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Edén - Segunda parte
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Libro electrónico174 páginas2 horas

Edén - Segunda parte

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Información de este libro electrónico

Los ángeles están entre nosotros. Lo sé, porque hay uno atrapado dentro de mí. Pero la imagen que ustedes tienen de estos "ayudantes de Dios" probablemente no sea correcta, se los garantizo. Son unos idiotas maniáticos.

Anna Meisner se despierta, desnuda y asustada, atada a una silla en una habitación oscura. Frente a ella hay una mujer, también sentada, que parece su doble. Con lágrimas en los ojos, la mujer apoya un arma en su cabeza y se mata. A Anna la encuentran días después, en estado de hiportermia, al borde de la muerte. Pero cuando se despierta en el hospital, se de cuenta de que la policía no la considera una víctima, sino una sospechosa. Es el comienzo de una serie de eventos catastróficos en los cuales ella no tendrá más opción que seguir el juego. ¿Será el fin de la humanidad?

Este thriller apocalíptico fue nominado para el premio Bastaard Fantasy.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento6 sept 2018
ISBN9781547529742
Edén - Segunda parte

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    Edén - Segunda parte - J. Sharpe

    Edén: Segunda parte

    Un futuro en soledad

    16

    Tiempo presente: tres meses más tarde

    Estoy en el suelo, dentro de un vacío gris, donde el tiempo no existe y me rodea la bruma, y donde el sonido apenas penetra el aire y llega a mis oídos. Me tiembla el cuerpo de miedo y tengo la boca seca. En el mundo real, estoy transpirando; lo huelo.

    Sé que este mundo de sombras no es real. Ya estuve aquí antes; de hecho, visito este lugar al menos tres veces por semana. Es como si mi cerebro tuviera apenas una limitada selección de videos a su disposición para mostrarme en mis sueños, sin interesarle cuál elige cuando voy a dormir.

    Están viniendo. Ya puedo oír su risa escalofriante, sus pasos. Me doblo como una pelota, tratando en vano de encontrar una manera de llegar a Adán, pero sé que estoy sola. Quizá eso sea lo que más me da miedo.

    Los seis niños salen de la bruma. Los mundos del sueño han coloreado sus rasgos y los hacen aún más escalofriantes. Sus ojos rojos se iluminan en la bruma, y las muecas alrededor de sus bocas son demasiado grandes para sus caras. Son unas muecas demasiado anchas, como si los extremos de sus bocas estuvieran demasiado estirados. Los niños se ubican a mi alrededor, en un círculo, rodeándome, cercándome otra vez.

    —Eres uno de nosotros.

    Las palabras hacen eco y me vuelven rebotadas de todos lados, aparentemente repetidas por el vacío que me rodea, porque los niños no han hablado; solo me miran fijamente con esas muecas horripilantes.

    Uno de ellos da un paso hacia mí. Quiero gritar, pero me quedo como paralizada.

    —¡Mata al bebé! ¡Mata al bebé! ¡Mata al bebé!

    Las palabras me envuelven como si fueran una especie de mantra. Cierro los ojos, con la esperanza de despertar. Por un segundo, creo que funciona, porque las voces se alejan. Pero la temperatura sigue bajando hasta el punto de congelamiento, lo que me dice que todavía soy prisionera de mi propia imaginación.

    Siento un escalofrío, esta vez por el frío. Abro los ojos y miro a la nada, donde puedo ver mi aliento cálido en el aire frío como bocanadas de humo. Me miro las manos. No tienen nada de calor; parecen grises y muertas al tacto.

    Voces detrás de mí, implorándome.

    —¿Por qué no volviste a nosotros? ¿Por qué nos abandonaste?

    Me doy vuelta y veo un auto que aparece de entre la niebla. El parabrisas está roto. Mamá y papá me miran, disgustados.

    Una niña sale de atrás del auto. Reconozco a mi hermana de inmediato. Arrastra la pierna izquierda y está bañada en sangre. —Estoy tan sola. Vuelve a buscarme.

    Lloro y grito. Gateo hacia atrás, pero no voy muy lejos. El suelo se convierte en arena movediza y me succiona. Lucho, sabiendo todo el tiempo que no tiene sentido. Mis pies y mi tren inferior son engullidos.

    Mi hermana sigue avanzando y estira sus manos en un gesto inútil. Ahora está tan cerca que puedo ver las venas azules en sus brazos blancos y en la cara; también sus ojeras.

    Ahora desaparece mi pecho en ese pozo, y luego mis hombros y cuello.

    Hannah está a mi lado, a unos centímetros.

    —Ayúdame —le ruego.

    Ella sacude la cabeza. —Tú sabías lo que venía.

    —¡No tenía otra opción más que dejarte allí!

    A modo de respuesta, me pone el pie sobre la cabeza y acelera el proceso, hundiéndome en el suelo, donde reina la oscuridad y donde un sonido agudo anuncia mi liberación.

    Con un grito, me despierto. El olor a sudor frío me penetra por la nariz y siento náuseas. El corazón me late como loco. Tengo los ojos bien abiertos, pero todavía no me puedo desprender de mi pesadilla; mi visión sigue borrosa.

    ¿Qué miércoles fue ese sonido?

    Levanto la cabeza del bolso que ha sido mi almohada las dos últimas noches. Con el sentido común todavía enmarañado con un montón de pensamientos, hago un esfuerzo hercúleo para separar realidad de ilusión. Apoyo las manos sobre la alfombra que separa mi cuerpo de la tierra, las raíces y las hojas del bosque. Me incorporo, alerta. Miro a mi alrededor. El sol de la mañana se filtra por entre las copas de los árboles que se estiran sobre mí como manos protectoras. Hace solo unas semanas que empezó la primavera y las mañanas todavía son muy frías.

    Adán está junto a mí. Está envuelto en un sweater grueso y tiene un gorro que le cubre las orejas. El niño de tres meses no oía nada, porque dormía haciendo ruido. Me pregunto si el ruido sería producto de mi imaginación. Con el mínimo movimiento, deslizo la mano debajo del bolso y tomo el arma que tengo ahí y la extraigo. No puedo permitirme especular si estoy soñando o no; tengo que estar segura.

    Oigo ruidos en el suelo no muy lejos de mí. Ahora estoy segura de que no estaba soñando. Luca, a mis pies, mira hacia arriba y empieza a aullar. No es por miedo; parece más bien una amenaza. Le pongo la mano en la espalda. Con los ojos brillosos, me mira y se queja sin casi hacer ruido.

    Tal vez, pasar la noche en el bosque no era una muy buena idea. Tendríamos que haber seguido anoche, pero, honestamente, no podía más después de veinticuatro horas de caminar sin parar con un bolso en la espalda, un arma en la mano izquierda y un bebé contra el pecho. Pero ahora, me maldigo por eso.

    Nos están cazando. Por eso evito las grandes ciudades y viajar en auto. Demasiado ruido. No, tenemos que mantener un perfil bajo y movernos de un lugar a otro de la manera más discreta posible.

    No podemos confiar en nadie.

    Me levanto. Tomo el arma con las dos manos y doy unos pasos hacia el sonido, en guardia. Una rama cruje bajo mi pie. Todos mis sentidos están en alerta, listo para registrar el más insignificante ruidito.

    Hay pájaros que cantan y vuelan sobre mi cabeza. Por el rabillo del ojo, veo un conejo que huye. Es uno de los pocos animales que he visto desde hace un tiempo, salvo Luca, claro. Lo que sí vi fueron muchos animales muertos: ciervos, gatos, pájaros y ardillas.

    Tal vez era uno de los pocos conejos que todavía quedaban vivos en este bosque.

    Luca aúlla otra vez. Se incorpora y viene hacia mí.

    —No —le dijo firme—. Quédate con Adán.

    Luca se detiene y me mira como interrogándome. Luego, se da vuelta y va con Adán, haciéndome caso. Hannah tenía razón: es el perro más fiel que podría encontrar. Tengo la sensación de que entiende todo lo que le digo.

    Voces. Todavía débiles y a lo lejos, pero cada vez más fuertes. Hombres, y vienen hacia aquí.

    —¿Cuánto más lejos? —parece la voz de una persona mayor.

    —Ni idea —dice otra voz, suspirando del cansancio.

    —Bueno, espero que estés satisfecho.

    —¿Cómo dices?

    insististe en tomar el atajo. Podríamos haber seguido nuestro camino de siempre hasta el campamento y ya habríamos llegado.

    —Ah, entonces ahora es mi culpa que el coche se rompió a un kilómetro del kiosco —la voz se oye más fuerte—. Además, estuviste de acuerdo.

    —Y mira dónde estamos...

    —Al menos tenemos dos bolsas de comida. Esto alimentará al campamento por una semana o más.

    —Si es que alguna vez lo encontramos.

    —Vamos a encontrarlo.

    Presiono la espalda contra un árbol y los escucho con atención con el corazón en la boca. ¡Un campamento! Eso quiere decir que Adán y yo no somos las únicas personas civilizadas que quedaron en esta región, o en el mundo. Claro, no podía ser. No era posible que hubieran matado a todos, ¿no?

    Es decir, sé que el desastre, o lo que quiera que fuese, fue global. Y si hay Cazadores por aquí, habrá por todo el mundo, pero parece que también hay más de un sobreviviente.

    Los Cazadores no necesitan campamentos. Ellos vagan por el interior con un único objetivo: cazar y matar personas. No tengo muchas esperanzas. Después de todo, ¿cómo puedo saber si estos hombres dicen la verdad? Tal vez ya me vieron y esto es una especie de juego.

    No. Los Cazadores no juegan. Solo te matan.

    Algo me dice que me acerque a los hombres y les pregunte dónde está el campamento. Dios, lo que daría por volver a estar entre personas. Pero no me muevo. En mi mente, vuelvo a ver imágenes de los hombres armados que tomaron las calles el Día D (así es como yo llamo ese día fatal), matando a toda criatura viviente. Veo a los seis niños que instigaron la masacre en el altillo y que todavía me persiguen en sueños. Imágenes de criaturas que, al principio parecen humanas, pero no cuando te acercas. Porque son algo más, y es muy tarde para huir.

    Como dije, no puedo confiar en nadie.

    Además, los dos hombres probablemente hayan llegado a la misma conclusión. Las armas que cuelgan de sus hombros así lo indican. Seguro que me dispararían antes de que pueda abrir la boca para hablar con ellos. ¿Y quién los podría culpar? Yo haría lo mismo si alguien se me acercara.

    La voz del mayor vuelve a hablar. —Doblemos a la izquierda aquí. Las nubes están bajando y no quiero estar encerrado en este bosque cuando estalle la lluvia.

    Más crujidos en el suelo. Pasos. Sostengo el arma con más fuerza y veo que los dos hombres se alejan. Solo cuando desaparecen me permito exhalar y me relajo.

    Parece que, por suerte, hoy no voy a tener que matar a nadie.

    17

    El pasado

    Tres días después de abandonar los cuerpos de mis padres y de mi hermana, fuimos hacia el este, en dirección a una pared de nubes negras en el horizonte, como si fuera una estampida de búfalos. En el espejo retrovisor el sol se puso en el horizonte, como si se escondiera de lo que estaba por venir.

    Teníamos que detenernos pronto. Viajar en la oscuridad era peligroso. El Jeep era confortable, cálido y rápido, pero también era ruidoso y se hacía notar. A la mañana y a la tarde estábamos empatados: veía venir el peligro y el peligro me veía. Pero, una vez que oscurecía, solo yo perdía esa ventaja; mis atacantes no. Ellos solo tenían que seguir el sonido del motor y los llantos intermitentes del bebé. Como el Jeep se hacía ver, decidí dar una vuelta enorme y conducir por el bosque. Después de todo, la posibilidad de que hubiera asesinos seriales rondando por estos bosques ya no me preocupaba.

    En los días que siguieron nos quedamos casi siempre en el auto. Comíamos lo que los dueños originales del auto habían dejado y dormíamos dentro del vehículo. Luca y yo solo salíamos ante el llamado de la naturaleza, y aun entonces siempre vigilaba el auto. Adán usaba sus pañales, que ya me iban quedando pocos. Claro que después lo limpiaba, pero era difícil eliminar el olor.

    Según un cartel en la ruta, estábamos a solo siete millas de una estación de servicio. Lo cual era algo bueno, porque el Jeep necesitaba combustible. Todavía nos quedaban unas mil trecientas millas para llegar a Keystone, Colorado, donde según los últimos informes era el lugar donde vivía Steph. Yo sabía que el viaje estaba como condenado. Sabía a qué ciudad ir, pero más allá de eso no sabía nada (ni la calle ni el número de su casa). ¿Cómo pensaba encontrar a mi hermano?

    Pensé en la última vez que hablé con Steph. Nos mantuvimos en contacto a través del servidor seguro que nos brindó el programa de testigos protegidos. Mis correos electrónicos nunca le llegaban de manera directa; iban primero a un tercero, para asegurarse de que no hubiera indicaciones de localidades de ningún tipo. Mis correos sonaban más bien como informes. Hice una mueca. El programa de testigos protegidos... En ese entonces pensaba que mi vida era un caos, ¿y ahora qué?

    Sentía como si una mano me estuviera oprimiendo el corazón. Steph había querido casarse y le habían ofrecido un puesto mejor (eso me dijo en el último correo). Los dos años que siguieron eran como un enorme agujero en mi vida. Lo había

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