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El valle secreto: El misterio del pueblo Akenz
El valle secreto: El misterio del pueblo Akenz
El valle secreto: El misterio del pueblo Akenz
Libro electrónico329 páginas4 horas

El valle secreto: El misterio del pueblo Akenz

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Información de este libro electrónico

Estamos convertidos en un ejército de robots de línea de montaje. De gentes que si no ven no creen, que niegan todo lo que no se puede tocar.

1993. Desierto del Sáhara. Un holandés aventurero rescata de una muerte segura a un joven africano de ojos celestes. Es un Akenz. Su raza ha vivido oculta en un macizo montañoso de Africa Central desde los tiempos del Imperio Egipcio. Un enorme peligro se cierne ahora sobre la humanidad. El pueblo Akenz, y este joven, son los únicos capaces de enfrentarlo.

El valle secreto es la historia de esta lucha, en un recorrido vibrante y sin descanso por el centro de Africa, Barcelona y una misteriosa montaña en Mallorca, el monte Galatzó.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 abr 2020
ISBN9788417813802
El valle secreto: El misterio del pueblo Akenz
Autor

Fernando Barceló Osuna

Fernando Barceló Osuna nació en Mar del Plata, Argentina, en 1955. Desde 2001 vive en Mallorca. Licenciado en Economía en la Universidad de Mar del Plata, ha desempeñado diversas tareas empresariales, y participado en diferentes talleres y actividades vinculadas a la literatura. El Valle Secreto es su primera novela.

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    El valle secreto - Fernando Barceló Osuna

    Primera parte

    LÓBAROTH

    1

    Mediodía en el Sáhara.

    Cincuenta grados o más. Calor insoportable, calor por todas partes, calor en la cara, en la espalda, una cárcel de calor puro. Puto calor.

    Yo, acostado bajo el camión. Única sombra en decenas de kilómetros a la redonda. Atontado. Solo. Sobreviviendo en un sopor nebuloso.

    Holandés imbécil.

    ¿Cuántas horas desde que el camión se detuvo? ¿Dos? ¿Diez? ¿Cien?

    Holandés idiota.

    ¿Cuántas horas hasta que se ponga el sol? ¿Cien, doscientas?

    Sed. La boca papel de lija, la garganta de aserrín. La cantimplora. Agua de a sorbos, agua.

    De pronto el alarido. Penetrante, agudísimo.

    ¿Qué fue eso, qué fue?

    Aquí no hay nada, no hay nadie.

    ¿Qué «MIERDA» fue eso?

    Me incorporo, doy con la cabeza contra el tubo de escape, me abro la frente.

    De nuevo el grito. Espeluznante, cercano.

    Ruedo sobre la arena, salgo de debajo del camión. Sin incorporarme cojo la manivela, me quema la mano, abro la puerta, tanteo bajo el asiento, la pistola. Asomo la cabeza por encima del capó.

    Allí.

    Un bicharraco irreal, una especie de pájaro del Pleistoceno pasa a unos cincuenta metros. Enorme, oscuro, cabeza de buitre, vuela sin mover una pluma. Colgado del pico un bulto, una figura humana, se retuerce, se bambolea. El bicho no se altera. Desaparece tras una duna.

    Dudo un momento. Voy tras él.

    Atravieso corriendo los doscientos metros que me separan del montículo, trepo hasta la cima, me asomo lentamente.

    Hedor nauseabundo, arcada violenta.

    Un hoyo enorme, no muy profundo. Huesos blanqueados, restos humanos, manos, piernas, rostros sin ojos. Jirones de ropa, olor insoportable. En el centro una piedra circular. Un hombre se retuerce en silencio envuelto en una sustancia blanquecina.

    El pájaro se balancea a su lado sobre dos patas gruesas, agita una pequeña cabeza calva con un cuerno afilado. Hay un movimiento rápido, la cabeza baja de golpe y le entierra al hombre el cuerno en el medio del pecho. Dos, tres veces. El animal desaparece tras la piedra. Vuelve arrastrando otro cuerpo, también amortajado.

    Salgo de mi escondite, disparo al aire, corro duna abajo dando alaridos. El animal suelta su presa, gira la cabeza y me clava unos ojos sanguinolentos.

    2

    Era una criatura del infierno.

    Medía unos dos metros y medio de ancho con las alas desplegadas, tenía el cuerpo recubierto de plumas negras, y la cabeza terminaba en una calva rosada y surcada de arrugas. En lugar del pico tenía una boca extraña, parecía de mujer. Y en la barbilla el cuerno, que chorreaba sangre. Sobre la piedra, el herido temblaba como una hoja.

    El bicho extendió las alas y se me vino encima en un revoltijo de arena y plumas. Alcé la pistola y le vacié medio cargador en el pecho. Se detuvo, me miró y arremetió nuevamente con el alarido. Apunté con más cuidado, disparé a la cabeza, la bala pegó en el cuerno y lo quebró. Se sacudió, dio media vuelta, agitó las alas y salió del agujero en un vuelo vacilante. Tropezó en el borde del pozo, se arrastró hasta la cima y lo perdí de vista. Trepé tras él. Cuando llegué arriba, el animal planeaba haciendo eses en dirección a un árbol solitario, en el horizonte.

    Fui hasta el herido. Tenía la cabeza colgando, la boca abierta y el pecho destrozado. Movía las piernas en temblores leves. Bajo su cuerpo un charco de sangre aumentaba lentamente. Se sacudió en un estertor final y quedó inmóvil. Me volví hacia el otro. Acostado a un par de metros, envuelto como una momia en la porquería blanquecina, se arqueaba sobre la espalda y apenas lograba mover las piernas. Solo se le veían los ojos desorbitados, yendo del muerto a mi pistola y de nuevo al cadáver. Guardé el arma, me acerqué y lo toqué con cuidado. Aquel material estaba húmedo, parecía flexible y olía a mierda de cerdos. Saqué el cuchillo de caza. La pasta era elástica pero muy resistente y, cortando con cuidado, logré despegar pequeños trozos del pecho. El hombre no se movía y no me quitaba de encima una mirada alucinada.

    Yo tenía un ojo en el cuchillo y el otro en la pendiente, esperando el regreso del monstruo. Troceé y raspé durante una buena media hora, hasta que logré un tajo que llegaba desde la ingle hasta la pantorrilla. Liberé las piernas, apoyé al sujeto en la piedra y lo puse de pie. Pude caminar unos pasos con él a cuestas. Tras varios intentos, logramos escalar la pared del pozo, trastabillando en la arena como dos cucarachas.

    Nos dejamos caer rodando del otro lado y llegamos al camión sin aliento.

    Empuñé nuevamente el cuchillo y comencé a trabajar en la cabeza. Tenía la piel cobriza, parecía más un piel roja que un africano, y recién entonces caí en la cuenta de que los ojos eran asombrosamente azules. «Sueco —pensé—. Debe ser un sueco extraviado». Seguí en la tarea. Dos horas más tarde había sobre la arena un buen montón de mierda maloliente, y el hombre trabajaba ya con otra navaja sobre su pecho y brazos mientras yo terminaba de limpiarle la espalda. Era muy joven, casi un muchacho. No le di más de veinte años.

    Era noche cerrada cuando dimos por terminado el asunto. Se irguió en toda su estatura —me sacaba dos palmos y mido casi un metro noventa—, elevó los brazos al cielo y soltó una parrafada en un idioma extraño. Se arrodilló, puso la cabeza sobre las rodillas y permaneció así durante varios minutos. Cuando se levantó, le tendí la cantimplora con agua. La tomó casi entera, sin respirar.

    Balance de situación:

    El camión oruga se había detenido varias horas antes y no guardaba muchas esperanzas de volver a ponerlo en marcha.

    Estábamos en medio del desierto, a centenares de kilómetros de la ayuda más cercana.

    Había otra boca a la que dar de comer y beber.

    Y lo más grave, no sabía en qué estado había quedado el pleistoceno. Se había llevado unas cuantas balas entre pecho y espalda, pero nada garantizaba que no estaba a punto de resucitar.

    Fui hasta el camión. Último intento. Abrí la portezuela, me encaramé sobre el asiento, respiré hondo, cerré los ojos y di contacto. El arranque gimió en falso cuatro o cinco veces, hubo dos contraexplosiones y el motor comenzó a girar.

    Música celestial.

    El muchacho estaba clavado en la arena, los ojos como piedras azules en medio de una nube de humo oscuro. Le grité que subiera de una puta vez. No se movió. Descendí, lo tomé del brazo, lo arrastré hasta la puerta del acompañante y lo lancé adentro.

    Seguimos viaje, nunca supe cómo.

    El camión rugía entre las dunas, el estrépito dentro de la cabina era infernal y apenas alcanzaba a verme la punta de los dedos a la luz mortecina del tablero de instrumentos. El otro no abría la boca. Si dijo algo, no lo escuché. Más que verlo, lo adivinaba: acurrucado en el asiento, las piernas plegadas, aferrado con las dos manos a una pequeña manija atornillada al salpicadero.

    Tras unas cuatro horas, nos detuvimos. Calculaba haber puesto más de un centenar de kilómetros entre el monstruo y nosotros, así que decidí que podíamos tomar un respiro. Apagué el motor, abrí la portezuela y pisé la arena. La noche era fría y estrellada, y el desierto dormía el sueño de gigante que siempre me ha fascinado. Durante el día todo es agobiante, caluroso, invivible. Y de noche hay sosiego y tranquilidad

    No tenía idea de dónde estábamos. Había conducido casi a ciegas, intentado encontrar un rumbo en el laberinto interminable de dunas, sin tiempo para consultar la brújula o tomar alguna estrella como referencia. Tenía en la boca del estómago un nudo sólido y una sensación de vómito permanente. En parte por el pajarraco, pero mucho más por el hedor del pozo y de aquella sustancia gomosa que no había visto ni olido en mi vida.

    El aire fresco del desierto me despejó. Me giré hacia el camión. El muchacho me miraba desde la ventanilla. Le hice señas de que descendiera. Cuando pisó la arena, se arrodilló como había hecho antes. Luego se levantó, vino hacia mí, me puso las manos sobre los hombros y apretó su frente contra la mía mientras dos lágrimas se abrían paso como cicatrices entre el polvo y la mugre que le cubrían la cara. Retrocedió dos pasos y me miró fijamente. Tenía una mirada azul que taladraba, envolvía y recorría todo como un escáner minucioso. Tuve la impresión de que acumulaba datos a la manera de los cíborgs del cine, estos que leían en una pantalla verdosa toda la biometría de del que tenía delante. Pero este irradiaba una suerte de calidez serena y confiable.

    Hurgué en la caja del camión donde llevaba una pequeña provisión de leña. Encendí un fuego y calentamos una sopa precaria que devoró casi sin respirar. Dejó a un costado el tazón de aluminio, se recostó contra la puerta, lanzó un eructo grave y prolongado y me preguntó a dónde iba en un inglés claro y bien pronunciado.

    Di un respingo. No se me había pasado por la cabeza que hablara algo comprensible. Sin mirarme, repitió:

    —¿A dónde te diriges?

    —A Asmara —respondí—. Voy a Asmara, en Eritrea. ¿Y tú?

    —Ahora no lo sé —dijo en voz baja—. Ahora estoy perdido.

    —¿De dónde vienes? ¿Eres de alguna aldea de por aquí?

    Se acercó al fuego, jugueteó un momento con una rama entre las brasas, se puso de pie y se detuvo un momento a mi lado.

    —Me llamo Lóbaroth —dijo— y, nuevamente, te doy las gracias.

    Siguió su camino y lo vi acurrucarse contra el camión. Al momento roncaba como un bendito. Di varias vueltas en el saco de dormir, pero estaba cada vez más cabreado y con la tensión brotándome por cada poro. Cuando apenas quedaba un rescoldo de fuego, me levanté, caminé hasta donde dormía y le aticé una patada en las costillas. Se sentó sacudiendo la cabeza y me miró como a un espectro. Alcanzó a farfullar algo en una lengua extraña.

    —Y una mierda —le grité—. Una mierda. ¿Pero qué coño te crees? ¿Que te vas a ir a dormir tan tranquilo, sin decir una palabra de lo que te pregunto? Te dije: «¿Quién eres y de qué aldea?». Y el señor dice su nombre, menos mal, y se retira a descansar, no molesten.

    »Te he salvado la vida, ¿entiendes? Joder, casi pierdo la mía y no te conozco de nada. Así que lo menos, lo menos que puedes tener es un poco de urbanidad, coño. Tú, hablando inglés, y yo ni enterado.

    Estaba furioso. Le solté unos párrafos más y me alejé. Me giré todavía para gritarle que lo dejaba en el primer poblado y que le dieran. Tal vez no era para tanto, pero venía acumulando nervios y necesitaba descarga.

    Flotaba en un sueño incierto poblado de unicornios sanguinarios y caníbales cuando escuché un ruido. Estaba sentado al alcance de mi brazo. Me clavó los ojos durante un momento, bajó la cabeza como tomando impulso y sin mirarme dijo en voz baja:

    —Tienes razón. Me has salvado la vida y te has ganado el derecho de saber quién soy. Me llamo Lóbaroth. Y soy el último de los Akenz.

    3

    Era 1993, y estábamos en septiembre.

    Unos cinco meses antes había recalado en Trípoli, la capital de la Libia de Khadafi. Antes de que pasara lo que pasó y atraparan al todopoderoso huyendo como una rata por unas alcantarillas inmundas.

    Unos trapicheos en el sur de Mali me habían dejado dinero para unos meses de vida contemplativa. El azar y alguna habilidad me fueron acercando a algún funcionario del régimen, y poco tiempo después cenábamos una vez por semana con secretarios de Estado y un par de ministros. Me gané su confianza, hubo algunas conversaciones de sondeo y terminé aceptando un difuso cargo político en Sabha, una población en el suroeste del país, para mantener a la cúpula informada sobre un par de capitanejos locales que la tenían a mal dormir.

    Era una ciudad de unos cien mil habitantes, enclavada como un error en el medio del desierto del Sahara. Estaba separada de Trípoli por setecientos kilómetros de arena desolada y contaba con un aeropuerto pequeño. La única carretera de la zona era ruta obligada para el tráfico de ilegales que, desde Chad o Níger, se atrevían al calvario de intentar alcanzar Europa.

    Mi vida se convirtió en un bostezo caluroso. Repartía el tiempo entre los cafés de la plaza y una oficina húmeda con un ventilador chirriante, en el edificio cochambroso que hacía de Casa de Gobierno. A fuerza de presencia y de invitar bebidas, me fui ganando un espacio. Compartía mesa, confidencias y rumores con buena parte de la fauna local y, cuando caía el sol, cenaba en una fonda maloliente que presumía de comedor elegante. Después me iba a caminar sin rumbo por el par de avenidas mal iluminadas del centro de la ciudad, hasta que terminaba perdiéndome en el laberinto de callejuelas que rodeaban el casco céntrico.

    Una noche fui a dar a una construcción baja, de paredes blancas, con un cartel oxidado en la puerta que anunciaba: «Casa de té». Aquella era igual a todas y casi la misma de siempre: un salón escaso de luz y peor ventilado, oliendo a tabaco de varias generaciones. Mobiliario desvencijado, una docena de sillas y cuatro mesas de equilibrio precario. Casi siempre un par de mujeres abundantes de carne, escasas de ropa y pintarrajeadas para la guerra cuerpo a cuerpo, que malgastaban la vida esperando clientes apoyadas en un mostrador mugriento. Recibían al peregrino con un contonear dudoso, le restregaban el cuerpo y preguntaban por lo que uno quería tomar. Más por compasión que por interés, les pagaba a veces alguna copa y llenaba media hora de conversación intrascendente. Pocas veces pasaba a mayores.

    Aquella vez había solo una. Se acercó, se pegó a mí, me puso la mano en el hombro y acepté invitarla. Balbuceamos en francés cuatro palabras, me preguntó si quería subir con ella, le dije que tal vez, pero luego y pagué otra copa. De la trastienda salió el propietario. Me saludó con una sonrisa untuosa y acomodó un corpachón enorme sobre un banco pequeño, del otro lado del mostrador. Pasamos un buen rato hablando sobre cómo marchaba el mundo más allá de su puerta.

    Se llamaba Said, era de Túnez y resultó un conversador ameno. Afirmaba haber sido doble agente en la guerra de liberación de Argelia, escapado por los pelos de la temible Policía secreta francesa. Tendía a creer poco y nada de lo que me contaba, pero no era un mal narrador, me hacía reír y llenaba las horas muertas hasta que me llegaba el sueño. Mi misión, muy bien pagada, se prolongaba hasta la exasperación en aquella ciudad detenida en el tiempo. Casi todos mis días terminaban bebiendo un whisky dudoso con el tunecino, escuchando historias enrevesadas donde él tenía un papel casi siempre heroico.

    Una noche, ya bien tarde, la mujer se despidió con un bostezo. El hombre cerró con una tranca la puerta de entrada y se sentó a mi lado. En voz baja, mirando a los costados como un conspirador, me contó la historia de unas estatuillas de marfil que un contrabandista de poca monta había dejado abandonadas en una posada de los suburbios. El sujeto, un nigeriano tuerto y silencioso, había desaparecido sin dejar rastro. Se le sospechaba un turbio enfrentamiento con un comisario local por un lío de faldas. La dueña de la posada guardaba aquellas piezas, me dijo. Y estaba dispuesta a venderlas. Said no podía sacarlas del pueblo sin despertar sospechas, afirmó gravemente, y lo único que quería era una comisión. Una pequeña comisión. A cobrar por adelantado. Estaba seguro de que me interesarían, las estatuillas.

    A la mañana siguiente me llevó hasta la posada. Esperé casi media hora en la calle mientras lo escuchaba hablar en dialecto con una mujer a la que no podía ver. Luego se asomó a la puerta, miró a los lados y me hizo una seña. Lo seguí por un pasillo que olía a orines, atravesamos un cuarto donde cuatro chiquillos comían con los dedos un mejunje amarillento y llegamos hasta una puerta de madera. La mujer apareció por detrás con una enorme llave en la mano. Era muy vieja o lo parecía. Caminaba doblada en dos, arrastrando unas chancletas sucias. Llevaba la cabeza cubierta y restregaba sin cesar las manos sobre una túnica oscura. Me dirigió una mueca desdentada que interpreté como una sonrisa, la llave rechinó en la cerradura y la puerta se abrió con un sonido metálico. La vieja encendió una vela y se apartó para dejarme pasar. En pequeños estantes de madera se alineaba medio centenar de pequeñas piezas de marfil, primorosamente talladas, que representaban la corte completa de algún reyezuelo africano.

    Había un individuo con pintas de soberano, descansando las manos sobre un vientre voluminoso; dos esclavos que lo abanicaban con lanzas rematadas en plumas; un conjunto de mujeres en diferentes posiciones, algunas arrodilladas, otras con las manos en la cara que rodeaban un pequeño pedestal con una caja pequeña que parecía un féretro. También varias docenas de soldados con sus lanzas y escudos, algunos carros de guerra y un conjunto de prisioneros maniatados, conducidos por un guerrero sobre un caballo encabritado.

    No me detuve a analizar demasiado ni tenía a nadie a quien preguntar. Parecían piezas genuinas y me dejé llevar por mi instinto de traficante. Además, me aburría como una ostra en horas de siesta. La ciudad me agobiaba, me picaba el culo con la necesidad de algún cambio y aquello me servía de excusa perfecta. Volví con Said a su antro-burdel-casa de té y nos sentamos frente a un par de vasos del whisky pestilente que servía, aparatosamente, de una botella de Johnnie Walker. Negociamos. Trescientos cincuenta dólares para la posadera, una verdadera fortuna para algo que no le había costado nada. Y luego su comisión:

    —Señor… —Se retorcía las manos—. Tenga en cuenta que sin mí todo esto no habría existido. No es mucho lo que pido para Said, señor, que lo llevó hasta las estatuillas, por las que podrá sacar una verdadera fortuna.

    »Soy muy pobre, señor, toda una vida de miseria para sostener esto. —Ademán ampuloso sobre el tugurio y su puta—. Esto que me ha llevado más de…

    —Vale ya, Said, abrevia, ¿qué quieres?

    —Una pequeña contribución, señor, tres mil quinientos dólares y el negocio está cerrado, señor.

    —Ni soñar. Quinientos y adiós muy buenas.

    —Imagine, señor, tengo dos hijas, señor…

    Así tira y afloja hasta las tres de la madrugada. A esa hora, bastante borrachos, nos dimos un apretón de manos y cerramos el asunto en mil ochocientos. Más una caja improbable del Johnnie Walker que debería traer a mi vuelta.

    Al día siguiente, telegrama lacónico al ministerio libio: asuntos urgentes, impostergables, etcétera, me obligan a viajar inmediatamente, etcétera, etcétera. Afectuosamente. Su seguro servidor. Stop.

    Luego, las estatuillas. Tenía un conocido en Asmara, capital de Eritrea, con el que podía llegar a un acuerdo. Le envié un telegrama sin demasiado detalle y a los tres días me respondía que pasara a verlo. Pero había que llevarlas, y eso implicaba un transporte. Mirando y preguntando llegué hasta un camión enorme, con tracción a orugas, reliquia de la segunda guerra. Con las cruces negras del Reich mal escondidas bajo un par de capas de pintura. El artefacto dormía un justo reposo de cincuenta años en el fondo de un gallinero, disimulado bajo fardos de pasto, cajas de cartón y mierda de ave. Pasó una primera inspección.

    Tengo cierta habilidad para la mecánica. Revisé con detalle, desarmé, golpeé y atornillé durante una semana entera y por fin logré ponerlo en marcha en medio de una nube de humo negro. Salí a probarlo por el desierto. Lo maltraté con entusiasmo creciente a medida que respondía. Cuando caía el sol y la aguja de la temperatura se mantenía en niveles razonables, resolví que podría llevarme a buen puerto. A partir de allí, estuve un par de semanas organizando el equipo. Reuní una batería de repuestos para el caso bastante probable en que algo se rompiera, estudié hasta donde pude los planos inciertos del océano de arena que tenía por delante y embalé las estatuillas de la mejor manera que pude.

    Una madrugada calurosa, bajo una explosión de cielos naranjas y turquesas que me parecieron de buen presagio, me lancé a la carretera. Bueno, a la arena. Eran las cinco y cuarto de la mañana del 14 de septiembre de 1993, y estaba

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