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El Buque
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Libro electrónico470 páginas7 horas

El Buque

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Thriller policíaco, desarrollado en Gales del Norte, con un toque sobrenatural.

Sarah Morton espera que descubrir la verdad acerca del naufragio del Royal Charter en 1859, silencie los demonios de su pasado.
Pero, atormentada por visiones y atentados contra su vida, Sarah teme que el buque pueda reclamarla como su víctima final.
Desarrollada sobre la dramática y peligrosa costa de Anglesey, El Buque es una historia de codicia y perdón – de cuando los tesoros del pasado evocan los crímenes de hoy.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ago 2015
ISBN9781507115572
El Buque

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    El Buque - Gillian E Hamer

    EL BUQUE

    Prólogo

    26 de octubre de 1859

    ¿Cómo puede ser?

    Estoy al filo de un alto acantilado. Sujetando los cabellos que azotan mi rostro, protejo mis ojos y los entrecierro a través del punzante viento. Cuerpos sin vida se precipitan sobre las rocas debajo mío.

    El barco desaparece bajo la superficie, castigado por una enorme ola detrás de la otra. La lluvia se mezcla con lágrimas que queman mis ojos, y siento como si hubiese despertado de una pesadilla tan aterradora que mi mundo entero se ha distorsionado horriblemente. Conozco el mar. Viví con él toda mi vida. Fui criada para respetar a la Madre Naturaleza, y para subestimar a mi riesgo el poder del océano. Pero nunca presencié una tormenta como esta.

    ¿Cómo puede ser?

    No recuerdo haber llegado a este acantilado. Lo último que recuerdo es estar envuelta en los brazos de mi madre en la cubierta levadiza al tiempo que mi pá ataba un cinturón alrededor de mi cintura.

    Mujeres y niños primero, dijo. Ahora, ¡haz silencio! Tú mantén tu mano sobre este cinturón; es todo lo que poseemos en el mundo, mi ángel. Mi precioso ángel. Tú mantenlo a salvo por pá. Y cuida bien de tu má. Te veré del otro lado.

    Labios fríos presionan mi mejilla. Palmas callosas toman mi cara por el más mínimo de los segundos. ¿Al otro lado de dónde? Quiero preguntar. Pero ya no está y el barco se tambalea violentamente bajo mis pies.

    ¡Pá! Ayuda... ¡ayúdame!

    Un sonido como un disparo desgarra el aire.

    ¡El barbotén se soltó! alguien grita. ¡Dios mío! Sujeten las crucetas, muchachos, ¡sino el estribor no soportará la presión!

    Entierro mi cabeza en el seno de mi madre; ella me envuelve con su chal. El viento chirriante se lleva consigo los sonidos de niños llorando, mujeres sollozando, hombres ladrando órdenes. Cubro mis oídos mientras unas manos me alzan, me empujan hacia el bote salvavidas. Me aferro a la mano de mi madre con más fuerza.

    Bang!

    ¡Perdimos el ancla de estribor! ¡Nos dirigimos hacia las rocas! ¡Consigan al Capitán Taylor!

    Segundos después, un sonido desgarrador sacude la embarcación entera. La cubierta de madera vibra, y la proa emite un fuerte quejido. El barco se inclina y pierdo el equilibrio, gritando mientras resbalo hacia la oscuridad, arrastrada por el peso de los bolsillos de cuero alrededor de mi cintura.

    El agua me engulle.

    El frío me engulle.

    La oscuridad me engulle.

    ¿Cómo puede ser?

    Miro desde el borde del acantilado como un pálido amanecer despunta. No nace un sol dorado, no hay cielos azules, no hay calurosa bienvenida – sólo una negrura desvaneciéndose gradualmente en un brumoso gris.

    El Royal Charter – el buque a vapor que ha llevado a mi familia desde Hobson Bay, Australia hacia una ‘vida mejor’ en Inglaterra – aún está siendo machacado por la tormenta. Con cada ola masiva que rompe sobre ella, espero que desaparezca, pero después de cada oleada de la marea reaparece como atrapada por las rocas melladas, incapaz de liberarse.

    Cuerpos jalados y lanzados por la furiosa marea, empujados tierra adentro un minuto, y vueltos a arrastrar en la espuma blanca al siguiente. Hombres a los que había visto dando órdenes; mujeres con las que había hablado; niños con los que había pasado muchas horas durante las últimas semanas. Cierro mis oídos a los gritos y llantos que circundan mi cabeza como gaviotas graznando.

    Me paro allí por segundos, minutos, horas, días... Desconozco.

    El rocío del océano cubre mi cara. Escucho el rugido en mis oídos. Siento el gusto de la sal en mis labios.

    Pero sé que no puede ser. Sé que esto no puede ser real.

    La verdad me golpea. Mi boca se llena de bilis; me doblo y vomito.

    Cuando me enderezo, estoy en silencio y calma. La tormenta aún ruge a mi alrededor, pero estoy protegida. Como si estuviera en el ojo del huracán, mi propio espacio está silencioso y tranquilo.

    De pronto la respuesta es clara.

    Mi nombre es Angelina Stewart.

    Tengo once años.

    Y estoy muerta.

    Capítulo Uno

    Noviembre de 2011

    Tierra a la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo – en la esperanza segura y cierta de la resurrección a la vida eterna.

    En cuanto la brisa se llevó las últimas palabras del Reverendo Thomas, Sarah Morton se levantó el cuello del abrigo y se acercó a la tumba abierta de su padre. Sabiendo lo que se esperaba de ella, pero odiando la ceremonia de todo ello, lanzó una mirada a los dolientes, alineados como cuervos sobre un cable. Les sonrió débilmente, esperando ver hasta el más mínimo atisbo de calidez en alguno de los pálidos rostros. No vio ninguno. Eran todos extraños, incluso los rostros que reconocía vagamente. Nada había sido expresado lo suficientemente alto como para que Sarah oyese, por supuesto, pero ella bien podía imaginar los susurros y miradas de complicidad circulando en el pequeño grupo.

    La placa sobre el ataúd de caoba relucía. Sarah se inclinó y alzó un puñado de tierra, apretando sus dedos en la fría humedad antes de soltarla. Resonó en la tapa del ataúd, haciéndola estremecer. Levantó su otra mano, besó la rosa roja y la dejó caer.

    Adiós, Padre. Te amo, susurró.

    Era terrible pensar en su padre yaciendo en esa caja de madera, frío y vacío, sin vida como tallado en mármol. Él no estaba allí, sabía eso. Él sería el primero en decirle que ya se fue a un lugar mejor... pero no estaba para preguntarle.

    Y era su nombre, Owen Williams, (1942 – 2011) grabado en ese pequeño cuadrado de bronce, lo que la afectaba ahora más que nada. Lo hacía demasiado real. Dolía demasiado. Ver su nombre inscrito allí como si hubiera ganado algún premio o recibido algún  trofeo.

    Volteó, incapaz de soportar el ruido de la tierra sobre la tapa del ataúd, como si fuera el golpeteo de las uñas de su padre tratando de llamarle la atención. Una marea helada corrió por sus venas, y se tambaleó al tiempo que sus tacones se engancharon en el tapete verde que rodeaba la tumba. Súbitamente la tierra giró más cerca. Chilló, conteniendo el ruido, agitada por una ola de pánico. Unas manos fuertes la sujetaron por los codos, apartándola de la boca de la tumba.

    Está bien, Sarah. Vamos, ahora.

    El cálido aliento y la voz tranquilizadora de su marido la volvieron en sí. La cabeza le daba vueltas con los aromas de rosas, lirios y tierra recién removida, y la imperiosa necesidad de llorar emergió, aún cuando intentó recuperar la compostura.

    Llévame a casa, Dom. Sácame de aquí. Por favor.

    Envuelta en sus brazos, se permitió ser llevada. Manteniendo los ojos fijos en sus botas de charol, se concentró en cada paso – pero mientras se tambaleaba, no pudo evitar echar otro vistazo a la tumba junto a la de su padre. Vio el mármol gris, con años de moho verde a lo largo de los bordes que una vez fueron blancos. Las letras doradas estaban desgastadas, por lo que era ilegible en partes, no es que tuviera algún deseo de leer el nombre. Un manojo de flores ennegrecidas colgaban flácidas de un florero de alambre oxidado, como dedos retorcidos brotando de la tierra subyacente.

    El brazo de Dom apretaba sus hombros. Sarah sabía que él pensaba que era duelo – aceptando, si no comprendiendo totalmente, la fuerza de sus emociones. Y en parte lo era. Pero era sobre todo una profunda sensación de arrepentimiento lo que en este momento le dificultaba respirar, caminar – funcionar.

    Hubo condolencias masculladas y apretones de manos al pasar que Dominic  manejó con serena autoridad. La débil y húmeda mano extendida por el Reverendo Thomas ofreció poco en cuanto a conforte, pero Sarah logró esbozar una sonrisa llorosa que no logró alcanzar sus ojos. Cerró sus oídos a la insignificante secuencia de palabras. Jamás encontró consuelo en la iglesia, y era poco probable que hoy fuese el día en que encontrara la religión.

    Mantuvo su cabeza gacha, el mentón metido en el cuello, haciendo lo posible por ser invisible. Sin duda alguien haría comentarios sobre su ignorancia. De seguro, al caer la noche se hablaría en todo el pueblo de que la muchacha Williams no era más que una engreída snob de Londres hoy en día, demasiado buena para los gustos de Moelfre. Pero a ella realmente no le importaba, no ahora. Estaba más allá de eso.

    La fuerza de su antipatía la sorprendió y se preguntó por qué sentía la necesidad de proteger a Dom. Probablemente porque podía imaginar los comentarios siseados. Unas pocas horas atrás, aterradoramente, había podido ver a través de los ojos de Moelfre. El corte de su traje azul marino – que incluso si no sabían que era Armani, gritaba costoso – el Rolex, la sonrisa brillante y el bronceado profundo. Todo lo relacionado con la apariencia de Dom que hacía que el pulso de Sarah se acelerase, jugaba en su contra para esta raza implacable. Era un extraño, un forastero a sus ojos, a ser visto con iguales proporciones de sospecha y desprecio. Pero entonces, ahora también lo era ella, recordó con una sensación de alivio.

    Llegaron al frente de la pequeña iglesia. La respiración de Sarah volvió a la normalidad, tranquilizada por la vista del tejado de pizarra reluciendo en la húmeda mañana de otoño, y telas de araña, entrelazándose a través de la piedra antigua como delicados cristales de hielo. Un repique de campanas dio la hora; las campanadas arrastradas por el viento eran llevadas hacia el mar. Por sobre el chapitel sobresaliente, el cielo pendía en ondulaciones cenicientas sobre la niebla que se aferraba al valle, y en la distancia los picos de Snowdonia se elevaban por sobre las nubes bajas. Incluso en los días sombríos, las vistas de la isla eran suficientes para quitarle el aliento.

    El amor de Sarah por la isla siempre estuvo en conflicto directo con cómo se sentía acerca de su padre. Estaba conmocionada al darse cuenta de que el colapso de la relación todavía dolía, más de una década después. Estaba sorprendida por lo mucho que había extrañado Anglesey. Se sentía bien estar en casa, a pesar de la circunstancia.

    Dom guió a Sarah por el camino empedrado, sujetándola firmemente mientras recuperaba fuerzas. Sus piernas funcionaban por su cuenta, surcando las hojas del otoño, el santuario de su BMW tardaba años en llegar. Hurgó su bolso y pescó las llaves. Pronto, estaría a salvo, protegida en el interior, el mundo exterior, bloqueado.

    ¡Sra Morton! Discúlpeme, espere. ¡Sra Morton!

    Sarah volteó para ver a un hombre en sus treinta y largos, rollizo y pelirrojo, trotando por el camino. El grueso de su cuerpo se tensaba contra la tela gris brillante de su traje cruzado al correr. Cambió el maletín a su mano izquierda y se detuvo frente a ellos.

    Siento... siento mucho entrometerme en un momento así. Mis más sinceras condolencias. Respiró profundamente. Metió la mano dentro del bolsillo interior y sacó una tarjeta de presentación. Adrian Carter. El abogado de su padre. Tengo un asunto de cierta urgencia que tratar con usted y me preguntaba si podríamos concertar una cita.

    Sarah tomó la tarjeta; la dirección era en Llangefni. Según recordaba, su padre siempre había utilizado un viejo y establecido bufete en Holyhead. No había mencionado nada sobre cambiar de abogados.

    Se aclaró la garganta y mantuvo la voz baja, consciente de los dolientes que se dispersaban, y parecían estar ralentizando su partida. Si, por supuesto, la lectura del testamento. Pero agradecería dejarlo unos días –

    Me temo que eso no es posible, Sra Morton. Su padre dejó instrucciones específicas. Como le dije, es una cuestión urgente. Entonces, ¿puedo esperarla en mi oficina mañana a las once?

    Sarah miró a los ojos de Dominic. Él encogió los hombros y asintió.

    Está bien, si. Lo veremos mañana, contestó.

    Oh. Carter lanzó una mirada a Dominic y viceversa. Me temo que tiene que asistir sola. Volvió el maletín a su mano derecha mientras retrocedía. Lo siento mucho y todo eso, pero era una de las exigencias de su padre. Usted tiene la dirección, Sra Morton. La veré en la mañana. Buen día para usted.

    Con eso se marchó hacia el aparcamiento, dispersando al último de los dolientes que aún rondaba. Sus miradas se encontraron con las de ella mientras se escurría dentro de un MG verde brillante, y dio marcha atrás hacia la carretera.

    Sarah releyó la tarjeta de presentación mientras se acomodaba en el asiento del coche.

    Carter, Carter e Hijos (Abogados) Llangefni.

    ¿Estás bien, amor?

    Quitándose los guantes, pasó el dorso de los dedos por la mejilla de Dom, con la esperanza de borrar algunas de las líneas de preocupación allí incrustadas.

    Ayúdame a llegar al final del día y lo estaré. Lo prometo.

    * * *

    Red miró el BMW partir a toda velocidad, el motor vibrando lo suficientemente fuerte para desalojar a los estorninos migratorios de los árboles encima. Sonaba tan fuera de lugar aquí en el medio de la nada – hasta las vacas dejaron de masticar, volviéndose a mirar el coche corriendo más allá de su campo. Escuchó, con los ojos cerrados, la cabeza inclinada hacia atrás, deleitándose en el rugido gutural hasta que finalmente se extinguió en la distancia. Siempre había querido un coche así, lo había soñado, de hecho. Pero si tuviera sesenta o setenta mil en monedas sueltas, no elegiría un Beamer; iría por algo con más clase. Un Aston o un Maserati tal vez, pero quizá aún un convertible. Siempre había fantaseado con la idea de una capota blanda – viajando por los caminos rurales con el sol en sus hombros y un Hotbird a su lado. Algún día.

    Le dio una última pitada a su cigarrillo, lo apagó con el talón, y salió de la sombra de los abetos reglamentados que marcaban el límite occidental del cementerio. Aparte del canto de un faisán distante en el bosque, el único ruido provenía de los dos sepultureros, que ya iban cubriendo al viejo Owen con un par de pies de rico suelo galés.

    El roce y tintineo de sus palas, y la ocasional tos flemosa, le hicieron compañía a Red mientras bordeaba el aparcamiento de la iglesia, en dirección al sendero que lo llevaría a través de Caer Felin y hacia la calle lateral donde había estacionado. No había considerado que fuera una buena idea dejar su auto entre los de los dolientes regulares, y se felicitó aún más por la decisión cuando vio llegar al tipo fornido en el MG verde. Su primera impresión – policía – fue descartada rápidamente cuando vio el maletín. Abogado era su segunda conjetura. Pero por lo que sabía de los asuntos de la ley – que en verdad no era mucho – parecía un poco inusual aparecerse en el funeral de un cliente. Había aguzado el oído para captar algún fragmento de la conversación – al igual que la mitad del pueblo, zánganos entrometidos – pero sin éxito. Sin embargo, había hecho una nota mental de la matrícula del coche, por lo que debía ser capaz de sacar algo de eso más adelante.

    Se desabrochó el cuello de la camisa gris oscura mientras seguía el sendero público, esquivando charcos de barro y hojas resbaladizas. Era muy particular acerca de su ropa; podía no tener muchos pares de zapatos decentes, pero los que tenía, iba hasta Chester a comprarlos, y no le agradaba la idea de embarrarlos. Detestaba los funerales. Odiaba toda la experiencia del dolor, fingido o genuino. Conocía algunas personas, por lo general los viejos zoquetes, que no tenían nada más que hacer en la vida que contar las muertes de sus amigos y asociados, convirtiéndolo en un hobby virtual. Él no. Sólo había ido a dos funerales antes de hoy – y eso eran dos de más.

    Salió a la vereda, haciendo una pausa para limpiar cuidadosamente sus zapatos en el borde del césped. Esperaba que el esfuerzo valiera la pena. No había tenido más de veinte segundos solo con el marido mientras Sarah le  hablaba al lúgubre Thomas. Pero había encajado su número de móvil en la mano extendida al momento de ofrecer sus condolencias, y luego susurró rápidamente las palabras que había ensayado toda la noche en el oído del tipo, le estrechó la mano con una mirada significativa mientras retrocedía y desapareció detrás de la sacristía.

    Había visto las miradas ansiosas tratando de buscarlo entre la multitud durante el entierro, pero se había asegurado de mezclarse con las sombras. Sólo esperaba que el sujeto captara el mensaje; se había salido de su camino para parecer lo más inofensivo posible – nada fácil para un tipo como él. Pero hubo un destelló de algo parecido a pánico en los ojos del otro hombre. Aún así, no tenía sentido preocuparse. Lo sabría pronto. Si no recibía una llamada más tarde ese día, entonces no tendría más remedio que poner en marcha el Plan B – ¿y quién podía culparlo entonces si las cosas salían mal y personas resultaban lastimadas? No era como si no hubiera intentado el Plan A primero, ¿no?

    Se subió al volante y encendió otro cigarrillo. Si nada más, al menos había tenido la oportunidad de ver a Sarah Williams por primera vez en Dios sabe cuántos años. Todavía conservaba la habilidad de dejarlo sin habla, aún después de todo este tiempo. Ninguna otra mujer, antes o desde entonces, lo había hecho sentir de catorce otra vez, causando que la lengua se le pegue al paladar haciendo que las palabras le fallen incluso cuando juntaba el valor para intentar hablar. Recordó su fragilidad engañosa en los años de adolescencia – justo antes de golpearte en la boca o intentar darte una patada en las pelotas.

    Sonrió ante el recuerdo; había molestado a esa chica a más no poder, sabía eso, pero sólo porque le gustaba horrores y estaba desesperado porque ella lo notara. La tez de porcelana, los enormes ojos azules y el pelo rubio brillante que había soñado con agarrar en el calor de la pasión. Dios, estaba muy por encima de cualquier otra cosa que hubiera visto en la isla. Era simplemente una pena que tuviera un gusto inexplicable en cuanto a hombres...

    Red sacó su móvil del bolsillo y miró la pantalla, por si acaso. Ninguna llamada perdida. Paciencia, muchacho, se advirtió a sí mismo. Juega esta bien, y el sueño del Maserati podría estar un paso más cerca. Abrió la ventana y soltó una bocanada de humo, recordando las lágrimas de Sarah al costado de la tumba, las pocas palabras que había dicho sobre su padre en la iglesia. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Cristo, aún lo tenía. Lo que sea que fuese.

    Esperaba que llegase a comprender lo que estaba haciendo por ella, para protegerla a ella y su apellido. Haría cualquier cosa por Sarah Williams. Cualquier cosa. Revisó su móvil una última vez antes de dejarlo caer sobre el asiento del acompañante y encender el motor.

    Vamos, chico, no me defraudes. No defraudes a Sarah.

    Suena, maldita sea. Suena.

    Capítulo Dos

    La puerta de la oficina rebotó contra la pared, dejando aún otra mella en el yeso gris. Lewis cayó en la habitación, con los brazos cargados de archivos equilibrados en un ángulo precario.

    El Detective Sargento Daniel Buchanan miró por encima de su periódico y sonrió. Había estado en la CID de Bangor menos de un mes, pero la reputación del DS Lewis como ‘desastre andante’ ya se había manifestado varias veces.

    Estúpido. Imbécil... ¡cabeza de cerdo! dijo Lewis mientras zapateaba por la oficina, de a un paso por adjetivo.

    Danny salió de su silla y atrapó hábilmente los dos primeros archivos justo antes de que llegaran al suelo.

    ¿Y ese quién vendría a ser?

    Su Señoría-Juez-Hijodeperra -Connors, por supuesto. Viejo tonto.

    Ah. Danny apoyó los archivos sobre el escritorio de Lewis y se dirigió hacia la cafetera.

    O sea, dijo Lewis, arrancándose la corbata. La abolló y la lanzó al otro lado de la habitación donde quedó enganchada del extremo de una persiana veneciana, colgando como una soga de verdugo. ¿Qué es lo que quiere? ¿Una confesión firmada con sangre ante el maldito Papa? Lanzó una mirada en dirección a Danny. Disculpa.

    No hay problema.

    Danny vació un terrón de azúcar adicional en el té de Lewis, divertido de ver como los viejos prejuicios irlandeses seguían yendo fuerte: viniste del otro lado del agua ergo tenías que ser un católico practicante que le pega a su esposa, sólo usa el método del ritmo y busca la absolución al menos una vez por semana.

    Entonces, dijo Danny, revolviendo el té mientras cruzaba al escritorio de Lewis. ¿Perdiste?

    Vamos a apelar. Me llevó dos años sacar a esa basura de traficante polaco de las calles. Lewis cerró sus ojos por un segundo, respiró hondo, y se quitó la chaqueta. Añadió en un gruñido acentuado por los ricos tonos galeses  Si Connors cree que voy a quedarme de brazos cruzados y dejar que algún ‘vacío legal’ en algún adornado y estúpido expediente vea al bastardo salirse con la suya. Arrojó su chaqueta sobre el respaldo de su silla. Bueno, pues está equivocado.

    Lewis pasó la mano por su cabello, intentando infructuosamente aplastarse el jopo – un rasgo vinculado al estrés que Danny reconoció en su nuevo compañero. No uno que compartieran, pensó, pasándose la mano por una suave pelada.

    Lewis tomo un largo trago de té antes de responder. Piensa que le tendimos una trampa a Symanski.

    Danny frunció el ceño. ¿Me estoy perdiendo de algo? Pensé que lo habías hecho.

    No. Connors estaba todo a favor de usar un estudiante como señuelo, e incluso estaba de acuerdo con la evidencia circunstancial. No, él creyó en el CC de Symanski. De hecho – escucha esto – prácticamente nos acusó de plantarle Clase A en su departamento.

    Dios... dijo Danny entre dientes.

    Sabía exactamente cómo se sentía su compañero; había estado del lado equivocado de las falsas acusaciones en Dublin. Uno de los motivos por los que había emprendido el viaje a través del Mar de Irlanda fue para escapar de las miradas de soslayo que parecían acompañarlo dondequiera que fuese. Era un infierno tener el hedor de la corrupción encima – especialmente cuando era injustificado. Por lo que ya había aprendido, Danny se jugaría la carrera a que Geraint Lewis fuera un policía honesto.

    Danny tomó un sorbo de café mientras cruzaba a su propio escritorio. Lo siento. Sé lo mal que te sientes. Pero las apelaciones funcionan a nuestro favor la mayor parte de las veces. Aférrate a ella.

    Lewis asintió. Me aferraré a Symanski, eso seguro. Seré como mierda de perro en sus zapatillas – me olerá dondequiera que vaya. No volverá a vender en este pueblo mientras yo esté aquí, lo prometo. De ser necesario, lo correré de Bangor.

    Y yo estaré a tu lado compañero, no temas.

    ¿Quieres hacerme otro favor?

    Danny se quedó mirando por un momento. "Si crees que yo le contaré a Thompson, olvídalo. Ya he tenido una bronca esta semana, eso es más que suficiente, gracias."

    Si hubo un contratiempo en la suave transición de Danny del CID de Gardaí al del norte de Gales, fue el Inspector Jefe Rhodri Thompson. A pesar de sus mejores ensayos de encanto irlandés, una gran dedicación a su trabajo, e incluso chupamedismo – todos los esfuerzos para apaciguar a su oficial superior, habían sido hasta ahora en vano.

    Danny estaba decidido a no tomar personalmente ese aparente desdén del CID, y coincidía con la opinión de otros colegas de que Thompson estaba haciendo de él un ejemplo por algún motivo. Y hasta que supiera cuál era la razón, Danny dedujo que no tendría otra opción más que aguantar.

    El ejemplo de esta semana había consistido en poner de manifiesto el uso incorrecto del procedimiento en una escena del crimen reciente, y de cómo su incapacidad para establecer una cadena de mando apropiada había comprometido una investigación importante. Thompson había estallado en una rabia volcánica, frente a la mayoría de los oficiales de la fuerza vestidos de civil. Pero a pesar de que su rostro irradiaba calor como una bola de fuego, Danny se comió el golpe, aceptando – si no concordando – con los puntos del CID.

    Lo haría por ti, dijo Lewis, interrumpiendo su flujo de pensamientos.

    Más te vale. Danny drenó lo último de su café y aplastó el vaso de poliestireno. Déjalo. Sin embargo, te invitaré una pizza de carne después del trabajo e incluso te permitiré acompañarme al Shamrock a tomar unas cervezas con limonada y a ver al gran United en acción. Listo. Es lo mejor que puedo ofrecer.

    Fútbol otra vez... genial. Lewis dejó caer su cabeza entre las manos. Si sigo vivo. He consumido las horas extra de todo un mes en el golpe de Symanski. Esto se va a venir abajo como pedo en ascensor.

    De hecho, puede que tenga algo para distraer tu mente de los problemas. Danny cogió el Daily Post y lo hojeó hasta la página nueve. ¿Te acuerdas de ese tipo que visitamos, mi primer semana aquí, que vivía en ese lugar tenebroso y viejo en los acantilados allí por el camino Moelfre?

    Lewis lo miró inexpresivo.

    Sí te acuerdas. Era un profesor retirado, de historia o una estupidez por el estilo, y era muy raro, ¿recuerdas? Estimabas que te escribía al menos una vez por semana con amenazas de muerte imaginarias.

    Lewis levantó la vista, su mirada definiéndose. Ah. Si. ¿Williams?

    Bueno, le dio al blanco.

    ¿Qué?

    Danny dobló el periódico de adentro hacia afuera, se lo tendió a Lewis, y señaló un pequeño párrafo en el lado izquierdo de la página. Hoy es su funeral.

    * * *

    Sarah se recostó sobre el flácido sofá de cuero y observó los alrededores del salón del hotel. No había nada malo en la atmósfera; era cálida, amigable y tradicional, pero todo el lugar parecía cansado y necesitado de algunos toques modernos. Pequeños arreglos florales enmascaraban el olor viciado a cerveza y cigarrillos. Una larga mesa de buffet dominaba la sala, escasamente cargada con  sándwiches encrespados y recipientes con maní.

    Acurrucando una taza de café tibio, escuchaba el murmullo de las conversaciones. La alegría de los pequeños grupos de gente amontonados alrededor de la barra en forma de herradura le molestaba, aunque no estaba exactamente segura de por qué. Dom estaba siendo acorralado en un rincón de la sala por un fanático del fútbol que claramente lo reconoció. Pensó en rescatarlo, pero estaba contenta de que hubiera encontrado una cara amistosa entre la multitud. Se lo veía en su elemento, su expresión animada y alegre. Al menos él tenía una manera de encajar, a diferencia de ella. No, lo dejaría ser; no tenía por qué compartir su miseria.

    El sonido de las olas llegaba a través de la puerta-ventana entreabierta, y tomó una bocanada de aire marino. El aroma familiar a algas secas persistía en la brisa, combinándose con el humo de cigarrillo de un grupo de hombres que tiritaba en el patio. Su padre había pasado muchas horas bebiendo en este hotel, con vista a la vasta extensión de la Bahía Lligwy, uno de sus lugares preferidos de la isla. Parecía apropiado llevar a cabo su recepción aquí. Además, no podía soportar la idea de este ejército de invasores ocupando la querida, remota y farragosa casa en los acantilados de Point Lynas. La Casa Charter.

    Sarah sintonizó una conversación entre la vieja ex empleada de correos y entrometida local, la Sra Ruthie Parry, y el Reverendo Thomas.

    No estaba bien, no era él, estos últimos doce meses, dijo la Sra Parry, sacudiendo migas de pastel de su enorme pecho mientras hablaba. Justo la otra semana le comentaba a alguien, Owen Williams no es él mismo estos días. Conflictuado estaba. Preocupado por su corazón. Creo que lo atormentaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Alguien – no recuerdo quién – me dijo que había estado teniendo algún tipo de ataque de anginas. Sí, es una lástima.

    El Reverendo Thomas asintió y tomó un sorbo de té.

    Por años lo vi caminando por ahí. De una punta a la otra de la isla, llevando su detector de metales o su libreta de dibujo. Siempre tan activo. Pero yació muerto en su cama durante una semana, susurró la Sra Parry. Imagínese eso. Toda una semana hasta que alguien lo encontró.

    El Reverendo Thomas comenzó a toser y cabeceó hacia Sarah. La boca de la Sra Parry formó una silenciosa O y cubrió su vergüenza sirviéndose otra porción de bizcochuelo.

    Sarah se inclinó para poner la taza de café de vuelta en su plato, esperando que el gesto cubriera sus ojos. Hablando de tocar un nervio sensible. Revolvió en su bolso, desenterró el polvo compacto y miró su reflejo. De ninguna manera iba a permitir que Ruthie Parry supiera que había dado en un nervio. Cada mirada desdeñosa o comentario inconspicuo – y había visto y oído muchos ese día – hacían que sus entrañas se retorciesen al tiempo que se reprochaba no haber estado allí en los últimos días de su padre.

    No podía dejar de pensar en su padre solo y moribundo. ¿Sabría lo que estaba sucediendo? ¿Por qué no la había llamado para contarle que su salud estaba delicada?

    Porque no hubiera querido alboroto.

    Sarah casi podía escuchar sus palabras como si estuviese a su lado.

    No puedo lidiar con el alboroto, mi niña. Todas estas personas tan jodidamente mimadas y no son más que hipocondríacos, todos ellos. Cuando tu tiempo se termina, se termina. Y no puedes hacer absolutamente nada al respecto. Entonces, ¿por qué tanto lío?

    Miró hacia la bahía. El débil sol de noviembre atravesaba las nubes, y una luz amarilla resplandecía sobre millas de arena húmeda a medida que la marea se retiraba. En un par de horas, la arena estaría cubierta. En esta playa plana el mar tragaba vastas áreas en cuestión de minutos. Nada podía detener la fuerza de las mareas – otra cosa que ella no podía cambiar, cosas sobre las que no tenía control. Por supuesto, deseaba haber estado a su lado; deseaba haber tenido una oportunidad para hablar con él, tratar de explicarle una última vez por qué había tenido que irse. Por qué era imposible que se quedara. Pero no lo había hecho, y eso era todo. No podía volver el tiempo atrás; así como no podía detener la siguiente pleamar.

    ¿Sarah?

    Volteó y vio a Luke Evans – un amigo de la infancia... y su primer amor.

    Se inclinó para apretarle el hombro en una torpe demostración de afecto, y esbozó una suave sonrisa que tiempo atrás le hubiera provocado todo un enjambre de mariposas en el estómago.

    Hola, Luke.

    ¿Cómo estás, Sarah? Sólo llegué al entierro, me perdí el velorio, lo siento. Mi turno no terminó hasta la hora del almuerzo y el barco llegó tarde al muelle.

    Está bien, no te preocupes.

    En verdad estoy tan apenado. Era un buen hombre.

    Gracias. Sarah le hizo un gesto a Luke para que la acompañara.

    Pues, lo era, dijo Luke. Yo pasaba mucho tiempo con tu padre.

    El sofá se sumergió cuando se sentó. Sarah apartó sus rodillas del calor de sus muslos, sonrojada, acuñándose contra el brazo de cuero.

    Luke prosiguió, al parecer sin darse cuenta. Lo aguantó a mi viejo durante años. Mi papá le prestaba más atención a tu padre que a nadie, incluso más que a su propio médico. Me hubiese vuelto loco sin su ayuda. Hizo una pausa, bajó la mirada a la alfombra entre sus pies, con la voz cargada de emoción. Era un buen hombre, repitió. Voy a echarlo de menos, sin duda.

    Las lágrimas brotaron de los ojos de Sarah. La última vez que hablamos, me dijo que lo habías llevado de compras. Sé que has sido de gran ayuda para él. Estoy agradecida.

    Luke respiró y se encogió de hombros. No es nada. Lo llevé a un par de lugares del estilo 'hágalo usted mismo' en Bangor, eso es todo. Después de que mi viejo murió, como que él tomó su lugar. No sé qué haré con mis domingos ahora.

    ¿No hay Sra Evans entonces?

    Luke negó con la cabeza, los ojos escaneando la habitación. ¿Por aquí? ¿Es broma? No quedan mujeres solteras – no de menos de sesenta años. Todas las buenas ya han sido tomadas... o se han mudado.

    La miró a los ojos por un segundo, y luego volvió a bajar la vista a su regazo. Hay una chica en Dublin. Nada serio, pero nos divertimos y la veo cada vez que hago escala. Pero con el trabajo y la finca a mi cuidado, no tengo mucho tiempo para el romance.

    ¿Estás llevando la finca solo ahora?

    Bueno, desde que papá murió, cada vez le veo menos la cara a mi querido hermano. David sólo se quedaba para apaciguar al viejo. Una vez que obtuvo su parte de la herencia, se tomó el buque. A veces, no lo culpo... ojalá se me hubiera ocurrido a mí antes.

    ¿Qué hace ahora?

    Un poco de todo, dice. Importación y exportación. Tiene algo que ver con antigüedades, libros viejos y cosas así. Ya no puedo decir que somos unidos, para serte sincero.

    Es una pena.

    La mente de Sarah volvió a veranos adolescentes. Aún de día a las diez p.m. caminando por el sendero del acantilado hacia la Casa Charter, haría una pausa para ver la última punta del sol siendo engullida por el horizonte púrpura. Podía recordar el olor a humo de las pequeñas fogatas en la playa, el aroma de salchichas fritas; oír el chisporroteo de los camarones en la mantequilla. Pasaban horas capturándolos con redes caseras en piletones de roca alrededor del Punto.

    En años anteriores, cuando tenía nueve o diez años, recordó la obsesión que tenían con los juegos de piratas y cómo Luke la había besado un día, escondido debajo de la cubierta de lona de la vela de su barco pirata, tomándola completamente por sorpresa. Revivió ese momento muchas veces en años posteriores, la realización de su audacia y la confusión y poder de sus propios sentimientos. En ese momento, lo más importante en su vida eran las aventuras de capa y espada o búsquedas del tesoro impulsadas por leyendas locales – hasta que uno por uno, cada uno de ellos creció fuera de esa frivolidad y se volcaron, en el caso de David, a la música y la marihuana – y en su caso, a los libros y los chicos.

    Luke y David habían sido los hermanos que nunca tuvo, y su madre, Maud, la tía perfecta. Maud a veces bromeaba con que Sarah era un descanso gratificante en una casa toda llena de hombres – incluso el gato, Dai. La salvaba a Sarah de tener el pie de su padre en la nuca durante las vacaciones, y le daba más de la libertad que anhelaba. Mientras que Luke era tranquilo y solitario, un personaje fuerte que mantenía sus problemas cercanos a su corazón, David era gregario y ruidoso – un bromista que siempre era el alma y vida de la fiesta, y podía encantar a las chicas con una sonrisa fresca y un guiño sexy.

    Pero para ella siempre fue Luke. Luke y sus ojos suaves y sonrientes la atraían de una manera que no podía explicar. De sólo escuchar su voz nuevamente,

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