Cuarto y mitad
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Cuarto y mitad - Ricardo Vázquez-Prada
Cuarto y mitad
Copyright © 2007, 2022 Ricardo Vázquez-Prada and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728372456
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
CUARTO Y MITAD
Miré el reloj. Comprobé que me quedaban dos horas hasta que mi pequeña Mónica regresara del colegio. Si me daba prisa tendría tiempo suficiente para hacer las compras en el mercadillo y la carnicería. Me arreglé un poco, cogí el monedero, las llaves de casa y una bolsa, y salí a la calle.
El día era agradable, soleado, sin que apretara el calor. Saludé al pasar a varias vecinas que charlaban en la acera. Llegué al mercadillo. No había demasiada cola en la verdulería. Esperé mi turno y compré un kilo de tomates, una lechuga, varios ajos, unas cebollas y patatas. Después me dirigí a la carnicería.
Tuve suerte. Apenas había gente. Conocía a Manuel, el carnicero, y a María, su mujer, desde hacía varios años, desde que nos trasladamos a vivir a esta zona de la ciudad. Siempre tenían una palabra amable, conversábamos sobre temas intrascendentes: el tiempo, el colegio de los niños, los programas de televisión, las vacaciones.
Me recibieron con un saludo y una acogedora sonrisa. Cuando llegó mi turno pedí cuarto y mitad de filetes de ternera.
Hasta ese momento no me había fijado bien en la carne que se exponía en el mostrador de paredes transparentes.
Lo que vi me llenó de horror y de angustia. Eran grandes trozos de carne de sospechoso color morado, sanguinolentos, como si estuvieran próximos a la putrefacción.
No podía creerlo. No podía ser verdad. Manuel y María siempre me habían servido bien, disponían del mejor género, era la mejor carnicería del barrio. ¡Eran tan amables y serviciales! Pero lo que exhibían era repugnante, horrible, asqueroso. Sentí una horrible opresión. ¡No, no podían servirme esa carne!
—Mejor cuarto y mitad de costillas, indiqué con un incierto hilo de voz.
María abrió entonces la enorme puerta de la cámara frigorífica y Manuel extrajo de su interior el rígido cadáver de una mujer rubia, de mediana edad, de helado y amarillento rostro, muy delgada, de largos brazos y piernas, vestida con un ceñido jersey de color rojo y unos pantalones azules.
Sentí que iba a desmayarme. Quise gritar, pero no conseguí articular sonido alguno. Lo que estaba viendo era demasiado espantoso, Estaba demasiado asustada para moverme, para reaccionar.
—¿Has dicho cuarto y mitad de costillas?, preguntó María esbozando una dulce sonrisa.
No pude responder.
—¿Cuarto y mitad?, insistió Manuel amablemente.
En su mano derecha blandía un inmenso cuchillo de carnicero, ancho y poderoso, tan afilado como una hoja de afeitar. Lo levantó y con descomunal fuerza lo clavó en el cuerpo sin vida de la mujer, a la altura de las costillas.
Entonces sí, entonces logré lanzar un grito agudísimo, desesperado, e intenté abandonar el local a toda prisa.
Pero Manuel se situó de un ágil salto ante la puerta, impidiéndome el paso. En su mano derecha llevaba el cuchillo, manchado de sangre. Lo elevó sobre mi y lo último que pude ver fue el brillo intenso de la hoja cayendo como un relámpago sobre mi cabeza antes de que me atrapara la oscuridad.
…………
Al despertar me encontré echada en una cama en una habitación blanca, como de hospital. Me dolía horriblemente la cabeza. Frente a mi vi unas sombras grises, desdibujadas, que poco a poco se fueron precisando.
Y entonces mi horror no tuvo límites. Vi a mi hija Mónica junto a Manuel y María. Los tres, sentados frente a mi, me sonreían. Mi pequeña se acercó y me besó dulcemente en la mejilla. Intenté retenerla, pero no podía moverme, mis brazos no atendían las órdenes de mi cerebro. Manuel y María me hablaban, veía el movimiento de sus labios, pero no conseguía oírles. Luego, llevando siempre de la mano a mi hija, abandonaron la