiándote y quizás hayas olvidado lo que debes hacer en circunstancias como estas. Nosotros vamos de bajo perfil, querido muchacho, así que no vistas algo más formal que una chaqueta. No quiero que atraigas demasiado la atención.

    A pesar del brillo y la gloria habitual que el Señor Geoffrey Harwood aprovechaba para ostentarse como el jefe del Group, yo no acepté el motivo que me dio para tan prescindible advertencia.

    Jack Price me dijo una vez, Geoffrey; si la persona que se comportara así, hiciera bien su trabajo, entonces sería prácticamente imposible de ser reconocido. En los últimos seis meses, las únicas visitas que he tenido de acá para allá, han sido en relación a un sofisticado consultorio en donde se cuida de mi salud, y a la taberna local que cuida mi estado mental. Yo dudo que se me pueda catalogar por ser un descuidado, o un perfecto idiota para que alguien me perfile y me haga sombra. Pero lo que me está molestando es, ¿por qué la necesidad de tanta secrecía? Esta línea telefónica se había reconocido como segura. Los ingenieros estuvieron aquí hace un par de días; el pasado miércoles, y operando por todo el lugar sus pequeños dispositivos y sin encontrar nada. Soy un discapacitado en recuperación, a nadie le puedo interesar. ¿Que no puedes acortarme la historia y decir lo que quieres, viejo camarada? Le espeté lo de viejo camarada como una forma de ser sarcástico. ¡Funcionó!

    No, no puedo. ¿Ezra, por qué no puedes hacer lo que te pido, sin que hagas tanta paráfrasis? Eres tan predecible Él disimuló, pero pude percibir su mirada penetrante al través del teléfono al atreverme a usar su narrativa snob. "Tu intransigencia puede llegar a ser aburrida con el tiempo. Yo se lo mucho que nos has echado de menos, y también me queda claro que necesitabas una pausa, pero te hablo en serio cuando te hablo de que te hagas cargo del Group. Tu desempeño en Irlanda ha sido comentado en lugares importantes y en mi opinión, tu retiro fue esbozado demasiado temprano, viejo amigo. Posiblemente odiaría decirte adiós. Creo que podemos sacarte jugo un par de años más, dentro de una oficina basada en casa, sin que tengas que arriesgarte el cuello y exponerte a que te tiren un balazo en la calle. En esta etapa de nuestras vidas puedes dejarle ese tipo de cosas a los jóvenes. Creo que coincides conmigo. Es tu experiencia la que necesitan, Ezra; no es bueno ver el desperdicio, y termines viendo tus meados mientras caminas. Estoy encantado que hayas mencionado a Jack Price. Estamos urgidos de su criterio, pero, ya que murió, tenemos que aguantarte como segunda opción". Creo que escuché una risita disimulada, pero nunca lo escuché reírse; pensé que debía haber rozado su rastrojo contra el auricular.

    Eres puro corazón, Geoffrey, y tan elocuente y persuasivo.

    Bien, ¡entonces así le hacemos! Ve a la caseta telefónica, Ezra, y llámale a Adam, mi buen muchacho.

    Iré y enrollaré el cigüeñal de la vieja carpa en un santiamén; solo debo buscar mis viejos anteojos y mi bufanda. Ambos, y el auto como está, pues odio el clima frio, respondí con sarcasmo.

    Caseta telefónica, mi querido compañero. Lleva algo de morralla y deja la ironía en tu departamento, y con eso, se cortó la llamada.

    * * *  

    Unos meses después de mi nacimiento, mis padres me bautizaron como Patrick West, pero luego de unos treinta y tantos años me dediqué a operaciones encubiertas para los servicios de inteligencia de Su Majestad, y llegué a usar algunos otros nombres: Shaun Redden, Paddy O’Donnell, Frank Douglas y Terry Jeffries o; el de Jack Webb, que fue el último alias que usé hace seis meses y unos pocos días. En esa última asignación en Irlanda, estuve a cargo de todas las operaciones en contra del Ejército Republicano Irlandés y sus escisiones; por ahora, sin embargo; soy un experto autodidacta en televisión diurna. Mi nombre operativo había sido cambiado tantas veces, por la jerarquía responsable del Group, que cada vez me resultaba más difícil memorizar el guion y el papel que se suponía que debía jugar, mientras esquivaba el radar de los enemigos a beneficio del Gran Juego de Kipling a favor de nuestra gran nación. Durante este último periodo de vacaciones forzadas, me dejaron en la lista de enfermos, aunque se le llama distinto en los pasillos de los poderosos, quienes a voluntad de Geoffrey pueden subir o bajar. Se le conoce como la lista del doctor. Esta es la segunda vez en mi carrera, en el que mi nombre ha sido mencionado en tan digno montaje. Nada mal, pensé para mis adentros, y nadie toma en cuenta el lado negativo y permite recibir estrellas doradas por no estar enfermo, eso se da por sentado.

    En mi caso, el doctor nunca había sido doctor, pero él al principio, luego ella por segunda vez, no tenían que explicar la falta de escalpelos. Ellos intentaron convencer a las voces que gritaban en mi cabeza por medio de dulces charlas, sin abrirme en canal. Le llamaban terapia cognitiva. Para mí, era una intromisión a mis recuerdos y que nunca fueron míos para regalar. En mis últimas visitas al consultorio, la terapia cognitiva estaba orientada a acallar los gritos constantes que eran de la chica de diecisiete años que se arrancó los ojos por el simple hecho de haber salido con un soldado británico que servía a los cuerpos de comidas en Derry. Un mes después del ataque, acudí a su funeral. Sus gritos constantes de dolor cesaron gracias al consuelo que le dieron las tiras de burbuja de los analgésicos que le recetaron; ella simplemente se terminó el paquete completo de cincuenta pastillas en una sentada, con la ayuda de una botella barata de ginebra. Para mí; sin embargo, sus gritos nunca cesaron.

    Luego de unos días de estar cuidando a esa chica, cuestionándola mientras ésta enfrentaba valientemente la aceptación de su ceguera, me fui a ver a un hombre que me informó del paradero del terrorista del ERI de una taberna de Belfast. Esa bomba mató a tres y mutiló a cinco compañeros irlandeses y dos mujeres, en nombre de la libertad de la elección protestante. Para cuando pude llegar a él, éste tuvo tiempo de entretener a algunos miembros del Cuerpo de Voluntarios de Ulster, quienes le habían clavado los pies al piso, y sus manos a una viga de madera por sobre su cabeza, luego de retirarle sus órganos reproductivos al cortárselos salvajemente de su cuerpo; y por si no fuera poco para tan compartido regocijo, ellos lo pelaron lentamente la piel de la cara. Me pregunto cómo se puede justificar el asesinato y la mutilación al usar términos como libertad para los oprimidos mientras se suprime a los que desacreditan con la filosofía de la fuerza. Con gusto hubiera preguntado por la jerarquía del ERI, si me hubieran dado permiso para ir a buscarlos. Pero soy un hombre después de todo y nada de lo que te he dicho debería afectarme, ¿o sí? Eso es lo que se supone que debo hacer, ¿no es así? Ser el héroe que Geoffrey Harwood admira. Morder la bala y cantar ‘Dios salve a la Reina’. Después de todo, la gente como yo, es la que debe pasar primero por la puerta para contar los despojos de los cuerpos que cuelguen de los techos, para que los informes a los periódicos matutinos tengan el conteo correcto. Para eso nos pagan, ¿cierto? Pero hubo momentos en mi última asignación que me dejó pensando, pues estaba llegando más tarde a esa puerta y aguantando la culpa, cuando si acaso, apenas había metido el pie en el asunto. A la otra mitad la habían asesinado, pero intento seguir balanceándome en las manijas de las puertas; después de todo, ¿quién daría las gracias al saber que resultaron cincuenta y un muertos, cuando alguien pasó por alto uno o dos cuerpos?

    El tema del pie en la puerta fue una de las razones por las que acudí a uno de los consultorios del cirujano en aquella clínica de la Calle Harley. Perdí tres dedos del pie por una bala durante mi primera misión que tuve a nombre del SIS, Servicio de Inteligencia. Esa bala iba a mi cabeza, pero al forcejear por su arma, el tiro me voló los dedos del pie. Fue cuando fui reclutado para esa misión que conocí a Jack Price, y el ex combatiente que mencioné por el seudónimo bíblico de Job por primera vez. Esa aventura, y las que vinieron después fue porque yo las elegí, aunque no elegí perder los dedos del pie. Otra de las razones de mi primera visita a la clínica era porque maté al hombre que le disparó a mi gemelo ficticio; la chica me había querido mucho. Yo presencié su muerte al ver como una bala le voló casi todo el cráneo, pues ella estaba sentada en el asiento del pasajero del auto que yo conducía en Nueva York. Cuando todo eso sucedió, yo era un bebé de veinte tres años de edad. El tiempo pasó, y otros murieron por otras causas; tres más pegados a mí, pero cualquier sentimiento que tuve por la muerte de otros fue consumido de cualquier tipo de remordimiento con el que yo pude haber nacido. Yo presencié la muerte y destrucción a la distancia que construí para mantenerme a salvo, sin nexo alguno con nadie.

    Pero no esta vez. No en el arranque de mi cuarta asignación – Nadie logra cuatro asignaciones en ese agujero de mierda de Irlanda, Webby. Así que nadie te estará buscando.

    Fui al Mar de Irlanda sin buscar a nadie, excepto a los bastardos que bombardean a los inocentes por su glosa de libertad. Pero Irlanda, al ser Irlanda; siempre emergerá algo hermoso. Kerry descubrió mi debilidad después de estar ahí por menos de un mes. Fueron los últimos y, con suerte, los últimos gritos que el cirujano quiso sacar de mi cabeza. Actué como el hombre valiente, aduciendo que no había ninguna angustia, fajando los recuerdos en un sitio para poder dormir, pero todos los sitios de mi mente estaban saturados. Me desperté con imágenes de Kerry sufriendo la agonía de sus rodillas y manos destrozadas por martillos, antes de ser ultrajada y marcada con hierro en sus pechos, la palabra PUTA. Entonces; ¿qué es un pequeño viaje a una cabina telefónica en comparación con la ejecución de una célula del ERI a una célula británica, esquivando las investigaciones en ambos extremos por la gracia de mi pie derecho de solo dos dedos? Por supuesto, hablando de forma metafórica, porque yo nunca corro. Todo lo que se supone que yo hago, es reunir datos de inteligencia, cotejar, darle sentido, para luego decidir lo que otros pueden hacer en consecuencia. ¡Nada más inocuo, eh! ¿Qué tal el quedarte tirado en el piso de una taberna, mezclado entre la desolación de una masacre, luego de la detonación de una bomba de dispersión, y la que mató al hombre con el que estaba charlando a tan solo cuatro pies de distancia, y que me dejó con un riñón menos para exudar el malvado whisky?

    En esos seis meses, a pesar de mi ociosidad, me las arreglé para mantenerme en buena forma física, con ayuda del aparato que Job y yo incorporamos en una habitación del departamento en el que éste se quedaba por algunos días. Se había vuelto parte de mi rutina diaria, pero no era mi lado físico el que me molestaba mientras tomaba un sombrero y abrigo, esperando al elevador de mi pent-house. Fue esa lucha mental contra las olas de recuerdos que inundaron mi cabeza a veces sin otra escapada que la de formar su propio grito. Pero, no se supone que los hombres sufran angustia, ¿o sí? Aunque la tuve. Cuando la puerta del elevador se abrió, me deshice de los gritos y fui en búsqueda de una nueva cabina telefónica que conquistara la vida.

    * * *

    La breve charla que tuve con el ordinario, sociable y fornido Adam, con el que yo no hablaba desde mi regreso de Irlanda, fue concisa y fría. Lo opuesto a lo que yo tenía esperado – Número 67, de la calle Lavington, Ezra. Yo sé que tú sabes donde es. Jacob dijo que acudas tan rápido como puedas, y luego vino un silencio, como el del sonido del auricular hueco. Él pudo haber tenido un mal día para su peinado, él tendía a ser así, sin embargo, intuí cierto grado de resentimiento en su voz; por alguna razón, quizás le molestó mi llamada.

    Adam era el enlace operativo que yo usaba para verificar las órdenes, además de algunas cosas que rebasaban el alcance de los reclutas ordinarios. Ezra era la identificación bíblica que me habían asignado, mientras que Jacob era el apodo de cualquiera que estuviera a cargo de la supervisión del Group. Nunca tuve el mínimo interés para saber las razón o valoraciones para saber por qué las personas que trabajaban en esa organización secreta tenían asignados nombres bíblicos. El ‘meollo’ de cualquier decisión es, para que otros se justifiquen y encuentren una causa. Pero no era mi caso. Había una gran cantidad de nombres construidos de manera similar; Job era uno, Jack Price trabajaba como externo a el Group para una organización distinta y compartía intereses mutuos al incluir a las Islas Británicas por encima de todo. Yo podía, como persona de espionaje y como era sabido, reconocer la necesidad de disponer de arreglos encubiertos; pero el que se me solicitara la ubicación de una empresa conocida y establecida, ubicaría una cara y un rostro, y eso era equiparable a manifestar mi decisión para dejar el servicio. Si me hubiera atrevido a rechazar la invitación de Geoffrey, mi desobediencia hubiera resultado en el mismo resultado, la renuncia.

    Ya sea que acudiera a la cita; transmuté la palabra renuncia a la frase de retiro del trabajo callejero, teniendo mi mano firme, por si acaso no había desaparecido por completo, ya que el estiércol anual que se apostaba en el parque de St. Stephen Green, en Dublín, y que, sin duda, Irlanda poseía.

    Capítulo Dos

    El Distrito

    El número 67 estaba a la mitad de la Calle Lavington, notable por sus ventanales tapiados y un deterioro general de sus dos niveles superiores. El letrero colocado en su puerta de color negro se encontraba roto; se leía ‘ministros secos’, lo que asumí que significaba Suministros, más que algo que tuviera que ver con algún funcionario. En el grupo de autos estacionados en la calle, pude identificar dos automóviles corporativos distintos, con cuatro hombres de aspecto indefinido en su interior, estimulando mi pronóstico de retiro cuanto más probable aún. Pero ¿por qué dos? Uno podría ser el coche de Harwood, pero estaba perdido para explicar el otro vehículo.

    Esta parte de Londres, es conocida como el Distrito, y estaba siendo sometida a un enorme programa de remodelación, haciendo que muchas propiedades fueran abandonadas en sus fachadas, pero con gran plusvalía. Me preguntaba si esa era la decisión detrás del uso continuo de los burócratas. La falta de un timbre no me sorprendió, que, junto con la triste sensación de melancolía, reavivaron mi disgusto por cada gobierno que había alcanzado el poder que buscaban desde mi mayoría de edad, y lo poco que se había gastado en mejoras en cualquier lugar. Toqué de forma ruidosa, usando la empuñadura en forma de gancho de mi bastón, pues la encuentro mandona, en este frio invierno que se adueña del dolor de mi pie. Se encendió una luz junto al lente de la cámara, junto a la puerta; se apreció una voz distorsionada preguntándome quién era yo, y pidiendo identificarme. Eso hice, y luego de considerar que todo estaba en orden, una chicharra sonó al momento en que me indican que jalara la pesada puerta. Se cerró más rápido que su apertura.

    Me encontraba parado frente a una pantalla de grueso vidrio, mismo que cruzaba todo lo largo del pasillo. Más allá de la pantalla se encontraban cinco guardias del ministro de defensa. Para acceder a tan segura instalación y, por consiguiente, el resto del edificio, uno tenía que cruzar por una máquina escáner. ¡Vaya que el sitio había cambiado!

    Hacía unos ocho o nueve años atrás, yo había estado a cargo de una operación, cundo Geoffrey Harwood fue el Director General del Group, y cuando un escocés, con el nombre de Fraser Ughert era el Presidente del Comité de Inteligencia Conjunta, conocida por el JIC (por sus siglas en inglés). Yo llegué a trabajar junto a uno de los hombres que previamente mencioné; Job. Y acostumbrado a los nombres acortados, Job y yo bautizamos lo que era este tugurio en aquellos días, La Madriguera. Era cuando las paredes estaban pintarrajeadas con grafiti, focos pelones colgaban de cables sencillos, mostrando una luz tenue que proyectaban sombras tenebrosas en el que su resplandor intangible era inalcanzable, y se podían escuchar los roedores escurriéndose por doquier en los dos pisos en los que trabajábamos. Fue entonces cuando los dispositivos para examinar lo que hay debajo de la ropa no existían; bueno, no en lugares como La Madriguera. Ahora con sus paredes pintadas en un gris militar y plafones empotrados en sus techos enyesados con la moldura restaurada a su belleza victoriana, me vi transportado al través de un artilugio del siglo veintiuno hacia un vigilado y sinuoso corredor. Y mientras cavilaba sobre lo equivocado que yo estaba sobre la tacañería gubernamental por excelencia, fui abordado por otro de los guardias.

    Buenas tardes, Señor West, ¡Señor! Lo están esperando en el sótano. ¿Quién le dio mi nombre a este tipo? ¿Acaso todos a los que pasé lo saben?

    Totalmente confundido por mis recuerdos del pasado y sin ser capaz de enfocar en cualquier cosa del presente, mis pensamientos inconexos hicieron una pausa.

    ¿Estaba todavía en el modo ‘espía’, atrapado por un maldito oficial terrorista del Ejército Republicano Irlandés, quien estaría saliendo a pescar un nombre y amenazándome con un arma? ¿Qué hacer después? ¡Adiestramiento, hombre!; ¡Adiestramiento! ¡Si lo tienes, úsalo!

    Abrumado por la impresión en la que mi cuerpo y mente se encontraban, retrocedí tanto como para hacer espacio para tirar un puñetazo en su garganta como para desarmarlo, usar su arma primero, para luego la mía, y salir a balazos por la puerta principal. Eso es para lo que fui entrenado. Si fuera capturado, dispararles a todos y huir, a medio pie o no. Tanteé la funda, buscando mi arma reglamentaria, pero no estaba ahí.

    ¿Por qué estoy desarmado? ¿Acaso Adam era tan insólitamente pragmático y éste y Harwood estarían trabajando juntos para dejarme como víctima de su conspiración?

    Quizás era el recordar el nombre de Geoffrey lo que encendió mi mente en un pensamiento lógico. Mi arma se había quedado del otro lado del cristal blindado. Por supuesto que la había dejado ahí, estoy en las instalaciones del servicio, animal. Seguro que el personal de la garita pensó que yo estaba fuera de mis cabales, el tipo nunca lo demostró. El prosiguió con normalidad, como si esta mente agria que tengo, estuviera especulando sobre a quién se refería el guardia. ¿Estaban bebiendo cerveza los discípulos del Group, esperando para condenarme en una oficina, en la parte posterior de una fiesta de salchichas? ¿O quizás los mejores interrogadores querían saber los nombres de mis agentes para dárselos a la gente de Irlanda, dentro de una prestigiosa propiedad del Millbank, a cargo del MI5?

    Esa es la razón por la que estoy aquí sin portar mi arma de fuego. El tiempo está corriendo y es hora de jugar al bufón, en agradecimiento a gozar de una pensión blindada, con cerca de alambre, a prueba de balas y libre de inflación. Ya no podía molestarme en preguntar quiénes eran ellos, quién me había esperado; de hecho, me estaban esperando.

    Me dirigí por el desgastado piso de piedra hacia una puerta que se encontraba debajo de la escalera en la que Job y yo nunca abrimos, pero siempre olía a humedad al pasar junto de ella, cuando teníamos que acudir al retrete. La escalera ya no existía. ¡No había más puerta!

    Lo siento, pero no hay nada en esa dirección, aparte del calentador y las áreas de servicio. El elevador que lo llevará al sótano está por aquí, señor, mi guardia personal me informó de manera educada.

    Sintiéndome bastante conspicuo tanto por la incomodidad de mi movimiento como por la cruda ingenuidad de mi entorno, me volteé para ver una puerta que estaba combinada sencillamente a un costado de un muro pintado. El guardia la empujó, y cual paciente anestesiado, ingresé y oprimí el botón marcado con Bajar. Unos segundos más tarde, la puerta se abrió a un vestíbulo más amplio comparado al anterior. Me recibió la imagen de varios módulos, que uno tras otro, zumbaban sus pantallas de televisión electrónicas. Frente a dichos equipos parpadeantes, estaban sentadas varias líneas de figuras inmóviles portando diademas en la cabeza. Algunas hablaban por micrófono de forma discreta, otros personajes miraban directo al frente. En el muro más lejano, había otra pantalla, pero distinta a las demás. Esta ocupaba el área de toda la pared, construida con pequeños monitores que, montados en conjunto y sus imágenes alternando sitios que aparentemente no tenían relación, y conmutando a una ubicación enorme que yo podía ver en las pantallas pequeñas.

    En el lugar se olía un aire acondicionado artificialmente cálido, con una nota sutil del aroma del desinfectante autorizado del servicio civil. No era ni agradable, pero tampoco molesto. Solo era otro impedimento que me alejaba del trabajo de oficina. A partir de esta enorme área de vigilancia, pude apreciar seis corredores asegurados por puertas de cristal que te llevaban a direcciones opuestas. En las paredes divisorias, cada uno contaba con ese carrusel imaginario donde había más pantallas de televisión que hacían cambios de una escena hacia otra. Las dos pantallas del centro de cada uno de los muros mostraban tomas aéreas de un terreno polvoso, carente de movimiento, salvo algunas aves sobre algún cuerpo de agua en la distancia lejana, y en el segundo monitor, el interior de lo que se asomaba como una sala de espera de salidas y llegadas de un ajetreado aeropuerto, con gente en movimiento con sus maletas de varios colores y tamaños. Me quedé mirando boquiabierto, cuando una de las puertas de cristal se abrió con Geoffrey Harwood parado en el umbral.

    "West, ¡qué espléndido y en el mismo día que fue invitado! Bienvenido al

    Hub, pasa delante. Este se giró y lo seguí cual perro faldero esperando ser acariciado en la cabeza y enseñado donde sentarse y suplicar. No tuve tiempo para esperar. Luego de una ligera charla para iluminar el pasadizo, se volvió a la izquierda e ingresó en una espartana y larga oficina con un fresco atractivo, nunca antes visto por mí.

    Toma asiento me espetó, mientras él, caminó detrás del escritorio central de mármol blanco cuyos extremos se sostenían por dos pilares blancos que hacían pareja. Frente a este túmulo de poder había cuatro sillas laterales tapizadas en blanco. Su silla, la silla de Joseph, consistía en un sillón de cuero tejido rojo y amarillo, inclinable, misma que él me mostraba encantado al desplazarse sin esfuerzo por el salón.

    "¿Mejor que la vez pasada en

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