Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La frase negra
La frase negra
La frase negra
Libro electrónico228 páginas3 horas

La frase negra

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En un pueblo costero situado en cualquier parte del mundo, lleno de leyendas del mar y de viejos marinos que en la taberna cuentan sus relatos, un joven confunde los sueños con la escritura y la realidad con el mito mientras sufre de mal de amores. Intentando aliviarse de la pasión que lo embarga, deambula en un viaje alucinante por el pueblo, dur
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074451191
La frase negra
Autor

Agustín Goenaga

Nació en la Ciudad de México, en 1984. Es autor de la novela La frase negra (Ediciones Era, 2007) y candidato a doctor en ciencias políticas por la University of British Columbia, en Vancouver, Canadá.

Relacionado con La frase negra

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La frase negra

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La frase negra - Agustín Goenaga

    V

    I

    Se debe comenzar de alguna manera, no es sencillo, todas las posibilidades se despliegan ante los ojos y su fastuosidad las hace inaprensibles, el infinito se desnuda y es imposible elegir; uno queda de pie, en medio de esa visión en blanco, atontado como si acabase de contemplar a un dios a hurtadillas. Pero es necesario comenzar y al final el azar es quien dictamina el resultado. Tal vez haya sucedido lo mismo al Creador el primer día de trabajo, quizá también haya comenzado por el final. De una u otra manera se llega siempre al mismo núcleo, al mismo origen adonde las palabras nos conducen. Así que comenzar con un viejo sentado en una cantina mientras oía apenas una conversación que no le interesaba porque en su mente había una imagen que lo estremecía y lo hacía querer huir, da igual que comenzar con una mujer asesinada sin que nadie –o casi nadie– se enterase o con un muchacho que zurcía una red de pesca en el techo de un granero. No. Comencemos mejor con el mismo muchacho pero unas semanas más tarde, en la cantina, acompañado del capitán Milton que cabeceaba apaciblemente mientras él fumaba y sin mover los labios se dirigía a la mujer de su hermano, Alia, quien se había quedado en casa:

    ¿Y recuerdas aquella vez que nos quedamos mirando los cargueros? Caminábamos hacia el pueblo sin quitar la vista de la isla. Nunca habíamos visto tantas lanchas atravesar el canal al mismo tiempo. Ni siquiera la última llegada del barco ha sido tan numerosa como aquélla. Los motores traqueteaban y generaban un estruendo que se escuchaba por encima de los peñones. Llegaban con las caras compungidas, sacaban de sus bolsillos un puñado de monedas y billetes y extendían la mano a los lancheros y subían a los muelles. Arrumbaban las maletas sobre los tablones medio podridos y los cangrejos caminaban entre sus abrigos y se metían por los cierres descosidos de las valijas. Luego llegaron los niños desnudos pidiendo algo de comida y alguien les lanzó un mendrugo; de entre el tumulto uno lo atrapó en el aire y salió corriendo con la nube de niños como mosquitos vociferantes y llorosos detrás; mordisqueó el pan y a los pocos pasos cayó de rodillas vomitando un líquido grisáceo en el vaivén del agua. Bajamos por las piedras, a lo largo de las playas la gente quemaba montones de algas para alumbrarse el paso. Las lanchas tenían que varar lejos del muelle, apagaban los motores y quedaban flotando en medio de la pestilencia del combustible quemado. La muchedumbre se echaba al mar con el agua hasta la cintura y cargando sus bultos sobre la cabeza se dirigía a la orilla. Miles y millones de cuerpos a medio hundirse, cada uno con una mueca distinta, cada uno con un nombre distinto que se le había impuesto para el resto de la eternidad y que entonces se nos antojaba sin sentido. Parecían las legiones de viejas guerras, hombres y mujeres, ancianos, niños, regimientos y regimientos de soldados ataviados con armaduras, con uniformes de gala, con yelmos y espadas cruzadas en el pecho mirando hacia un cielo fragmentado. Los botes esquivaban a la gente y los lancheros se veían obligados a recurrir a los largos palos que en ocasiones usaban como remos para abrirse paso entre la multitud. Caminaba delante de ti, Alia, y sentía tu respiración. Barnum no había querido acompañarnos y yo avanzaba con la vista puesta en la gente que en el puerto acosaba con preguntas a los recién llegados.

    Están en guerra, nos contestó un hombre cuando preguntamos quiénes eran y señaló hacia la ciudad, hacia el otro lado. El aire vibraba en nuestros oídos, ¿te acuerdas? Los dos tratamos de ver las explosiones pero en el cielo todo permanecía tan tranquilo como siempre. Están en guerra, dijo y apretó el brazo de un niño que quería meterse al agua. No, repitió varias veces sin dar explicaciones y por alguna razón mi mente derrapó hacia la primera ocasión que pisé estos muelles y sentí el impulso de lanzarme al agua. Los cargadores trataban de pasar entre la muchedumbre con las maletas bajo las axilas. En la isla tronó la sirena de uno de los barcos. Nunca había sentido tanto miedo, nunca como entonces, cuando supe que ya no estabas detrás de mí. Cuando me volví y vi que tus labios temblaban. Nunca sentí tanto miedo… pero el miedo es por naturaleza algo inherente al futuro, no un sentimiento sino un pre-sentimiento, es el preám - b ulo de algo insoslayable y lo que vi aquella vez no fue en absoluto el porvenir, por el contrario se trataba de nuestro pasado, de nuestras huellas, del abandono y del odio de aquél que te ha enviado aquí. Lo que vi fue el horror. Tú también lo viste o, más bien, creíste haberlo visto, fingiste que lo veías. Los niños jugaban con tu cabello que aquella noche era particularmente rojo, tiraban de él y trataban de arrancártelo de la cabeza. Te inclinaste y tomaste a uno de ellos por los hombros, lo sacudiste y lo tiraste al piso. Cuando te levantaste puse mi pulgar sobre tus labios y no sentiste nada, nada más que desprecio, y te alejaste dando empellones entre el tumulto. Traté de seguirte pero te perdiste entre la multitud, traté de seguirte pero la luz del faro me sorprendió de frente, como la de una enorme locomotora que venía a mi encuentro y no pude hacer más que extender los brazos y dejarla pasar sobre mí.

    El viejo Blackwood escuchaba distraído una voz que comenzaba a desesperar entre los roncos suspiros de agotamiento. Su piel rezumaba olor a escamas en el tibio b ochorno de la noche. Levantó la cabeza para ver mejor el rostro de la muchacha que lo miraba impaciente. Una melancólica sonrisa ensombrecía sus facciones.

    –Un vaso y un poco de cecina de pescado.

    La siguió con la vista hasta que se perdió detrás de la puerta de la cocina e intentó volver a la conversación. A penas conseguía seguir el hilo de la plática. Su mente se despegaba de las palabras de los otros pescadores y comenzaba a danzar errabunda por los parajes del enloquecido mutismo del pasado. Algo en los rasgos de la joven mesera le había hecho recordar el gesto asustado, lleno de resignación, que precedió la eclosión en el rostro de Cora, el desenfrenado y póstumo aletear de su espíritu: la imaginaba con una sonrisa perpetua y absurda, encerrada en una caja de madera por donde un delgado pero constante hilo de tierra se filtraba hasta los labios, como si la misma muerte la obligase a beber de sus frutos. Ésa era la imagen que había permanecido: el cuerpo nublado por el gélido, transparente sudario de la muerte.

    Algunas veces, ahorcajado en la quilla mientras los demás dormían, creía descubrir también su sonrisa entre la bruma. La niebla languidecía y con alivio lograba reconocer el promontorio sobre el que el faro, negro y frío, profería un estremecedor grito.

    –A lo lejos, a lo lejos, a lo lejos, a lo lejos –se repetía entonces, cuando el pesquero se aproximaba con lentitud a la orilla y fondeaba cerca de las piedras. Blackwood e scrutaba el muro de piedra que formaban los peñones mientras adivinaba dónde descansaría el cuerpo de Cora, levantaba la vista para buscar un sepulcro como quien pretende encontrar el cuerpo de Dios descalcificado entre las paredes dobles de la más vieja de las fortalezas. ¿Qué habría hecho el marido con el cuerpo? Había aprendido a reconocer, más con asombro que con tristeza, la inexorable distancia que separaba a los seres humanos después de la muerte. Sobre el acantilado se mecía el follaje plateado del bosque de álamos, las hojas trémulas como si danzaran bajo el influjo de una música inexistente. Blackwood se sumergía en la irrealidad, al otro lado de un espejo donde todo era casi igual y sin embargo denotaba un cariz amargo, como si todas las cosas estuviesen recubiertas por una membrana melancólica y carecieran del fulgor que debería desprender su existencia. Los peces renqueaban bajo la superficie con los ojos como nebulosas polvorientas mirando al cielo. Tullidos, esperaban una luz para nadar hacia ella.

    Todos habían callado y lo miraban con ansiedad. Hacía largo rato que tenía el plato de comida y el vaso enfrente. Miró los platos de los demás hombres y se percató de que ya habían terminado. Uno de ellos se levantó para irse. Otro comenzaba a seguirlo.

    –Estábamos pescando calamar –dijo con una voz tenue, casi en un susurro, preguntándose por qué había comenzado a contar esa historia entre tantas otras. Los dos hombres que ya estaban de pie volvieron a sentarse esperando que continuara. A esas tierras las noticias llegaban con retraso y los cantares épicos los narraban los mismos héroes que los protagonizaban, ya muertos, sosteniéndose, entre estrofa y estrofa, las vísceras que comenzaban a escurrir por la herida purulenta. Blackwood volvió a callar por un momento y bebió de su vaso.

    –Quisiera un cigarro.

    Desde otra mesa, dos hombres se volvieron para escucharlo. La perra del cantinero se restregaba contra sus piernas y pegaba el morro a los zapatos de uno de ellos, un enorme viejo de tez negra que cabeceaba recargado contra el muro; el animal había alcanzado el celo y manchaba de gotas sanguinolentas las baldosas de la cantina. Sumergido en un diálogo interior, el otro hombre –un muchacho todavía– sacó un paquete del abrigo colgado del respaldo de la silla y se lo tiró a Blackwood.

    –Estábamos pescando calamar. Era temporada. Habíamos navegado durante ocho horas y anclamos cerca de una isla. La costa estaba muy cerca, si alguien hubiese gritado en la orilla lo hubiésemos oído. Usábamos luces como señuelo. Eran unas lámparas de cristal donde poníamos aceite y le prendíamos fuego. Luego sellábamos las junturas con cera y brea para que no les entrara el agua. Las sumergíamos a un par de pies de profundidad alrededor del barco. La luz manchaba el mar como si fuera tinta. La gente que vivía en las playas nos decía que durante la noche, cuando no podían ver el barco y sólo distinguían el resplandor de las lámparas sumergidas, parecía que la luna extendía sus dedos y palpaba el mar. Sólo teníamos que esperar unos minutos y pronto veíamos las nubes de calamares dirigiéndose a las luces. Entonces echábamos las redes y las retirábamos colmadas. Una vez en cubierta los calamares nos miraban con esos ojos apagados como si los hubiésemos engañado. La piel les cambiaba de color y se volvían opacos. Cuando sacábamos las lámparas del agua, tirando de las cadenas y luego de los tubos que permitían la circulación del aire de modo que la flama no se apagara, traíamos siempre dos o tres animales pegados al cristal, era como si abrazaran a alguien, las puntas de sus tentáculos palpaban la brea y trataban de abrir las lámparas. Nadie se atrevía a arrancarlos. Decían que era de mala suerte desprender a una criatura que abraza la luz, preferían dejarlos morir de asfixia y luego echar otra vez las lámparas apagadas para que algún pez se comiera el cadáver.

    Calló un momento. Los hombres se habían reunido en silencio y sus rostros expresaban solemnidad, como si estuviesen congregados para presenciar un funeral o un parto. Quizá así era en cierto modo. Observaban algo que se fundía en la sombra del aire mientras el viento se quedaba afuera y se desgarraba a gritos para entrar.

    No puede ser ésta la existencia que me tocaba vivir, ¿en qué momento comencé a llevar la vida de otro? –se preguntaba Blackwood mientras escrutaba los rostros que lo miraban expectantes. Se perfilaban fisuras en la realidad. Ante el plato de comida cada vez más fría se desdoblaba un lienzo inconmensurable que marcaba, como un himen hendido, las puertas cerradas, infranqueables, del paraíso. Entonces era como si se arremangara la camisa hasta los codos y rasgara con violencia la tela, sordo a los alaridos de la realidad que arqueaba la espalda y se crispaba clavando las uñas en el tiempo mientras de su seno extraía un niño cuyo rostro era el suyo. El deseo de volver a nacer a través de la memoria le soltaba la lengua como si una diosa hablase por su boca. Había entendido que ella –la diosa: la memoria– es quien asiste los partos nocturnos, los difíciles, cuando hay que dejar morir a la madre para que sobreviva el feto, es el fanal de los pobres cuando del presente nace el pasado y hay que ultrajar la certidumbre de la vida, abandonar los retazos de la verdad, para que sobrevivan las ilusiones de otro tiempo. Nuestros hijos son el recuerdo de lo que anhelamos haber sido.

    Quizá, el camino que emprendía cuesta arriba al hablar no era tanto en busca del paraíso perdido como la calamitosa huida del infierno que se incendiaba a sus espaldas. A l narrar su pasado sentía una tranquilidad que le permitía desprenderse de sí mismo por un instante, pasearse por el mundo sin tener que pensar en el inevitable regreso. Creía que alguna alma piadosa se había inclinado sobre el suelo y de hinojos golpeaba la tierra y hacía libaciones de sangre para darle de beber.

    –Habíamos terminado de sacar las redes. Desde la playa se escuchaban ruidos extraños. El mar estaba tranquilo y podíamos oírlos con claridad a pesar de no ser más fuertes que el plañido de un cachorro recién parido. A veces parecían gemidos humanos, gritos, otras veces creíamos que se trataba de peregrinos cantando letanías o incluso el doblar de una campana. Nos tendimos en la cubierta para escuchar, poco a poco todos fueron quedándose dormidos pero yo me sentía inquieto, cerraba los ojos y me imaginaba un séquito de mujeres que se sentaban a orillas del mar a llorar a gritos, desgajando sus gargantas y arrancándose mechones de pelo.

    Blackwood podía reproducir en su mente las ubicuas voces de las piedras y hacer de ellas la semilla de donde germinara una secuencia de imágenes y sonidos mientras se tallaba los ojos con la manga de la camisa. El árbol del pasado extendiéndose interminable hacia la nada: se veía tumb ado sobre los húmedos maderos del barco de su relato; ahí escuchaba los ronquidos de los hombres que acusaban su vigilia con una fatalidad sombría, cabeceaba por momentos y entonces le costaba saber si tenía los ojos abiertos o cerrados. Contemplaba el cielo nublado con la nuca sobre sus manos. Detrás flotaban las voces. Un vago rumor que por momentos parecía brotar de la marea. Al rato se escuchaba más cerca como si hubiera alguien pidiendo ayuda debajo del barco, momentos después se oía un silbido desde la orilla, una flauta que llenaba los intersticios entre los huesos. Recordaba que se sentía como un calamar con un enorme ojo, siempre abierto, insomne, mientras se dejaba cegar por la luz que vomitaban las rocas en sus cantos, pensaba en una cruenta guerra entre sirenas.

    Reparó en el cigarro cuando la colilla resbaló del cenicero de lámina tirando un dedo de ceniza sobre la mesa. Lo tomó, aspiró hasta sentir el desagradable sabor del filtro sobre la lengua, exhaló el humo y sintió que le entraba al ojo obligándole a llevarse una mano al rostro y a contraer los párpados. Pensó que la escena en su conjunto sugería un sortilegio extraño, como si le hubiesen dejado caer gotas de leche de burra sobre los ojos para que mirara otra realidad ajena a la suya o, si no ajena, por lo menos anacrónica, un reloj que marchaba a destiempo. Se quitó la colilla de la boca y la apagó aplastándola sobre la mesa, mirando con nostalgia el círculo negro que dejaba el rastro del fuego en la madera y, en la yema del índice, la amarga textura del tabaco quemado. A lo lejos, el ronroneo del mar parecía la respiración cansada y estentórea de un gigante.

    –Me pareció escuchar que la música venía desde el almacén, como si los calamares estuviesen rezando. Me entró miedo. Todos los demás dormían. Giré sobre mi hombro para ponerme de lado. Quería despertar al tipo que estaba junto a mí, uno de los pescadores que dormía abrazado a su guitarra y a veces, en medio de la noche, se iba a un rincón a ensayar, deslizaba los dedos de la mano izquierda por las cuerdas mientras la derecha marcaba el ritmo contra la cubierta. Aquella vez se veía como un muerto cuyos párpados no cerraban del todo. Los ruidos venían de la bodega y me entró más miedo. Una mano invisible me agarraba la cara, igual que si alguien me estuviera palpando. Me levanté de un brinco y bajé al almacén pararevisar. Caminaba a tientas por la escalera, pisando de espaldas los escalones, uno por uno, tocándome la cara a cad a paso para asegurarme de no tener esa mano encima. Sentía la barba mojada de sudor y la boca reseca. Cuando llegué abajo, había una linterna de petróleo a un costado de la pila de calamares, una de las que usábamos en cubierta mientras trabajábamos de noche, no de las que metíamos al agua. Me acerqué para encenderla y alumbrar la bodega, pero cuando la tomé por el asa sentí algo viscoso y vi que estaba agarrando la cabeza de un calamar que se había quedado pegado. Comencé a pisotearlo hasta que dejé una mancha en el suelo y pude llevarme la linterna. Al día siguiente, cuando quisimos guardarla, vimos los círculos de las ventosas marcados en el cristal. Empecé a subir de nuevo la escalera pero, cuando la flama iluminó el exterior del barco, me topé con la cara del tipo que había estado tendido junto a mí. Se apoyaba de rodillas sobre el piso de cubierta y asomaba la cabeza por la escotilla de la bodega agarrándose de los bordes con las dos manos. Estabas robando pescado, me dijo bloqueándome el paso. No, te juro que no. Traté de salir pero el otro no se movía. Estabas robando pescado, yo sé que sí, yo te vi. Que no, te digo. No importa, no le voy a decir a nadie. Bajé porque oí voces aquí y sentí que alguien me palpaba la cara, vine a revisar. ¿Que te palpaban la cara? ¿Una mano quieres decir? Sí, como si alguien me estuviera limpiando, le dije. Entonces el tipo se hizo a un lado y me dejó salir, pero se sentó en uno de los cabrestantes y empezó a hablar casi como si estuviera solo.

    Blackwood recordaba las manos callosas del marino, quien con el pulgar daba vueltas a un anillo que adornaba el dedo mayor. Lo tomé de una tumba, le había dicho tiempo atrás y sin el menor rastro de culpa el pescador terminaba la frase diciendo, el arte es para los vivos. Ahora sentía un tenue rencor mientras contaba la historia que había oído de sus labios.

    Los hombres escuchaban atentos, con la misma grav edad con que los muros derruidos de una ciudad abandonada miran la mutua ruina; una parvada de cuervos posados sobre las cercas observando los despojos de un gallinero incendiado.

    –Me describió a una mujer sentada sobre la estera de una cocina alumbrada por un cirio mientras el marido se empeñaba en una cópula cumplida más por deber que por deseo. Los dos estaban cansados por el trabajo del día y era como si, a pesar de todo, le debieran eso a la tierra. Luego describió a los niños envueltos en camisones mirando por la rendija de la habitación a la madre con las faldas en la cintura y la hoguera apagada pero

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1