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Mandrágora
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Libro electrónico289 páginas4 horas

Mandrágora

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El cadáver de Karen, una tatuadora experta en técnicas tradicionales, aparece flotando en el río. La policía no logra esclarecer su muerte. Ante la imposibilidad de aceptar lo ocurrido, la vida de Víctor, su pareja, sufre una rápida desintegración. Tiempo después ocurren  una serie de extraños sucesos en los que Víctor comienza a encontrar señales de Karen en los cuerpos de otras mujeres: misteriosos tatuajes que cifran mensajes que parecen dirigidos a él. Los mensajes lo llevan al pueblo de Puerto Espino, en una búsqueda en la que deberá afrontar una trama de traiciones, personajes desconcertantes y una revelación que lo hará dudar de sus certezas sobre Karen y sobre sí mismo.

Mandrágora es un mecanismo narrativo que explora las texturas del tiempo, la identidad y la memoria, en un recorrido hacia la verdad brutal que espera a Víctor cuando intenta llegar más allá de sus fuerzas. ¿Qué encontrará tras el rastro de signos que su mujer le ha dejado antes de morir?

IdiomaEspañol
EditorialGabriel Rios
Fecha de lanzamiento14 abr 2021
ISBN9798201100339
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    Mandrágora - Gabriel Rios

    Prólogo

    Conocí a Víctor, el protagonista de esta novela, en Santa Fe en el invierno de 2005. El inesperado encuentro surgió de la insistencia de Caudana, mi director de tesis. Ni el carácter taciturno de Víctor ni mi poca sociabilidad nos inclinaban a la confidencia. Sin embargo, en un bar perdido de calle San Jerónimo, me contó su historia. A lo largo de la noche y la cerveza negra me habló de Karen, del misterioso Marini, del Toro Aguirre, y de otros recuerdos agitados en su voz de oráculo insomne. Me llamó la atención que se refiriera a sí mismo en tercera persona. Me llamó la atención la tortuosa cronología, como si estuviera acompasando las piezas de una pesadilla que puede significar una cosa y también lo contrario.

    Pese a la extrañeza de lo que me contaba, entendí que aquella narración era una variante del descensus ad inferos, uno de los relatos que retorna una y otra vez como una matriz inmutable de la experiencia humana. El deambular de Víctor en Puerto Espino en busca de su mujer, sus batallas con los engendros de adentro y de afuera, las persecuciones en los entresijos de la niebla, todo repetía la forma precisa del viaje al inframundo como la confrontación del héroe con la verdad de su profunda condición mortal. Querer saber para qué estábamos en este mundo era suficiente para  destruirlo y destruirse. A veces el héroe regresa de las profundidades, pero nunca será el mismo.

    Comprendí entonces por qué mi director, que fumaba desentendido, sabio y monumental, me había presentado a este personaje.. Vos vas a ser la última tesis que dirijo, me había dicho antes mi mentor. Cumplidor como era, murió de un infarto poco después. Querido Carlos, maestro y amigo, vaya a destiempo este homenaje, y el de haberte evitado el tormento de corregir cuatrocientas veces este libro, como hiciste con mi tesis.

    La reunión iba terminando pero la historia no. Víctor miraba hacia la puerta. Creo que seguía  huyendo de algo o de alguien. Quedé tan impresionado con su relato que al despedirnos le pregunté si podía escribir una novela con eso. Sí. Pero deberá completar usted el final, Gabriel., me dijo. Y se fue hacia la noche.

    No volví a ver a aquel hombre, ni lo intenté. Pasaron los años sobre nosotros. Inevitablemente, las enfermedades, los accidentes y la negligencia fueron extraviando mi intención inicial. Por eso cumplo ahora, tarde y mal. Y escribo con el anhelo de que Víctor, esté donde esté, haya encontrado la redención de sus heridas. Porque, a pesar de la tenaz oscuridad en que vivimos, del absurdo credo posmoderno y otras pestes, su historia me mostró que el instinto de buscar la verdad siempre es más fuerte que los frágiles hombres que la buscan. Aún más fuerte que su infinito amor por la mentira.

    ––––––––

    Santa Elena, diciembre de 2020

    Ella está muerta, entre las raíces que irrumpen en el río como arañas grises, con el rostro entre las hebras de plantas podridas y el pelo ondeando en abanico sobre el agua. Soy el hombre inclinado ante el canal desquiciado de su sangre, bifurcada en aquellas lentas nervaduras de lo que fue Karen y su luz perdiéndose en las islas. Y ese otro hombre que está un mes después, al borde del barranco y casi borrado por la tormenta, también soy yo. Las fuerzas del viento y del agua le impiden captar con claridad sus pensamientos.

    Karen sangraba bajo nubes azules formidables, remolinos naranjas, y de nuevo azules y naranjas. Fue un día de junio a la tarde. El único día que recuerda en el mundo, y que le hace pensar que terminar roto cuanto antes en las piedras de abajo tal vez sea lo mejor que pueda pasarle a ese hombre que ahora soy yo. Desde arriba le llega una voz cruzada por el trueno.

    Santa Bárbara bendita

    Que en cielo estás escrita

    Con papel y agua bendita

    En el vértice de la tormenta, él aprieta sobre el borde las ramas que van  a ceder. El viento le clava la lluvia en la cara. Los ladridos se acercan. Los relámpagos rompen las crestas del agua. Quiere aferrar los pastos del borde que gotean entre los dedos. Logra atrapar algunos, pero la tierra calada suelta las raíces. Vuelve el latigazo de voz.

    Ese rayo martillado

    Que no caiga en mi tejado

    Ni en los pies de mi ganado

    Ni en los brazos de la Cruz

    Presiente el vacío en cada parpadeo de la lluvia, en los fogonazos ciegos del cielo. Entonces yo, que es él, intenta afirmar las puntas de los pies en las salientes de la roca, pero los grumos se disgregan y agita las piernas cada vez más cerca de la caída. Arriba la casa explotó esparciendo despojos. Vuela la plegaria al eje de la tormenta y él aprieta las ramas que van a romperse. Los ladridos se le vienen encima. El perro asoma un segundo de cabeza blanca por el borde. No lo ve,  pero siente la mandíbula brutal cerrándose sobre su mano. Ni al filo de la caída dejan de retumbar las preguntas en su cabeza. Atrapado en medio del agua y el fuego, piensa que nunca podrá saber qué le pasó realmente a Karen, desangrada entre raíces naranjas de luz y arena del río perdido para siempre.Y si alguien lo llega a saber alguna vez, ese alguien no va a ser ese hombre que fui, ni tampoco yo.

    Y entonces la rama se quiebra con un ruido seco.

    Nací en una sala de emergencias de una calle sin memoria, mitad caserío y mitad basural, sobre el metal de una camilla sudada por putas sifilíticas y drogadictos en coma. Mi madre de dieciséis años ocultó su embarazo entre meses de ropa invernal. Cuando la echaron de la casa intentó abortarme de varias maneras, todas fallidas, tal vez por ignorancia, mala suerte o falta de amistades apropiadas.

    El punto es que llegué a una sala trasnochada en la que apenas había una camilla, una enfermera casi centenaria, un médico demorado y un baño que funcionaba mal. Lo supe después, claro. Después  de las familias postizas, del internado y de una mujer que me buscó durante años y me adoptó.  Entendí entonces que la pregunta por el sentido de la vida se dice en  diversos tonos y silencios propios. Para mí sería así: ¿Puede  la cañería de  un inodoro decidir el sentido de una existencia? ¿Y cómo contar esa existencia?

    Una historia podría empezar en cualquier punto. La mía  empezaría con mi madre chorreando líquido amniótico en medio de la madrugada. Caminaba con dificultad, llamando inútilmente a un teléfono apagado. El número que usted está marcando no se encuentra disponible. Por favor  intente de nuevo más tarde. Cuando logró llegar a la sala de atención, la enfermera de la sala macilenta, pelos quebrados y duros, apenas se inmutó. Bostezó y dijo:

    –Treinta y nueve de fiebre. Ciento diez pulsaciones. Hay que sacarlo.

    –Sáquelo –gruñó mi madre.

    –Andá a la camilla, nena.

    El doctor Morel, retrasado aquella noche en una reunión familiar, intentaba orinar en el baño del Club Social y Deportivo Ballesteros del Sur. Le apuntaba sin éxito al mingitorio rajado. Le ardía. Ya debería estar en la sala a esta hora. Arenilla, pensó. Mi próstata. Ya no es la de antes. O gonorrea. Por el olor a pus debe ser gonorrea. Encima me toca la guardia de Navidad. Gente idiota que se enferma en Navidad. Conductores borrachos, suicidas depresivos y ojos volados con bengalas.

    Mientras tanto la enfermera había cerrado la puerta principal. Después volvió y clavó en la panza de mi madre una jeringa enorme con la que  extrajo el resto del líquido amniótico. Ahora estaba metiéndole el segundo pinchazo para inyectar la solución salina. A pesar del anestésico mi  madre se revolvía de dolor y estrujaba los gritos tensos en la garganta. Apenas se retiró la aguja, comenzó a convulsionar. Luego quedó quieta. Sin pulso.

    La enfermera llamaba sin resultados al celular apagado del doctor Morel, parado en su Audi blanco frente al semáforo de una cruz de calles vacías. El número que usted está marcando no se encuentra disponible. Por favor intente de nuevo más tarde. Y en ese instante sucede. Algo se sumerge y macera viscosidades secretas, revuelve las fosas del tiempo roto, pedalea en la oscuridad y sale a la superficie, como un náufrago que lucha para no hundirse.

    Algo que es y no es yo, que también es nosotros y ellos, pero que se resiste a perderse en el miasma indiferenciado, aferrándose a frases, a chirridos, a jirones de conciencia que le permitan componerse en un todo: colores sin nombre, aullidos, cuerpos fragmentados, caras sin rasgos.

    Es él, ¿verdad? dice una voz.

    Soy yo, ahora sí. Según el procedimiento debería haber salido tres días después, pero en pocos minutos más estoy enteramente naciendo de mi madre muerta, con quemaduras graves y pingajos de placenta, pólipos, heces sanguinolentas, pulpejos oscuros, y otras porquerías de las que no me distinguía en nada. Soy yo.

    La mitad de mi cuerpo era una costra negra de piel escaldada. Había nadado en un ácido corrosivo durante dos horas. La solución de cloruro de sodio me había hervido en el útero como una mortal sopa de rana. Afuera estallaron fuegos y festejos artificiales. No lloraba. Quedé inerte al lado de mi madre, sin forma ni vida.

    La enfermera me tomó con cariño entre sus brazos enguantados y me llevó hasta el baño. Una vez ahí me arrojó en el inodoro, bajó la tapa y tiró la cadena. Pero quiso asegurarse bien: abrió la tapa, y con una sopapa de goma me empujó piadosamente hacia las cañerías. Después cerró la puerta del baño y volvió a la sala de atención.

    Por fin, el doctor Carlos Morel bajaba de su Audi A4 de alta gama y entraba en la sala por una puerta trasera. Vio a mi madre en la camilla, vio a la enfermera lavándose la sangre, y se despabiló de inmediato.  Se acercó a la chica acostada, con media cara hundida en un charco de vómito. Morel reconoció la mirada bajo un mechón castaño, suspendida en el frío de un ojo de gelatina

    –Cagó fuego la pendeja –dijo la enfermera–. No aguantó la inyección.

    Morel sabía que Norma –la enfermera– tenía el pulso malogrado desde hacía tiempo, así que no se sorprendió. Habría que llenar los papeles y a  otra cosa. Caminó hasta al armario de las planillas. Cuando lo abrió sacudió una jarra con una flor azul posada encima. Sostuvo la jarra vacilante. Eran muy difíciles de mantener frescas, esas flores. Cuando se detuvo el tintineo oyó otro ruido que venía del baño. Esperó un poco y el ruido se volvió reconocible: un bebé lloraba del otro lado de la puerta. Morel miró a  Norma, con los ojos enormes:

    –Qué hiciste, vieja pelotuda.

    Después corrió hasta el baño, levantó la tapa del inodoro y me encontró boyando en un remolino de tripas y sangre. Ahora  apenas soltaba un imperceptible estertor de larva agonizante. En un segundo ominoso me sacó del inodoro y me envolvió en un paño de algodón con olor a jabón blanco. Tal vez se sintió aturdido por la impactante resurrección, tal vez sintió pena. Padeceré su error de por vida, cuando comprenda que siempre se muere demasiado tarde.

    Llegaba gente a la sala y no se podía hacer más. Una pareja de adolescentes malnutridos, con granos que les caían en racimos desde la boca hasta el cuello, se sentaron a esperar. Aquella mañana el plomero tenía que arreglar el sifón del inodoro, que perdía agua. Pero en un rebrote de lujuria marital se fracturó el dedo meñique contra la pata de una mesa de luz y decidió tomarse el día. Cuando Norma tiró la cadena, la debilidad  del chorro no alcanzó para enviarme a las cloacas y quedé atascado en la garganta de sarro del remolino. Estúpida, le dijo Morel a la enfermera, que después de hacer cientos de abortos, había fallado por culpa de un plomero accidentado y la traición imprevista de un inodoro. Estúpida, repitió, mientras controlaba los signos vitales del bebé. Me esperaban semanas de cuidados intensivos y alimentación por sonda.

    El médico borracho que debió borrarme eficazmente del mundo o firmar mi acta de defunción, estaba obligado a poner su firma en mi partida de nacimiento. Hora de nacimiento: 11:59 PM. Lejos de mí estallaban los festejos de otros. Noche de paz noche de amor. Causa de  nacimiento: fractura de un plomero lujurioso, próstata médica inflamada, aborto por solución salina y sumidero tapado. Es la belleza absoluta, que no hay otro nombre para la explosión de todos los flujos de lo real en el milagro de la vida. No digo esto para que me vean como una alimaña deforme, pura raza  de circo y engendro de la cloaca. Lo digo para responder a la pregunta que me hice antes. Cómo contar una existencia que empieza de este modo. No queda otra cosa que contarla con la voz pura de la mierda del ser. Decir en alto el dolor esencial de haber nacido dos veces.

    ¡Como si una vez no fuera demasiado!

    Tenía diez años cuando falleció Irene, la mujer que me había adoptado. Mi única salvación de este basurero inmundo. Poco tiempo me había durado la calidez de Irene y ahora volvía a ser el asqueroso reptil enroscado en sí mismo que fui siempre. Recuerdo haberme planteado a esa edad la cuestión del sentido de mi vida y de mi muerte, que me parecían iguales. Todos, de alguna forma, nacemos muertos, pensaba la cría de lagartija que era yo. En las contracciones monstruosas del parto cósmico dan lo mismo nueve segundos o noventa años. Incendio sideral, gota de sangre o fuego, nulo parpadeo, o cualquier otro nombre vistoso que le den los poetas a esta existencia vomitiva. Por ese derrotero peligroso marchaban el mundo y la cabeza del chico.

    Una vez fui monaguillo en una parroquia, y el Padre Iván me dijo que Dios era la respuesta para todas mis dudas. La mayoría de sus días era como cualquier otro borracho y amanecía tirado entre orines en los rincones de la parroquia. Pero recobraba la fuerza antigua de un profeta cuando divagaba sobre su dorado trasmundo. Recuerdo el poder hipnótico de aquel hombre que sabía hacer de la nada una injusticia intolerable.

    Casi asumí esa inmunidad contra el horror de existir, pero enseguida tuve una   revelación. Comprendí que nací porque mis padres me odiaban y me trajeron a la vida para hacerme morir como un perro. Tarde o temprano sucedería, de modo que no podía haber otro objetivo. Así empezó a latir en  el niño que fui este rencor de entraña que pronto va a perderse para siempre. Porque en esta catástrofe de edades sin recuerdo la gente quiere olvidar la muerte propia trayendo otras muertes al mundo. Agonía de unos cuerpos que serán tumbas vivas de otros mil cuerpos tumbas, en un derrumbe sangriento que seguirá hasta que el universo reviente en pedazos.

    Comparsa de trastornados sin sentido que en lugar de suicidarse sin molestar se ponen a hacer un hijo. Un ser tan desvalido como ellos. Tan miserable como ellos. Y después se bañan,  se  peinan,  estudian  y consiguen trabajo, porque ahora sí, por fin encontraron el sentido de la vida: simplemente pasarle el problema a la cría, que lo resolverá de la misma manera. Todos los niños son hermosos y todos apestan a la crueldad de sus padres.

    En mis sueños infantiles, el cúmulo de las generaciones que existieron y existirán se reproducían en cámara rápida; no terminaba uno de salir del útero que ya estaba pariendo como bestia desenfrenada a su hijo, y éste a su hijo, y éste a su hijo, proyectando al infinito los flujos de la muerte. Las marañas de carne se abrían vomitando flores que germinaban otros cuerpos que reventaban sus esporas a velocidades vertiginosas. Al final las inflorescencias desintegraban el espacio en la combustión de un espantoso árbol calcinado que saturaba todo.

    Era realmente hermoso. Disfrutaba de un modo perturbador esas imágenes. Tirado en las noches de mi árbol cósmico carbonizado, no necesitaba nada más. Pero al final los psiquiatras y el esmero de mi madre adoptiva me despojaron de esos placeres. Aprendí con dolor que ninguna belleza permanece estable mucho tiempo. Después, cuando volví a mi familia, a mi escuela y mis compañeros, al colectivo y a la plaza, no había para mí lugar alguno. Veía pasar el mundo en un flujo indiferente, como si lo verdaderamente existente fuera algo más –el corazón explosivo de las cosas –y no esos títeres sacudidos por disposiciones inciertas.

    Durante ese interregno debí soportar la repugnancia que me producían  los espasmos ridículos de la humanidad, la misma repugnancia que los  demás habrían sentido si hubiesen conocido mi verdadera forma interior. Tanto dolor y tanto amor la gente, pensaba, para qué: para desaparecer al final como un chispazo mudo que no dejará ningún rastro en la existencia. No podía ser verdad. Todo falso, lo sentí, antes de poder pensarlo. Falso como  la nube de un segundo.

    Cambié, por supuesto. Y empecé a creer en las nubes, en las mesas, en las banderas, en los créditos a bajo interés, en las plazas y los semáforos. Pero aquel chico de las estrellas explosivas sobrevivió intacto detrás de la cáscara que nos volvemos todos al crecer.

    Además de esas fantasías del niño no encuentro otra cosa sustancial que mencionar. Omito las ridiculeces que sólo resultan importantes para el que las vive, como si millones de personas no hicieran lo mismo al mismo tiempo. En cierto modo, agradezco no haber tenido una verdadera madre  para mentirme sobre lo especial que soy, como hacen con todos  para hacerlos sentir menos miserables.

    Estudié mientras miles estudiaban, me casé mientras miles se casaban,  me enfermé gravemente y sufrí, y me curé, igual que todos, me divorcié y etcétera, etcétera. Prefiero no irme en detalles. Me puse una corbata mientras miles se ponían una corbata, y me hice empleado público para esconderme mejor entre la gente. Que no fueran a ver a la lagartija del desagüe detrás del traje y los zapatos Briganti recién lustrados.

    Como en esta ciudad decadente una de cada siete personas es empleado público, pasaba bastante desapercibido. Luego conseguí trabajo en el más o menos prestigioso Estudio Contable S&P, llevando y trayendo papeles en torno a una computadora que parece estar  más viva que yo. Como en la entrada de Auschwitz, sobre mi escritorio hay un cartel con la inscripción El trabajo dignifica. Me dignifica y me hace doler la cintura todo el tiempo. Pero tengo título y empleo. Y eso es importante para los vecinos. Aprendí a saludar y también sonrío, como hacen las personas con sus conocidos. Desde chico que analizo con atención qué sentimientos o ideas corresponden a cada gesto, para esconder mejor a la lagartija. Es tan fácil fingir humanidad. No es por presumir pero algunos gestos me salen mejor que a otras personas  con sentimientos  verdaderos pero malas actuaciones.

    También mantengo una relación estable, como se dice, con mi pareja desde hace años. En realidad, estos datos que doy no sirven para entender lo que voy a contar –se puede empezar a leer desde aquí: la historia de alguien puede empezar en cualquier parte–. A todos nos tranquiliza pensar que uno sabe quién es, que tiene una razonable función social, que está inscripto en el registro de contribuyentes y que tiene carnet de conducir. Lo que se supone que debe ser una persona normal. El que soy ahora por donde se mire.

    Digamos entonces que esta persona normal Víctor Bradem está saliendo de la casa de su pareja, tan corbata y al día con los impuestos (entró en la moratoria, señor) que no sospecha, como nadie sospecha, que dentro de algunas horas ella estará muerta y él despertará maltrecho en una cama de hospital.

    Un trazo de música en el aire, la escena sincopada, pendiente de un trozo traslúcido de tiempo que invierte en abismo el grito del hombre. Paréntesis entre dos pulsos. La mirada del vidrio interroga al hombre que la mira: ¿Quién grita en el reflejo que grita?

    A esta altura ya había olvidado por completo aquella conversación que tuvo con Marini hacía dos semanas. Y hoy sólo me disponía a pasar la mañana con el balance de los libros y el informe tributario de Ánser Inmobiliarios. Debe y haber. Debe y haber. Patrimonio neto. La  cintura, por favor. Me mata. Sin mayores cuestiones cierro la puerta del departamento. No. Así no, Víctor, me digo. Porque la llave se traba. Dale la primera vuelta y presioná hacia abajo en la segunda vuelta. Así está bien. Es que ya estás viejo, ya no vas a aprender. Bajo las escaleras del primer piso y subo al auto. Después poner Nothing else matters a un volumen moderado, no vaya a molestar a los vecinos, que aparecen carteles por todos lados.

    Never opened myself this way. Si menor, Re mayor, Do...

    Life is ours, we live it our way. Si menor, Re mayor, Do...

    Impresionante. Aunque me parece mejor la versión de Apocalíptica. Nunca me gustó el cifrado americano. Para qué carajo habré vendido la guitarra. Y James Hetfield lo compuso mientras hablaba por teléfono con la novia. Sí, pregunté, qué compro a la vuelta, bebé. Y sí, para comer.

    ¿Ravioles? Never opened myself this way. Bueno.

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