Pack Ahorra al Comprar 2: 003: Las reglas del juego: Una aventura de aceitunas asesinas & Aprende a dibujar en una hora
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Las reglas del juego: Una aventura de aceitunas asesinas
por Myconos Kitomher
Susan, una mujer atrapada en un juego macabro con su grupo de nuevas amigas, se verá obligada a enfrentarse a ellas para salvar la vida de su marido y de sus dos hijos.
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Aprende a dibujar en una hora
por R. Brand Aubery
En 1979, Betty Edwards, una profesora de dibujo que enseñaba en la Universidad Estatal de California, publicó un libro asombroso donde explicaba que cualquiera que tuviera dos hemisferios en el cerebro podía aprender a dibujar. Dado que los seres humanos venimos de fábrica con esos dos hemisferios cualquiera podía desarrollar una notoria habilidad para el dibujo... si se le enseñaba cómo.
Lo primero que me pregunté, y aún me pregunto, cuando comprobé, primero conmigo mismo y después con mi clase de niños de diez años, que lo que explicaba el libro "Aprender a dibujar con el lado derecho del cerebro" funcionaba es cómo es posible que el método Edwards no sea más conocido. Han pasado más de treinta años desde su publicación, tiempo suficiente para que el libro se conociera a nivel mundial. Se derribaban en él mitos como que dibujar es un don sólo al alcance de unos pocos, o que se necesita mucho tiempo para desarrollar tal capacidad. Gracias a su método millones de personas en todo el mundo podrían aprender otra manera maravillosa de expresar sus emociones. Pero puedo contar con los dedos de una mano el número de profesores de educación artística que conocen su existencia. No dejo de recomendar el libro a profesores y alumnos en mi Universidad y en mi escuela y nadie parece haber oído hablar jamás de él.
Así que he decidido escribir este ebook por si tú tampoco habías oído hablar de Betty Edwards, para hacerte saber que puedes aprender a dibujar en tan solo una hora, leyendo este ebook y haciendo el ejercicio que se propone. Una hora es el tiempo que tardo en mis clases en enseñar a mis alumnos todo lo que deben saber para desarrollar esta maravillosa capacidad para la que todos estamos capacitados. Tengo la esperanza de que cuando lo compruebes por ti mismo no dejes que el mensaje muera contigo y enseñes a dibujar a tu pareja, a tus padres, a tus hijos y a tus amigos. Y si eres profesor, a todos tus alumnos.
Hay ideas que deben ser conocidas y compartidas por todo el mundo. Ésta es una de ellas.
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Pack Ahorra al Comprar 2 - Myconos Kitomher
LAS REGLAS DEL JUEGO, UNA AVENTURA DE ACEITUNAS ASESINAS
Myconos Kitomher
Sin título:Users:jkvelez:Documents:Escritor:amazon:Pack 2 Fantasticos ebooks:104:reglas interior ebook.jpg
I
Llevaba cerca de dos horas consultando libros y no encontraba nada que pudiera serle de utilidad. Presentía que el caserón donde se reunía con las demás estaba encantado. No había una explicación racional para aquello. Todas habían cambiado su manera de ser, todas excepto ella, y la única posibilidad que quedaba era que la casa estuviera influyendo, interfiriendo o lo que fuera en su capacidad de raciocinio.
Se estaban volviendo locas.
...
Susan tomó aquella misma tarde de viernes la difícil decisión de abandonar las partidas. Con esa idea en mente se presentó a la de aquella noche. Se veía incapaz de seguir sentándose entre aquellas mujeres.
Aún estaba a tiempo de no acudir. Se encontraba delante de la verja que delimitaba el jardín del viejo caserón. Vio allí el coche de Isobel, la vieja motocicleta de Dorothy, el descapotable azul marino del esposo de Rose, la triste bicicleta de Mary, y supuso que Sarah, que acudía a pie igual que ella, ya estaría dentro, aguardando con las demás su llegada. También supuso que las otras habrían acordado reunirse diez minutos antes, sin decirle nada. A no ser que tuviera el reloj atrasado y fuera ella misma quien no había respetado el horario.
Se le hizo un nudo en el estómago sólo de pensar en esa posibilidad. Tenía la certeza de que llevaban allí bastante tiempo. No se había cruzado con ninguna, y la carretera de la antigua iglesia, por la cual se llegaba al caserón, era también el único camino que conducía a aquel siniestro lugar.
La iglesia, en ruinas, podía contemplarse desde el ático de la destartalada mansión, si uno tenía ganas de deprimirse o hacer un estudio sobre el paso del tiempo en las obras acometidas por la mano del hombre y su fugacidad. Pero Susan no pensaba ahora en la iglesia, aunque interior y paradójicamente, estuviese rezando.
Contempló por un momento la horrible construcción donde organizaban sus reuniones clandestinas. Si no acudía a la partida, las otras tomarían medidas al día siguiente, y por nada del mundo pondría en peligro la vida de sus seres queridos. No correría semejante riesgo.
Pero... ¿Podía seguir fingiendo que no sentía repugnancia ante los violentos actos de las mujeres? ¿Podía hacerles creer que el motivo de su abandono era otro?
Debía abandonar siguiendo las reglas. Según Isobel, cualquier eventualidad estaba contemplada en las mismas. Había una forma de hacerlo bien; se valdría de ella.
Sin atreverse siquiera a respirar traspuso la verja, cruzó el jardín y subió los cinco peldaños que la llevaron ante un gran portón que había sido de madera, y que ahora se asemejaba a un colador, tan enfermo de carcoma que Susan no entendía como se mantenía en su sitio. Antes de tocar a la puerta, ésta se abrió y una sonriente Rose le dio la bienvenida.
—Oh, Susan... Pensábamos que ya no venías.
A oídos de la recién llegada, el saludo ya encerraba una amenaza.
—No me lo perdería por nada del mundo —mintió, al parecer con efectividad.
Tras los besos de compromiso se cerró para Susan la única escapatoria. Trató de calmarse mas se sabía aterrorizada y de nada le sirvió respirar profundamente varias veces sino para recordarle lo fácil que se había vuelto en este mundo que una dejara de hacerlo.
Minutos después se encontraban sentadas, alrededor de una mesa redonda, seis mujeres. Un tapete de negro terciopelo cubría la superficie donde habían sido grabados los símbolos pertenecientes a cada una de las mujeres desde el mismo momento en que habían entrado a formar parte del grupo. Sobre el tapete colocaron el tablero de juego, construido por la master, sobre una madera barnizada de dudosa procedencia, posiblemente sacada de la misma casa donde se reunían, y por ello igual de maldita.
Siete eran las fotografías dispuestas, seis de ellas, de las casas donde vivían las jugadoras. La séptima, situada en el centro del tablero, doblaba en tamaño a las otras. Mostraba la mansión donde se hallaban reunidas en todo su tétrico esplendor. En una vieja caja de bombones, metálica y sorprendentemente sucia, se guardaban los sobres que contenían sugerencias o instrucciones, además de una baraja de cartas que esperaban su estreno dentro de su cajita blanca, cuya única marca, impresa en rojo, relucía en su sencillez como la sangre: una Cruz de Sobrarbe.
—Podemos comenzar —enunció Isobel, ceremoniosamente.
Susan, sin poder evitarlo, clavó en ella una intensa mirada de pánico. Podía ver más de lo que deseaba en el rostro de aquella mujer. Le resultaba increíble no haber percibido desde el principio el atisbo de locura y violencia que irradiaban sus ojos.
Isobel era la mayor, con casi cincuenta años bastante bien llevados. Rose y la misma Susan eran las jóvenes, no alcanzaban la treintena. Dorothy, Mary y Sarah se hallaban en algún punto intermedio entre ambas edades.
Si se diera la circunstancia de que algo impidiera a Isobel, la master, ocupar su lugar como cada viernes, la siguiente en edad ocuparía su lugar. No sabía si las reglas contemplaban tal eventualidad, pero con seguridad se seguiría ese criterio. Por ese motivo Susan se sentía en desventaja.
Cualquier sugerencia que hiciera solía ser rechazada como si no tuviera voz ni voto por ser la más joven. La miraban como mirarían a una niña. Peor, la miraban como si fuese retrasada. La mujer temía que no la tomaran en serio cuando les planteara el abandono.
Temía a cada una de sus compañeras. Temía por su vida.
Susan llenó de valor sus pulmones, pero al soltar el aire también se esfumó su determinación. Sarah, una rubia que podía presumir (y lo hacía) de poseer un cuerpo formidable, cogió los dos dados y se dispuso a lanzarlos, pues le tocaba por derecho abrir la partida ese día.
Los lanzó al aire.
Mientras todas las miradas se centraban en los dados, Susan no quiso alargar por más tiempo su estancia allí. El grito sobresaltó a todas.
—¡Espera!