El estanque del negro
Por Robert E. Howard
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El estanque del negro - Robert E. Howard
NEGRO
EL ESTANQUE DEL NEGRO
Conan atraviesa las praderas del sur de los reinos negros. Allí le conocen desde hace mucho tiempo, y por eso Amra el León no encuentra dificultades para dirigirse a la costa que asoló junto con Belit en el pasado. Pero ahora Belit es sólo un recuerdo en la Costa Negra.
El barco que se aleja de tierra, en el que viaja Conan, afilando su espada, está tripulado por piratas de las islas Barachas, que se encuentran cerca de la costa de Zingara. Ellos también han oído hablar de Conan y le dan la bienvenida porque aprecian su experiencia y su destreza con la espada.
El cimmerio tiene unos treinta y cinco años de edad cuando se une a los piratas barachanos, a quienes acompaña durante bastante tiempo. Sin embargo, a Conan, acostumbrado a los ejércitos perfectamente ordenados de los reyes hiborios, la organización de los grupos barachanos le resulta tan endeble que ve muy pocas posibilidades de alcanzar la jefatura y sus beneficios.
En Tortage logra escapar de una situación realmente difícil,.consecuencia de una contienda entre piratas, y entiende que para salvar el pellejo lo mejor es cruzar a nado el Océano Occidental, lo que lleva a cabo con absoluta confianza y perfecto aplomo.
Desde la creación del mundo
los barcos navegaron hacia el occidente
desconocido para el hombre.
Leed, si os atrevéis, lo que escribió Skelos tocando su levita de seda con manos inertes, y seguid a los barcos a través de la tormenta... Seguid a los barcos que no regresarán jamás. Capítulo I
Sancha, nativa de Kordava, bostezó delicadamente, estiró perezosamente sus gráciles miembros y luego se acomodó mejor en el lecho de piel de armiño y seda montado en la cubierta de popa.
Sabía perfectamente que la tripulación la miraba con avidez y también sabía que la cortísima túnica que llevaba, típica de su país, dejaba al descubierto gran parte de su cuerpo Sin embargo, sonrió con insolencia y se dispuso a dormitar un rato antes de que el sol, que ya estaba asomando sobre el océano, le hiriera los ojos.
Pero en ese momento llegó a sus oídos un ruido muy diferente del que producía el crujido de los maderos y cordajes, o las embestidas de las olas contra la embarcación. Se incorporó y clavó su mirada en la borda, por la que en ese momento trepaba un hombre chorreando agua. Sus negros ojos se abrieron con asombro y tuvo que hacer un esfuerzo para ahogar una exclamación de sorpresa.
El intruso era un perfecto desconocido para ella. El agua le chorreaba desde los hombros a lo largo de sus musculosos brazos. Su simple vestimenta, unos pantalones de seda roja, estaba empapada, al igual que el ancho cinturón con hebilla de oro y la vaina con la espada que colgaban de éste. Cuando se puso en pie sobre la borda, el sol naciente dibujó su silueta; parecía una estatua
de bronce. Se pasó la mano por los cabellos empapados y sus ojos azules se iluminaron cuando vio a la muchacha.
– ¿Quién eres? – preguntó ella –. ¿De dónde vienes?
El hombre señaló hacia el vasto océano, sin apartar los ojos
de ella.
– ¿Acaso eres un dios que surge de las olas? – preguntó
nuevamente la joven, confundida por la franqueza de su mirada, a pesar de que estaba acostumbrada a que la admiraran.
Antes que el hombre pudiera responder, sonaron unos pasos rápidos sobre la cubierta y se detuvieron junto a él. El capitán de la nave miró al extraño, al tiempo que apoyaba la mano en la empuñadura de su espada.
– ¿Quién