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Infierno en cimarro
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Libro electrónico507 páginas7 horas

Infierno en cimarro

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Información de este libro electrónico

Cuando Tomás sale del Hospital Siquiátrico, se promete a sí mismo que seguirá su vida con normalidad para mantener ese oscuro pasado en secreto. Por eso no le da importancia a las visiones del futuro que continúan llegando a su cabeza: perros endemoniados, militares que acaban con el pueblo, enormes plantas de maíz de un brillo exuberante. Cuando a
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2021
ISBN9789585162303
Infierno en cimarro
Autor

Alfonso David Sandoval

Alfonso David Sandoval Muñoz nació en la ciudad de Cali, parte de su vida la dedica al trabajo en el agro colombiano por varias regiones del país. De esas experiencias nacen las ideas para sus primeros relatos. En la actualidad es extensionista rural de uno de los gremios más importantes de Colombia con campo de acción en los departamentos de Cauca y Valle del Cauca. Amante del cine, de las series y de la literatura de terror y ciencia ficción, entre otros. Ha publicado relatos en antologías y escrito artículos en el periódico gremial.

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    Infierno en cimarro - Alfonso David Sandoval

    Portada_Plana_infierno_en_cimarro.png

    ©️2021 Alfonso David Sandoval

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Abril 2021

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5162-30-3

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

    Editor: Alvaro Vanegas @AlvaroEscribe

    Corrección de estilo: Dahanna Borbón Hernández

    Corrección de planchas: María Fernanda Carvajal

    Maqueta e ilustración de cubierta: Julián Tusso @tuxonimo

    Diagramación: Julián Tusso @tuxonimo

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    Dedico este libro a mis padres Alfonso y Margoth, gracias por todo.

    A mis hermanos Diana y Emmanuel quienes siempre han estado ahí.

    A mis hijos Josué y Gabriel por ser el motor que me llena de ideas y sueños.

    A Calixta Editores por darme la oportunidad de publicar mis letras.

    A ti lector por permitir enseñarte el mundo que con tanto esfuerzo disfruté escribiendo.

    Prólogo

    La noche apestaba a muerte.

    El pequeño Mario Castro jugueteaba con la figura de acción de un anime japonés en la cafetería que se encontraba al lado de la cancha de fútbol. El niño dejó su muñeco sobre la mesa con una amplia sonrisa. La figura, que era la de un lagarto gigante con un casco de caballero del medioevo, se ladeó y cayó sobre la mazorca de maíz asada que se estaba comiendo; el motivo: el aterrizaje de dos cuervos de enorme tamaño.

    Mario quedó pasmado. Las aves de porte imperioso batieron sus alas y se dirigieron al borde de la mesa en donde se hallaba. Al hacerlo, tiraban picotazos y emitían terroríficos graznidos como de ultratumba. El pequeño, por la impresión, se levantó de la silla, perdió el equilibrio y mientras caía, observó cómo las aves empezaron a dar picotazos a los granos de la mazorca que él mismo había pedido que bañaran en mantequilla.

    Su reacción fue gritar con todas sus fuerzas, pero no había nadie. Sus padres, amigos, la gente que atendía la cafetería se encontraban concentrados en el partido de fútbol. Sus gritos fueron ahogados por la euforia de un gol.

    Mientras tanto, en la cancha los hinchas de ambos equipos animaban a los jugadores con entusiasmo. Era la final del campeonato local de fútbol. El marcador era 1 – 1. La escuela Cimarrense era la favorita, pues había ganado los últimos cinco torneos. El equipo contaba con jugadores de alta calidad, como el centrocampista Aníbal Guerrero, quien hasta ese momento ostentaba el título de máximo goleador del campeonato con diez goles y dieciocho asistencias. Además, en sus filas estaba el portero Tomás Alfaro, guardameta que poseía la valla menos vencida; el único tanto lo había recibido hacía dos minutos, producto de un cabezazo que resultó de un tiro de esquina del equipo del colegio Distrital.

    Faltaban cinco minutos para el final del juego. Si el marcador no aumentaba a favor de alguno de los grupos, el campeonato escolar se definiría por tiros desde el punto penal.

    —¡Vamos, equipo! —dijo John, un hincha eufórico de la escuela cimarrense—. ¡Necesitamos un gol para enviar a esos pendejos de la distrital a llorar a sus casas! —el hincha se carcajeó a modo de burla—. ¡Tomás! ¡Si ganan te invito una cerveza!

    No era el único, a su lado había un centenar de personas con gorras y camisetas escarlatas que venían adornadas con la estampa de una mazorca de maíz, símbolo del conjunto cimarrense. Al frente de la tarima, la mascota del equipo, un choclo amarillento de ojos saltones y piernas largas, ondeaba con orgullo la bandera del colegio: un banderín de color azul en cuyo centro había un libro entreabierto rodeado de maizales teñidos de amarillo y verde. En la parte posterior flotaba una leyenda: «Fe y Sabiduría».

    Los gritos aumentaban a medida que el tiempo se agotaba. En ese momento, Aníbal Guerrero había interceptado un pase en el medio campo. Los cimarrenses empezaron a corear su nombre al unísono. Los hinchas del colegio Distrital estaban enmudecidos; luego de un rato, algunos comenzaron a rechiflar con desespero, al principio con leves murmullos, pero después de un tiempo, la lucha por la barra que más apoyara a su equipo estaba casi pareja.

    Los chiflidos y gritos de aliento inundaron el estadio. El capitán del equipo de fútbol del colegio de Cimarro era un joven alto y corpulento, veloz como pocos. Esquivó primero a un defensa; luego a dos jugadores que quisieron cortarle la jugada, después alcanzó a recorrer unos metros y realizó un pase a profundidad que llegó a los pies del número once del equipo; cuando este se encontró solo frente al portero, el campo de juego enmudeció. El número once tiró un riflazo que sobrepasó al guardameta. Los hinchas del colegio de Cimarro se levantaron de las bancas para celebrar el ‘casi gol’, cuando de repente, un defensa del equipo contrario recibió el pelotazo en el rostro, justo cuando el balón se disponía a entrar en la portería.

    —¡No puede ser! —gritó John, al tiempo que tiraba la gorra del equipo contra el suelo—. ¡Casi ganamos! —susurró para sí mismo—. Ahora somos tan de malas que nos meten uno.

    Era el minuto 88. El balón que había golpeado en el rostro del defensa voló por los aires hasta caer en los pies del media punta de la Distrital, un chico de apellido Santos que llevaba el número diez en la camiseta. Faltaba un minuto para que el árbitro pitara el final del partido. Era la última oportunidad de los visitantes para obtener la victoria. El número diez era un chico de estatura baja y de porte larguirucho, pero de gran velocidad. En unos segundos, el jugador de uniforme azul turquí se hallaba frente al portero Tomás. Ahora los cimarrenses eran los que rechiflaban con todas sus fuerzas. El portero estaba estático, como ido. Santos pasó por su lado sin que el arquero se inmutara y con un golpe suave, el número diez marcó el gol.

    El estadio estalló. Los gritos eufóricos de los hinchas y jugadores del equipo del colegio Distrital no lo podían creer. Habían marcado un gol. El gol de la victoria. Un gol que les dio el campeonato de fútbol escolar del año de 1988.

    John se echó hacia atrás y cayó con su exagerado peso sobre la banca de madera. Estaba desconcertado. No solo él, sino todos los hinchas del equipo cimarrense. Ni siquiera sabía con certeza si aquel gol, de verdad, había ocurrido.

    El portero del equipo, pese a la anotación, se encontraba impávido ante el reclamo de sus compañeros de juego, en especial el del capitán Aníbal Guerrero.

    El árbitro dio el pitido final.

    Los del colegio Distrital comenzaron a festejar. Los hinchas del colegio de Cimarro fueron desocupando el estadio de a poco. La mayoría echando alguna maldición contra el portero; otros en absoluto silencio marcados por la resignación. John se quedó en su sitio, en una de las filas que estaba ubicada en el medio de las gradas. Observó con tristeza como el portero Tomás era llevado hacia el vestíbulo con el cuerpo técnico y el resto de los jugadores. A su amigo de toda la vida lo traían cargado dos compañeros. El portero literalmente era arrastrado en medio del campo que ahora lucía invadido por los saltos y gritos de euforia de los estudiantes del colegio ganador.

    —Bonita hora para «viajar», Tomás —dijo John y emitió un largo suspiro—. Esta vez la embarraste feo.

    Un momento después, se oyó un espantoso chillido, un quejido que sonaba a muerte. John se asustó, aquel ruido provenía del cielo. Una bandada de cuervos sobrevolaba la noche. El particular ruido le hizo rechinar los dientes y le puso los pelos de punta. A su lado había caído un cuervo, con tanta fuerza que sus sesos se desparramaron por todos lados.

    John se levantó de la gradería y observó con horror el resto del campo, sus ojos no podían creer lo que estaban viendo, había varios cuervos regados por toda la cancha. Entonces, por primera vez sintió el olor nauseabundo que le rodeaba. La magia del fútbol había desaparecido y fue allí cuando la realidad lo golpeó en los intestinos.

    John no pudo contener el calor que emergía de la garganta y, en mitad de la gradería, vomitó; sin embargo, nadie de la Distrital se dio cuenta. En la cancha solo se escuchaban los gritos de euforia: «¡Somos del colegio Distrital! ¡Somos los campeones!».

    Capítulo 1

    Me encuentro en lo que, en otros tiempos, había sido la sala de computación. La habitación está rodeada por ordenadores viejos que se amontonan sobre unas mesas metálicas repletas de óxido. El olor del metal mezclado con el perfume de la doctora Amanda me hace estornudar. Ella levanta un poco la mirada y sigue escribiendo en la libreta todo lo que digo, todo lo que hago. Escribe cualquier cosa que le permita seguir torturándome.

    —¿Quieres tomar un café o un chocolate? —me dice con tono tranquilo. La sicóloga, que no debe tener más de 25 años, es de figura delgada, tez blanca y el cabello de un tono rubio cenizo que le llega a ras del cuello.

    En realidad, no me provoca nada de lo que ella me ofrece; sin embargo, acepto. Debo ponerla de mi lado y la única forma de terminar con esta pesadilla es haciéndole caso, hasta donde pueda.

    La doctora me sirve café, lo suficiente, para un vaso desechable. La bebida está tan caliente que parece que el vaso se va a derretir. Cuando soplo, el humo me irrita el labio.

    —También tengo un paquete de galletas ducales para que no se tome ese café solo, ¿no le provoca?

    —No, así está bien —miento como siempre—. Antes de venir me metí un buen desayuno.

    Amanda lanza una bonita sonrisa y se acomoda en la silla plástica que se encuentra detrás del escritorio. Sé que debería empezar a hablar, pero no puedo. Me pregunto, ¿por qué me trata tan bien? Eso ofusca mis planes de hacerme el chico malo para que ella deje de verme.

    —Entonces empecemos, ¿quieres contarme lo que pasó en el partido de fútbol?

    Por supuesto que no quiero, pienso. Pero es lo último que haría. Eso sería echarme la soga al cuello. Por eso debo inventarme algo. ¡Tú no puedes saber la verdad!

    —Pues me confié —respondo y acomodo el vaso sobre el escritorio para disimular el temblor de mi mano—. Pensé que anotaríamos ese gol, cuando de la nada, aparece la cara del defensa del Distrital tapando el tiro y, para rematar, el balón cae justo en los pies de ese pelado Santos. Me cogieron con la guardia baja y me demoré en reaccionar. Lo que me pasó fue un ataque de pánico, no tiene que ver nada con algo misterioso.

    La doctora me dedica una mirada tranquila que me hace sentir extraño, pero que, al mismo tiempo, me desespera porque necesito ocultar la visión que tuve en el partido de fútbol.

    —¿Y por qué hablas de algo misterioso?

    Me pongo frío de los nervios. No puede ser… o la doctora es muy inteligente o yo soy un completo idiota, ¿por qué tenía que nombrar la palabra «misterioso»…?

    —Por lo de los cuervos —digo porque es lo primero que me viene a la cabeza—, escuchó la noticia, ¿cierto? Al final del partido aparecieron como veinte cadáveres de esas aves, es más, a ese pelado Mario, el de primaria, se lo llevaron en una ambulancia porque apareció desmayado.

    —Sí, algo escuché ayer en la radio, pero eso ya lo están investigando, no hay de qué preocuparse, parece que fue por una intoxicación, algún veneno o una mala aplicación en algún maizal.

    —Puede ser, ¿pero no le parece extraño?

    Espero que con esto logre arreglar la embarrada que dije hace unos segundos, lo que en realidad pasó no puede salir de mi boca.

    —Pues la verdad, no… en un pueblo que vive de la agricultura esas cosas pasan —la doctora pausa lo que dice y escribe algo en la libreta—… Volviendo al tema, lo que te pasó en el campo de juego fue un ataque de pánico y por eso no pudiste moverte. No es común, pero puede pasar. Ahora te pregunto: ¿Por qué el ataque siguió en los vestidores? Tus compañeros me dicen que estabas tan perdido que uno de ellos te lanzó un pupitre y tú no hiciste nada. Es más, si quieres los traigo y les preguntamos. ¿Crees que deba hacerlo?

    —No, doctora —respondo tratando de disimular el quebranto en mi voz—. No hace falta, como ya le dije, fue un ataque de pánico.

    —Escucha, voy a ser sincera. Esa historia no me la trago. Aquí lo que importa es que confíes en mí, que me lo cuentes todo y sin pena. Hablé con tus profesores y algunos aseguran que eres un genio, pero que se ve que tienes problemas, por otro lado, está lo de ser de los mejores jugadores del equipo de fútbol… por eso estamos aquí, por tu salud y porque eres importante para el colegio —de nuevo viene una pausa que se me hace eterna, como si ella estuviera pensando qué decir—. Como ya te dije, antes de la entrevista tuve una charla con los jugadores y la mayoría tiene un testimonio parecido. ¿Quieres que lo lea?

    —¿Es necesario? —respondo en voz baja.

    —Pues claro que lo es.

    Asiento con mi cabeza y cierro los ojos durante unos segundos.

    —El capitán Aníbal Guerrero dijo: «Tomás se encontraba como ido en los vestidores, tanto así que uno de los del equipo le lanzó un pupitre para ver si despertaba, pero fue peor. Sé que estuvo malhecho, pero luego de eso, el portero comenzó a saltar de un lado para otro mientras decía incoherencias como: ¡Perros del infierno que salen de la tierra!, y que todo el pueblo estaba cubierto de cenizas y otras estupideces, como la de los soldados con máscaras antigases que nos atacaban a todos…».

    —¡Sé lo que dije! —interrumpo—. Estaba dolido y por eso solté ese montón de tonterías.

    —Dolido, ¿por qué?

    No puedo decirle que cuando estaba en el partido de fútbol inicié un viaje que me trasportó a otro lado. No puedo decirle que mi cuerpo estaba en la portería mientras que mi alma o espíritu o no sé qué, se hallaba en un mundo en donde Cimarro había desaparecido por culpa de unos militares que acababan con todo. Tampoco puedo manifestarle que, en aquella rareza, había perros que salían de la tierra y que alojaban una extraña brillantez, en especial un perro siberiano. Eran bestias de tono verde, con hojas de maíz que salían de sus cuerpos y cuyos ojos carmesíes desbordaban sed de sangre. ¿Cómo le voy a decir eso, doctora? Si lo hago, mi pasado sería descubierto. En el colegio sabrían que estuve dos años internado en un hospital siquiátrico. ¡No quiero volver allí! ¡Tendré que inventarme otra cosa!

    —¡Porque extraño a mi padre! —respondo y le doy un golpe con mi puño a la mesa.

    La doctora se sobresalta.

    —Oh, ya entiendo —dice con la mayor calma posible—, ¿hace cuánto murió?

    —En enero serán cinco años.

    —Tengo entendido que era el comandante de la policía del pueblo. ¿Es por eso por lo que demoraste dos años en regresar a estudiar?

    La doctora está tocando temas de los que no quiero hablar. Ya sé que soy el mayor de mi clase, pero lo soy porque durante un tiempo estuve internado.

    —Sí —respondo—. En esos años me quedé en casa estudiando con mi madre. ¿Sabe? No fue fácil, pero traté de seguir adelante.

    Examino el rostro de ella. Trato de leer cada expresión. Tiene el labio fruncido y parece que no me está creyendo. Cuando hago contacto visual, una sonrisa casi imperceptible para el desatento se asoma en su rostro pálido.

    —Por favor… continúa —dice mientras que el bolígrafo prolonga la escritura en la libreta.

    Me tenso.

    —Fue muy duro para mí. Él y yo éramos muy unidos. Lo que más me hace falta es cenar en familia. Siempre que llegaba del trabajo nos contaba las historias de lo que le pasó en su día. Nos reíamos y yo también le contaba las de la escuela. Pero desde que se fue, las cosas ya no son así.

    La doctora no dice nada. Permanece con la cabeza baja y los ojos fijos en la libreta. Sigue escribiendo. ¿Qué estará anotando? ¿Que estoy loco?

    No sé por cuánto tiempo pueda seguir soportando esto: primero la pérdida de papá que hizo que mi madre se convirtiera en una persona agresiva y malhumorada. Y ahora, para completar el cuadro absurdo, aparecen estas visiones que van de mal en peor.

    —Disculpa —Me dedica una mirada de lástima que me hace sentir inservible—. Por favor, sigue…

    —No tengo nada más que decir, doctora. Ese es el resumen de cómo me siento.

    —A veces queremos tanto a alguien que se nos hace difícil dejarla ir. La vida sigue y debemos…

    Solo presto atención a las primeras palabras, el resto ya lo sé de memoria. Lo he escuchado cientos de veces de mi amigo John, de Natalie, del Padre de la iglesia. Esa información es vieja; lo que sí es real, es el sentimiento que he vivido por la ausencia de papá en los últimos años; sin embargo, lo que más deseo es no tener que volver a sentarme en esta silla para hablar con la sicóloga. Cuando noto que deja de mover sus labios, descanso.

    —Muchas gracias, doctora —digo con un tono de voz que me sale tan sincero que albergo la esperanza de que la pesadilla termine—. Ya me siento mucho mejor. Creo que lo que pasó en el partido no volverá a suceder.

    Se supone que esto era una charla de evaluación, espero haberla pasado.

    —Listo, Tomás —responde con su cara más amable—. Continuamos la próxima semana a las siete. Ya es hora de ir a clase. Cuídese.

    Un aire frío sacude mi columna. No esperaba tener que volver a verla. Tengo que regresar. ¡He fallado!

    Alzo los hombros en señal de desconcierto y me termino de tomar el café. Entretanto, ella guarda el cuaderno en el cajón del escritorio. Lo siguiente es que nos damos un minúsculo apretón de manos y al final me despido con una sonrisa incomoda.

    Salgo de la oficina sintiéndome peor que cuando entré. Esta terapia me puede traer problemas, pienso. El terror es tal, que los recuerdos del hospital sacuden mi razón.

    Desde que tengo memoria siempre he tenido estas imágenes en mi cabeza, solo que ahora son más frecuentes y se sienten más reales. Todo comienza con un leve punzón en mi sien que se expande en unos segundos por todo el cerebro. A veces pienso que es como si alguien insertara una llave en mi cabeza y, cuando la abre, me permite entrar a ese extraño mundo lleno de fusiones entre plantas y animales; no es la primera vez –y supongo que tampoco será la última– que tengo que presenciar este tipo de rarezas.

    Lo que más desilusión me causa es que cuando la doctora leyó los comentarios de mis compañeros de equipo, en estos no decía que fue Aníbal Guerrero el que me gritó y me lanzó el pupitre en la ducha después de que perdiéramos la final del partido. Esa noche yo lo escuché, es más, mientras deliraba, pude sentir su aliento apestoso. Era una extraña combinación de salsa de ajo con papas cocidas; por desgracia, mi cuerpo se hallaba allí, pero el alma se encontraba en otra parte.

    Lo mismo ocurrió en el partido de fútbol. En el momento en que el jugador del Colegio Distrital se disponía a tirar a la portería. Yo me hallaba en una cancha desolada e invadida de un tono gris. El aire estaba infestado de cenizas que volaban por doquier y la cantidad de humo era tanta, que se me dificultaba respirar. Fuego, gente corriendo horrorizada, animales que salían de la tierra con enormes dientes y poseídos de furia; soldados con lanzallamas quemándolo todo como si fuesen una peste bíblica de la época del faraón. Era Cimarro, pero había algo diferente, algo maligno que se esparcía como un ventarrón por todo el pueblo; por eso, cuando metieron el gol, estaba paralizado por el terror que me produjo ver esas imágenes, según me contaron después, parecía un zombi de una película de George Romero.

    Cuando llegamos a los vestidores, Aníbal –capitán del equipo de fútbol, y el desgraciado que narró los hechos a la sicóloga–, eligió golpear mi cabeza con la silla de nuestro entrenador, el profesor Cruz. Un mamotreto de acero puro que lanzó sin piedad mientras gritaba: «¡POR TU CULPA PERDIMOS!».

    No lo recuerdo muy bien, pero después de eso surgió la locura. De repente empecé a recitar las cosas que había visto en mi visión como si fuese un profeta. Hablé de los perros que nacían de la tierra y de los militares que venían a destruirlo todo. ¡Eso fue un grave error!

    Desde esa noche, a Tomás Elías Alfaro se le conoce con el alias de «El Monje», supongo que me bautizaron así por lo del profeta que grita idioteces en los vestidores y porque soy un chico virgen de dieciocho años con la cabeza vuelta nada.

    Después de esos lamentables acontecimientos, tomé la misma decisión que cuando salí del siquiátrico: enterrar todo en el pasado y continuar mi vida con normalidad; sin embargo, no me esperaba que el colegio me obligara a visitar a la sicóloga. Las probabilidades de que ella descubra mi pasado son muchas.

    Ahora me dirijo al salón de clases, el grado 11 – B. Es probable que me encuentre con Aníbal, como ha venido sucediendo en los últimos días. Él proviene de la zona rural, dicen que su padre está en la cárcel por alterar un cultivo de maíz con sustancias prohibidas por el gobierno. Desde entonces, el «pequeño Aníbal» vive solo en los suburbios. Según cuentan sus amigos, el capitán todavía conserva las cicatrices de los golpes que su padre le dio en la espalda, muñecas y antebrazos. Por ese motivo siempre lleva una camisa manga larga, de hecho, la lleva incluso en los partidos de fútbol.

    Mientras avanzo, me topo con la vitrina de trofeos que está en toda la mitad del pasillo principal, en ella aparecen en orden los trofeos del torneo de fútbol que el colegio ganó desde el año 83 hasta el 87, es más, estaban tan confiados en la victoria de este año, que alcanzaron a hacer una placa en la que se lee: Colegio Mayor Cimarro. Campeones del Torneo Local La Esperanza - 1988.

    —Qué falla, ya será para el próximo año —me digo.

    Llego al salón, por fortuna no hay rastros del abusador. Por el rabillo del ojo veo que Natalie se acerca. Ella me toca el hombro con suavidad, su mano se desliza y me agarra el brazo con fuerza.

    —Hola, Tomás —dice con la sonrisa pícara que tanto me gusta—. ¿Llegando tarde...? El profesor Bruce nos va a regañar...

    Le respondo con una sonrisa tímida. Natalie me abraza. Noto cuán tranquila se ve. No puedo decir lo mismo de mí.

    —Señor Tomás y señorita Natalie —irrumpe el profesor en la puerta de la entrada—, sean bienvenidos a la clase, ‘Sus eminencias’.

    La clase se ríe y yo entro sonrojado. Natalie está tranquila. Lleva puesta la diadema que le regalé la semana pasada. Me gusta cómo le luce en el cabello de color castaño. Mientras avanzamos a los pupitres, Natalie me echa una ojeada y por unos segundos nuestras miradas se cruzan. Ahora puedo ver mi tristeza reflejada en sus ojos de color negro.

    Sin esperarlo, empiezo a ‘viajar’. El rugir en mi cabeza aparece. Siento el martilleo en mi sien. Parpadeo por un segundo y al abrir los ojos, el panorama cambia. Ya no está el salón, ni los pupitres llenos de estudiantes que se burlan sin piedad, ni mucho menos la cara larga y desalmada del profesor. Ahora me encuentro con Natalie, rodeado por plantas de maíz de enorme tamaño que alojan una hermosa brillantez. Las matas son enormes, deben medir unos veinte metros.

    Una vez más escucho el ladrar demoniaco de los perros. Aparecen sigilosos, con los ojos rojos inundados de ira. Entre ellos distingo a un perro siberiano. Son los espíritus que una vez más me persiguen. Entonces, veo con horror cómo empiezan a botar una babaza de aspecto verdoso por la nariz, por los colmillos, por todos los orificios. La baba es de aspecto viscoso y huele tan mal que mis fosas nasales arden como si me hubiesen encerrado en un cuarto sin ventanas para destapar una botella de amoniaco. Se me dificulta respirar.

    La babaza hace erizar al perro siberiano, rodeándolo con una especie de polvo parecido al del polen de una planta de maíz. El animal se parece a un lobo, tiene el pelaje más grueso que el de un perro normal, al igual que sus colmillos.

    En ese momento, corremos por el maizal. El aire de la noche es pesado y áspero. Las hojas de la plantación me golpean en los brazos y cara, cortándome la piel. Escucho a Natalie jadeante atrás. La halo con todas mis fuerzas, pero es inútil. Los gruñidos de las bestias invaden por todos lados. Los animales protestan con desespero a través de las sombras de la oscuridad. Natalie se tropieza y cae y en un momento, las bestias giran alrededor como si estuviesen a punto de devorarla...

    —¿Se encuentra bien? —irrumpe el profesor.

    —¡Sí! —le digo con el rostro lleno de sudor.

    —Fue uno de sus ‘viajes’ ...supongo —dice él mientras baja sus lentes por la nariz respingada y frunce el ceño de manera ofensiva. Él me conoce desde chico, por eso sabe de mi don o, como él lo llama, mi problema. El profesor fue uno de los pretendientes de mi madre que quiso remplazar a papá después de su asesinato. Al final no concretó nada con ella. Creo que me echa la culpa—. Si está bien, le sugiero que tome asiento y preste atención a la clase.

    ¿¡Qué si estoy bien!? ¡Acabo de ver a Natalie morir!, pienso. Quiero gritarlo a los cuatro vientos, pero es una información que no debería compartir con todos, en especial porque no quiero volver a tomar esas medicinas que tanto me marean; quizás le cuente a Natalie más tarde, a riesgo de que me crea un demente.

    —Uy, Monje, y ahora que fue lo que vio, si fue la lotería, dígame el número pa’ jugar el chance —dice Jorge Castaño, el cansón de la clase y delantero del equipo de fútbol.

    La clase estalla en risas, solo que esta vez con más fuerza, me parece que hasta el profesor suelta una carcajada.

    Me repongo y con lentitud me dirijo al pupitre. Después de que pasa el chiste nadie dice nada. Todos parecen evitar respirar el mismo aire que yo; todos, a excepción de los hermanos Castaño, quienes ahora con sus manos me hacen una infinidad de muecas de burla.

    Cuando me siento, todavía tengo el corazón acelerado por haber visualizado a esas bestias. ¿Acaso existen? Nunca me había pasado algo así. Tenía las visiones, pero era como estar en una sala de cine, sí, como un espectador, pero estas últimas han sido muy reales.

    La clase sigue, el profesor Bruce explica con lujo de detalles la teoría de la evolución. Se nota que es partidario de ella por el modo en que sacude sus brazos lánguidos y alza el tono de voz cada vez que nombra a Darwin.

    Decido no prestarle atención para concentrarme en el problema. Al fin y al cabo, leí a Darwin cuando tenía diez años. La prioridad, por el momento, es la de contarle todo a Natalie cuando salgamos del colegio. Confesarle sobre mi don. Desahogarme de las visiones que a veces parecen tan reales, que me confunden... y al final, explicarle sobre la posibilidad de su muerte. Ese es mi objetivo. Si le hubiera contado mi premonición a la tía Elena, es probable que ella no hubiese viajado en el avión que terminó cayendo en el océano pacifico. Además, no quiero perder a Natalie. En el corto tiempo transcurrido desde que regresó, me sigue cayendo bien. No tartamudeo ni me siento intimidado como con las otras chicas. Ella es diferente. Siento que hay química entre los dos.

    El profesor termina la clase con un examen que consta de quince preguntas sobre la teoría de la evolución. Me demoro un rato tratando de recordar lo que había leído hace años, pero al final, pese a los nervios, lo soluciono.

    Ahora que tengo tiempo, miro por la ventana que da hacia el patio trasero del colegio. Puedo observar a Aníbal plantado bajo un árbol. Siento el odio que reflejan sus ojos, estos me dicen: «A la salida nos vemos».

    El examen dura otros cinco minutos. El tiempo se hace eterno mientras pienso en cómo escapar de Aníbal.

    —Bien, jóvenes, ya pueden salir —ordena el profesor—. Recibo los exámenes. Vamos a ver cómo les va. Este vale el 25 % de la nota final. No podemos menospreciar al señor Darwin.

    Los alumnos entregan los exámenes y el salón se desocupa en un santiamén. Decido alcanzar a Natalie y decirle que me espere; sin embargo, su amiga Juliana se me adelanta, y al final, sale con ella. Luego de unos minutos me encuentro solo en el salón. Comienzo a preocuparme, me pregunto cómo voy a escapar de la golpiza que me quiere dar el capitán, sin embargo, lo primero es encontrar a Natalie y decirle lo que he visto, si me demoro, es posible que ocurra una tragedia.

    Decido salir. Me muevo con sigilo por todo el corredor, reacio a hacer algún movimiento brusco. Giro mi cabeza ante el sonido de unos pasos. Me agacho y me escondo detrás de un arbusto. Veo a Aníbal, a los hermanos Castaño y a un desconocido con un afro enorme dirigirse hacia el salón.

    —De la que me salvé —susurro.

    La mayoría de los estudiantes está afuera. Corro como si mi vida dependiese de ello –y en algún sentido es así–, hasta lograr la salida. Allí está ella, esperándome en la entrada del colegio. Puedo ver su cabello largo y castaño moverse con el viento y cruzarse por encima de su rostro.

    —¿Por qué corres? —me pregunta intrigada. Nuestras manos se aferran la una a la otra, como si se conocieran de antes, como si se conocieran de siempre.

    —Huyo de los bandidos —le digo en tono de broma.

    Ella me responde con una sonrisa que denota preocupación.

    —Pues cuídate de ellos —me dice como si leyera mi mente—. Vamos al parque. Necesito contarte algo.

    —¿Y Juliana?

    —Le dije que se fuera sola. Tengo una sorpresa para ti.

    Asiento con la cabeza, ¿cómo decirle que no? Ella se está convirtiendo en alguien importante.

    —Ve, Natalie, si quieres te llevo la maleta para que descanses —digo aprovechando que mi morral es lo bastante grande como para guardar el de ella, además, necesito ganar puntos.

    Ella asiente sin dejar de sonreír, en ese momento, de su morral de tela de jean saca un cuaderno negro, lo pone en la mano derecha y me pasa el maletín, el cual guardo al instante.

    Sigo sus pasos a través de la calle principal. A esa hora el sol de la tarde acaricia su pelo, dándole un brillo exuberante. Caminando, trato de analizar los últimos acontecimientos. La miro de reojo y me pregunto por qué es tan especial conmigo. Desde que regresó al pueblo, siempre me ha buscado. Admiro su cuerpo delgado bajo el vestido gris, sus pómulos altos y las largas pestañas que combinan con sus ojos negros. Creo que podría tener algo con ella. Por un momento estoy en calma. ¡Qué va! ¡Estoy en la gloria! Experimento una sensación de tranquilidad y de armonía con la naturaleza; hasta que me acuerdo de Aníbal y una duda me carcome ¿Por qué me odia tanto? Es verdad que siempre me ha molestado –en especial cuando perdimos el campeonato–, pero últimamente sus persecuciones vienen en aumento. Además, ¿quién era ese tipo de cabello esponjado? El afro era tan grande que el cabello sobrepasaba la anchura de sus hombros.

    Al ir avanzando, las casas nuevas y los caminos deshechos van desapareciendo a medida que nos vamos acercando al parque central. Durante el trayecto reina el silencio. Solo nos hablamos a través de las miradas. Ella coge mi mano y me hace feliz. En el fondo sé que debo decirle la verdad, pero tengo miedo de ver cómo reacciona.

    Caminamos hasta la primera banca que encontramos. A esa hora, la pequeña ciudad luce colmada. El restaurante del señor Sergio está a reventar. Él se encuentra en la entrada del negocio recibiendo a los clientes mientras mira de mala gana a un camión de la procesadora de maíz del señor Kigler que pasa a gran velocidad. Tras del carro viene una furgoneta blanca de las nuevas, al lado de la puerta del conductor se aprecia la imagen de un tractor arando unos campos y, bajo esta, se lee un letrero que dice: Ministerio de Agricultura – Área de Investigación.

    Deben estar aquí por lo de los cuervos, pienso.

    Entretanto, Natalie se sienta en la banca y refleja una expresión de placidez. Un mechón de cabello rizado adorna su cara. Al darse cuenta, se lo acomoda con rapidez detrás de la oreja. Cuando lo hace se sonroja un poco.

    —Este pueblo me gusta —me dice—. Es más pequeño que la capital, mucho más. Pero ¿sabes qué agradezco? —ella mete sus dedos entre los míos mientras que compartimos el calor de nuestra piel—. Lo primero es que mi padre consiguió un buen empleo como investigador en la planta de maíz del señor Kigler y lo segundo es que te volví a ver...

    —Sí —digo. Mi voz suena asustada, así que me aclaro la garganta. Lo del trabajo de su padre no me alegra en lo absoluto, pero cuando me nombra, mi corazón se entusiasma—. Eso piensas. Me alegra saberlo. Aunque la verdad no sé qué decir. Soy muy malo para estas cosas.

    Natalie ríe. De nuevo el mechón entra en escena. Esta vez permanece allí.

    —Pero no te asustes —dice con una sonrisa pícara—. ¡No me estoy declarando! Tan solo te quiero decir que me caes muy bien y que aprecio tu amistad.

    La palabra «amistad» no me sonó muy bien, sin embargo, la forma en que sonríe me llena de una emoción que trato de esconder.

    Ella suelta mi mano, abre el cuaderno negro que tenía y del medio de sus hojas saca un pedazo de papel. Sus ojos centellean mientras se acerca despacio hacia mi rostro. Pienso que me va a besar, pero al final hace un giro hacia mi oreja.

    —Anoche soñé contigo... —me susurra.

    No puedo decir nada, quizás sea por la emoción o por lo excitado que me pongo cuando escucho eso. En

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