Cuentos del terruño
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La naturaleza y la diversidad del paisaje son los protagonistas por excelencia en estos cuentos. Aunque domina la descripción del entorno natural salvaje y primitivo, también hay espacio para esbozar la vida del campo y el relato de las costumbres más arraigadas de la Galicia más rural.
Emilia Pardo Bazán (1851-1921) fue la novelista española más importante del siglo XIX y una de las escritoras más relevantes de la literatura hispana. Fue introductora del naturalismo en España con su obra La Tribuna, considerada la primera novela social y naturalista de España.
Pardo Bazán también destacó por ser precursora de los derechos de la mujer y del feminismo actual. Reivindicó la modernización de la sociedad para conseguir la igualdad de género en derechos y oportunidades.
Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851 - Madrid, 1921) dejó muestras de su talento en todos los géneros literarios. Entre su extensa producción destacan especialmente Los pazos de Ulloa, Insolación y La cuestión palpitante. Además, fue asidua colaboradora de distintos periódicos y revistas. Logró ser la primera mujer en presidir la sección literaria del Ateneo de Madrid y en obtener una cátedra de literaturas neolatinas en la Universidad Central de esta misma ciudad.
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Cuentos del terruño - Emilia Pardo Bazán
Créditos
Título original: Cuentos del terruño.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9953-818-1.
ISBN ebook: 978-84-9007-752-8.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
El fondo del alma 9
El «Xeste» 13
Curado 19
Consuelos 22
Leliña 26
Cuesta abajo 31
Dalinda 35
La cruz negra 40
Accidente 44
Ardid de guerra 48
Inútil 52
Armamento 56
La capitana 60
El montero 64
Mansegura 68
Vampiro 72
Los de entonces 76
Siglo XIII 80
Los padres del Santo 84
Libros a la carta 89
Brevísima presentación
La vida
Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.
Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.
En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).
En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.
Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.
El fondo del alma
El día era radiante. Sobre las márgenes del río flotaba desde el amanecer una bruma sutil, argéntea, pronto bebida por el Sol.
Y como el luminar iba picando más de lo justo, los expedicionarios tendieron los manteles bajo unos olmos, en cuyas ramas hicieron toldo con los abrigos de las señoras. Abriéronse las cestas, salieron a luz las provisiones, y se almorzó, ya bastante tarde, con el apetito alegre e indulgente que despiertan el aire libre, el ejercicio y el buen humor. Se hizo gasto del vinillo del país, de sidra achampañada, de licores, servidos con el café que un remero calentaba en la hornilla.
La jira se había arreglado en la tertulia de la registradora, entre exclamaciones de gozo de las señoritas y señoritos que disfrutaban con el juego de la lotería y otras igualmente inocentes inclinaciones del corazón no menos lícitas. Cada parejita de tórtolos vio en el proyecto de la excelente señora el agradable porvenir de un rato de expansión; paseo por el río, encantadores apartes entre las espesuras floridas de Penamoura. El más contento fue Cesáreo, el hijo del mayorazgo de Sanin, perdidamente enamorado de Candelita, la graciosa, la seductora sobrina del arcipreste.
Aquel era un amor, o no los hay en el mundo. No correspondido al principio, Cesáreo hizo mil extremos, al punto de enfermar seriamente: desarreglos nerviosos y gástricos, pérdida total del apetito y sueño, pasión de ánimo con vistas al suicidio. Al fin se ablandó Candelita y las relaciones se establecieron, sobre la base de que el rico mayorazgo dejaba de oponerse y consentía en la boda a plazo corto, cuando Cesáreo se licenciase en Derecho. La muchacha no tenía un céntimo, pero... ¡ya que el muchacho se empeñaba! ¡Y con un empeño tan terco, tan insensato!
—Allá él, señores... —así dijo el mayorazgo a sus tertulianos y tresillistas, otros hidalgos viejos, que sonrieron aprobando, y hasta clamando «enhorabuena», fácilmente benévolos para lo que no les «llegaba el bolsillo»... Al cabo, ellos no habían de dar biberón a lo que naciese de la unión de Cesáreo y Candelita.
—La felicidad del noviazgo la saboreó Cesáreo desatadamente. Loco estaba antes de rabia, y loco estaba ahora de júbilo; las contadas horas que no pasaba al lado de su novia las dedicaba a escribirle cartas o a componer versos de un lirismo exaltado. En el pueblo no se recordaba caso igual: son allí los amoríos plácidos, serenos, con algo de anticipada prosa casera entre las poesías del idilio. Envidiaron a Candelita las niñas casaderas, encubriendo con bromas el despecho de no ser amadas así; y cuando, al preguntarle chanceras qué hubiese sucedido si Candelita no le corresponde, contestaba Cesáreo rotundamente: «me moriría», las muchachas se mordían el labio inferior. ¡Qué tenía la tal Candelita más que las otras, vamos a ver!...
En la jira a Penamoura estuvo hasta imprudente, hasta descortés, el hijo del mayorazgo: de su proceder se murmuraba en los grupos. Todo tiene límite; era demasiada cesta. Aquellos ojos que se comían a Candelita; aquellos oídos pendientes del eco de su voz; aquellos gestos de adoración a cada movimiento suyo... francamente, no se podían aguantar. Mientras la parejita se aislaba, adelantándose castañar arriba, a pretexto de coger moras, el sayo se cortó bien cumplido; solo el viejo capitán retirado, don Vidal, que dirigía la excursión, opinó con bondad babosa que eran «cosas naturales», y que si él se volviese a sus veinticinco, atrás se dejaría en rendimiento y transporte a Cesáreo...
Habían decidido emprender el regreso a buena hora, porque, en otoño, sin avisar se echa encima la noche; pero ¡estaba tan hermoso el pradito orlado de espadañas! ¡Si casi parecía que acababan de comer! ¡Si no habían tenido tiempo de disfrutar la hermosura del campo! Daba lástima irse... Además, tenían Luna para la navegación. Fue oscureciendo insensiblemente, y con la puesta del Sol coincidió una niebla, suave y ligera al pronto, como la matinal, pero que no tardó en cerrarse, ya densa y pegajosa, impidiendo ver a dos pasos los objetos. Don Vidal refunfuñó entre dientes:
—Mal pleito para embarcarse. Vararemos.
Y ello es que no había otro recurso sino regresar a la villa...
Al acercarse a la barca los expedicionarios, no parecían ni patrón ni remeros. La registradora empezó a renegar:
—¡Dadles vino a esos zánganos! ¡Bien empleado nos está si nos amanece aquí!
Por fin, al cabo de media hora de gritos y búsqueda, se presentaron sofocados y tartajosos los remerillos. Del patrón no sabían nada. Se convino en que era inútil aguardar al muy borrachín; estaría hecho un cepo en alguna cueva del monte; y el remero más mozo, en voz baja, se lo confesó a don Vidal:
—Tiene para la noche toda. No da a pie ni a pierna.
—¿Sabéis vosotros patronear? —preguntó Cesáreo, algo alarmado.
—Con la ayuda de Dios, saber sabemos —afirmaron humildemente. Se conformaron los expedicionarios, y momentos después la embarcación, a golpe de remo, se deslizaba lentamente por el río. Asía don Vidal la caña del timón y guiaba, obedeciendo las indicaciones de los prácticos.
Hacía frío, un frío sutil, pegajoso. La gente joven empezó a cantar tangos y cuplés de zarzuela. El boticario, para lucir su voz engolada, entonó después el Spirto. Las señoras se arropaban estrechamente en sus chales y manteletas, porque la húmeda niebla calaba los huesos. Cesáreo, extendiendo su ancho impermeable, cobijaba a Candelita, y confundiendo las manos a favor de la oscuridad y del espeso tul gris que los aislaba, los novios iban en perfecto embeleso.
—Nadie ha querido como yo en el mundo —susurraba el hijo del mayorazgo al oído de su amada.
—Esto no es cariño, es delirio, es enfermedad. ¡Soy tan feliz! ¡Ojalá no lleguemos nunca!
—¡Ciar, ciar, pateta! —gritó, despertándole de su éxtasis, la voz vinosa de un remero—. ¡Que vamos cara a las peñas! ¡Ciar!
Don Vidal quiso obedecer... Ya no era tiempo. La barca trepidó, crujió pavorosamente; cuantos en ella estaban, fueron lanzados unos contra otros. La frente de Cesáreo chocó con la de Candelita. En el mismo instante empezó a sepultarse la barca. El agua entraba a borbollones y a torrentes por el roto y desfondado suelo. Ayes agónicos, deprecaciones a santos y vírgenes, se perdían entre el resuello del abismo que traga