El Secreto de Lucifer
Por Daniel Galán
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Un grupo de jóvenes, desde la Edad Media hasta nuestro días trata por todos los medios de encontrar el libro secreto de Lucifer, para protegerlo de aquellos que quieren a toda costa destruirlo para que sus verdades no salgan a la luz, ya que de ser así, toda la sociedad creada por ellos mismos, se vendría abajo.
Daniel Galán
Daniel Galán nace un lunes de Diciembre de 1957 en San Sebastián (Guipúzcoa) en el seno de una humilde, pero respetable familia de clase trabajadora. A la edad de dos años es trasladado a Madrid, donde realiza sus estudios de Bachiller. Su afición al estudio y al ansia de asimilar nuevas ideas, le llevan al Conservatorio donde cursa estudios de interpretación, así como dirección artística y guionista.Trabaja como actor en los mejores teatros de Madrid y de media España. Realiza varias películas y con su peculiar voz interviene también en algunos seriales radiofónicos.Desde su juventud muestra rebeldía ante la vida por la verdad y la justicia, quedando reflejado en sus escritos.Es persona de pensamiento amplio, tolerante y con un gran sentido del humor, dispuesto siempre a vivir una existencia sencilla, mientras ésta pueda ser libre.
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El Secreto de Lucifer - Daniel Galán
El secreto de Lucifer
Daniel Galán
Título: El secreto de Lucifer
Autor: Daniel Galán
Depósito Legal: M-333-02
Nº de Registro: 105728
Editado por: Autoreseditores
PROLOGO
El profundo y angosto valle estaba flanqueado por ciclópeas montañas. Al fondo del mismo había una pequeña aldea y justo al pie de una alta colina, se vislumbraba una pequeña ermita. Se trataba de un antiquísimo templo, y aun a pesar del tiempo, estaba bien conservado.
El edificio parecía estar abandonado y vacío, pero en su interior residía un solitario eremita muy descuidado, vestía una túnica marrón algo raída sujeta a la cintura con un simple cordel, del que pendía una pequeña bolsa de cuero. Su larga melena al igual que su blanca barba, adornaban un curtido rostro del que emanaba una gran nobleza.
Por la estancia había un sin fin de recipientes de cobre, alambiques de oscuro cristal y otros objetos de indeterminada naturaleza. Un caldero de cobre colgaba expuesto al fuego de una rústica chimenea y su contenido, un líquido de color verdoso, gorgoteaba y desprendía un espeso humo. Por el resto del habitáculo y colgando de las paredes, había numerosos fardos de hierbas secas del más variado género. En otro de los muros; había una repisa donde descansaban una serie de herramientas algo desordenadas, como escuadras, mazos, cinceles, gubias, reglas, plomadas, etc.
El enjuto ermitaño se encontraba sentado frente a una enorme mesa de roble, en la que había gruesos libros antiguos y un gran pergamino abierto cerca de un rústico tintero de madera. Dibujaba la fachada de una iglesia de magnifico arco romano, en cuya parte superior había plasmados unos signos y figuras que el anciano retocaba con una enorme pluma de ave. Junto a él, una pirámide triangular de transparencia cristalina, en cuyo interior y en el centro de la misma como suspendido por un hilo invisible, se encontraba un ojo. Un brillante ojo que se mirase por donde se mirase, siempre miraba de frente. Cerca también del tintero reposaba un objeto de bronce, con forma de rueda, de unos veinte centímetros de diámetro y unos extraños símbolos grabados en su círculo central.
El viejo alquimista pareció tomarse un ligero descanso. Dejó la pluma en el tintero y levantándose, se acercó a la chimenea. Tomó entre sus manos un cacillo de madera y extrajo con él, un poco de líquido del caldero que humeaba al fuego. Lo vertió en una jarrita de barro que se llevó luego a la mesa, donde estaba desarrollando su trabajo sobre el blanco pergamino.
Abrió la pequeña bolsa que colgaba de su cinturón y extrajo unos polvos que echó en la jarra, removiendo luego el líquido con una descolorida y ya gastada regleta que había en la mesa. Después, cogiendo la pequeña pirámide que tenía frente a él, abrió uno de sus lados extrayendo de ella el esférico y luminiscente ojo. El brillante cristal emitía al contacto con la luz, diferentes tonalidades.
Con paso lento pero firme, se dirigió hacia un pequeño altar que se encontraba al fondo del habitáculo. Sobre el mismo, reposaba otro recipiente con un brebaje desconocido y en el que derramó todo el contenido de la jarra. Una peculiar copa de mármol blanco con espectaculares asas representando figuras humanas finamente labradas y signos de escritura egipcia pintados en oro por todo su borde, se encontraba a un lado.
Sobre el altar había un pedestal en el que descansaba la imagen de lo que parecía una virgen negra, pero portaba en su mano una gran cruz egipcia, y que la definía muy bien como la representación de la Diosa Isis.
Tras derramar en la blanca copa de mármol, un poco de líquido del recipiente que descansaba sobre el altar, alzó esta ceremoniosamente pronunciando una salmodia de inteligibles palabras. Luego bebió un sorbo y tras dejar la copa en su sitio, cogió la cruz egipcia, encajando el Ojo de Isis en el hueco ovoideo en que remataba la parte superior de la misma. Acto seguido se dirigió a un poyo de piedra cubierto con pieles de carnero y se recostó sobre él. Colocó la cruz sobre su pecho y descansando sus manos sobre ella, cerró sus ojos entrando en un largo y profundo letargo.
Posado sobre un perchero, ubicado en el oscuro rincón de la estancia, un negro cuervo que le hacía compañía, le observaba.
La cara del anciano se encontraba relajada, en trance. A través de la luz que irradiaba el Ojo de Isis, comenzaron a vislumbrarse unas imágenes. Imágenes vivientes que fluían como torbellinos imparables por la inquietante mente del anciano.
En un paraje escarpado de altas y afiladas cumbres sobre un cielo rojizo, apareció una figura antropomorfa alada y con blancas vestiduras que tras atravesar una zona nebulosa, acabó posándose sobre el más alto de los picachos, plegando sus enormes alas. El recién llegado, era un ser de luz de enigmática belleza, poseía una larga cabellera rubia, casi blanca, que lo confirmaba como una criatura celestial. Portaba en sus manos un grueso libro, cuyas cubiertas de piel estaban repujadas con filigranas de plata, formando unos desconocidos caracteres. El Ángel dirigió su mirada hacia el mundo que se extendía a sus pies. Un mundo fantasmagórico, en una visión apocalíptica. La desolación predominaba por todas partes, en un panorama dantesco. Áridos desiertos sembrados de blancas calaveras de animales y hombres. Sombríos parajes pantanosos en los que resaltaban enormes troncos de árboles secos, y cuyas ramas secas, asemejaban extrañas formas espectrales, que se confundían con los vapores que emergían de las pestilentes lagunas. Lenguas de fuego producidas por los gases, formaban parte del paisaje, igualmente sembrado de esqueletos y calaveras por cuyas cuencas vacías se deslizaban sinuosas, negras serpientes.
El Ángel mostraba su majestuosa figura sobre el afilado pináculo y comenzó a hablar con una voz, que como un trueno inundó todo el espacio circundante.
-Yo soy Metratón, el mensajero de Luzbel, Portador de la luz
y vengo a anunciaros que por rebelarse contra la injusta Ley de Elohim; mi señor ha sido encadenado y arrojado al abismo por mil años, en lugar del verdadero señor del caos, príncipe de las tinieblas y maestro del engaño, llamado Satanás. El cual, ha extendido todo su dominio y maléfico poder sobre este mundo, ocultándose tras diferentes aspectos y apariencias. Millones seréis sus adoradores y discípulos. Y muchos más aun los que sembraréis la semilla del mal, de uno a otro confín.
Metratón, con el grueso libro en sus manos, emprendió de nuevo un majestuoso vuelo y lentamente se dirigió hacia lo alto de una colina en cuya cumbre se detuvo junto a un menhir que resultaba ser la antesala de una gruta. Por todo el paisaje circundante seguían observándose restos de una batalla. Había esqueletos esparcidos por doquier, empuñando algunos de ellos en sus huesudas manos descarnadas; espadas, escudos y lanzas.
El Ángel entró en la gruta y fue directo hacia un altar de piedra con forma de atril, donde depositó el enorme libro que llevaba en sus manos. Lo observó un momento. En su cubierta repujada y dentro de un triángulo grabado a fuego, estaban las letras, como una inscripción. Debajo de éstas y fuera del triángulo, otras que entremezcladas con números, bien podrían conformar su título.
Después salió del lugar, sellando él mismo la entrada, con una enorme roca. Acto seguido tomó una de las espadas que allí se amontonaban y se encaramó a lo más alto del montículo.
Metratón alzó el brazo en cuya mano empuñaba la espada; y así, sobre la cima de la colina, se fue transformando lentamente en una figura pétrea. Un cuervo negro vino a posarse sobre la enorme estatua formada por el Ángel, en donde graznó abriendo sus alas.
PAIS DE OCCITANIA
FINALES DEL SIGLO XII
Sobre un hermoso valle, enclavado entre altas y empinadas montañas, había una pequeña aldea medieval con sus clásicas viviendas de rústicos tejados de brezo. Pastores y ganaderos iban de un lado a otro con su ganado. Algunos niños jugaban alrededor de una fuente y en un cercano robledal, cuatro hombres de buena presencia, fornidos y vivarachos, ensayaban una estratagema guerrera con lanzas y espadas.
En la buhardilla de un cercano pajar se encontraba una pareja de jóvenes enamorados que se besaban apasionadamente, entregados en un sensual escarceo amoroso. Ella, era una joven muy hermosa y él, de una destacada y marcada corpulencia.
Un joven trovador entró a todo galope en el claro del robledal donde los cuatro jóvenes; Amiel, Aicard, Hugo y Piztavin, más que ensayar, se divertían haciendo bromas con sus armas. Todos formaban parte de un grupo de resistencia Cátara, frente a la opresión que la Iglesia ejercía sobre ellos. El recién llegado traía agotada a su cabalgadura, para llegar al lugar en busca del jefe de todos ellos.
-¿Dónde está René?- preguntó Onésimo, el joven jinete.
Los demás rieron con ganas.
-Ahora está librando una gran batalla- le respondió Piztavín-. Y no creo que pueda atenderte, trovador.
-Por favor, es muy urgente. Decidme donde está-. Insistió Onésimo.
-En casa de su amada Tiberina. Bueno, más bien en su granero- le contestó ahora Hugo-. Si te apresuras, puede que incluso llegues a tiempo para cantarles una de tus horribles trovas.
Onésimo no esperó más y espoleó a su caballo dirigiéndose hacia el lugar donde le habían indicado que estaba René.
El jinete llegó frente a la casa de Tiberina y a grandes gritos llamó a René.
-¡René!
El joven no aparecía y éste insistió en su llamada.
-¡René… René, atiéndeme por favor! Traigo un importante mensaje. René, ¿estás ahí?
Por la buhardilla del pajar, se asomó René con su espléndido torso al descubierto.
-¿Qué sucede, trovador? No estoy para cánticos.
-No mi buen amigo- le explicó Onésimo-. El Gran Perfecto de Montsegur