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El cuarto de Jacob
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Libro electrónico233 páginas3 horas

El cuarto de Jacob

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De Jacob Flanders no se sabe sino lo que se deja entrever en las impresiones que los otros personajes tienen de él y sin embargo él es el centro constante de la narración. La primera novela experimental de Virginia Woolf trabaja entonces sobre ese vacío del personaje central, una novela sin protagonista si se la aborda desde la perspectiva tradi

IdiomaEspañol
EditorialRosetta Edu
Fecha de lanzamiento20 feb 2023
ISBN9781915088727
El cuarto de Jacob
Autor

Virginia Woolf

VIRGINIA WOOLF (1882–1941) was one of the major literary figures of the twentieth century. An admired literary critic, she authored many essays, letters, journals, and short stories in addition to her groundbreaking novels, including Mrs. Dalloway, To The Lighthouse, and Orlando.

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    El cuarto de Jacob - Virginia Woolf

    Capítulo uno

    «Y así, por supuesto», escribió Betty Flanders, hundiendo sus tacones un poco más profundo en la arena, «lo único que quedaba por hacer era irse».

    Surgiendo suavemente de la punta de su pluma dorada, la tinta, de un pálido azul, ahogó el punto final; porque allí se detuvo su estilográfica; sus ojos se fijaron y paulatinamente se llenaron de lágrimas. La bahía entera se estremeció; el faro vaciló; y ella tuvo la ilusión que el mástil del pequeño velero de Mr Connor se curvaba como una candela al sol. Ella parpadeó rápidamente. Los accidentes eran cosas horribles. Parpadeó nuevamente. El mástil estaba recto; las olas eran regulares; el faro estaba erguido; pero la mancha de tinta se había extendido.

    «…lo único que quedaba por hacer era irse», leyó ella.

    —Bueno, si Jacob no quiere jugar —la sombra de Archer, su hijo mayor, se proyectaba a través del papel de cartas y parecía azul sobre la arena, y ella sintió un escalofrío… ya era tres de setiembre—, si Jacob no quiere jugar —¡qué mancha horrible! Se debe estar haciendo tarde.

    —¿Dónde está ese niñito tedioso? —dijo ella—. No lo veo. Corre y encuéntralo. Dile que venga de una vez. —«…pero a Dios gracias», garabateó, ignorando el punto final, «todo parece haberse arreglado para mejor, aun si estamos como sardinas en lata, y forzados a poner al costado el cochecito que la casera, naturalmente, no permite…».

    Tales eran las cartas de Betty Flanders al capitán Barfoot… interminables, manchadas de lágrimas. Scarborough queda a setecientas millas de Cornualles: el capitán Barfoot está en Scarborough: Seabrook está muerto. Las lágrimas ondularon todas las dalias de su jardín en olas rojas e hicieron destellar el invernadero en sus ojos, y motearon la cocina con cuchillos brillantes e hicieron pensar a Mrs Jarvis, la esposa del pastor, mientras la melodía del himno tocaba en la iglesia y Mrs Flanders se agachaba sobre las cabezas de sus hijitos, que el matrimonio es una fortaleza y que las viudas se extravían solitarias en los campos abiertos, recogiendo piedras, cosechando unas pocas espigas doradas, pobres criaturas solitarias, desprotegidas. Ya hacía dos años que Mrs Flanders era viuda.

    —¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer.

    «Scarborough», escribió Mrs Flanders en el sobre, subrayando fuertemente la palabra; era su ciudad natal; el centro del universo. Pero… ¿un sello? Hurgó en su bolso; luego lo sostuvo boca abajo; luego lo vació sobre la falda y buscó a tientas, todo de manera tan vigorosa que Charles Steele, con su sombrero panamá, suspendió su pincel en el aire.

    El pincel verdaderamente temblaba, como las antenas de algún insecto irritable. Aquí estaba esta mujer moviéndose… en realidad estaba por levantarse… ¡maldita sea! Dio un rápido toque de un negro violáceo al lienzo. Porque el paisaje lo necesitaba. Era demasiado pálido… los grises se fundían en los azules lavanda y una estrella o una gaviota blanca, simplemente suspendidas… demasiado pálido, como siempre. Los críticos dirían que era demasiado pálido, porque él era un desconocido exhibiendo en oscuras galerías, un favorito entre los niños de sus caseras, llevando una cruz en su cadena de reloj, y estaba muy agradecido si a sus caseras les gustaban sus pinturas… lo que sucedía a menudo.

    —¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer.

    Exasperado por el ruido, aun si quería a los niños, Steele untó su pincel nerviosamente entre las pequeñas espirales oscuras de su paleta.

    —Vi a tu hermano… vi a tu hermano —dijo, asintiendo con la cabeza, mientras Archer lo pasaba a la zaga, arrastrando su pala, frunciendo el ceño al viejo caballero de gafas.

    —Por allí… cerca de la roca —farfulló Steele, con su pincel entre los dientes, estrujando el tubo de ocre puro y manteniendo sus ojos fijos en la espalda de Betty Flanders.

    —¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer, andando perezosamente, después de un segundo.

    La voz tenía una tristeza extraordinaria. Depurada de todo cuerpo, depurada de toda pasión, yéndose al mundo, solitaria, sin respuesta, quebrando contra las rocas; así sonaba.

    Steele frunció el ceño, pero estaba satisfecho por el efecto del negro… era justamente esa nota la que unía todo el resto: —¡Ah, sí que uno puede aprender a pintar a los cincuenta! Allí está Tiziano… —Y así, habiendo encontrado el matiz correcto, levantó la mirada y vio, para horror suyo, una nube sobre la bahía.

    Mrs Flanders se levantó, sacudió su abrigo de este lado y del otro para quitarle la arena, y recogió su parasol negro.

    La roca era una de aquellas de un marrón tremendamente sólido, o más bien negro; rocas que emergen de la arena como algo primitivo. Áspera a causa de las conchillas de lapa arrugadas y sembrada aquí y allá con mechas de algas secas, un muchacho pequeño tiene que estirar sus piernas ampliamente, y de hecho sentirse bastante heroico, antes de llegar a la cima.

    Pero allí, en la cima, hay un pozo lleno de agua, con una base arenosa, con una masa gelatinosa pegada al costado, y algunas almejas. Un pez lo atraviesa como un rayo. La hilera de algas de un amarillo amarronado se agita, y sale un cangrejo con un caparazón opalino…

    —¡Oh, un cangrejo gigante! —murmuró Jacob… y sobre sus piernas débiles este empieza su travesía en el fondo arenoso. ¡Ahora! Jacob hundió su mano. El cangrejo estaba frío y era muy liviano. Pero el agua estaba turbia de arena, y así, gateando hacia abajo, Jacob estaba a punto de saltar, sosteniendo el balde frente a sí, cuando vio, extendidos lado a lado, enteramente rígidos, sus caras muy enrojecidas, un hombre y una mujer enormes.

    Un hombre y una mujer enormes (era el día en que las tiendas cierran temprano) que estaban extendidos inmóviles, con sus cabezas sobre pañuelos de bolsillo, lado a lado, a pocos pasos del mar, mientras dos o tres gaviotas eludían graciosamente las olas que llegaban y se posaban cerca de sus botas.

    Las grandes caras enrojecidas descansando sobre las bandanas miraron a Jacob fijamente hacia arriba. Jacob los miró fijamente hacia abajo. Tomando su balde muy cuidadosamente, Jacob saltó deliberadamente y trotó alejándose muy sin cuidado al principio, pero más rápido y más rápido cuando las olas espumosas venían hasta él y tenía que virar bruscamente para evitarlas, y las gaviotas volaron frente a él y se fueron flotando en el aire y se posaron algo más lejos. Una gran mujer negra estaba sentada en la arena. Él corrió hacia ella.

    —¡Tata! ¡Tata! —gritó, sollozando con palabras entrecortadas en su respiración jadeante.

    Las olas venían a su alrededor. Ella era una roca. Estaba cubierta de algas que reventaban cuando se las presionaba. Él se había perdido.

    Allí se quedó parado. Su cara recobró la compostura. Estaba a punto de dar un alarido cuando, descansando entre los palos negros y la paja bajo el acantilado, vio una calavera entera… tal vez la calavera de una vaca, una calavera, tal vez, con los dientes en ella. Sollozando, pero absorto, corrió más y más hasta que tomó la calavera entre sus brazos.

    —¡Allí está! —gritó Mrs Flanders, llegando del otro lado de la roca y cubriendo la distancia de la playa entera en unos segundos—. ¿Qué ha agarrado? ¡Déjalo allí, Jacob! ¡Tíralo en este preciso momento! Algo horrible, lo sé. ¿Por qué no te quedaste con nosotros? ¡Niñito malcriado! Déjalo allí, ahora. Y vengan ahora mismo los dos. —Ella se volvió rápidamente, sosteniendo a Archer con una mano y tanteando por el brazo de Jacob con la otra. Pero él se libró y recogió la mandíbula de oveja, que estaba floja.

    Balanceando el bolso, agarrando firmemente el parasol, sosteniendo la mano de Archer, y contando la historia de la explosión de pólvora en la que el pobre Mr Curnow había perdido su ojo, Mrs Flanners se dio prisa por el sendero empinado, consciente todo el tiempo, en el fondo de su mente, de algún malestar enterrado.

    Allí, sobre la arena, no muy lejos de los amantes, yacía la vieja calavera de oveja sin su quijada. Limpia, blanca, gastada por el viento, pulida por la arena, en ninguna otra parte de la costa de Cornualles existía una pieza de hueso más incontaminada. El acanto de las dunas crecería en sus órbitas, se transformaría en polvo, o bien un buen día algún golfista golpeándola con su pelota levantaría una polvareda… No, pero no en un alojamiento, pensó Mrs Flanders. Es una gran prueba venir desde tan lejos con niños pequeños. No hay un hombre que ayude con el cochecito. Y Jacob es tan travieso, tan obstinado ya.

    —Tíralo, querido, hazlo —dijo ella, cuando llegaban a la carretera, pero Jacob se escapó, alejándose de ella; y como se levantaba viento, ella sacó la aguja que sostenía su sombrero, miró hacia el mar, y la volvió a colocar. Se seguía levantando viento. Las olas mostraban el desasosiego, como algo vivo, impaciente, esperando el látigo antes de la tormenta. Los barcos pesqueros se inclinaban hacia el borde del agua. Una luz de un amarillo pálido cruzó el mar purpúreo; y se extinguió. El faro estaba encendido—. ¡Vengan! —dijo Betty Flanders. El sol ardía en sus caras y doraba las grandes zarzamoras que temblaban fuera del seto que Archer trataba de estropear mientras pasaban.

    —No se queden rezagados, niños. No tienen nada con que cambiarse —dijo Betty, tironéandolos y mirando con preocupada emoción la tierra expuesta de manera escabrosa, con súbitos brillos de los invernaderos en los jardines, como mutando entre amarillo y negro, contra este atardecer ardiente, contra esta sorprendente agitación y vitalidad del color que agitaba a Betty Flanders y le hacía pensar en la responsabilidad y el peligro. Ella tomó la mano de Archer. Con paso lento continuó subiendo la colina.

    —¿Qué te había pedido que recordaras? —dijo ella.

    —No lo sé —dijo Archer.

    —Bueno, yo tampoco lo sé —dijo Betty, con humor y simplicidad. Y, ¿quién podría negar que esta simplicidad de mente, cuando se combina con profusión, sentido común, historias de buenas esposas, reacciones imprevisibles, momentos de maravilloso coraje, humor y sentimentalidad… quién podría negar, que en lo que a esto respecta, cada mujer es más agradable que ningún hombre?

    Bueno, para comenzar: Betty Flanders.

    Ella posaba la mano sobre la puerta del jardín.

    —¡La carne! —exclamó, dejando caer el pestillo.

    Había olvidado la carne.

    Allí estaba Rebecca en la ventana.

    El vacío del cuarto de estar de Mrs Pearce quedó completamente expuesto cuando una poderosa lámpara de aceite fue colocada en el medio de la mesa a las diez de la noche. La luz cruda caía sobre el jardín, atravesaba directamente el césped e iluminaba el balde de un niño y un áster púrpura para alcanzar el seto. Mrs Flanders había dejado su costura sobre la mesa. Allí estaban sus grandes carretes de algodón blanco y sus gafas de acero, su caja de agujas, su ovillo de lana marrón alrededor de una vieja postal. Allí estaban las aneas y las revistas Strand, y el linóleo con arena de las botas de los muchachos. Una típula atravesó de rincón a rincón y golpeó el cristal de la lámpara. El viento trazaba contra la ventana líneas oblicuas de lluvia que cruzando la zona iluminada destellaban brillos plateados. Una hoja solitaria tamborileaba rápida y persistentemente contra el vidrio. Había un huracán al fondo del mar.

    Archer no podía dormir.

    Mrs Flanders se encorvó sobre él: —Piensa en las hadas —dijo Betty Flanders—. Piensa en los pajaritos, los encantadores pajaritos posándose en sus nidos. Ahora cierra tus ojos y mira a la vieja mamá pájaro con un gusano en su pico. Ahora date la vuelta y cierra tus ojos —murmuraba—, y cierra tus ojos.

    El alojamiento parecía lleno de borboteos y ráfagas, la cisterna rebalsaba; agua burbujeando y chirriando y corriendo a lo largo de los caños y ondeando hacia abajo en las ventanas.

    —¿Qué es toda esa agua entrando? —murmuró Archer.

    —Es solo el agua del baño descargándose —dijo Mrs Flanders.

    Algo chasqueó fuera.

    —Pero, digo, ¿no se hundirá el barco a vapor? —dijo Archer, abriendo los ojos.

    —Por supuesto que no —dijo Mrs Flanders—. El capitán está en cama ya hace rato. Cierra tus ojos, y piensa en las hadas, que duermen profundamente, bajo las flores.

    —Pensé que nunca se iba a quedar dormido… semejante huracán —susurró a Rebecca que se inclinaba sobre una lámpara de bencina en el pequeño cuarto vecino. Fuera soplaba el viento, pero la pequeña llama de la lámpara de bencina ardía tranquilamente, un libro colocado de canto protegía la cuna con su sombra.

    —¿Tomó bien su biberón? —murmuró Mrs Flanders, y Rebecca asentó con la cabeza, fue a la cuna y dobló el edredón, y Mrs Flanders se inclinó y miró ansiosamente al bebé, dormido, pero con el ceño fruncido. La ventana se sacudió, y Rebecca se escabulló como un gato y la calzó.

    Las dos mujeres murmuraban sobre la lámpara de bencina, tramando la conspiración eterna de silencio y limpios biberones mientras el viento se enfurecía y daba un tirón a las cerraduras baratas.

    Ambas se volvieron hacia la cuna. Sus labios estaban fruncidos. Mrs Flanders atravesó el cuarto y se aproximó a la cuna.

    —¿Dormido? —susurró Rebecca, mirando hacia la cuna.

    Mrs Flanders asintió.

    —Buenas noches, Rebecca —murmuró Mrs Flanders, y Rebecca la llamó «señora», aun cuando eran conspiradoras tramando la conspiración eterna de silencio y limpios biberones.

    Mrs Flanders había dejado la lámpara ardiendo en el cuarto de estar. Allí estaban sus gafas, su costurero, y una carta con el matasellos de Scarborough. Tampoco había corrido las cortinas.

    La lámpara proyectaba su luz sobre el área de césped, caía sobre el balde del niño, verde con la línea dorada a su alrededor, y sobre el áster que temblaba violentamente a su lado. Porque el viento se había lanzado a través de la costa, se enroscaba en las montañas, y se elevaba, en ráfagas súbitas, encima de su propia espalda. ¡Cómo se esparcía en el vacío sobre la ciudad! ¡Cómo parecía que las luces titilaban y se estremecían bajo su furia, luces en el puerto, luces en las altas ventanas de los dormitorios! Y, haciendo ondular oscuras olas ante él, aceleró sobre el Atlántico, sacudiendo las estrellas sobre los barcos por este camino o el otro.

    Hubo un chasquido en la sala de estar de la fachada. Mr Pearce había apagado la lámpara. El jardín desapareció. Era solo una zona oscura. Cada pulgada estaba empapada. Cada brizna de césped se curvaba por la lluvia. Los párpados se habrían mantenido cerrados por el peso de la lluvia. Recostado sobre la espalda uno no habría visto más que desorden y confusión… nubes dando vueltas y vueltas, y en la oscuridad algo con un matiz amarillo y sulfuroso.

    Los muchachitos en el dormitorio de la fachada habían tirado sus cobijas y descansaban bajo las sábanas. Hacía calor, el aire era más bien denso y vaporoso. Archer estaba extendido, con un brazo atravesando la almohada. Tenía las mejillas sonrojadas y, cuando la pesada cortina se infló un poco, él se dio vuelta y entreabrió los ojos. En efecto, el viento agitaba el paño sobre la cómoda, y dejaba pasar un haz de luz, de tal manera que el borde afilado de la cómoda se hacía visible, continuaba derecho, hasta que una forma blanca sobresalía, y una veta plateada se mostraba en el espejo.

    En la otra cama, al lado de la puerta, Jacob yacía dormido, profundamente dormido, profundamente inconsciente. La quijada de oveja con los grandes dientes amarillos descansaba a sus pies. La había pateado contra el marco de hierro de la cama carril.

    Fuera llovía torrencialmente, aun más directa y poderosamente en las primeras horas de la mañana, cuando el viento decaía. El áster estaba derribado por tierra. El balde del niño estaba lleno por la mitad de agua de lluvia y el cangrejo de caparazón opalino tornaba en círculos en el fondo, intentando escalar con sus débiles piernas por el lado empinado, intentando de nuevo y cayendo, e intentando de nuevo y de nuevo.

    Capítulo dos

    «Mrs Flanders…». «Pobre Betty Flanders…». «Querida Betty…». «Es muy atractiva todavía…». «¡Qué extraño que no se case de nuevo!…». «Por supuesto está el capitán Barfoot… la visita todos los miércoles, regular como un reloj, y nunca trae a su mujer».

    «Pero eso es culpa de Ellen Barfoot», decían las damas de Scarborough, «no hace un esfuerzo por nadie».

    «A un hombre le gusta tener un hijo… eso sabemos».

    «Algunos tumores tienen que ser extirpados, pero mi madre tuvo que soportar el suyo por años y años, y que nadie te lleve ni siquiera una taza de té a la cama».

    (Mrs Barfoot era inválida).

    Elizabeth Flanders, de quien esto y mucho más que esto había sido y sería dicho, era, por supuesto, una viuda en su esplendor. Estaba a mitad de camino entre los cuarenta y los cincuenta. Años y penas entre estas edades; la muerte de Seabrook, su esposo; tres hijos; pobreza; una casa en las afueras de Scarborough; su hermano, pobre Morty, arruinado y tal vez muerto… porque, ¿dónde estaba?, ¿qué era de él? Haciendo sombra sobre sus ojos miró hacia la carretera buscando al capitán Barfoot… sí, allí estaba, puntual como siempre; las atenciones del capitán… haciendo florecer a Betty Flanders, redondeando sus formas, dando un tono de jovialidad a su tez, e inundando sus ojos sin razón alguna, que alguien pueda ver, tal vez tres veces por día.

    Es cierto, no hay ningún daño en llorar por su marido, y la tumba, aunque simple, era una obra bien hecha, y en los días de verano cuando la viuda llevaba sus hijos, que se quedaban parados allí, uno sentía afecto por ella. Los sombreros se levantaban más alto de lo normal; las mujeres tomaban del brazo a sus maridos. Seabrook yacía seis pies bajo tierra, muerto por tantos años; encerrado en un triple casco; las fisuras cubiertas de plomo, de tal manera que, si la tierra y la madera hubieran sido cristal, sin duda su rostro descansaría debajo, visible, el rostro de un

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