Efímera libertad
Por Amilca Ismael
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Efímera libertad - Amilca Ismael
Uno
Allá abajo, en el fondo, la penumbra ha desaparecido apenas mi madre me ha dicho como me llamo. No siento más dolor, ni frío, querido Dios, he sanado, soy más joven: he vuelto diez años atrás y tengo catorce ahora. Hay luces, aire, espacio, paz, colores: estiro los brazos para capturar el horizonte que cuelga del cielo como un frasco de miel hirviendo. Me encuentro de nuevo en África donde he nacido y renacido. Desde arriba de la colina examino a lo lejos, con la mirada fija, cada perímetro del sendero. No hay un alma viva, los únicos sonidos son los gritos de los monos que se mueven y hacen ruido persiguiéndose y saltando de una rama a otra, o el zumbido de algún insecto que se mueve de una flor a otra.
El tiempo es bellísimo. En el cielo azul intenso un halcón vuela a gran altura con un ratoncito que le cuelga entre las garras. Una ligera brisa arrastra las hojas del Baobab en un baile lento. Pero es un sonido de hojas y no rompe el silencio, yo encantada. Froto los pies sobre el suelo suave, las matas de hierba me hacen cosquillas entre los dedos, y desde abajo me sube por todas las ramas de las venas hasta el corazón una sensación llena y punzante: la satisfacción de estar viva.
De repente me siento tan feliz que inicio a correr hacia abajo por la colina. África me pasa veloz a los lados, vuelvo al comienzo de la historia humana como un pez contra la corriente y en frente tengo solamente los pastos verdes del mañana.
Me detengo sólo cuando en frente tengo un pueblo, que aparece abruptamente entre la vegetación como la cabeza de un lagarto. Es un lugar de belleza rara. El pueblo surge en un claro entre los árboles tan altos que sobre sus picos cuelgan las nubes. No, es una fila de pequeños asentamientos con cabañas circulares de unos dos metros por dos, paredes de barro y techos de paja.
Y aquí de nuevo la vida, un enjambre de cosas humanas que persiguen propósitos dulcemente terrenos: niños que juegan a la pelota y ríen, ancianos que mastican tabaco y hablan de negocios, mujeres con la cabeza envuelta en pañuelos que venden pescados y fruta a los pequeños puestos de madera, jóvenes de mi edad o un poco más grandes que se trenzan el cabello, sentadas en fila una atrás de la otra sobre un tronco de un árbol caído.
Empiezo a caminar lentamente entre la gente, pero rápidamente veo que ninguno se da cuenta de mí y que yo no puedo tocar su mundo: soy un fantasma, el fantasma de una jovencita de catorce años que se llama Ruth. Me hubiera gustado unirme a las otras jóvenes para peinarnos juntas. Habríamos hablado una del cabello de la otra y de chismes. Pero no puedo, porque yo no existo.
Estoy asustada y entonces me dejo caer a los pies de un árbol, apoyo la espalda al tronco, cruzo las piernas, doblo la cabeza y comienzo a llorar; el crepúsculo oscuro del cual me había liberado vuelve, sube de la tierra como un gas venenoso y comienza a devorar África a mi alrededor.
Después, de repente, siento alguien que me llama por nombre.
« ¡Ruth!».
Los ojos bien abiertos, miro en la dirección de la voz y veo a mi madre, sentada sobre la puerta principal. La oscuridad vuelve a la tierra.
« ¡Ya voy, mamá!» y doy un paso, agradecida de existir al menos para alguien.
Me siento sobre sus piernas y la abrazo con toda la fuerza, porque la quiero mucho y porque necesito sentir encima la consistencia del cuerpo que me ha creado, pero ella, que ha entendido porque lloro, me hace girar y comienza a trenzarme el cabello. El sol emerge entre hoja y hoja, es un lémur dorado, es una araña de fuego que teje complicadas telarañas de sombra, diseña sobre nuestros rostros mascaras misteriosas. Mientras tanto, con voz monótona y lenta que hace venir sueño y hace soñar las cosas que dice, mi mamá me cuenta una vieja historia: habla de una niña que, habiendo ido a jugar demasiado lejos de casa, se pierde dentro de un bosque encantado y por siglos y siglos se vio obligada a ser la esclava de una bruja malvada. La bruja le pega, la maltrata, la obliga a hacer cosas horribles, y la niña, cada noche, por siglos y siglos, baña la cama de lágrimas, porque quisiera volver a casa, pero no sabe cómo hacer.
« ¿Y cómo termina? ¿La niña logra liberarse y volver a casa?».
Mi mamá no responde.
« ¡Y dale, mamá, dímelo! ¿Lo logra?».
«Sí, lo logra. Un príncipe valiente la encuentra, mata a la bruja y se la lleva con él ».
« ¿¡Y qué más!? ¿¡Y qué más!?».
«Y después el príncipe se enamora de la niña, que mientras tanto se ha convertido en mujer. Los dos se casan y aquella que había sido una niña sola y maltratada finalmente se convierte en una bellísima princesa amada por todos».
« ¡Quiero convertirme yo también en una princesa!» le digo girándome con los ojos brillantes de fantasía, pero los suyos están tristes y no entiendo porqué.
«Te lo deseo con todo el corazón» me responde, forzando una sonrisa.
«¿Pero existen las princesas marrones?»
Ahora sonríe de verdad y me aprieta fuerte, porque también ella me quiere mucho y necesita sentir encima la consistencia del cuerpo que ha creado.
«Existen, y vieras qué bellas, llenas de perlas y seda e hilos de oro. Cierto que existen: ¡tengo una justo aquí entre mis brazos!».
Dos
Su abrazo me salva del mundo y de cada final triste. Me siento preciosa: soy la princesa que da valor a las perlas, a la seda, a los hilos de oro.
Permanezco aferrada a su cuerpo que huele a pureza, a leche su piel, a mamá.
Cuando nuestro abrazo se derrite, la escena ha cambiado: ahora estamos en el río y hay otras mujeres con nosotras. Al río vamos todas juntas para lavar la ropa y se habla en voz alta, y se ríe, y se suda. Las gotas de sudor caen de la frente y se unen al agua, donde emprenden viajes que nadie puede imaginar.
El sudor de mi gente se lo lleva el río milenario que rueda plácida y claramente sobre la grava, haciendo un ruido huesudo y rocoso como si mezclara diamantes dentro de un balde.
Yo, al lado de mi madre, juego distraída a lanzar piedritas en el agua, donde minúsculos peces deslumbrantes se esconden entre las arrugas de los vestidos empapados.
Me aburro, no sigo las conversaciones que se hacen, y además nadie me ve, nadie me habla, nadie me toca.
Entonces, me alejo cincuenta metros por el vasto y desnudo terreno, me detengo después a mirar el río de aquel lado. El agua corre lento sin espuma, ni sonido. Desde aquel lugar puedo observar un grupo de