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Los caminantes del tiempo: Náufragos
Los caminantes del tiempo: Náufragos
Los caminantes del tiempo: Náufragos
Libro electrónico297 páginas4 horas

Los caminantes del tiempo: Náufragos

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Información de este libro electrónico

¿Qué pasaría si de la noche a la mañana todo lo que te rodea no fuera aquello que conoces? ¿Si todo tu mundo cambiara y tu propia supervivencia dependiera de tu capacidad para adaptarte? ¿Qué pasaría si un día despertaras en 1650?

Gea, una inadaptada del siglo XXI, tras un brutal suceso que transforma su vida, se ve atrapada, sin saber cómo, en un tiempo que no es el suyo. Es obligada, como única alternativa para poder sobrevivir, a ocultar su identidad y a enrolarse en un galeón pirata. Sola y desorientada, deberá mantener valor y fuerzas para aprender las nuevas reglas y así lograr vivir un día más.

Una historia de aventuras, amistad, amor y misterio que pondrá a prueba su carácter y que la ayudará a descubrir que es algo más que una simple adolescente.
IdiomaEspañol
EditorialBabidi-bú
Fecha de lanzamiento18 mar 2019
ISBN9788417679545
Los caminantes del tiempo: Náufragos

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    Los caminantes del tiempo - Elizabeth Wolves

    © del texto: Elizabeth Wolves

    © diseño de cubierta: Rosa Martínez Lallena

    © corrección del texto: BABIDI–BÚ libros S.L.

    © de esta edición:

    BABIDI–BÚ libros S.L. 2019

    Fernández de Ribera 32, 2ºD

    41005 - Sevilla

    Tlfns: 912.665.684

    info@babidibulibros.com

    www.babidibulibros.com

    Impreso en España

    Primera edición: Marzo, 2019

    ISBN: 9788417679545

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»

    A todos los que han hecho posible

    que consiguiera mi sueño.

    Y a mi tía Ricar, allí donde te encuentres

    espero que lo hayas podido leer,

    y te sientas orgullosa.

    Capítulo I

    Lentamente fue abriendo los ojos, con esa sensación extraña de encontrarse mareada, como si el suelo se meciese bajo su cama. Sin embargo, esta vez, el vértigo no disminuía al despertarse sino que parecía más real.

    Gea sintió que la bruma del sueño se alejaba y, poco a poco, fue consciente del frío, un frío gélido que no acompañaba habitualmente a su rutina. Además le dolían todos los huesos, su cama se notaba más dura de lo normal. Por un momento intentó alejar estos pensamientos y poner su mente en blanco para comenzar un nuevo día en aquel maldito instituto, pero el frío volvía y, con él, esa sensación de balanceo.

    ¡Un momento! El suelo realmente se estaba moviendo; no sólo se balanceaba sino que crujía como madera vieja. En la oscuridad buscó a tientas el interruptor de la lamparita que tenía en su pequeña mesita de noche, aunque no consiguió encontrarlo, así que deseosa de tener un poco más de luz se levantó con un gesto vigoroso y se dio un buen trastazo en la cabeza. ¡El techo nunca había estado tan bajo! Juraría que allí estaba ocurriendo algo muy extraño…

    Tambaleándose de un lado para otro, y chocando con un montón de objetos que ella no recordaba haber colocado en ese lugar, fue buscando con cuidado la persiana para que entrase algo más de luz. Tras varios fracasos, dedujo que la ventana también había desaparecido y se dirigió a una pequeña rendija de claridad que salía del suelo, adivinando que sería una puerta. Para entonces, ya era consciente de que no había despertado en su habitación. Allí olía diferente, a algo oscuro, sucio y muy viejo. Le costó varios intentos conseguir abrir aquella pesada puerta, que chirrió cansada de tanto esfuerzo.

    Cuando salió al exterior, no podía creer lo que estaba viendo ¡Resultaba imposible! Comenzaba a amanecer en un bello paisaje, silencioso y calmado. Sin embargo, delante de ella no se divisaba otra cosa que mar. Kilómetros enteros de agua azul, que en algunas zonas se tornaba un poco más verdosa. No existían montañas, acantilados, puertos ni ningún otro síntoma de tierra a su alrededor. ¡Se hallaba en un barco, perdida en medio del océano!

    ¿Qué estaba pasando? ¿Cómo había llegado hasta allí? Buscó a su alrededor y no encontró a nadie. Comenzó a inspirar con dificultad e intentó relajarse, pero no lo consiguió. Incluso sintió que le faltaba el aire. Fueron unos momentos angustiosos en los que creyó que jamás volvería a respirar, hasta que finalmente se derrumbó y comenzó a sollozar. No entendía qué podía estar ocurriendo.

    Tras un inminente y lógico ataque de histeria, seguía sin encontrar sentido a todo aquello. Paseó nerviosa por cubierta. Intentó razonar, buscar un motivo, una explicación. Su primera suposición fue que alguien debía haberla raptado mientras dormía, porque estaba segura de que la noche anterior se había acostado en su cama, en su casa, en la habitación contigua a la de su madre, y ahora se encontraba en medio del mar, de la nada. Se sentó tan aturdida que no podía pensar con claridad, y esa sensación de mareo, y ahora también de miedo, no le ayudaban a concentrarse.

    —Relájate, piensa, piensa…

    Definitivamente parecía que alguien la había raptado. Esa resultaba la conclusión más clara. Volvió a su habitación presa de la angustia y allí sólo encontró un catre rústico, un arcón y una pesada mesa de roble. No había nada más, nada útil. Ni móvil, ni radio. Nada. Paró a escuchar algún sonido procedente del velero. Sólo se oía el silencio. Buscó una lancha o una pequeña barca atada a la cubierta para poder escapar, pero tampoco existían. Durante lo que supuso una eternidad, se escondió, asustada, detrás de la puerta de su camarote con una especie de candelabro contundente que encontró, esperando que aparecieran sus captores para abrirles la cabeza y después lograr explicaciones. Sin embargo no vino nadie. Parecía que sólo estaba ella.

    Después de intentar buscar cualquier forma de escapar, finalmente se dio por vencida; había comprendido que en medio del mar, poco podría hacer si lo lograba. No tenía donde ir. No sabía dónde se encontraba. Estaba aterrada.

    Por otro lado, diferentes ideas iban tomando forma en su cabeza. Necesitaba pararse a razonar, elaborar algún tipo de plan y buscar una explicación a todo aquello, si no quería sucumbir de nuevo a la ansiedad. A pesar de sus esfuerzos por controlarse y mantener la mente fría, seguía notando la falta de aire. Presentía que pronto se volvería a venir abajo, pero no dejaba de sentir que algo no encajaba. ¿Por qué demonios alguien se había tomado la molestia de secuestrarla? ¿Qué querían de ella? Era una vulgar y corriente adolescente que no poseía nada que pudiese interesar a nadie: el dinero lo administraba su madre, e incluso a veces con la paga mensual no le llegaba para sus caprichos; en casa resultaban partidarios de la contención en una sociedad extremadamente consumista.

    Gea se levantó y, con nerviosismo, comenzó a moverse de un lado a otro de forma mecánica.

    Debía buscar un sentido a todo aquello, así el miedo cedería. Continuó pensando en más posibilidades. Tal vez fama. Aunque si se debía a la popularidad, estaba segura de que se habían equivocado de miembro de la familia. Su madre, Anabel Laszlo, una conocida diplomática por entonces destinada en Bruselas, se codeaba con presidentes y mandatarios. Sin embargo, ella sólo aspiraba a no conocer el despacho del director de su actual instituto; en su vida ya había visitado muchos, tal vez demasiados, y comenzaban a parecerle increíblemente intercambiables.

    Le daba vueltas y más vueltas y no entendía qué hacía allí, sola, en medio del mar. Descartadas algunas posibilidades, pensó en otras. Si no se debía ni al dinero ni a la fama, sólo le quedaba la belleza; pero por esa causa, estaba segura, no iba a ser. Su éxito en los últimos tiempos había consistido en lograr que no se susurrase sobre ella en algunos corrillos del pasillo durante, tal vez, uno o dos días. Las risitas solían provenir de sus aficiones o por su forma sencilla de vestir. No es que fuese horrible, pero no le interesaba demasiado la imagen. ¡Había cosas contra las que no se podía luchar! No le gustaba destacar, los colores estridentes, maquillarse, ni pasarse el día hablando, pensando y respirando en moda; le interesaban más los libros, las historias —las buenas historias—. Se moría por una película o una narración que le tocase por dentro. Incluso en las clases de la señorita Kuypers, la aburrida profesora de Historia, podía sentir la emoción de los sentimientos, de los acontecimientos en guerras, conjuras y vidas a lo largo del tiempo. Resultaba, por tanto, lo que en el etiquetante mundo del adolescente se consideraba una nerd. Lo cierto era que, al margen de su actitud, tampoco le ayudaba que tuviese un ojo de cada color —uno verde y otro azul—. Ambos resultaban muy bonitos por separado, pero juntos no encajaban.

    Sabía que con el tiempo todo lo demás lo superaría, la incomprensión, los gustos… Sin embargo, esa tara física —ese disonante detalle— la trastornaba enormemente. La irritaba hasta en sueños. Siembre había sido una abanderada de la inteligencia, de eso poseía a raudales, pero en su fuero interno envidiaba considerarse normal, pertenecer a un grupo, sentirse integrada, valorada y respetada. E incluso imitada.

    Por último e intentando buscar una teoría a todo aquel embrollo, pensó en su posición social; desgraciadamente no proveía de una elegante o importante estirpe, su familia constaba sólo de dos: su madre y ella, y en los últimos meses su padre… Al cabo del día, un montón de veces retiraba este pensamiento de su cabeza, mejor era no darle vueltas. Llevaba años desaparecido, y hacía poco había regresado a su vida como un completo desconocido. Esa ansia que desde niña la ahogaba cuando pensaba en él, cuando especulaba si las había abandonado, si había muerto, o si simplemente existía y había puesto tierra de por medio, quedó apenas sofocada el día que se presentó en su casa de nuevo como si no hubiesen pasado más de quince años, como si no hubiese desaparecido el mismo día en que ella abrió los ojos por primera vez. Lo extraño, lo que todavía la desesperaba, había sido su comportamiento y, por supuesto, el de su madre que, siendo como era, no había tenido ni un reproche, ni una recriminación, sólo una inmensa y en su opinión desmesurada alegría de que él, por fin, hubiese encontrado de nuevo el camino a su hogar. A ella por el contrario le hervía la sangre, no entendía ni perdonaba.

    Su madre. Su madre, a quien consideraba la mujer más recta, minuciosa, trabajadora e independiente que conociera, cambiaba como si otra alma la poseyera cuando desde pequeña la interrogaba sobre él. Cuando Gea se ponía realmente pesada queriendo saber más sobre su progenitor, daba respuestas vagas, se contradecía y siempre contaba una historia diferente, siendo cada una más improbable que la anterior, aunque de esto último se dio cuenta cuando creció, porque de niña siempre pensó en él como un gran héroe y valiente soldado, un intrépido aventurero o un pícaro pirata. Y ahora, esta irreconocible madre se había convertido en el ser más feliz de la tierra, que vagaba al son de la figura de ese ingrato, sonriendo como una estúpida adolescente enamorada y olvidando toda la soledad y sufrimiento con los que ambas habían tenido que aprender a vivir.

    La amargura la devoraba por dentro. Entre aquellas escenas de familia feliz se había jurado que ella no perdonaría, no olvidaría y que nunca se traicionaría a sí misma por otra persona.

    Levantó la vista, volviendo al presente, y consiguió reprimir un sonido de angustia. No lograba comprender qué hacía allí y, mientras no lo entendiese, no se quitaría aquella sensación de entumecimiento y de miedo. Tal vez no la habían raptado por dinero, por belleza o influencias, pero que la habían secuestrado era seguro. Debía tratarse de otra cosa. Quizás no por una causa especial como pensó en un principio, sino porque la mala suerte la había señalado con el dedo. No hacía mucho que había leído algo en internet sobre el tráfico de órganos... Entonces su estómago dio un vuelco y estuvo a punto de vomitar todo lo que no había comido, pues estaba totalmente vacío desde el día anterior. Claro que si no se trataba de sus órganos, a lo mejor se encontraba envuelta en una trama de tráfico de mujeres, de esas que tanto les gustaba informar en los programas monográficos de cadenas televisivas de segundo nivel. No sabía cuál de las dos posibilidades la ponía más enferma.

    —Tranquilízate, respira, respira…

    Habían pasado varias horas desde que se había despertado, intentado huir e ideado planes sin éxito. Había tratado también de ser racional y pensar en todas las posibles causas de su secuestro, y desde entonces sólo había tenido un par de ataques de pánico. No sabía qué hacer, pero debía sofocar su desmesurada imaginación y serenarse.

    Gea se sentó en un pequeño escalón, mientras miraba pasar el océano con su suave balanceo. Poco a poco el relajante vaivén la consoló a medias, como cuando se abrazaba de niña a su madre tras una caída o una pelea con alguna amiga. Aquel leve mecerse resultaba hipnótico y conseguía dejar su mente en blanco durante unos momentos. Sin embargo, esta vez lo único que consiguió fue hacérsela recordar más vivamente. Ciertamente no se encontraban en el mejor momento de su relación, aunque ¿quién se lleva bien con su madre con quince años? Era rara pero no tanto. Las broncas por la hora de llegar a casa, los desencuentros con su forma de vestir, o su manera de intentar imponerle sus criterios ahora no le parecían tan desesperantes. La echaba de menos. Sus abrazos cuando se deprimía, su manera de alentarla cuando caía o se sentía derrotada... Eso era lo que más necesitaba en aquellos momentos. Estaba sola y muy asustada, no sólo porque no sabía dónde se encontraba ni qué había pasado —y sobre todo qué iba a pasar—, sino también por su madre, que a estas alturas se hallaría muy preocupada.

    Pero de repente, como en un flash de luz, Gea recordó algo que había querido borrar y que le hizo sentarse de nuevo y exhalar un estrepitoso gemido. Las lágrimas que había estado reprimiendo salieron a borbotones, y sollozó como si no pudiese retener la cordura. Su madre no podía preocuparse, no podía sentir angustia y, desde luego, no iba a venir a buscarla. Desde la tarde del día anterior su madre no estaba.

    Tras las clases de esgrima de ayer y haber cumplido el encargo que su madre le pidió a última hora por whatsapp, recordaba haber entrado en su habitación para darle una sorpresa por su último examen de francés, que la había mantenido preocupada y malhumorada toda la semana, para terminar sacando la máxima puntuación del curso. Entonces vio la sangre. Un charco entero a los pies de la cama, y luego un brazo inerte del que quedaba suspendida una pulsera de oro blanco con colgantes de corazones y tréboles de la suerte que ella misma le había regalado las navidades anteriores.

    En ese momento, y no pudiendo soportar las olas de inmenso dolor que bramaban con ahogarla, Gea cayó desplomada sobre la cubierta del barco.

    Pasaron horas de calma, silencio, intenso sol y mecerse del viento en las velas para cuando recuperó el sentido. Tenía en la boca el sabor metálico de la sangre, de un pequeño corte interno en la lengua que había ocurrido tras su golpe contra el suelo, y las mejillas y la espalda, además de desolladas, las notaba tirantes por las horas imprecisas expuestas al llameante calor. Ahora lo sentía todo a la vez amenazando con hacerla estallar: el dolor en el estómago, insistente como un ronroneo, y la opresión en el pecho, como cuando se corre una gran carrera pero no se alcanza el objetivo.

    Estas mismas sensaciones la llevaron a recordar la tragedia de su madre, cuando Gea había dejado de respirar, como si algo aprisionase su cuello. Todo se volvió negro. Luego le pareció ver un larguísimo túnel que desembocaba en una luz, una luz brillante con sombras de voces lejanas, y en medio de aquello, una mano le había acariciado el pelo mintiéndola con una voz imprecisa y fría, que no podía identificar:

    —Pequeña, no tengas miedo, no va a ocurrirte nada. Todo estará bien.

    Pero ella sabía que ya nunca nada sería lo mismo. Después, sonido de lucha, golpes, y más tarde la oscuridad; luego nada más. No lograba acordarse de haber asistido ni al velatorio ni al entierro ni al funeral, ni haber recibido el pésame de sus conocidos, ni siquiera de haber mantenido algunas palabras con la policía. Sólo recordaba el frío, la soledad y esa intensa sensación de vacío que ya no la había abandonado.

    Gea se quedó muy quieta, inerte, mirando al horizonte. Poco la preocupó encontrarse en un barco perdida en medio de la nada, con un destino incierto, ni cómo o por qué había llegado allí. La inmensa oscuridad que la carcomía comenzó a llenarse poco a poco, al principio despacio al atardecer, pero más rápidamente cuando la noche lo cubrió todo. Una ira que la golpeaba por los pies, subía y subía como la marea hasta estrangularle la garganta. Ya no necesitaba llorar más, quería romper y destrozar, así que bajó de nuevo al camarote y con la sola iluminación de la luz de la luna comenzó a tirar, patear y golpear todo lo que se le puso por delante hasta que, tras varias horas, cayó rendida en el suelo y se abandonó al sueño.

    Cuando despertó a la mañana siguiente, por la puerta abierta entraba un haz de luz que la hizo levantarse sin perder el rumbo. Ya no se sintió tan mareada por el suave balanceo y salió de nuevo a cubierta protegiéndose con su mano de la luz del sol. Después de una intensa noche de devastación, la rabia no había cesado y la sentía latente en su interior; sin embargo, y debido a que llevaba dos días sin comer ni beber, su cuerpo se estaba debilitando.

    Comenzó a deambular por el barco. Desde que había intentado escapar el día anterior no había razonado con lógica, esa lógica que su madre le había inculcado desde pequeña para hacerla una personita independiente a muy temprana edad. Había estado tan absorta en sus propios pensamientos que no había mirado a su alrededor. Llevaba dos días en la embarcación y no había visto a nadie, ni carceleros ni prisioneros, no había un alma en millas a la redonda. El barco, que resultaba extremadamente viejo, se movía por el empuje del viento en las velas aunque no tenía una dirección ni alguien que lo guiase.

    ¡Qué extraño! Al principio había deducido, después de esperarlos para aporrearlos, que sus captores habían salido a por provisiones o a por más rehenes y la habían dejado allí sin posibilidad de escapatoria. Ya volverían. Pero había pasado más de un día sin dar señales de vida. Era demasiado tiempo.

    Pensándolo bien, tal vez no necesitaba esperar a que llegasen aquellos desalmados, podía buscar ayuda en otro lugar, en la inmensidad del océano debían existir otros navíos, alguien podría rescatarla, si realizaba las señales adecuadas. Entró de nuevo en la habitación, totalmente destrozada, buscando una bengala o cualquier otro artefacto luminoso. No había nada, aunque en el amasijo de objetos, encontró trozos de madera pertenecientes a una silla completamente descuartizada. Con esos pedazos y algo de tela de las sábanas del camastro consiguió hacer fuego en medio de la cubierta, gracias a las clases de supervivencia del infernal campamento que había disfrutado el año anterior. El humo se vería a gran distancia.

    Satisfecha por el resultado se detuvo a mirarlo, recapacitó un momento y fue consciente de un detalle que se le había pasado. Había intentado organizar todas las soluciones posibles para salir de allí: huir, enfrentarse a sus captores, buscar ayuda exterior... Aunque no había tenido en cuenta otra posibilidad, que hubiese alguien en el barco que pudiera ayudarla. Sus enemigos no habían regresado y no parecía haber nadie más en aquel lugar. Sin embargo, lo cierto era que sólo había estado en cubierta y en su camarote; tal vez en las bodegas —que seguramente estarían insonorizadas—, habría tripulación o cualquier otra persona que contestase a sus preguntas. En suma, alguien que le indicase a dónde se dirigían y cuál era la razón de todo aquel sinsentido. Tal vez incluso un teléfono. Así que despacio, y muy concienzudamente, trazó un plan juicioso, de esos que tanto gustaban en casa. Buscó en su habitación, ahora destartalada, otro objeto contundente; algo para golpear, pues el candelabro lo había terminado tirando por la borda. Y detrás de la pata izquierda de la mesa de roble robusto y viejo, entre varias cosas que había destrozado, encontró un catalejo de metal que parecía pesado. Eso, y un antiguo abrecartas de plata dentro de una estantería, deberían servirle como arma. Con ellos se dispuso a bajar al piso inferior del barco.

    El valor nunca había sido una de sus virtudes. En las luchas de combate de bartitsu que realizaba desde la temprana edad de diez años, su instructor siempre le había recriminado que, a pesar de su rapidez y buenos reflejos, le costaba tomar la iniciativa y golpear primero. Lo cierto era que no tenía el carácter y valor necesarios para dañar a otro ser humano. Sin embargo, se encontraba en un caso de necesidad, así que si llegaba el momento de tener que defenderse sabría cómo hacerlo; llevaba años practicando y sin duda intentaría sobrevivir. Necesitaba volver, debía llegar a casa y averiguar qué le había ocurrido a su madre.

    —Tengo que comer o beber algo, si no me volveré loca…

    Despacio, muy lentamente e intentando hacer el menor ruido posible —cosa poco factible gracias a las obstinadas maderas que se empeñaban en crujir—, Gea consiguió llegar a la panza de la barcaza, donde había calculado que debían encontrarse las bodegas; si había alguien más o algo que comer, tenía que estar allí. Al principio le costó adaptarse a la oscuridad, ya que en cubierta el sol brillaba con fuerza, pero cuando se integró en el espacio, vislumbró un estrecho pasillo que terminaba en una recia puerta de madera con un grueso cerrojo, algo oxidado. Lo abrió intentando tomarse su tiempo, aunque la ansiedad le hacía latir con fuerza el corazón. Lentamente utilizó toda la fuerza de su cuerpo para abrir la puerta, que se movió sin apenas ruido. Dentro emergía una amplia habitación, oscura y húmeda, que olía a moho, suciedad y algo en avanzado estado de descomposición, que hizo que volviese la cabeza buscando una bocanada de aire fresco. El olor resultaba insoportable.

    Allí no se podía apenas respirar, y parecía que no había nadie; sólo se intuían trastos y cacharros, viejos y desvencijados, que se encontraban tirados, esparcidos y rotos por toda la nave. Había numerosas cuerdas de varios grosores y tamaños, arcones de madera abiertos y vacíos, toneles y toneles con verdura y pescado podridos que hacían que desease salir corriendo del horrible tufo que desprendían. En la parte más cercana a la entrada colgaban pellejos de animales atados. Al abrir uno de ellos, cayó a las tablas del suelo un líquido rojizo y brillante que por el olor supuso que se trataba de vino; parecía un poco ácido, pero no le importó. Se dispuso a echar un trago. Después de dos días sin comer ni beber no tuvo en cuenta que todavía no llegaba a la mayoría de edad para tomar alcohol; su intención no consistía en emborracharse hasta perder el sentido ni para animarse ni para olvidar, —aunque tampoco le hubiese importado—, sino para apagar esa incesante sed que comenzaba a pasarle factura.

    Tras el primer sorbo, se atragantó y escupió todo lo que pudo. Aquel brebaje sabía horroroso.

    —¡La madre que…!

    Recordaba unas navidades en las que, siendo muy pequeña, tras una espléndida cena esperó a que todos los ilustres invitados de su madre pasasen al jardín la noche de fin de año y, mientras se entretenían con los fuegos artificiales encargados para la ocasión, aprovechó el despiste para bajar al salón y atiborrarse de turrones, pastelitos y poder beber aquellos licores que los

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