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El libro de la selva
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Libro electrónico317 páginas6 horas

El libro de la selva

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Mowgli, un cachorro de hombre, debe aprender la ley de la selva, de la mano de Baloo y Bagheera, y así poder convivir en armonía con los demás animales de Seeonee. Mientras lo hace, vivirá muchas aventuras junto a nuevos amigos y aliados, que lo ayudarán a descubrir su verdadera identidad. ¿Mowgli hace parte de los humanos o de los animales? Con el
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2021

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    El libro de la selva - Rudyard Kipling

    ¡Las travesías que todos los niños deberíamos vivir¡

    Yo siempre fui lectora, quizá por eso siempre he creído en las hadas, Peter me enseñó que existían cuando era muy pequeña y cuando mi hijo río por primera vez, sentí que les daba vida a miles de hadas.

    Los libros me dieron una vida y esto inició cuando yo era muy pequeña; empezó con los clásicos con los que hoy damos la bienvenida a esta Colección de Travesías Asombrosas, y fue mi mamá, quién, uno tras otro, me los fue presentando, algunos en libros, otros en películas –de las cuales siempre luego llegaba el libro–. No recuerdo con precisión si el primero fue Peter Pan o Alicia en el País de las Maravillas, pero recuerdo que empezaron a llegar a mi vida uno tras otro. Nunca olvidaré cómo Mowgli, Bagheera y Baloo acompañaban mis tardes al llegar del colegio, ni cómo soñaba con ser Wendy, porque sí, debo aceptarlo, me encantaban las doncellas. Siempre quise encontrarle un corazón al Espantapájaros al inició del libro, me dolía verlo página tras página sin darse cuenta de que él ya tenía un precioso corazón.

    Cada uno de los libros que componen esta colección significó algo para mí, y para cada uno de los editores que trabajamos en Calixta, todos de una forma u otra, nos vimos tocados en nuestra infancia por libros que nos abrieron la puerta a mundos nuevos, universos de otra forma inalcanzables, y todos, les estamos profundamente agradecidos, porque esos libros que leímos cuando éramos solo unos peques nos llevaron a vivir nuestras vidas dedicados a las historias y a la magia.

    Mi madre me enseñó a soñar, me dio las herramientas para volar, amaba estas historias tanto o más que yo, por eso, esta colección es mi forma de rendirle un pequeño homenaje y darle las gracias.

    Gracias, mamita, porque tu magia me acompañará toda la vida.

    ¡Bienvenidos, lectores, es hora de embarcarse en la gran travesía que hasta ahora comienza!

    La mamá de la camada

    Travesías extraordinarias en la selva de Seeonee

    En mi niñez nunca fui una persona lectora, pero mis padres siempre me inculcaron el gusto por el cine y como toda niña mis mejores recuerdos son de las películas de Disney. Estas, aún ahora, me llenan de una gran emoción y me hacen revivir mis años de infancia: así fue como conocí a Mowgli y a todos sus amigos. Ahora, al leer este clásico, no me quedan más que reflexiones. Es verdad que son historias que entretienen a los niños, pero también dejan grandes enseñanzas que solo se pueden recoger al leerlas con una mente más madura.

    La selva de Seeonee tiene un equilibrio perfecto que solo se logra al seguir la ley de la selva que, para los animales, es de vital importancia cumplir ya que creen que es el deber para poder convivir en armonía. Los animales que allí habitan tienen claro quiénes son sus líderes y estos actúan con total sabiduría, siempre pensando que sus acciones deben ser en pro de la comunidad y no del individuo.

    De la nada llega un cachorro de hombre que los hace cuestionarse e ir en contra de lo que piensan para salvar a ese pequeño, un chiquillo que, con el tiempo, se gana el respeto y cariño de casi todos los animales de la selva al seguir todas sus leyes y quien, con el pasar de sus aventuras, acoge y adapta lo mejor de cada mundo, lo que aprendió de los animales y de lo que es su naturaleza humana.

    Este libro me llevó a reflexionar sobre la relación que tenemos con los animales y la naturaleza en general, en cómo el ser humano se inventa y cree con fervor erróneo en una grandeza y superioridad sin límite, una superioridad que lo hace, muchas veces, despreciar y subestimar a los animales y su nobleza, ignorando lo mucho que podríamos aprender de ellos. Si los viéramos con ojos de niños ansiosos por aprender y entender lo que nos rodea, si eliminamos el egoísmo de nuestro corazón y nos relacionamos de la manera más pura y desinteresada podríamos llegar a un equilibrio con la naturaleza.

    Como traductora, puedo decir que hay palabras que no tienen traducción y es mi deber tratar de que ustedes, los lectores, lleguen a entender todos los sentimientos y pensamientos que el autor quiso plasmar en esta obra, que estas ideas lleguen a ustedes en su plenitud y puedan disfrutar al cien por ciento de esta lectura.

    He aquí El Libro de la selva, en una versión que solo encontrarás en Calixta Ediores. Espero que lo disfrutes tanto como yo disfruté el trabajar en él.

    La traductora

    Prólogo del autor

    Numerosas son las consultas a especialistas generosos que exigen una obra como la presente, y el autor faltaría, a todas luces, al deber que le impone el modo como aquellas han sido contestadas, si dejara aquí de hacer constar su gratitud.

    Debo dar gracias, en primer término, al sabio y distinguido Bahadur Shah, elefante destinado a la conducción de equipajes, que lleva el número 174 en el libro de registro oficial de la India, el cual, junto con su amable hermana Pudmini, suministró con la mayor galantería la historia de «Toomai el de los elefantes» y buena parte de la información contenida en «Los servidores de Su Majestad». Las aventuras de Mowgli fueron recogidas, en varias épocas y lugares, de multitud de fuentes que se mantendrán incógnitas por solicitud de los interesados.

    El autor se considera también en libertad para dar las gracias a un caballero indio de los de vieja cepa, a un apreciable habitante de las más altas lomas de Jakko por su persuasiva, aunque algo mordaz crítica de los rasgos típicos de su raza: los Presbipitecos .

    Sahi, sabio diligentísimo y hábil, miembro de una disuelta manada que vagaba por las tierras de Seeonee, y un artista conocidísimo en la mayor parte de las ferias locales de la India meridional, donde atrae a toda la juventud y a cuanto haya de bello y culto en muchas aldeas bailando, puesto el bozal, con su amo ha contribuido también a este libro con valiosísimos datos acerca de diversas gentes, maneras y costumbres. De estos se ha usado abundantemente en las narraciones tituladas: «¡Al tigre! ¡Al tigre!», «La caza de Kaa» y «Los hermanos de Mowgli».

    Debo confesar igualmente que el cuento «Rikki-tikkitavi» es, en líneas generales, el mismo que relató uno de los principales erpetólogos de la India septentrional, atrevido e independiente investigador que, resuelto «no a vivir, sino a saber», consagró su vida al estudio incesante de la Thanatofidia oriental. Una feliz casualidad permitió al autor viajar a bordo del Emperatriz de la India y ser útil a uno de sus compañeros de viaje.

    Quienes leyeren el cuento «La foca blanca» podrán juzgar por sí mismos si no es este un espléndido pago a sus servicios.

    El autor

    LOS HERMANOS DE MOWGLI

    «Desata a la noche Mang, el murciélago:

    En sus alas acarréala Rann, el milano;

    Duerme en el corral la vacada y de corderos duerme el atajo;

    Tras las reforzadas cercas se esconden

    Pues hasta el amanecer con libertad vagamos.

    Orgullo y fuerza, zarpazo pronto, prudente silencio:

    Es nuestra hora. ¡Resuena el grito!

    ¡Para el que observa la ley que amamos, caza abundante!»

    Canción nocturna en la selva.

    En las colinas de Seeonee daban las siete aquella bochornosa tarde. Papá Lobo se despertó de su sueño diurno se rascó, bostezó, alargó las patas, primero una y luego la otra para sacudirse la pesadez que todavía sentía en ellas. Mamá Loba continuaba echada, apoyado el grande hocico de color gris sobre sus cuatro lobatos, vacilantes y chillones, en tanto que la luna hacía brillar la entrada de la caverna donde todos ellos habitaban.

    —¡Augr! —masculló el lobo padre—. Ya es hora de ir de caza de nuevo.

    Iba a lanzarse por la ladera cuando una sombra, no muy corpulenta y provista de espesa cola, cruzó el umbral y dijo con lastimera voz:

    —¡Buena suerte, jefe de los lobos, y que la de tus nobles hijos no sea peor! ¡Que les crezcan fuertes dientes y que nunca, en este mundo, se les olvide tener hambre!

    El chacal Tabaqui, el lameplatos, era quien así hablaba. Los lobos, en la India, desprecian a Tabaqui porque siempre mete cizaña de un lado para otro, siembra chismes, come desperdicios y pedazos de cuero que busca entre los montones de basura que hay en las calles de los pueblos. Le temen, sin embargo, aunque lo desprecian, porque Tabaqui, más que nadie en toda la selva, tiende a perder la cabeza y entonces olvida lo que es tener miedo, corre por la espesura y muerde a cuanto se le pone enfrente. Cuando Tabaqui pierde la cabeza, hasta el tigre se esconde, porque lo más deshonroso que puede ocurrirle a un animal salvaje es la locura. Los hombres le damos el nombre de hidrofobia, pero ellos la llaman «dewanee» (la locura) y huyen al mencionarla.

    —Bueno; entra y busca —dijo Papá Lobo—. Sin embargo, te advierto que aquí no hay comida.

    —No para un lobo —respondió Tabaqui— pero para un infeliz como yo, un hueso constituye un exquisito banquete. ¿Quiénes somos los Gidurg-log (el pueblo chacal) para andar escogiendo?

    Y a toda prisa se dirigió al fondo de la caverna allí encontró un hueso de gamo con algo de carne aún adherida y se puso a comerlo alegremente.

    —Muchas, muchas gracias por tan excelente comida —dijo luego relamiéndose—. ¡Ah! ¡Qué hermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos tan grandes tienen! ¡Y además tan jóvenes! Pero esto no debiera causarme asombro, es verdad, pues basta recordar que los hijos de los reyes son ya hombres desde su nacimiento.

    Es inútil decir que, como otro cualquiera, Tabaqui sabía que no hay nada tan fuera de lugar como elogiar a los niños estando ellos presentes y que le divertía por extremo ver en aquella situación embarazosa a Mamá Loba y a Papá Lobo.

    Tabaqui permaneció inmóvil, gozando con el daño causado, y añadió luego, despechado:

    —Shere Khan el Grande ha cambiado de cazadero. Según me han dicho, cazará en estas colinas durante la próxima luna.

    Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a cinco leguas de distancia.

    —Ningún derecho le asiste para ello —protestó enojado Papá Lobo—. De acuerdo con la ley de la selva, debe advertirlo debidamente antes de cambiar de lugar. Asustará a toda la caza en dos leguas y media a la redonda y, en estos momentos, yo... yo tengo que trabajar el doble.

    —Por algo su madre le puso por nombre Lungri (el Cojo) —musitó Mamá Loba—. Es cojo de nacimiento, y por eso nunca pudo matar más que ganado. Ahora lo persiguen los campesinos de Waingunga y se viene aquí a molestar a los nuestros. Ellos revolverán toda la selva buscándolo cuando ya esté lejos, y nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando prendan fuego a la maleza. ¡Te digo que le estaremos muy agradecidos a Shere Khan!

    —¿Quieren que se lo diga? —preguntó Tabaqui.

    —¡Fuera! —replicó Papá Lobo, enfadado—. ¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! ¡Ya hiciste bastante daño esta noche!

    —Me voy —dijo suavemente Tabaqui—. Desde aquí puede oírse a Shere Khan allá abajo, en la espesura. Pude haberme ahorrado traerles esta noticia.

    Escuchó atentamente Papá Lobo y allá, en el valle que descendía hasta el río, oyó el seco, colérico y pérfido lamento del tigre cuando no ha podido cobrar ni una sola presa y poco le importa entonces que toda la selva lo sepa.

    —¡Imbécil! —exclamó Papá Lobo— ¡Empezar el trabajo de esta noche con semejante ruido! ¿Creerá acaso que nuestros gamos son como sus cebados bueyes de Waingunga?

    —¡Chitón! No son bueyes ni gamos lo que caza esta noche —respondió Mamá Loba—. Lo que hoy busca es al hombre.

    El quejido se había convertido ya en algo como un zumbador ronroneo que parecía llegar a todo el ámbito de la comarca. Era aquel rumor especial que turba a los leñadores y a toda la gente errante que duerme al raso, y que a veces los hace correr tan desatinados que se arrojan en las mismas fauces del tigre.

    —¡Al hombre! —dijo Papá Lobo mostrando la doble hilera de blanquísimos dientes. —¡Jaug! ¿No hay acaso suficientes escarabajos y ranas en los pozos para que ahora se le ocurra comer carne humana? ¡Y de añadidura en terreno nuestro!

    La ley de la selva –que nunca ordena algo sin tener motivo para ello– prohíbe a toda fiera que coma hombre, excepto en el caso de que esta mate para enseñar a sus pequeñuelos a matar; pero, aun en este caso, es necesario que cace fuera del cazadero de su manada o tribu. La verdadera causa de esta disposición es que toda matanza humana trae consigo, tarde o temprano, a los hombres blancos montados en elefantes y armados de fusiles, acompañados de algunos centenares de hombres de color con batintines, explosivos y antorchas. Y entonces a todo el mundo en la selva le toca sufrir. Por lo que toca a la razón que entre sí se dan las fieras, es que el hombre es el más débil e indefenso de todos los seres vivientes y que no es digno de un cazador poner la mano sobre él. Alegan también –y es cierto– que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

    El ronroneo se hizo más intenso y finalmente terminó con el ¡Aaar! que lanza el tigre a plena voz en el momento de atacar.

    Se oyó entonces un aullido —impropio de un tigre— lanzado por Shere Khan.

    —Erró el golpe —dijo Mamá Loba—. ¿Qué sucede?

    Salió Papá Lobo corrió la distancia de unos cuantos pasos, y oyó a Shere Khan murmurando y gruñendo furioso, en tanto se revolcaba en la maleza.

    —A ese necio se le ocurrió nada menos que saltar por encima del fuego encendido por unos leñadores, y se le quemaron las patas —dijo Papá Lobo, con mal humor.

    Tabaqui está allí, con él.

    —Alguien sube por la colina —observó Mamá Loba enderezando una oreja—. Prepárate.

    Crujieron levemente las hierbas en la espesura; Papá Lobo se agachó, pronto a dar el salto, con los cuartos traseros junto a la tierra. De haber estado allí, hubieran podido ver la cosa más maravillosa del mundo: a mitad de su salto, se detuvo el lobo. Brincó antes de haber visto contra qué se lanzaba, y, repentinamente, trató de detenerse. El resultado fue que salió disparado hacia arriba, verticalmente, hasta un metro o metro y medio de altura, y luego cayó de nuevo en el mismo lugar.

    —¡Un hombre! —exclamó disgustado. —Un cachorro humano. ¡Mira!

    Frente a él, apoyado en una rama baja, se erguía, enteramente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: una cosa, la más simpática y pequeña, la más fina y gordinflona que jamás se había presentado de noche ante la caverna de un lobo. Miró a este cara a cara y se rio.

    —¿Es eso un cachorro de hombre? —dijo Mamá Loba—. Nunca vi ninguno. Tráelo.

    Un lobo, si es preciso, puede llevar un huevo en el hocico sin romperlo, pues está acostumbrado a mover de un lado al otro a sus propios pequeñuelos; de esta manera, aunque se juntaron las quijadas de Papá Lobo sobre la espalda del niño, ni un solo diente le arañó la piel, la que apareció intacta al colocarlo entre los lobatos.

    —¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo está! Y... ¡qué valiente! —dijo dulcemente Mamá Loba. El niño se abría paso entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel—. ¡Vaya! Ahora come con los demás. Entonces este es un cachorro de hombre, ¿eh? ¿Hubo alguna vez algún lobo que pudiera jactarse de tener uno entre sus hijos?

    —De eso oí hablar algunas veces, pero nunca respecto de nuestra manada o que hubiera ocurrido en mis tiempos —contestó Papá Lobo—. Carece completamente de pelo y bastaría que yo lo tocara con el pie para matarlo. Pero mira: nos ve y ni siquiera tiene miedo. De pronto, el resplandor de la luna que penetraba por la boca de la caverna quedó interceptado por la enorme cabeza cuadrada y por una parte del pecho de Shere Khan que se asomaba a la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía con voz aguda:

    —¡Señor, señor, se metió aquí!

    —Shere Khan nos honra en extremo con su visita —dijo Papá Lobo, pero sus iracundos ojos desmentían sus palabras—. ¿Qué desea, Shere Khan?

    —Mi presa. Un cachorro humano pasó por aquí. Sus padres huyeron. Dámelo.

    Como dijo Papá Lobo, Shere Khan había saltado por encima de un fuego encendido por los leñadores, y se sentía furioso por el dolor de las quemaduras que tenía en las patas. Sin embargo, Papá Lobo sabía muy bien que la boca de la caverna era suficientemente estrecha como para que pudiera pasar por ella el tigre. Aun en el sitio donde se encontraba Shere Khan, tenía que encoger penosamente sus patas y la parte superior de su pecho, como le sucedería a un hombre que intentara pelear con otro dentro de una cubeta.

    —Los lobos son un pueblo libre —le respondió Papá Lobo—. Solo obedecen las órdenes del jefe de su manada y no las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro... para matarlo, si nos place.

    —¡Si nos place! ¡Si nos place! ¿Qué significa eso de si nos place o no? ¡Por el toro que maté! ¡Es cosa de preguntarse hasta cuándo debo estar oliendo esta perruna guarida para que se me entregue lo que en justicia se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que les habla!

    Por todos los rincones de la caverna resonó el rugido del tigre. Separándose de los lobatos, Mamá Loba se adelantó, fijando sus ojos en los llameantes de Shere Khan; y los ojos de la loba parecían dos lunas verdes brillando en la oscuridad.

    —Y yo soy Raksha (el demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá y correrá junto con nuestra manada y cazará con ella; y, finalmente, y escuche bien, señor cazador de desnudos cachorrillos..., devorador de ranas... acecino de peces..., finalmente, él será quien, a su vez, lo cace a usted. Así que, ahora, ¡lárguese! o por el sambar que maté, pues yo no como ganado hambriento, le aseguro, fiera chamuscada de las selvas, que volverá su merced al regazo de su madre más cojo aun que al venir al mundo. ¡Lárguese!

    Papá Lobo la miró con aire estupefacto... Ya casi había olvidado aquellos tiempos en que ganó a Mamá Loba en fiero combate con cinco lobos, cuando ella tomaba parte en las correrías de la manada; llamarla demonio no era un mero cumplido.

    Quizás Shere Khan hubiera desafiado a Papá Lobo, pero no podía resistirse contra Mamá Loba; sabía que, en el lugar en que se encontraban, todas las ventajas eran para ella y lucharía hasta morir. Se retiró, pues, rezongando, de la boca de la caverna, y, cuando se vio libre, gritó:

    —¡Cada lobo aúlla en su caverna! Veremos qué dice la manada acerca de eso de criar cachorros humanos. ¡El cachorro es mío y finalmente vendrá a parar a mis dientes, rabiosos ladrones!

    Jadeante se echó de nuevo Mamá Loba entre sus lobatos, y Papá Lobo le dijo gravemente:

    —Mucho hay de verdad en lo que dijo Shere Khan. Es necesario enseñar el cachorro a la manada. ¿Persistes en quedarte con él, Mamá?

    —¡Quedarme con él! —respondió ella suspirando—. Desnudo vino, de noche, hambriento y solo; y, con todo, no tenía miedo. Mira: ya echó a un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo quería matarlo y escaparse después al Waingunga, en tanto que los campesinos, en venganza, venían aquí a cazar a nuestros cúbiles! ¡Quedarme con él! ¡Por supuesto que me quedaré con él! Acuéstate quietecito, renacuajo. Vendrá el tiempo, Mowgli -porque en adelante te llamaré Mowgli, la rana- en que no seas tú el cazado por Shere Khan, sino quien le cace a él.

    —Pero, ¿qué dirá nuestra manada? —dijo Papá Lobo.

    La ley de la selva ordena que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada a que pertenece; pero también que, tan pronto como los cachorros tengan edad suficiente para sostenerse en pie, deberá llevarlos al Consejo de la manada con el fin de que los otros lobos puedan identificarlos; el Consejo se celebra una vez al mes, al resplandor de la luna llena. Después de la inspección, quedan en libertad los lobatos para correr por donde les plazca; hasta que no hayan matado al primer gamo, no se admite ninguna excusa en favor del lobo de la manada que sea ya mayor y mate a alguno de los lobatos. Al asesino se le impone como castigo la pena de muerte, donde pueda encontrársele; si se piensa durante un momento sobre esto, se verá que es realmente lo justo.

    Papá Lobo esperó un poco hasta que sus cachorros pudieran corretear, y luego la noche de la reunión de toda la manada, los cogió, junto con Mowgli y con Mamá Loba, y llevó a todos a la Peña del Consejo, que era una cima cubierta de piedras y guijarros en donde podían ocultarse un centenar de lobos.

    Echado cuan largo era sobre su peña, estaba Akela, el enorme y gris Lobo Solitario que había llegado a ser jefe de la manada gracias a su fuerza y habilidad. Más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos los tamaños y colores: había veteranos de color de tejón que podían enfrentarse a solas con un gamo y había también lobos de tres años que solo presumían que podían enfrentarse a uno. Desde hacía un año, el Lobo Solitario los guiaba a todos. En su juventud había caído dos veces en una trampa y en otra ocasión había sido apaleado hasta darse por muerto. Sabía muy bien, pues,

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