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Jenkins & Sinclair. La maldición de Amonkatûr
Jenkins & Sinclair. La maldición de Amonkatûr
Jenkins & Sinclair. La maldición de Amonkatûr
Libro electrónico234 páginas3 horas

Jenkins & Sinclair. La maldición de Amonkatûr

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Información de este libro electrónico

En su segundo caso juntos, la Dra. Jenkins y el Dr. Sinclair se ven envueltos en una investigación sobre seres del Antiguo Egipto. La exposición del tesoro de un período desconocido, en el Museo Arqueológico de la ciudad, se convierte en una peligrosa aventura cuando las momias resucitan y siembran de terror y muerte las calles. Los doctores tendrán que detenerlas antes de que acaben con todo el equipo de arqueólogos que las sacaron de su eterno sueño, a los cuales están cazando. Para ello deberán poner en riesgo su propia vida y entrar en contacto con un desconocido horror milenario. El universo de Jenkins y Sinclair crece con renovadas dosis de misterio y terror, además de sus característicos toques de humor y elementos steampunk. Segunda entrega de la serie 'Jenkins & Sinclair. Investigadores de lo sobrenatural'.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 oct 2019
ISBN9780463520260
Jenkins & Sinclair. La maldición de Amonkatûr
Autor

D. D. Puche

D. D. Puche son dos autores, en realidad: los hermanos David y Daniel Puche. David es doctor en Filosofía por la UCM y profesor de dicha materia en la Escuela de Arte y Superior de Diseño de Mérida (EASDM), profesión que combina con la literatura. Daniel es licenciado en Filosofía y Teoría de la Literatura por la misma universidad, y se dedica en exclusiva a tareas literarias y editoriales.Juntos han publicado varias novelas, entre las que destacan 'Balada de los caídos', 'Sam Robinson y la Noche de terror en Hellstown' y 'Rhett Murdock. Detective privado'. También colecciones de relatos de terror, fantasía y ciencia-ficción como 'Galaxia errante' o 'El Evangelio digital'; y ensayos como 'Cristianismo sin Dios' o 'Vivir en el desarraigo'. Su obra está empapada de referencias filosóficas, pero pasadas por el tamiz de la ficción. Una mezcla perfecta de reflexión y amenidad narrativa.

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    Jenkins & Sinclair. La maldición de Amonkatûr - D. D. Puche

    −…Y es por esa razón que los creyentes tratan de defender su postura irracional contra el evolucionismo, por cuanto éste supone un peligro capital en relación a una de las bases de su doctrina: el creacionismo.

    La Dra. Jenkins caminaba de un lado a otro de la tarima, bajo la atenta mirada de sus alumnos, que, excitados por las ideas impartidas por la profesora, apenas podían esperar al turno de preguntas. Hizo una breve pausa en la que se ajustó las gafas, que habían resbalado levemente por su nariz, y prosiguió su lección magistral.

    −En su discurso incoherente acerca de cómo aparecieron simultáneamente todas las criaturas de la Tierra, se refleja la ignorancia sobre la infinidad de especies restantes que habían ido apareciendo gradualmente, además de las numerosas especies extintas de los llamados saurios, cuyos restos fosilizados encontramos cada vez con más frecuencia. Tratan de defender su postura excusándose en el carácter poético y alegórico que, ciertamente, tiene el texto, de modo que, aunque no se mencionen todas las criaturas que hoy conocemos, se presupone que Dios las creó a todas ellas. Sin embargo, que hoy se siga defendiendo, por esa tosca mentalidad, que tales criaturas primigenias nunca existieron, o bien que desaparecieron de golpe en el supuesto diluvio, hace varios miles de años (algo incompatible con los millones de años necesarios para la fosilización), deja patente que no quieren encontrar verdad alguna, tal y como persigue la ciencia, sino proteger un legado tanto mítico como ideológico, del que mana su autoridad actual. Todo nuevo avance, todo nuevo descubrimiento, también en la materia que nos ocupa, la biología, proporciona una prueba más (y ya son innumerables) contra la teoría creacionista. En su lugar, arroja luz sobre la progresiva evolución desde formas iniciales hasta las especies actuales. No se engañen ustedes: el hombre proviene del mono, nos guste o no. Aunque esa idea angustie y hasta repugne a muchos, es una verdad incontrovertible −Amanda Jenkins se detuvo en mitad de la tarima, hizo una pausa para tomar aire y miró el reloj de la pared−. Bien. Pueden ustedes hacer sus preguntas.

    Multitud de manos se levantaron.

    −Sí. Taylor.

    −Dra. Jenkins, ¿cree que algún día la ciencia, y con ella el evolucionismo darwiniano, prevalecerá en todos los sistemas educativos del mundo, desterrando para siempre al creacionismo?

    −Espero que sí. Al menos, así debería ser en los países que se consideren a sí mismos ilustrados. No puede ser que aquellas naciones que pretenden liderar el mundo, ser el faro para las restantes, sigan educando a sus nuevas generaciones en supersticiones. Wakefield.

    −Doctora, querría saber su opinión acerca de aquellos que piensan que el ateísmo es una postura gnoseológica al mismo nivel que cualquier confesión religiosa.

    −No es el tema de esta clase, Wakefield… pero le contestaré. El ateísmo es, por definición, la convicción de que Dios, ningún dios, existe. Las religiones son creencias en divinidades. El ateísmo no es una postura más entre ellas, es evidente. Eso es lo que quienes tratan de proteger sus propias tradiciones quieren hacer creer a su interlocutor, para enredarlo en una cuestión dialéctica: «yo creo en Dios y tú no crees en Él; ambas posturas son creencias». Falso. Pensar racionalmente que la existencia de Dios carece de toda base empírica y, desde luego, es innecesaria para explicar cualesquiera fenómenos naturales, no es una creencia más, como sí lo es creer en Él. Es lo opuesto. Morgan, su turno.

    −Dra. Jenkins, me preguntaba si piensa usted que la vida está restringida a nuestro planeta, o puede haber seres vivos… fuera de ella.

    Jenkins enmudeció de pronto, recordando cierta experiencia acaecida unos meses atrás. Todos se quedaron observándola fijamente unos instantes. Tragó saliva y miró el reloj de nuevo. Se halló a sí misma algo azorada, y hasta rígida, tras escuchar esa pregunta de su alumno. Finalmente, levantó la mirada hacia el auditorio y contestó:

    −La clase ha terminado. Proseguiremos el próximo jueves. Que pasen un buen fin de semana.

    Los estudiantes recogieron sus cuadernos y carpetas, los guardaron en sus maletines, y fueron saliendo del aula. Jenkins recogió sus libros de la mesa y, con ellos bajo el brazo, se dirigió a su despacho, a escasos metros por el pasillo. Pronto sería la hora de comer. Las clases de la mañana ya habían terminado, y el viernes no tenía clase por la tarde. El pasillo era un hervidero de alumnos y profesores, yendo de aquí para allá. Saludó a varios de ellos, de camino a su despacho. Abrió la puerta de éste y se acercó a la estantería, donde colocó cuidadosamente sus ejemplares de El origen de las especies de Charles Darwin y Contra el creacionismo de Antoine Labarthe. Cerró la puerta de cristal esmerilado de la estantería y se sentó unos instantes en su butaca, respirando profundamente. Se merecía un minuto de descanso. El pasillo había quedado ya en silencio, tras marcharse todo el alumnado.

    Aquella pregunta la había dejado fuera de combate. Tres meses atrás había presenciado algo innombrable, en un almacén del puerto. Y todavía no se había recuperado. No sabía qué quería decir aquello; no sabía cómo compaginarlo con su vida, con sus estudios, con la ciencia. Con todo aquello en lo que creía.

    Había decidido olvidarlo, hacer como que no había pasado. Impedir, mediante su fuerza de voluntad, que aquella visión la arrastrara, la destruyera. No quería que afectara a su vida. Pero cada vez que cerraba los ojos… Lo peor era en su cama, de noche. No poder dormir. Y cuando por fin conciliaba el sueño, a altas horas de la madrugada, venían las pesadillas. Eso era aún peor. Se despertaba sobresaltada, empapada en sudor, sin apenas recordar las imágenes con que había soñado. Pero sí recordaba una voz. Esa voz. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero empezaba a creer que el recuerdo de esa voz no la abandonaría nunca. Cada noche se despertaba con ella resonando en su cabeza, como un eco terrorífico. Se levantaba, bebía agua (y a veces otras cosas), y se volvía a echar. Pero ya no dormía más.

    Se levantó de la butaca, salió del despacho y cerró la puerta con llave. Justo al volverse se topó con el profesor Ruddenbrock, al que casi tira su carpeta llena de papeles. El Dr. Ruddenbrock siempre llevaba bajo el brazo una carpeta llena de papeles.

    −Oh, disculpe, Herbert. No lo había visto.

    −No, no. No se preocupe, Amanda. Culpa mía. Tengo el defecto de aparecer siempre por la espalda de la gente. Mi esposa dice que ando como un gato. Venía a verla a usted, precisamente.

    −¿A mí? Dígame. Ya me marchaba a casa.

    −No es nada. Sólo quería decirle que su ponencia del pasado martes en el Instituto de Ciencias Aplicadas me dejó impresionado. Raras veces hablamos fuera del ámbito académico, para un público más… amplio, con la claridad y a la vez con la profundidad que demostró usted.

    −Muy amable.

    −Y la reseña en el Port Heaven Tribune fue muy halagadora. Sí, muy halagadora. La felicito.

    −Gracias.

    −¿Sabe? Lo más sorprendente para mí y para el resto de colegas fue que un discurso tan bien trabado fuera pronunciado por una mujer.

    Ruddenbrock dijo esto con una repugnante sonrisa adornando su cara. A Jenkins se le quedó el semblante serio, al escuchar semejante comentario.

    −Oh, no piense que creemos que su sexo tiene alguna desventaja, de forma natural, en relación con el masculino −continuó−. Es sólo que ninguno esperábamos… Bueno, que una mujer tan joven y guapa como usted…

    −…Tuviera cerebro −le cortó Jenkins−. Muchas gracias por su observación, Dr. Ruddenbrock. Lo tendré presente en la dedicatoria de mi próximo libro.

    Lo esquivó por un lado, tratando de no rozarse siquiera con él, pues estaba más cerca de lo que ella desearía mientras le decía todo eso, y se encaminó a la salida.

    Antes de llegar a la puerta se cruzó con la secretaria del departamento, que salía por la puerta de su despacho en ese momento.

    −Dra. Jenkins, ¿ya se va? Me alegro de haberla encontrado a tiempo. Iba precisamente a buscarla.

    −¿De qué se trata?

    −Un mensajero le ha dejado un sobre, hace apenas una hora. Esperaba a que acabara su clase −dijo la secretaria, entregándole un pequeño sobre marrón−. Y también se está repartiendo a todo el profesorado esta circular del Decanato.

    −Muchas gracias. Hasta el lunes.

    −Hasta el lunes.

    Desde la elegante entrada georgiana de la facultad, por un camino lateral de pizarra que cruzaba los jardines, pasando por detrás de la facultad de Literatura Inglesa, se dirigió a las residencias, donde se hallaba su apartamento. Era un agradable paseo de menos de diez minutos, entre los árboles huesudos debido al invierno. La primavera llegaría apenas en un par de semanas.

    Llegó a la puerta de su casa y miró el buzón. Había un sobre sin sello y con un nombre escrito a mano: Richard.

    Pasó adentro, dejó el abrigo y la bufanda en el perchero junto a la entrada y se acercó al mueble del saloncito, tras lanzar las cartas sobre la pequeña mesa, frente al sofá. Abrió la puerta del mueble bar, tomó una copa y se sirvió un vino de Jerez. Se lo bebió prácticamente de un trago, y se sirvió otro. Sólo entonces volvió a colocar el tapón de corcho en el cuello de la botella y se dejó caer sobre el sofá.

    Echó un trago al vino, saboreándolo mejor esta vez, y liberó su pelo del moño con el que lo llevaba recogido en clase usualmente. Sacudió la cabeza para soltarlo del todo, y después se quitó los zapatos, lanzándolos hacia la entrada. Puso las piernas sobre el sofá y le dio otro sorbo al vino. Entonces posó la vista de nuevo en las cartas, sobre la mesa.

    Tomó la primera de ellas, procedente del Decanato. Una mera circular, recordando a todos los docentes el plazo límite para entregar sus escritos de investigación correspondientes al semestre. Tiró el papel al suelo: este año, la rigurosa y metódica Dra. Jenkins no había escrito nada. Ni pensaba hacerlo.

    La segunda carta llevaba escrito el nombre de un hombre. Tomó el papel manuscrito de su interior y lo leyó, mientras daba otro sorbo al vino:

    Querida Amanda:

    La velada de la otra noche fue encantadora. Espero que te gustara, la obra y la cena. No me fue fácil encontrar mesa en Elysée, pero ser médico de la alta sociedad siempre abre algunas puertas. Quería invitarte a salir de nuevo, si así me lo concedes. Te propongo pasarme este sábado para recogerte a las seis, e ir a una representación del Balé de Moscú, que está de gira en la ciudad. El lago de los cisnes. Espero que te complazca.

    Siempre tuyo,

    Richard.

    Dobló de nuevo la carta en tres partes y la dejó sobre la mesa. Por último, estaba el pequeño sobre marrón que le había entregado la secretaria del departamento. No tenía remitente, de modo que sólo podía saber de quién era abriéndolo. Rasgó la solapa, pero no halló carta alguna dentro. Al poner el sobre boca abajo y agitarlo cayeron una tarjeta y un papel de pequeñas dimensiones. Recogió el papel, dejando la copa de vino sobre la mesa, y lo leyó. Con una exquisita caligrafía venía escrito el siguiente mensaje:

    Estimada Dra. Jenkins:

    El jueves, día seis de marzo, se inaugura en primicia mundial la exposición del faraón Amonkatûr, en el Museo Arqueológico de la ciudad. Por favor, no falte al evento.

    Firmado:

    Un admirador.

    Sólo entonces cogió la tarjeta que venía en el sobre. Era una invitación oficial a la inauguración.

    Amanda Jenkins eligió un vestido algo ceñido, ni muy provocativo ni excesivamente recatado. Se miró al espejo y arregló un pequeño mechón rebelde que se resistía tercamente al peinado. Se dio una fina capa de polvos en la cara, oscureció sus párpados ligeramente con una fina brocha y buscó entre los pintalabios que tenía para elegir. Se decidió por uno fucsia, no tan elocuente como el rojo, pero tampoco tan inocente como un rosa claro, e hizo una mueca ante el espejo para pintarse bien cada labio. Se miró detenidamente, ya completamente arreglada, y se anudó un colorido pañuelo al cuello. Sonrió, hizo un gesto serio, e incluso se lanzó a sí misma una mirada sensual. Estaba perfecta.

    −Estoy horrible −murmuró.

    Hacía tiempo que no tenía una cita con un hombre, a excepción de la anterior con el Dr. Scott. Richard era todo lo que cabía esperar de un hombre: alto, apuesto, inteligente… Tenía una buena posición, además de excelentes relaciones en el círculo médico de Port Heaven, y se le consideraba una de las grandes promesas para el futuro de la medicina nacional. Su familia era notable: su padre era también médico, ahora jubilado, y había sido alguien importante en la ciudad, por tratar a sus más ilustres ciudadanos como médico privado. Su abuelo había sido pionero de ciertos tratamientos que actualmente se consideraban comunes, pero que en su momento le habían traído multitud de problemas con las autoridades, al considerarse demasiado excéntricos o avanzados. Su familia, sin ser exactamente rica, estaba bien acomodada, y sin duda Richard gozaría de una buena herencia llegada la ocasión. Además, era divertido, y tenía una conversación interesante, muy interesante, lo que no podía decirse de sus anteriores pretendientes. En resumen, era un buen partido para ella. Alguien a su altura profesional e intelectual. Un excelente partido.

    Sonó el timbre.

    Jenkins se acercó a la puerta desde el dormitorio, todavía colocándose un pendiente. Se ajustó el vestido y abrió. Allí estaba Richard, paraguas en mano, bajo el pequeño porche de la casa. La miró como quien mira una escultura griega recién descubierta tras miles de años perdida.

    −Estás preciosa.

    Jenkins tardó unos instantes en esbozar una fina sonrisa y responder.

    −Gracias… eres muy amable.

    −El coche nos espera… ¿Estás lista?

    −Sí, ya estoy −dijo ella, poniéndose el abrigo y cerrando la puerta.

    Richard abrió el paraguas y, cortésmente, la protegió de la lluvia hasta entrar en el coche.

    Tres horas después, tras una espectacular, aunque algo parsimoniosa representación de El lago de los cisnes de Tchaikovsky, Amanda Jenkins estaba sentada frente a Richard Scott en un elegante restaurante del centro, bastante exclusivo, tomando una ensalada de gambas y mandarina con un vino blanco.

    −Espero que te haya gustado la representación… −dijo, atento, el médico.

    −Oh, sí, desde luego.

    −Leí en el periódico que la primera bailarina, Alexandra Novikova, había sufrido una lesión de tobillo en la gira por Londres, antes de venir aquí. Pero, por suerte, se ha recuperado a tiempo. Es casi un milagro, la rapidez con la que se ha repuesto. Esa gente está hecha de otra pasta. ¿No crees?

    −Oh, sí, desde luego…

    −Llegan los escargots. No es lo habitual, pero me ha parecido buena idea −dijo Richard, mientras el camarero colocaba el plato sobre la mesa, y otro tras él disponía los cubiertos necesarios para la ingesta de tal delicia gastronómica−. Gracias −sonrió a los camareros y se colocó la servilleta bajo el cuello de la camisa−. Son un poco picantes, pero ya verás… te encantarán.

    Ambos engulleron los caracoles durante unos minutos, en silencio, sólo roto al sorber la salsa y los babeantes gasterópodos.

    −Y dime, ¿qué tal fue tu semana, querida?

    −¿Tras la ponencia, quieres decir? Oh, bien… como siempre. Ya sabes: dando clase, corrigiendo trabajos de alumnos… Muy interesante. Apasionante −dijo, suspirando.

    Richard la miró con ternura. Ella miraba en otra dirección.

    −Pero, cuéntame tú… −dijo Jenkins, dándose cuenta de que no estaba siendo muy simpática, y retomando la conversación−. ¿Cómo fue lo de ese nuevo estudio que me estabas contando, sobre los enfermos psiquiátricos?

    Richard se limpió los labios con la servilleta y bebió un trago del vino francés.

    −Es verdaderamente rompedor −comenzó a explicar−. Nos

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