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Todas las veces que me salvé
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Libro electrónico2211 páginas3 horas

Todas las veces que me salvé

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Novela de investigación sobre femicidios ocurridos en Argentina entre 1980 y la actualidad

IdiomaEspañol
EditorialAlejandra Rey
Fecha de lanzamiento1 ago 2018
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    Todas las veces que me salvé - Alejandra Rey

    Todas las veces que me salvé

    Alejandra Rey

    A las mujeres más

    importantes de mi vida: todas

    .

    Preliminares

    Soy mujer. Tengo treinta y cuatro años. Tengo una hija mujer. Tengo muchísimas amigas mujeres, una pequeña hermanita, una mamá. Y tengo esta costumbre, o quizás esta herramienta de escribir. Vivo en este país, hoy, ahora, donde cada treinta horas matan a una mujer. También tengo un hijo varón, pareja y varias ex parejas. Salgo todos los días a la calle, trabajo en la calle. Desayuno cada mañana leyendo los diarios. Miro, aunque casi siempre de reojo, la televisión. Me compro ropa y alguna vez he seguido alguna dieta. Llevo adelante una casa, a tropezones, con sus rutinas diarias. Todavía estudio. Paseo, aunque con menos frecuencia de lo que me gustaría, pero paseo al fin. Vivo; aún vivo, y las noticias me dicen que eso es simplemente una cuestión de suerte.

    En nuestro país las estadísticas desnudan una tristísima realidad: cada treinta horas muere una mujer víctima de la violencia de género. Un femicidio cada treinta horas. Atroz. Y quizás sean más, puesto que no hay un registro oficial de esos asesinatos. Los medios relevan algunos casos, pero no la mayoría. Muchas mujeres son asesinadas en el anonimato.

    El propósito de este libro es amplio. Es una novela, porque no soy periodista, ni psicóloga, ni abogada, ni erudita en ninguna rama parecida. Soy simplemente una escritora de ficción. Pero esta ficción es cruelmente real. Cada caso que nombro lamentablemente sucedió.

    Sentarme a escribirlo no ha sido fácil. Ante todo porque leer los destinos que les ha costado la vida a ellas fue mucho más que triste; luego porque encontrar la información ha sido toda una odisea. Y es por esto último que pido perdón a la memoria de todas las mujeres que no pronuncié, esas que a los ojos de la prensa, al menos al sector de la prensa que yo alcancé, siguen siendo invisibles.

    Me senté frente al papel con la necesidad, la urgencia de decir algo, y llena de preguntas. Quise poner sus nombres porque, aunque entiendo la importancia y la utilidad que tienen los números al momento de visibilizar realidades y generar las políticas necesarias para modificar situaciones, siempre tuve un problema personal con ellos, me parecen fríos, vacíos. Leí (leí mucho, no sólo los artículos sobre esas muertes, sino una variada literatura relativa al tema), lloré, maldije, putié. Y al final de todo me quedó grabada una idea: un femicidio es el asesinato de una mujer por el solo hecho de serlo, como una forma extrema de la violencia machista. Cada una de ellas podría haber sido cualquiera.

    Este libro no pretende ser una recopilación con visión jurídica de casos, aunque he contado en él detalles de algunos, he nombrado condenas e impunidad; porque si bien la incorporación de la figura del femicidio como tipo penal ha sido un gran avance en pos de la visibilización y de la justicia, cuando llegan la sentencias ellas ya no están. Claramente no me es indiferente que los femicidas estén cumpliendo una condena o anden sueltos por las calles, pero el grito de estas hojas es que nos dejen de matar.

    Este libro es una denuncia (y una autodenuncia), un grito, una voz; que va cargado de ganas de contagio; pero, por sobre todas las cosas, es una esperanza de reacción, porque esta historia podría tener un final muy triste, el peor de todos: que no tenga final.

    Esto es verdad: hace días que me sigue un pájaro. Un pájaro; sí, el mismo. Cuando entro a casa se esconde tras la rama de algún árbol de la vereda y pía. Me sigue, por toda la ciudad. No importa dónde sea que vaya, ni cuánta gente se interponga entre sus ojos y yo, llegue donde llegue él está ahí, mirándome desde algún lugar semiescondido. Y pía. Violáceo; azulado; y pía y me espía. Allí está, exactamente ahora, socorriendo a través de la ventana toda esta narración.

    Esta casa es mucho más urbana que todas las demás, urbana, citadina, porteña en realidad; esta casa es mucho más porteña que todas las demás. En el patio tiene un toldo, uno de esos de las viejas casonas de Buenos Aires. Ahí está, desde ahí me mira, me mira y me espera, paciente; hace días que me mira y me sigue y se pasa las noches de esos días enteras sin dormir. Me acecha.

    Al menos hoy no hace tanto calor. Son las siete. Ojalá tuviera algo de sueño ya.

    Tengo frío. De repente tengo frío. Me espía.

    Enciendo un cigarrillo. Me tiro en el sofá. Me descalzo. Estiro mis dedos y los despego del cansancio. Respiro. Fumo. Humo. Después las flores me abrazan y me danzan escaleras a la terraza. Apoyo mi cabeza en el piso. Me estiro. Respiro. Tantas estrellas. Las cuento y me miento. Cierro los ojos y el aire me inspira. Él también. Desde el toldo de mi patio alza su cabeza, inspira y me respira. El aire de su aliento es el que ahora me tirita hasta temblar. Entonces recuerdo el vértigo de los escalones. Peor el vértigo que me azota cuando miro los muros del silencio que me acompañan desde una cuadra más allá. Ese. La sombra del miedo sobre el asfalto cortando los augurios del amanecer. ¡Desde sus celdas, esos hombres pueden ver al pájaro, lo han visto, lo sé!

    Daimoku. Mirando hacia el este. Pero ahí están ellos; no puedo. Las ofrendas no alcanzan para el ritual de ignorarlos. Esos murmullos se vuelven eco entre la armonía de la oración que se enreda con la estela del incienso y golpea el oxígeno de mis cuerdas vocales.

    Son las nueve. El pájaro sigue ahí, espiándome. Apago las luces. Allí sigue la oscuridad las líneas de su contorno. La noche lo dibuja frente a mis ojos que se entregan al sueño. Y sueño. R.E.M. Sueño. Su contorno, su cuerpo. Rapid eye movement. Sueño. Sus ojos, el vértice de una boca filosa y aguda. Rapid eye movement. Sus plumas, el trayecto de su vuelo. Rapid eye movement. Sueño. Se abre, se extiende, crece y me abraza, y arde. Rapid eye movement. Me elevo, floto, sueño. Sus gritos y el acecho. Me derrumbo hasta el sol. Eco. Pálido eco. Despierto.

    Esto es verdad: hace días que me sigue un pájaro. Y como prueba, hoy encontré su jaula. Estaba vacía, por su puesto, pero sé que era su jaula. De bronce, antigua, brillaba. Ya no fabrican jaulas como esas. No. Aún no le he dicho nada. Desde hoy yo también acecho su nido, su casa, su guarida. Si quiero, yo también lo observo. No he dicho nada y no pienso hacerlo; siempre es bueno tener un as bajo la manga.

    Me da miedo; pena y miedo.

    Cambio la ropa del placard (de lugar) e intento mirarme en otro espejo, o encontrar en el mismo un reflejo distinto. Tengo miedo y me miento. Me miento, me convenzo. Me descubro olvidando que son huecos vacíos los que relleno. Porque él se fue. También se fue. Me insulta y se va. Ulceran las heridas viejas; de nuevo. Me derrumbo más por mi entereza que por su ausencia. Y me cuelgo a la idea de haber aprendido el coraje, de haber exigido respeto, por primera vez. Pero el timbre suena y su regreso, tras la misma soberbia de siempre, me derrama por el piso. Bajo la cabeza y explico una vez más. El pájaro pía; a él tampoco me enfrento.

    Las horas ya ni cuentan. Giran en el reloj, o no, no las observo. Ahora miro el pájaro, miro al pájaro mirarme. Si mi obsesión se muda, por qué no habría de hacerlo el placard también.

    Llueven las tentaciones, las que miman, las que intentan reparar lo que ellos llaman, un desatino. Duele más que eso, confieso, pero nunca se los digo.

    Camino hasta el café y me descargo. Tengo una oreja que recibe mis denuncias haciendo del tabaco y del humo una cortina tras la que esconder su propio deseo, tan nauseabundo como el de todos los demás.

    Cruzo la plaza. Está oscuro. Taconeo al ritmo de los tambores que ahí se juntan todas las noches, al menos hasta que llegue el invierno. Las curvas del vestido, la hora, quizás el son, vuelven mi cuerpo obsceno. Cada vez que cruzo por la plaza lo siento. Jadeos, desde lejos, desde detrás de los árboles. Los huelo. Los huelo oliendo mis pasos y afilándole los dientes a los argumentos para venir por mí.

    Me hacen dudar. Lo merezco.

    El pájaro va conmigo. Vuela cerca de a tramos cortos. En silencio, cómplice silencio con los lobos y sus deseos. Tal como el de aquellos viejos cuervos. Por eso los odiaba mi gato y me ofrecía sus cuerpos. No lo dejé salvarme. Llegaron el mismo día, lo recuerdo. El gato regó mi camino de ofrendas, de pruebas. No lo dejé salvarme. Y ahora se fue. Y no hay jaulas para gatos, a los gatos los meten en bolsas; o en tacos.

    Mis zapatos no brillan tanto como la jaula del pájaro, ni como la del enemigo. Incluso se ajan, se rompen, me aprietan. Hago equilibrio y sonrío hasta que alguien convida a mi canto con un poco de agua y calma mi sed. El callo es porque el ardor siempre vuelve.

    Fumo porque aguanto el hambre, porque me sostengo. Fumo porque cierro el puño, porque me sosiego. A veces ataca directo al hueso y me escondo para hacerlo. Boceto una que otra palabra; hojas en blanco, hace tiempo. El canto del pájaro me convida un verso. Lo escribo. Lo leo. Me han colonizado hasta el deseo.

    Otra noche me lleva a la cama. Hoy no me abraza, no tiene ganas. El sexo ha dejado de ser fuego para ser una puta novela de suspenso, luego, un pequeño recuerdo. Incluso falta el reclamo, sobra el silencio. Se ha marchitado su fruto, y con él peligra el árbol entero. Y en estas ramas medio secas, crujientes, deshechas, posa sus patas el pájaro, monta su nido, con las pocas ilusiones de una nueva cosecha.

    Despierto tirada al lado de un alma herida dentro de un cuerpo sinsentido. El pájaro despierta conmigo.

    Los pasos me llevan al bar equivocado; o quizás la madrugada. Sus alas adivinan el destino errado. Llega unos minutos antes que yo. Me predice. En este lugar hay ojos nuevos pero igualmente repetidos. Pido un café y tarareo una canción de la negra que canta sobre pájaros, árboles, nidos. Mis manos también tienen hambre, aunque son demasiado pequeñas para abrazar un cielo abierto. A pesar de la leña (y del trabajo) acá lo mágico se vuelve cotidiano, y se pierde entre la bruma de la mañana. Jamás te olvidé, pienso dibujando un mapa que te esconde, caprichoso. El pájaro entona una melodía que me consuela por un rato y me engaña, siempre es así. Debería agarrar una mochila, cargar algunas cosas e ir a buscarte, para dejar de odiarte en todos los demás; pero no me alcanza el coraje.

    Detrás del vidrio hay unos ojos peligrosos, otro par. Es ridículo que sigan seduciéndome, pero sucede. Desaparecen, como los demás. Se desvanecen tras la sonrisa que me declara vencida, rendida, entregada. Mejor así; mi verdugo ya vistió demasiadas pieles.

    El pájaro merodea, está, pero nunca demasiado cerca; excepto aquella tarde, unos días antes de llegar para quedarse, cuando posó sus garras en mi hombro y me hizo gritar. Ese estruendo, que asustó incluso a los mozos, era el anuncio. Luego llegó y acá está, clavando los tonos temerosos de su garganta en mis oídos, proclamando que no tengo solución.

    ¿Creés vos en la encarnación?; ¿Eso de las vidas después de esta vida?; ¡No!, ¡personificación!, ¡eso es!, el pájaro se personificó en ese tipo del que te hablo!; ¡Qué estupidez!, ese debe ser un guardia, un custodio, algo así, ¡incluso un ladrón!, pero no una paloma personificada, no digas pavadas.

    Desde el jueves, cuatro días van ya, que veo al mismo tipo, en la misma posición, a toda hora del día. Serio, inmóvil, apoyado sobre la baranda de la rampa de la entrada del banco, ¿Cuál es el banco que está al lado de lo que era Havvana?, ¡del Banco Macro!, ahí, todas las veces que pasé. Una pierna delante de la otra, descansando un talón sobre la punta del otro zapato, traje, Me parece que es gris, no sé, está como muy gastado; a rayas. Serio, de bigotes negros. Un guapo. Como arrabalero. Sin sombrero, sin ese único detalle; y desde el mismo jueves que no veo al pájaro. Lo escucho, lo siento, siempre, incluso escucho mi nombre, tirado al aire desde algún balcón, o desde la vuelta de la esquina. Pero nunca veo ni al pájaro ni a nadie, desde el jueves; sólo ese hombre, estático, petrificado, de no ser por las pupilas que recorren conmigo esos tres o cuatro pasos que me demandan salir de su alcance visual.

    No tiene por qué ser nada malo, hay quienes dicen que son personas que están lejos, que vienen volando a visitarnos. Que un pájaro se vuelva hombre daba miedo, pero que un hombre pueda convertirse en pájaro es realmente aterrador; no hay macho de otra especie al que le tenga más pavor.

    ¡Vos deberías cuidarme! ¡Traidor! Habla nuevamente otra voz, una voz que desconozco, con palabras sembradas; esta siembra me atraganta.

    Los domingos y el tango se llevan bien, sobretodo porque el pájaro está callado hoy. Hoy volví a verla. Su jaula sigue vacía. ¡Némesis!, grita el recuerdo, vuelve su cara, es él. El pájaro ríe a carcajadas. ¡Un actor!

    Tony Vilas nació en Buenos Aires el 3 de junio de 1944. Actor argentino de cine, teatro y televisión. Murió el 1 de julio de 2013. El mismo día en que llegaste vos. Tenía 69 años. Interpretaba villanos. La novela se llamaba Venganza de mujer, ¿entendés lo que te quiero decir?, “Una campesina iletrada llamada Némesis es violada cuando era adolescente por un grupo de hombres de buena posición económica. Fruto de esa violación, Némesis da a luz una niña a la que bautiza Soledad. Con el paso de los años, Némesis se vuelve una mujer rica y poderosa y es entonces cuando planea una venganza contra sus agresores”. ¿entendés ahora?

    Vuelvo a casa. Otra noche cansada. Camino bordeando el cordón, por el asfalto. Un idiota frena escandalosamente, abre la puerta y vomita en voz alta todo su deseo sobre mí. Ella, otra ella, una mujer, habla por teléfono desde el asiento y mira, indiferente, y aunque es cómplice me calma verla. A él también. Decide irse. Yo tiemblo hasta casa. Camino alargándome la pollera. Despierto con el diario para saber que anoche tuve suerte, triste suerte, la ruleta la devoró a ella esta vez. Su rostro por todos lados. Desaparecida hace unas cuantas horas. Encontrarán un cadáver mañana dentro de una camioneta, en el río, maniatada. Habrá muerto ahogada, aunque ya estaría inconsciente tras haber sido golpeada y violada. Será ella. Podría haber sido yo. El recuerdo de su nombre lo borrará el de la próxima; una tras otra, se amontonarán en el olvido hasta transformarse en un número, en una estadística, en una rutina perversa, ¿quién desaparecerá hoy?

    No recuerdo cuándo llegó el frío, y tampoco he salido a la calle hoy; pero el pájaro está tiritando, lo escucho tiritar y me contagia. La casa está helada, gélida, petrificada. Desde la habitación logro escuchar el murmullo que te acompaña siempre desde el televisor. Las voces están agitadas porque hace unos días suspendieron lo que, interpreto, ha de haber sido el partido del año. “En un monstruoso acto vandálico, un grupo de inadaptados arrojó gas pimienta sobre los jugadores de River cuando estaban en la manga”. Rebotan y hacen eco entre las paredes del cuarto quejas, aullidos, enojo, sorpresa, impotencia, denuncias e indignación. El frío crece. Y ellos se acusan, se agreden, se excusan. Muchas de ellas ya no hablan, han sido silenciadas. Mi espía despierta y sacude sus alas, como desperezándose. Juraría que veo su sonrisa.

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