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Lo que el viento se llevó
Lo que el viento se llevó
Lo que el viento se llevó
Libro electrónico1560 páginas35 horas

Lo que el viento se llevó

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Lo que el viento se llevó es un drama romántico, aunque no falta quien lo califique de melodrama. La novela gira en torno a la historia de una joven de una familia aristócrata sureña, Scarlett O'Hara, en la época de la Guerra de Secesión
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2021
ISBN9791259712448
Autor

Margaret Mitchell

Margaret Mitchell was born in Atlanta, Georgia into a family passionately interested in American history. She grew up in an atmosphere of stories about the Civil War which she committed to paper in the ten years following her marriage in 1925. The result was Gone With The Wind, first published in 1936. It won the Pulitzer Prize, sold over ten million copies, was translated in eighteen languages, and was one of the most successful films ever made starring Vivien Leigh and Clark Gable. Gone With The Wind was her only published work. She died in 1949.

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    Es un buen libro, si bien tiene muchos capitulos y es muy largo. La primera parte es como una introduccion y en la segunda hablan de los inicios de la guerra, creo que la tercera ya comienza la resistencia y el drama esta presente en la penultima y ultima parte.

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Lo que el viento se llevó - Margaret Mitchell

PARTE

PRIMERA PARTE

1

Scarlett O’Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton. En su rostro contrastaban acusadamente las delicadas facciones de su madre, una aristócrata de la costa, de familia francesa, con las toscas de su padre, un rozagante irlandés. Pero era el suyo, con todo, un semblante atractivo, de barbilla puntiaguda y de anchos pómulos. Sus ojos eran de un verde pálido, sin mezcla de castaño, sombreados por negras y rígidas pestañas, levemente curvadas en las puntas. Sobre ellos, unas negras y espesas cejas, sesgadas hacia arriba, cortaban con tímida y oblicua línea el blanco magnolia de su cutis, ese cutis tan apreciado por las meridionales y que tan celosamente resguardan del cálido sol de Georgia con sombreros, velos y mitones.

Sentada con Stuart y Brent Tarleton a la fresca sombra del porche de Tara, la plantación de su padre, aquella mañana de abril de 1861, la joven ofrecía una imagen linda y atrayente. Su vestido nuevo de floreado organdí verde extendía como un oleaje sus doce varas de tela sobre los aros del miriñaque y armonizaba perfectamente con las chinelas de tafilete verde que su padre le había traído poco antes de Atlanta. El vestido se ajustaba maravillosamente a su talle, el más esbelto de los tres condados, y el ceñido corsé mostraba un busto muy bien desarrollado para sus dieciséis años. Pero ni el recato de sus extendidas faldas, ni la seriedad con que su cabello estaba suavemente recogido en un moño, ni el gesto apacible de sus blancas manitas que reposaban en el regazo conseguían encubrir su personalidad. Los ojos verdes en la cara de expresión afectadamente dulce eran traviesos, voluntariosos, ansiosos de vida, en franca oposición con su correcto porte. Los modales le habían sido impuestos por las amables amonestaciones y la severa disciplina de su madre; pero los ojos eran completamente suyos. A sus dos lados, los gemelos, recostados cómodamente en sus butacas, reían y charlaban. El sol los hacía parpadear al reflejarse en los cristales de sus gafas, y ellos cruzaban al desgaire sus fuertes, largas y musculosas piernas de jinetes, calzadas con botas hasta la rodilla. De diecinueve años de edad y rozando los dos metros de estatura, de sólida osamenta y fuertes músculos, rostros curtidos por el sol, cabellos de un color rojizo oscuro y ojos alegres y altivos, vestidos con idénticas chaquetas azules y calzones color mostaza, eran tan parecidos como dos balas de algodón.

Fuera, los rayos del sol poniente dibujaban en el patio surcos oblicuos bañando de luz los árboles, que resaltaban cual sólidas masas de blancos capullos sobre el fondo de verde césped. Los caballos de los gemelos estaban amarrados en la carretera; eran animales grandes, jaros como el cabello de sus dueños, y entre sus patas se debatía la nerviosa traílla de enjutos perros de caza que acompañaban a Stuart y a Brent adondequiera que fuesen. Un poco más lejos, como corresponde a un aristócrata, un perro de lujo, de pelaje moteado, esperaba pacientemente tumbado con el hocico entre las patas a que los muchachos volvieran a casa a cenar.

Entre los perros, los caballos y los gemelos hay una relación más profunda que la de su constante camaradería. Todos ellos son animales sanos, irreflexivos y jóvenes; zalameros, garbosos y alegres los muchachos, briosos como los caballos que montan, briosos y arriesgados, pero también de suave temple para aquellos que saben manejarlos.

Aunque nacidos en la cómoda vida de la plantación, atendidos a cuerpo de rey desde su infancia, los rostros de los que están en el porche no son ni débiles ni afeminados. Tienen el vigor y la viveza de la gente del campo que ha pasado toda su vida al raso y se ha preocupado muy poco de las tonterías de los libros. La vida es aún nueva en la Georgia del Norte, condado de Clayton, y un tanto ruda como lo es también en Augusta, Savannah y Charleston. Los de las provincias del Sur, más viejas y sedentarias, miran por encima del hombro a los georgianos de las tierras altas; pero allí, en Georgia del Norte, no avergonzaba la falta de esas sutilezas de una educación clásica, con tal de que un hombre fuera diestro en las cosas que importaban. Y las cosas que importaban eran cultivar buen algodón, montar bien a caballo, ser buen cazador, bailar con agilidad, cortejar a las damas con elegancia y aguantar la bebida como un caballero. Los gemelos sobresalían en estas habilidades, y eran igualmente obtusos en su notoria incapacidad para aprender cualquier cosa contenida entre las tapas de un libro. Su familia poseía más dinero, más caballos, más esclavos que otra ninguna del condado, pero los muchachos tenían menos retórica que la mayoría de los vecinos más pobres de la región.

Ésta era la razón de que Stuart y Brent estuvieran haraganeando en el porche de Tara en aquella tarde de abril. Acababan de ser expulsados de la Universidad de Georgia (la cuarta universidad que los expulsaba en dos años), y sus dos hermanos mayores, Tom y Boyd, habían vuelto a casa con ellos por haberse negado a permanecer en una institución donde los gemelos no eran bien recibidos. Stuart y Brent, consideraban su última expulsión como una broma deliciosa, y Scarlett, que no había abierto con gusto un libro desde que saliera, un año antes, de la academia femenina de Fayetteville, lo encontraba tan divertido como ellos.

—Ya sé que ni a Tom ni a vosotros dos os importa que os hayan expulsado

—dijo—. Pero ¿qué me decís de Boyd? Está decidido a instruirse, y vosotros le habéis hecho salir de las universidades de Virginia, de Alabama y de Carolina del Sur, y ahora de la de Georgia. A ese paso no acabará nunca.

—¡Oh! Puede estudiar leyes en el despacho del juez Parmalee, en Fayetteville —contestó Brent despreocupadamente—. Además, no importa gran cosa. Hubiéramos tenido que volver a casa de todos modos antes de fin de curso.

—¿Por qué?

—¡La guerra, tonta! La guerra va a estallar el día menos pensado, y no imaginarás que ninguno de nosotros va a seguir en el colegio mientras dure la guerra, ¿verdad?

—Ya sabéis que no va a haber guerra —replicó Scarlett, enojada—. Nadie habla de otra cosa. Ashley Wilkes y su padre dijeron a papá la semana pasada precisamente que nuestros delegados en Washington llegarían a… a un acuerdo amistoso con el señor Lincoln sobre la Confederación. Y, además, los yanquis nos tienen demasiado miedo para luchar. No habrá guerra alguna, y ya estoy harta de oír hablar de eso.

—¿Que no va a haber guerra? —protestaron con indignación los gemelos, como si se sintieran defraudados—.

—¡Claro que habrá guerra, querida! —dijo Stuart—. Los yanquis pueden tenernos mucho miedo; pero, después de ver la forma en que el general Beauregard los arrojó anteayer de Fort Sumter, tendrán que luchar o quedarán ante el mundo entero como unos cobardes. Si la Confederación…

Scarlett hizo un gesto de enfado e impaciencia.

—Si nombráis la guerra una sola vez más, me meto en casa y cierro la puerta. Nunca he estado en mi vida tan harta de una palabra como de ésta de Secesión. Papá habla de guerra mañana, tarde y noche, y todos los señores que vienen a verle se exaltan hablando de Fort Sumter, Estados, derechos y de Abraham Lincoln, hasta que me ponen tan nerviosa que de buena gana me echaría a llorar. Ese es también el tema de conversación de los muchachos que no saben hablar de otra cosa; de eso y de su Milicia. No ha habido diversiones esta primavera porque los chicos no saben hablar de otra cosa. Me alegro infinito de que Georgia esperase a que pasaran las Navidades para separarse, pues de lo contrario nos hubiera estropeado las reuniones de Pascuas. Si volvéis a decir una palabra de la guerra, me meto en casa.

Y lo pensaba como lo decía, porque no le era posible soportar mucho rato una conversación de la que ella no fuese el tema principal. Pero sonreía al hablar y, con estudiado gesto, hacía más señalados los hoyuelos de sus

mejillas, y agitaba sus negras y afiladas pestañas tan rápidamente como sus alas las mariposas. Los muchachos estaban entusiasmados, como ella quería que estuviesen, y se apresuraron a disculparse por haberla disgustado. No encontraban mal su falta de interés. Les parecía mejor, por el contrario. La guerra es asunto de hombres, no de señoras, y ellos consideraban aquella actitud como prueba de la feminidad de Scarlett.

Habiendo maniobrado de este modo para sacarles del árido tema de la guerra, volvió con interés al de su situación actual.

—¿Qué ha dicho vuestra madre al saber que os han expulsado otra vez?

Los muchachos parecieron sentirse desasosegados recordando la actitud de su madre cuando, tres meses antes, habían vuelto a casa, expulsados de la Universidad de Virginia.

—Pues mira, no ha tenido aún ocasión de decir nada. Tom y nosotros dos hemos salido temprano de casa, esta mañana, antes de que se levantase. Tom se ha quedado en casa de los Fontaine, mientras nosotros veníamos aquí.

—¿No dijo nada anoche cuando llegasteis?

—Anoche estuvimos de suerte. Precisamente cuando nosotros llegamos acababan de llevarle el nuevo caballo garañón que mamá compró en Kentucky el mes pasado, y toda la casa estaba revuelta. ¡Qué animal tan robusto! Es un gran caballo, Scarlett; tienes que decir a tu padre que vaya a verlo enseguida. Ya ha mordido al mozo que lo trajo y ha coceado a dos de los negros de mamá que fueron a buscarlo al tren en Jonesboro. Y un momento antes de llegar nosotros a casa había destrozado a patadas el establo y dejado medio muerto a Fresa, el viejo garañón de mamá. Cuando llegamos, mamá estaba en el establo, calmándolo con un saquito de azúcar; y lo hacía a las mil maravillas. Los negros estaban tan espantados que temblaban, encaramados a las vigas; pero mamá hablaba al caballo como si se tratara de una persona; y el animal comía en su mano. No hay nadie como mamá para entender a un caballo. Y cuando nos vio nos dijo: «¡En nombre del cielo! ¿Qué hacéis otra vez en casa?

¡Sois peores que las plagas de Egipto!» Y entonces el caballo empezó a

relinchar y a encabritarse, y mamá dijo: «¡Largo de aquí! ¿No veis que el pobre animal está nervioso? Ya me ocuparé de vosotros cuatro mañana por la mañana.» Entonces nos fuimos a la cama, y esta mañana nos marchamos antes de que nos pudiera pescar, dejando a Boyd para que se las entendiese con ella.

—¿Creéis que pegará a Boyd?

Scarlett, como el resto del condado, no podía acostumbrarse a la manera como la menuda señora Tarleton trataba a sus hijos, ya crecidos, y les cruzaba la espalda con la fusta cuando el caso lo requería. Beatrice Tarleton era una mujer muy activa, que regentaba por sí misma no sólo una extensa plantación

de algodón, un centenar de negros y ocho hijos, sino también la más importante hacienda de cría caballar del condado. Tenía mucho carácter y a menudo se incomodaba por las frecuentes trastadas de sus cuatro hijos; y, mientras a nadie le permitía pegar a un caballo, ella pensaba que una paliza de vez en cuando no podía hacer ningún daño a los muchachos.

—Claro que no le pegará. A Boyd no le pega nunca, primero porque es el mayor y luego por ser el más menudo de la carnada —dijo Stuart, que estaba orgulloso de su casi metro noventa—. Por eso le hemos dejado en casa, para que explique las cosas a mamá. ¡Dios mío, mamá no tendrá más remedio que pegarnos! Nosotros tenemos ya diecinueve años y Tom veintiuno, y nos trata como si tuviéramos seis.

—¿Montará tu madre el caballo nuevo para ir mañana a la barbacoa de los Wilkes?

—Eso quería, pero papá dice que es demasiado peligroso. Y, además, las chicas no quieren dejarla. Dicen que van a procurar que vaya a esa fiesta por lo menos en su coche, como una señora.

—Espero que no llueva mañana —dijo Scarlett—. No hay nada peor que una barbacoa que se convierte en un picnic bajo techado. —No, mañana hará un día espléndido y tan caluroso como si fuera de junio. Mira qué puesta de sol. No la he visto nunca tan rojiza. Siempre se puede predecir el tiempo por las puestas de sol.

Miraron a lo lejos hacia el rojo horizonte por encima de las interminables hectáreas de los recién arados campos de algodón de Gerald O’Hara. Ahora, al ponerse el sol entre oleadas carmesíes detrás de las colinas, más allá del río Flint, el calor de aquel día abrileño parecía expirar con balsámico escalofrío. La primavera había llegado pronto aquel año con sus furiosos chaparrones y con el repentino florecer de los melocotoneros y de los almendros que salpicaba de estrellas el oscuro pantano y las colinas lejanas. Ya la labranza estaba casi terminada, y el sangriento resplandor del ocaso teñía los surcos recién abiertos en la roja arcilla de Georgia de tonalidades aún más bermejas. La húmeda tierra hambrienta que esperaba, arada, las simientes de algodón, mostraba tintes rosados, bermellón y escarlata en los lomos de los arenosos surcos, y siena allí donde las sombras caían a lo largo de las zanjas. La encalada mansión de ladrillo parecía una isla asentada en un mar rojo chillón, un mar cuyo oleaje ondulante, creciente, se hubiera petrificado de pronto, cuando las rosadas crestas de sus ondas iban a romperse. Porque allí no había surcos rectos y largos, como los que pueden verse en los campos de arcilla amarillenta de la llana Georgia central o en la oscura y fértil tierra de las plantaciones costeras. El campo que se extendía en pendiente al pie de las colinas del norte de Georgia estaba arado en un millón de curvas para evitar

que la rica tierra se deslizase en las profundidades del río.

Era una tierra de tonalidades rojas, color sangre después de las lluvias y color polvo de ladrillo en las sequías; la mejor tierra del mundo para el cultivo del algodón. Era un país agradable, de casas blancas, apacibles sembrados y perezosos ríos amarillos; pero una tierra de contrastes, con el sol más radiantemente deslumbrador y las más densas umbrías. Los claros de la plantación y los kilómetros de campos de algodón sonreían al sol cálido, sereno, complaciente. A sus lados se extendían los bosques vírgenes, oscuros y fríos aun en las tardes más sofocantes; misteriosos, un tanto siniestros, los rumorosos pinos parecían esperar con paciencia secular, para amenazar con suaves suspiros: «¡Cuidado! ¡Cuidado! Fuisteis nuestros en otro tiempo. Podemos arrebataros otra vez.»

A los oídos de las tres personas que estaban en el porche llegaba el ruido de los cascos de las caballerías, el tintineo de las cadenas de los arneses, las agudas y despreocupadas carcajadas de los negros, mientras braceros y muías regresaban de los campos. De dentro de la casa llegaba la suave voz de la madre de Scarlett, Ellen O’Hara, llamando a la negrita que llevaba el cestillo de sus llaves. La voz atiplada de la niña contestó: «Sí, señora», y se oyeron las pisadas que salían de la casa dirigiéndose por el camino de detrás hacia el ahumadero, donde Ellen repartiría la comida a los trabajadores que regresaban. Se oía el chocar de la porcelana y el tintineo de la plata anunciando que Pork, el mayordomo de Tara, ponía la mesa para la cena.

Al oír estos últimos sonidos, los gemelos se dieron cuenta de que era ya hora de regresar a casa. Pero tenían miedo de enfrentarse con su madre y remoloneaban en el porche de Tara, con la momentánea esperanza de que Scarlett los invitara a cenar.

—Oye, Scarlett. A propósito de mañana —dijo Brent—, el que hayamos estado fuera y no supiéramos nada de la barbacoa y del baile no es razón para que no nos hartemos de bailar mañana por la noche. No tendrás comprometidos todos los bailes, ¿verdad?

—¡Claro que sí! ¿Cómo iba yo a saber que estabais en casa? No podía exponerme a estar de plantón sólo por esperaros a vosotros.

—¿Tú de plantón?

Y los muchachos rieron a carcajadas.

—Mira, encanto. Vas a concedernos a mí el primer vals y a Stu el último, y cenarás con nosotros. Nos sentaremos en el rellano de la escalera, como hicimos en el último baile, y llevaremos a mamita Jincy para que te eche otra vez la buenaventura.

—No me gustan las buenaventuras de mamita Jincy. Ya sabes que me dijo que iba a casarme con un hombre de pelo y bigotazos negros; y no me gustan los hombres morenos.

—Te gustan con el pelo rojo, ¿verdad, encanto? —dijo Brent haciendo una mueca—. Bueno, anda; prométenos todos los valses y que cenarás con nosotros.

—Si lo prometes te diremos un secreto —dijo Stuart.

—¿Cuál? —exclamó Scarlett, curiosa como una chiquilla ante aquella palabra.

—¿Es lo que oímos ayer en Atlanta, Stu? Si es eso, ya sabes que prometimos no decirlo.

—Bueno, la señorita Pitty nos dijo…

—¿La señorita qué?

—Ya sabes; la prima de Ashley Wilkes, que vive en Atlanta. La señorita Pittypat Hamilton, la tía de Charles y de Melanie Hamilton.

—Sí, ya sé; y la vieja más tonta que he visto en toda mi vida.

—Bueno, pues cuando estábamos ayer en Atlanta, esperando el tren para venir a casa, llegó en su coche a la estación, se paró y estuvo hablando con nosotros; y nos dijo que mañana por la noche, en el baile de los Wilkes, iba a anunciarse oficialmente una boda.

—¡Ah! Ya estoy enterada —exclamó Scarlett con desilusión—. Charles Hamilton, el tonto de su sobrino, con Honey Wilkes. Todo el mundo sabe hace años que acabarán por casarse alguna vez, aunque él parece tomarlo con indiferencia.

—¿Le tienes por tonto? —preguntó Brent—. Pues las últimas Navidades bien dejabas que mosconeara a tu alrededor.

—No podía impedirlo —dijo Scarlett, encogiéndose de hombros con desdén—. Pero me resulta un moscón aburrido.

—Además, no es su boda la que se va a anunciar —dijo Stuart triunfante

—. Es la de Ashley con Melanie, la hermana de Charles.

El rostro de Scarlett no se alteró, pero sus labios se pusieron pálidos como los de la persona que recibe, sin previo aviso, un golpe que la aturde, y que en el primer momento del choque no se da cuenta de lo que le ha ocurrido. Tan tranquila era su expresión mientras miraba fijamente a Stuart, que éste, nada psicólogo, dio por supuesto que estaba simplemente sorprendida y muy interesada.

—La señorita Pitty nos dijo que no pensaban anunciarlo hasta el año que viene, porque Melanie no está muy bien de salud; pero que con estos rumores de guerra las dos familias creyeron preferible que se casaran pronto. Por eso lo harán público mañana por la noche, en el intermedio de la cena. Y ahora, Scarlett, ya te hemos dicho el secreto. Así que tienes que prometernos que cenarás con nosotros.

—Desde luego —dijo Scarlett como una autómata.

—¿Y todos los valses?

—Todos.

—¡Eres encantadora! Apuesto a que los demás chicos van a volverse locos de rabia.

—Déjalos que se vuelvan locos. ¡Qué le vamos a hacer! Mira, Scarlett, siéntate con nosotros en la barbacoa de la mañana.

—¿Cómo?

Stuart repitió la petición.

—Desde luego.

Los gemelos se miraron entusiasmados, pero algo sorprendidos. Aunque se consideraban los pretendientes preferidos de Scarlett, nunca hasta aquel momento habían logrado tan fácilmente testimonios de su preferencia. Por regla general les hacía pedir y suplicar, mientras los desesperaba negándoles un sí o un no; riendo si se ponían ceñudos, mostrando frialdad si se enfadaban. Y ahora les había prometido el día siguiente casi entero: sentarse a su lado en la barbacoa, todos los valses (¡y ya se las arreglarían ellos para que todas las piezas fueran valses!), y cenar con ellos en el intermedio. Sólo por esto valía la pena ser expulsados de la universidad.

Henchidos de renovado entusiasmo con su éxito, continuaron remoloneando, hablando de la barbacoa y del baile, de Ashley Wilkes y Melanie Hamilton, interrumpiéndose uno a otro, diciendo chistes y riéndoselos, y lanzando indirectas clarísimas para que los invitaran a cenar. Pasó algún tiempo antes de que notaran que Scarlett tenía muy poco que decir. Algo había cambiado en el ambiente, algo que los gemelos no sabían qué era. Pero la tarde había perdido su bella alegría. Scarlett parecía prestar poca atención a lo que ellos decían, aunque sus respuestas fuesen correctas. Notando algo que no podían comprender, extrañados y molestos por ello, los gemelos lucharon aún durante un rato y se levantaron por fin de mala gana consultando sus relojes.

El sol estaba bajo, sobre los campos recién arados, y recortaba al otro lado del río las negras siluetas de los bosques. Las golondrinas hogareñas cruzaban

veloces a través del patio, y polluelos, patos y pavos se contoneaban, rezagándose de vuelta de los campos.

Stuart bramó: «¡Jeems!» Y, tras un intervalo, un negro alto y de su misma edad corrió jadeante alrededor de la casa y se dirigió hacia donde estaban trabados los caballos. Jeems era el criado personal de los gemelos y, lo mismo que los perros, los acompañaba a todas partes. Compañero de juegos de su infancia, había sido regalado a los gemelos cuando cumplieron los diez años. Al verle, los perros de los Tarleton se levantaron del rojo polvo y permanecieron a la expectativa, aguardando a sus amos. Los muchachos se inclinaron estrechando la mano de Scarlett, y le dijeron que por la mañana temprano la esperarían en casa de los Wilkes. Salieron enseguida a la carretera, montaron en sus caballos y, seguidos de Jeems, bajaron al galope la avenida de cedros, agitando los sombreros y gritándole adiós.

Cuando hubieron doblado el recodo del polvoriento camino que los ocultaba de Tara, Brent detuvo su caballo en un bosquecillo de espinos. Stuart se paró también, mientras el criado negro retrocedía, distanciándose de ellos unos pasos. Los caballos, al sentir las bridas flojas, alargaron el cuello para pacer la tierna hierba primaveral y los pacientes perros se tumbaron de nuevo en el suave polvo rojo, mirando con ansia las golondrinas que revoloteaban en la creciente oscuridad. El ancho e ingenuo rostro de Brent estaba perplejo y demostraba una leve contrariedad.

—Oye —dijo—. ¿No te parece que debía habernos convidado a cenar?

—Eso creo —respondió Stuart—, y estaba esperando que lo hiciese pero no lo ha hecho. ¿Qué te ha parecido?

—No me ha parecido nada, pero creo que debía habernos invitado. Después de todo es el primer día que estamos en casa, no nos había visto casi ni un minuto, y teníamos un verdadero montón de cosas que decirle.

—A mí me ha hecho el efecto de que estaba contentísima de vernos cuando llegamos.

—Y a mí también.

—Y de repente, al cabo de media hora, se ha quedado casi ensimismada, como si le doliera la cabeza.

—Yo me he dado cuenta, pero no me he preocupado de momento. ¿Qué crees que le dolería?

—No sé. ¿Habremos dicho algo que la disgustase? Ambos pensaron durante un momento.

—No se me ocurre nada. Además, cuando Scarlett se enfada, todo el

mundo se entera; no se domina como hacen otras chicas.

—Sí, precisamente eso es lo que me gusta de ella. No se molesta en aparentar frialdad y desapego cuando está enfadada, y dice lo que se le ocurre. Pero ha sido algo que hemos hecho o dicho lo que ha provocado su mudez y su aspecto de enferma. Yo juraría que le alegró vernos cuando llegamos y que tenía intención de convidarnos a cenar. ¿No habrá sido por nuestra expulsión?

—¡Qué diablos! No seas tonto. Se rio como si tal cosa cuando se lo dijimos. Y, además, Scarlett no concede a los libros más importancia que nosotros.

Brent se volvió en la silla y llamó al criado negro.

—¡Jeems!

—¿Señor?

—¿Has oído lo que hemos estado hablando con la señorita Scarlett?

—¡Por Dios, señorito Brent…! ¿Cómo puede usted creer? ¡Dios mío, estar espiando a las personas blancas!

—¡Espiando, por Dios! Vosotros, los negros, sabéis todo lo que ocurre. Vamos, mentiroso, te he visto con mis propios ojos rondar por la esquina del porche y esconderte detrás del jazminero del muro. Vaya, ¿nos has oído decir algo que pueda haber disgustado a la señorita Scarlett o herido sus sentimientos?

Así interrogado, Jeems no llevó más lejos su pretensión de no haber escuchado la charla, y frunció el oscuro ceño.

—No, señor; yo no me di cuenta de que dijeran ustedes nada que le disgustase. Me pareció que estaba muy contenta de verlos y que los había echado mucho de menos; gorjeaba alegre como un pájaro, hasta el momento en que empezaron ustedes a contarle lo de que el señorito Ashley y la señorita Melanie Hamilton se iban a casar. Entonces se quedó callada como un pájaro cuando va el halcón a echarse sobre él.

Los gemelos se miraron moviendo la cabeza, perplejos.

—Jeems tiene razón. Pero no veo el motivo —dijo Stuart—. ¡Dios mío! Ashley no le importa absolutamente nada, no es más que un amigo para ella. No está enamorada de él. En cambio, nosotros la tenemos loca.

Brent movió la cabeza asintiendo.

—¿Pero no crees —dijo— que quizá Ashley no le haya dicho a Scarlett que iba a anunciar su boda mañana por la noche y que Scarlett se ha disgustado por no habérselo comunicado a ella, una antigua amiga, antes que a

nadie? Las muchachas dan mucha importancia a eso de ser las primeras en enterarse de semejantes cosas.

—Bueno, puede ser. Pero ¿qué tiene que ver que no le dijera que iba a ser mañana? Se supone que era un secreto, una sorpresa, y un hombre tiene derecho a mantener secreta su palabra de casamiento, ¿no es así? Nosotros no nos hubiéramos enterado si no se le escapa a la tía de Melanie. Pero Scarlett debía saber que él había de casarse algún día con Melanie. Nosotros lo sabemos hace años. Los Wilkes y los Hamilton se casan siempre entre primos. Todo el mundo estaba enterado de que seguramente se casarían, exactamente igual que Honey Wilkes se va a casar con Charles, el hermano de Melanie.

—Bueno, vamos a dejarlo. Pero siento que no nos convidara a cenar. Te juro que no tengo ninguna gana de oír a mamá tomarla con nuestra expulsión. No es como si fuera la primera vez.

—Tal vez Boyd la haya suavizado a estas horas. Ya sabes que es un hábil parlanchín ese gorgojo. Y sabes también que consigue siempre aplacarla.

—Sí, puede hacerlo, pero necesita tiempo. Tiene que empezar con rodeos hasta que pone a mamá tan nerviosa que se da por vencida y le pide que reserve su voz para la práctica del Derecho. No habrá tenido tiempo, sin embargo, de llevar las cosas a buen fin. Mira, te apuesto lo que quieras a que mamá está tan excitada aún con lo de su caballo nuevo que ni se dará cuenta de que estamos otra vez en casa hasta que se siente a cenar esta noche y vea a Boyd. Y antes de que termine la comida se habrá ido acalorando y poniendo furiosa. Y habrán dado las diez sin que Boyd haya conseguido tomar la palabra para decirle que no hubiera resultado digno en ninguno de nosotros continuar en el colegio después de habernos hablado el rector como nos habló a ti y a mí. Y será más de medianoche antes de que haya él conseguido darle la vuelta en tal forma que esté tan indignada con el rector que le pregunte a Boyd por qué no le pegó un tiro. No, decididamente, no podemos ir a casa hasta pasada medianoche. Es algo completamente imposible.

Los gemelos se miraron malhumorados. No tenían ningún miedo ni a los caballos salvajes ni a los peligros de la caza ni a la indignación de sus vecinos; pero les infundían un saludable pánico las clarísimas advertencias de su pelirroja madre y la fusta con la cual no tenía reparo en castigarles.

—Bueno, mira —dijo Brent—, vamos a casa de los Wilkes. Las chicas y Ashley se sentirán encantados de que cenemos allí.

Stuart pareció un poco molesto.

—No, no vayamos allí. Estarán muy ocupados preparándolo todo para la barbacoa de mañana, y además…

—¡Oh! Me había olvidado de eso —replicó Brent rápido—. No iremos, no.

Pusieron los caballos al paso y marcharon un rato en silencio, Stuart con las morenas mejillas encendidas de sonrojo. Hasta el verano anterior había él cortejado a India Wilkes, con la aprobación de ambas familias y del condado entero. El condado pensaba que tal vez la fría y comedida India Wilkes tendría sobre él una influencia sedante. Por lo menos, eso esperaban todos fervientemente. Y Stuart hubiera seguido adelante, pero Brent no estaba satisfecho. Brent le tenía afecto a India pero la encontraba muy fea y apocada y no hubiera podido enamorarse de ella sólo por hacerle compañía a Stuart. Era la primera vez que los intereses de los gemelos no estaban acordes, y Brent se sintió agraviado por las atenciones que su hermano prodigaba a una muchacha que a él no le parecía nada extraordinaria.

Entonces, el verano anterior, en un discurso político que tuvo lugar en un robledal de Jonesboro, a los dos les llamó la atención Scarlett O’Hara. La conocían desde hacía años; en su infancia había sido su compañera favorita de juegos porque sabía montar a caballo y trepar a los árboles casi tan bien como ellos. Pero ahora, ante su gran asombro, vieron que se había convertido en una bella joven, la más encantadora del mundo entero.

Se dieron cuenta por primera vez de la movilidad de sus verdes ojos, de lo profundos que resultaban los hoyuelos de sus mejillas cuando reía, de lo diminutos que eran sus manos y sus pies y de lo esbelto que era su talle. Las ingeniosas salidas de los gemelos la hacían prorrumpir en sonoras carcajadas, y, poseídos del convencimiento de que los consideraba una pareja notable, ellos se superaron realmente.

Fue aquél un día memorable en la vida de los gemelos. Desde entonces, cuando hablaban de ello, se asombraban de que no se hubieran dado cuenta antes de los encantos de Scarlett. Nunca lograban dar con la exacta respuesta, y era ésta: que Scarlett decidió aquel día conseguir que se diesen cuenta de sus referidos encantos. Era incapaz por naturaleza de soportar que ningún hombre estuviera enamorado de otra mujer que no fuese ella, y simplemente el ver a Stuart y a India Wilkes durante el discurso fue demasiado para su temperamento de predadora. No contenta con Stuart, echó también las redes a Brent, y ello con una habilidad que los dominó a los dos.

Ahora, ambos estaban enamorados de ella. India Wilkes y Letty Munroe, de Lovejoy, a quienes Brent había estado medio cortejando, se encontraban muy lejos de sus mentes. Qué haría el vencido, si Scarlett daba el sí a uno de los dos, era cosa que los gemelos no se preguntaban. Ya se preocuparían de ello cuando llegase la hora. Por el momento, se sentían muy satisfechos de estar otra vez de acuerdo acerca de una muchacha, pues no existía envidia entre ellos. Era una situación que interesaba a los vecinos y disgustaba a su

madre, a quien no le era simpática Scarlett.

—Os vais a lucir si esa buena pieza se decide por uno de vosotros — observaba ella—. O tal vez os diga que sí a los dos, y entonces tendríais que trasladaros a Utah, si es que los mormones os admiten, lo cual dudo mucho… Lo que más me molesta es que cualquier día os vais a pegar, celosos el uno del otro, por culpa de esa cínica pécora de ojos verdes, y os vais a matar. Aunque tal vez no fuese una mala idea, después de todo.

Desde el día del discurso, Stuart se había encontrado a disgusto en presencia de India. No era que ésta le reprochase ni le indicara siquiera con miradas o gestos que se había dado cuenta de su brusco cambio de afectos. Era demasiado señora. Pero Stuart se sentía culpable y molesto ante ella. Comprendió que se había hecho querer y sabía que India le quería aún; y sentía, en el fondo del corazón, que no se había portado como un caballero. Ella le seguía gustando muchísimo por su frío dominio sobre sí misma, por su cultura y por todas las auténticas cualidades que poseía. Pero ¡demonio!, era tan incolora y tan poco interesante, tan monótona en comparación con el luminoso y variado atractivo de Scarlett. Con India siempre sabía uno a qué atenerse, mientras que con Scarlett no se tenía nunca la menor idea. No basta con saber entretener a un hombre, pero ello tiene su encanto.

—Bueno, vamos a casa de Cade Calvert y cenaremos allí. Scarlett dijo que Cathleen había vuelto de Charleston. Tal vez tenga noticias de Fort Sumter que nosotros no conozcamos.

—¿Cathleen? Te apuesto doble contra sencillo a que ni siquiera sabe que el fuerte está en el muelle, y mucho menos que estaba lleno de yanquis hasta que fueron arrojados de allí. Esa no sabe nada más que los bailes a que asiste y los pretendientes que selecciona.

—Bueno, pero es divertido oírla charlar. Y es un sitio donde esconderse hasta que mamá se vaya a la cama.

—¡Qué diablo! Me gusta Cathleen; es entretenida, y me alegrará saber de Caro Rhett y del resto de la gente de Charleston; pero que me condenen si soy capaz de aguantar otra comida sentado al lado de la yanqui de su madrastra.

—No seas demasiado duro con ella, Stuart. Tiene buena intención.

—No soy duro con ella. Me inspira muchísima lástima, pero no me gusta la gente que me inspira compasión. Y se agita tanto de un lado para otro procurando hacer las cosas bien y darte la sensación de que estás en tu casa, que siempre se las arregla para decir y hacer precisamente lo peor. ¡Me pone nervioso! Y cree que los del Sur somos unos bárbaros feroces. Siempre se lo está diciendo a mamá. La tienen asustada los del Sur. Siempre que estamos con ella parece muerta de miedo. Me hace pensar en una gallina esquelética

encaramada en una silla, con los ojos en blanco, brillantes y espantados, dispuesta a agitar las alas y a cacarear al menor movimiento que se haga.

—Bueno, no debes censurarla. Le disparaste un tiro a la pierna a Cade.

—Sí, pero estaba bebido; si no, no lo hubiera hecho —dijo Stuart—. Y Cade no me ha guardado nunca rencor, ni Cathleen, ni Raiford, ni el señor Calvert. La única que chilló fue esa madrastra yanqui, diciendo que yo era un bárbaro feroz y que las personas decentes no estaban seguras entre los meridionales incultos.

—No puedes echárselo en cara. Es una yanqui y no tiene muy buenos modales; y, al fin y al cabo, le habías soltado un balazo a Cade, y Cade es su hijastro.

—¡Qué diablo! Eso no es disculpa para insultarme. Tú eres de la misma sangre de mamá y ¿se puso mamá así aquella vez que Tony Fontaine te largó a ti un tiro en la pierna? No, se limitó a llamar al viejo doctor Fontaine para que vendase la herida, y le preguntó al médico por qué había errado el blanco Tony. Dijo que preveía que la falta de entrenamiento iba a echar a perder la buena puntería. Acuérdate cómo le indignó esto a Tony.

Los dos muchachos prorrumpieron en carcajadas.

—¡Mamá es admirable! —dijo Brent, con cariñosa aprobación—. Siempre puedes contar con que ella hará lo más indicado y estar seguro de que no te pondrá en un apuro delante de la gente.

—Sí, pero estará dispuesta a ponernos en un apuro delante de papá y de las chicas, cuando lleguemos a casa esta noche —dijo Stuart con mal humor—. Mira, Brent, eso me hace presentir que ya no iremos a Europa. Ya sabes que mamá dijo que si nos expulsaban de otro colegio nos quedaríamos sin nuestro viaje alrededor del mundo.

—Bueno, ¿y qué? Nos tiene sin cuidado, ¿no es verdad? ¿Qué hay que ver en Europa? Apostaría a que esos extranjeros no nos iban a enseñar nada que no tengamos aquí en Georgia. Jugaría que sus caballos no son tan rápidos ni sus muchachas tan bonitas. Y estoy completamente seguro de que ellos no tienen un whisky de centeno que pueda compararse con el que hace papá.

—Ashley Wilkes dice que no hay quien los iguale en decoraciones de teatro y en música. A Ashley le gusta mucho Europa; siempre está hablando de ella.

—Sí, ya sabes cómo son los Wilkes. Tienen la manía de la música, de los libros y del teatro. Mamá dice que es porque su abuelo vino de Virginia y que la gente de allá es muy aficionada a esas cosas.

—Buen provecho les haga. A mí dame un buen caballo que montar, un

buen vino que beber, una buena muchacha que cortejar y una mala para divertirme, y que se queden ellos con su Europa. ¿Qué nos importa perder el viaje? Suponte que estuviéramos en Europa, ahora que va a estallar aquí la guerra. No podríamos volver a tiempo. Me interesa mucho más ir a la guerra que ir a Europa.

—Lo mismo me pasa a mí. Algún día… Mira, Brent, ya sé adónde podemos ir a cenar. Crucemos el pantano en dirección a la hacienda de Able Wynder. Le diremos que estamos otra vez los cuatro en casa dispuestos a hacer la instrucción.

—Es una buena idea —exclamó Brent, entusiasmado—. Y nos enteramos de las noticias del Ejército y del color que han adoptado al fin para los uniformes.

—Si es el de zuavo, prefiero cualquier cosa a alistarme con ellos. Me iba a sentir como un monigote con esos pantalones bombachos encarnados. Esos calzones de franela roja me parecen de señorita.

—¿Piensan ir a la hacienda del señor Wynder? Si van, no cenarán muy bien —dijo Teems—. Se les murió la cocinera y no han comprado otra. Han puesto a guisar a una de las trabajadoras del campo, y me han dicho los negros que es la peor cocinera del Estado.

—¡Dios mío! ¿Por qué no compran otra?

—¿Cómo van a poder esos blancos pobretones comprar ningún negro? No han tenido nunca más de cuatro.

Había franco desprecio en la voz de Jeems. Su propia categoría social estaba asegurada porque los Tarleton poseían un centenar de negros, y, como todos los esclavos de los grandes hacendados, despreciaban a los modestos labradores que no podían tener tantos.

—¡Te voy a hacer azotar por decir eso! —exclamó Stuart con orgullo—. No vuelvas a llamar a Able Wynder blanco pobretón. Verdad es que es pobre, pero no es un cualquiera: que me condene si hay alguien, blanco o negro, que pueda compararse con él. No hay hombre mejor que él en todo el condado. Y, si no, ¿cómo iba a haberle elegido teniente la Milicia?

—Nunca lo hubiera creído, mi amo —replicó Jeems, impertérrito después de la riña de su señor—. Yo creí que elegirían a los oficiales entre la gente rica y nunca a esos pobretones de los pantanos.

—No es un pobretón. ¿Cómo se te ocurre compararle con gente como los Slattery? Ésos sí que son unos blancos pobretones. Able no es rico, sencillamente. Es un modesto hacendado, no un gran terrateniente, y puesto que los muchachos le consideran con suficiente talla para nombrarle teniente,

no tiene por qué hablar de él descaradamente un negro cualquiera. La Milicia sabe lo que hace.

La milicia de caballería había sido organizada tres meses antes, el mismo día que Georgia se separó de la Unión, y desde entonces los reclutas se venían preparando para la guerra. El batallón carecía de nombre aún, aunque no por falta de sugerencias. Todos tenían su idea sobre el asunto y no se sentían dispuestos a abandonarla, de igual modo que todos tenían su idea sobre el color y el corte de los uniformes. «Los gatos monteses de Clayton», «Los devoradores de fuego», «Los húsares de Georgia del Norte», «Los zuavos»,

«Los rifles del interior» (aunque la Milicia iba a ser equipada con pistolas, sables y cuchillos de monte, y no con rifles), «Los Clayton grises», «Los rayos y truenos», «Los rudos y preparados», y otros muchos por el estilo. Mientras se decidía este asunto, todo el mundo, al referirse a la organización, la llamaba la «Milicia», y, a pesar del muy sonoro nombre que fue adoptado finalmente, toda la vida se la conoció por la «Milicia».

Los oficiales eran elegidos entre los propios miembros, porque nadie en el condado tenía la menor experiencia militar, excepto algunos veteranos de las guerras de México y la de los Seminólas, y además la Milicia hubiera rechazado como jefe a un veterano si no le hubiera querido y apreciado personalmente. Todo el mundo quería a los cuatro chicos Tarleton y a los tres Fontaine; pero, sintiéndolo mucho, se negaron a elegirlos porque los primeros se excitaban fácilmente con la bebida y eran demasiado aficionados a la jarana, y, en cuanto a los Fontaine, tenían un temperamento demasiado vivo y sanguinario. Fue elegido capitán Ashley Wilkes, porque era el mejor jinete del condado y porque se confiaba en su carácter frío para mantener cierta apariencia de orden. Fue nombrado primer teniente Raiford Calvert, porque todo el mundo quería a Raif, y Able Wynder, el hijo de un trampero del pantano y a su vez modesto hacendado, fue elegido segundo teniente.

Able era un gigante astuto y serio, inculto, de buen corazón, de más edad que los otros muchachos y de tan buenos o mejores modales que ellos con las señoras. No había muchos en la Milicia que pudieran presumir de aristócratas. Los padres y abuelos de muchos de ellos habían alcanzado la fortuna desde la clase de modestos granjeros. Además, Able era la mejor escopeta de la Milicia, un magnífico tirador capaz de vaciar un ojo a una ardilla a una distancia de setenta metros; y sabía mucho de la vida al aire libre: encender fuego bajo la lluvia, rastrear animales y encontrar agua. La Milicia se inclinaba ante el verdadero mérito, y, como además de todo esto le querían, le eligieron oficial. Recibió el honor gravemente y sin engreírse, como si le fuera debido. Pero las señoras de los grandes hacendados y los esclavos de los mismos no podían soportar el hecho de que no hubiera nacido noble, aunque a esto no le concediesen importancia los hombres.

Al principio, la Milicia había sido reclutada tan sólo entre los hijos de los hacendados y la gente acomodada, teniendo que aportar cada uno su caballo, armas, equipo, uniforme y asistente. Pero los ricos hacendados eran pocos en el nuevo condado de Clayton, y para poder reunir una milicia poderosa había sido necesario alistar más reclutas entre los hijos de los modestos granjeros, cazadores, tramperos, canteros y, en casos excepcionales, hasta entre los blancos pobres, si estaban por encima del nivel medio de los de su clase.

Estos últimos jóvenes se sentían tan deseosos de luchar contra los yanquis como sus vecinos ricos; pero se planteó la delicada cuestión del dinero. Pocos son los pequeños labradores que tienen caballos. Hacen las faenas de la granja con muías y no suelen tener más que las absolutamente necesarias, rara vez más de cuatro. No podían prescindir de las muías para darlas al Ejército y eso en el caso de que la Milicia las hubiera aceptado, cosa que no ocurrió. En cuanto a los blancos pobres, se consideraban potentados si tenían una mula. Los habitantes de los bosques y de los pantanos no poseen ni caballos ni muías. Viven exclusivamente del producto de sus tierras y de la caza en el pantano, atendiendo a sus necesidades por el sistema del cambio de artículos, pues no ven una moneda de cinco dólares al cabo del año, y caballos y uniformes se hallan fuera de su alcance. Pero eran tan salvajemente orgullosos en su miseria como los hacendados en su opulencia, y no hubieran aceptado de sus ricos vecinos nada que pudiera tener apariencia de limosna. Así, para no herir los sentimientos de nadie y conseguir formar una poderosa milicia, el padre de Scarlett, John Wilkes, Buck Munroe, Jim Tarleton, Hugh Calvert y, en fin, todos los ricos hacendados del condado, con la única excepción de Angus Macintosh, habían aportado el dinero para equipar enteramente a la Milicia de caballos y hombres. El resultado del acuerdo fue que cada hacendado consintió en pagar para equipar a sus hijos y a cierto número de muchachos más, pero se hizo en tal forma que los menos afortunados pudieron aceptar caballos y uniformes sin menoscabo de su dignidad.

La Milicia se reunía dos veces por semana en Jonesboro para hacer la instrucción y rezar por el pronto estallido de la guerra. Todavía no habían terminado las gestiones para conseguir el cupo completo de caballos, pero quienes los tenían realizaban lo que ellos creían maniobras de caballería en un campo, detrás de la Audiencia; levantaban grandes nubes de polvo, se gritaban unos a otros con voz ronca y blandían las espadas de la Guerra de Independencia cogidas de la panoplia del salón. Los que no tenían aún caballos se sentaban al borde de la acera, delante del almacén de Bullard y contemplando a sus compañeros masticaban tabaco y contaban cuentos. Y también organizaban partidas de tiro al blanco. No había necesidad de enseñar a tirar a ninguno de los hombres. La mayoría de los meridionales nacen con un fusil en la mano, y el pasarse la vida cazando les ha hecho a todos tiradores.

De las casas de las plantaciones y de las cabañas del pantano llegaba para cada revista un variado surtido de armas de fuego. Se veían allí largos fusiles que habían sido nuevos cuando los montes Alleghenies fueron cruzados por primera vez, antiguallas que se cargaban por la boca y que habían despachado a más de un indio, recién creado el Estado de Georgia; pistolas de arzón que habían prestado servicio en 1812, en las guerras de los Seminólas y de México, pistolas de desafío montadas en plata, derringers de bolsillo, escopetas de caza de dos cañones y magníficos rifles ingleses, nuevos, fabricados con relucientes culatas de maderas finas.

La instrucción terminaba siempre en los salones de Jonesboro, y al caer la noche habían estallado tantas disputas que a los oficiales les era difícil evitar los accidentes sangrientos en espera de que se los ocasionasen los yanquis. Fue en uno de aquellos alborotos donde Stuart Tarleton hirió a Cade Calvert y Tony Fontaine a Brent. Los gemelos acababan de llegar a casa recién expulsados de la Universidad de Virginia, cuando se estaba organizando la Milicia, y se habían incorporado a ella con entusiasmo; pero después del episodio del tiro, hacía dos meses, su madre los mandó a la Universidad del Estado, con órdenes categóricas de permanecer allí. Habían echado mucho de menos la animación del ejercicio militar y daban por bien perdidos sus estudios con tal de volver a cabalgar, a gritar y a disparar rifles.

—Bueno, atajemos a campo traviesa para ir a casa de Able —sugirió Brent

—. Podemos ir cruzando el vado del señor O’Hara y los pastos de los Fontaine y estar allí en un momento.

—No vamos a conseguir para comer más que zarigüeya y verduras — arguyó Jeems.

—Tú no vas a conseguir nada —gruñó Stuart—, porque vas a irte a casa a decir a mamá que no iremos a cenar.

—¡No, yo no! —protestó Jeems alarmado—. Yo no. No me hace gracia que la señora Beatrice me vuelva a castigar. Lo primero, me va a preguntar cómo se las han arreglado ustedes para que los echen otra vez, y después por qué no los he llevado a casa esta noche para que pudiera zurrarlos. Además me va a sacudir de lo lindo, como a una estera vieja, y voy a ser yo el que pague por todos. Si no me llevan ustedes a casa del señor Wynder me quedaré al sereno en el bosque toda la noche, y puede que me cojan las brujas; al fin y al cabo, prefiero que me cojan las brujas a que me coja la señora Beatrice cuando está enfadada.

Los gemelos le miraron perplejos e indignados.

—Es tan loco que es capaz de dejarse llevar por las brujas; y eso proporcionará a mamá tema de conversación para unas semanas. Te aseguro

que los negros son un estorbo. Algunas veces pienso que los abolicionistas tienen razón.

—Realmente, no sería justo hacerle enfrentarse a Jeems con lo que a nosotros nos asusta. Bueno, vamos a tener que llevarle con nosotros.

Pero, mira, negro loco y descarado, si empiezas a presumir con los negros de Wynder y a hacer alusiones a que nosotros comemos siempre pollo asado y jamón, mientras ellos sólo tienen conejo y zarigüeya, yo… yo se lo diré a mamá. Y no te dejaremos ir a la guerra con nosotros.

—¿Presumir? ¿Presumir yo con esos negros baratos? No, mi amo, tengo mejores modales. ¿No me ha enseñado educación la señora Beatrice como a ustedes?

—Pues no se ha lucido con ninguno de los tres —dijo Stuart—. En marcha, vamos de prisa.

Se echó hacia atrás en su alto caballo jaro, y, picando espuelas, le hizo saltar con agilidad la valla que separaba el prado de la plantación de Gerald O’Hara. El caballo de Brent le siguió, y luego, el de Jeems, con éste aferrado a las crines y al pomo de la silla. A Jeems no le gustaba saltar vallas, pero las había saltado más altas que aquélla para seguir a sus amos.

Mientras buscaban su camino a través de los surcos rojizos, en medio de la creciente oscuridad, desde la falda de la colina hasta llegar al vado, Brent gritó:

—¡Oye, Stu! ¿No te parece que Scarlett podía habernos convidado a cenar?

—Sigo pensando que sí —gritó Stuart—. ¿Por qué crees tú…?

2

Cuando los gemelos dejaron a Scarlett de pie en el porche de Tara y se hubo extinguido el último eco de los rápidos cascos, ella volvió a su asiento como una sonámbula. Sentía su rostro como rígido por el dolor, y su boca verdaderamente dolorida de tanto dilatarla a disgusto en sonrisas forzadas para evitar que los gemelos se enterasen de su secreto. Se sentó abrumada, en descuidada postura, con el corazón rebosante de amargura, como si no le cupiera en el pecho. Le latía con extrañas y leves sacudidas; sus manos estaban frías, y se sentía oprimida por la sensación de un desastre. Había dolor y asombro en su expresión, el asombro de una niña mimada que siempre ha tenido todo cuanto quiere y que ahora, por primera vez, se ve en contacto con

la parte desagradable de la vida.

¡Casarse Ashley con Melanie Hamilton!

¡Oh, no podía ser verdad! ¡Los gemelos estaban equivocados! ¡Le habían gastado una de sus bromas! Ashley no podía estar enamorado de ella. Nadie podía estarlo de una personilla tan ratonil como Melanie. Scarlett recordó con disgusto la delgada figura infantil, la cara seria en forma de corazón e inexpresiva casi hasta la fealdad. Y Ashley llevaba varios meses sin verla. Él no había estado en Atlanta más de dos veces desde la recepción que había dado el año anterior en Doce Robles. No, Ashley no podía estar enamorado de Melanie porque —¡oh, era imposible que se equivocase!—, ¡porque estaba enamorado de ella! Era a ella, a Scarlett, a quien él amaba. ¡Lo sabía, sí!

Scarlett oyó los pesados pasos de Mamita que hacían retemblar el piso del vestíbulo, se apresuró a adoptar una postura natural y procuró dar a su rostro una expresión más apacible. No quería que nadie sospechase que algo no marchaba bien. Mamita creía poseer a los O’Hara en cuerpo y alma, y que sus secretos eran los suyos; y el menor asomo de secreto bastaba para ponerla sobre la pista, implacable como un sabueso.

Scarlett lo sabía por experiencia; si la curiosidad de Mamita no quedaba satisfecha, pondría enseguida al corriente del asunto a Ellen, y entonces Scarlett no tendría más remedio que contárselo todo a su madre o inventar alguna mentira aceptable.

Mamita llegó del vestíbulo. Era una mujer enorme, con ojillos penetrantes de elefante. Una negra reluciente, africana pura, devota de los O’Hara hasta dar por ellos la última gota de su sangre; la mano derecha de Ellen, la desesperación de sus tres hijas y el terror de los demás criados de la casa. Mamita era negra, pero su regla de conducta y su orgullo eran tan elevados como los de sus amos. Se había criado con Solange Robillard, la madre de Ellen, una francesa distinguida, fría, estirada, que no perdonaba ni a sus hijos ni a sus criados el justo castigo por la menor ofensa al decoro. Había sido nodriza de Ellen, viniéndose con ella de Savannah a las tierras altas cuando se casó. Mamita castigaba a quienes quería. Y como a Scarlett la quería muchísimo y estaba enormemente orgullosa de ella, la serie de castigos no tenía fin.

—¿Se han marchado esos señores? ¿Cómo no los ha convidado a cenar, señorita Scarlett? Le dije a Poke que pusiera plato para ellos. ¿Es ésa su educación?

—¡Oh! Estaba tan cansada de oírlos hablar de la guerra que no hubiera podido soportarlo la comida entera, y menos con papá vociferando sobre el señor Lincoln.

—No tiene usted mejores maneras que cualquiera de las criadas. ¡Después de lo que la señora Ellen y yo hemos luchado con usted! ¿Y está usted aquí sin un chai? ¡Con el relente que hace! ¿No le he dicho y repetido que se cogen fiebres por estar sentada al relente de la noche sin nada sobre los hombros?

¡Métase en casa, señorita Scarlett!

—No; quiero estar sentada aquí contemplando la puesta de sol. ¡Es tan hermosa! Por favor, corre y tráeme un chai, Mamita. Estaré aquí sentada hasta que llegue papá.

—Me parece, por la voz, que está usted resfriándose —dijo Mamita, recelosa.

—Pues no es verdad —replicó Scarlett, impaciente—. Anda, tráeme mi chai.

Mamita volvió al vestíbulo, con sus andares de pato, y Scarlett la oyó llamar en voz baja desde el pie de la escalera a una de las criadas del piso de arriba.

—¡Tú, Rose, échame el chai de la señorita Scarlett! —Y luego más alto—:

¡Dichosas negras! Nunca están donde deben. Ahora voy a tener que subir yo a buscarlo.

Scarlett oyó crujir los peldaños y se levantó sin hacer ruido. Cuando Mamita volviese, reanudaría su sermón sobre la falta de hospitalidad de Scarlett, y ésta sentía que no podría aguantar la charla sobre un asunto tan trivial cuando le estallaba el corazón. Mientras permanecía en pie, vacilante, pensando dónde podría esconderse hasta que el dolor de su pecho se hubiera calmado algo, se le ocurrió una idea que fue como un rayo de esperanza. Su padre había ido aquella tarde a caballo a Doce Robles, la plantación de Wilkes, para proponerle la compra de Dilcey, la obesa esposa de su criado Pork. Dilcey era el ama de llaves y mujer de confianza de Doce Robles, y desde que, hacía seis meses, se había casado con Pork, éste había mareado a su amo día y noche para que comprase a Dilcey, y que pudieran así vivir los dos en la misma plantación. Y, esa tarde, Gerald, agotada ya su resistencia, salió a proponer una oferta por Dilcey.

«Seguramente —pensó Scarlett—, papá se enterará si es cierta esa horrible historia. Aunque realmente no oiga nada esta tarde, acaso note algo, tal vez perciba alguna agitación en la familia Wilkes. Si yo pudiera verle a solas antes de cenar, quizá conseguiría averiguar la verdad. Será una de las odiosas bromas de los gemelos.»

Era ya la hora de que volviese Gerald, y si quería verle a solas no tenía más remedio que esperar allí donde el sendero desembocaba en la carretera. Bajó despacio los escalones del porche, mirando con cuidado por encima de su

hombro para estar segura de que Mamita no la estaba observando desde las ventanas del piso de arriba. Viendo que ningún rostro negro, tocado con cofia blanca como la nieve, atisbaba, inquisitivo, detrás de los descorridos visillos, se recogió valientemente las floreadas y verdes faldas y corrió camino abajo, hacia la carretera, tan velozmente como sus pequeñas y elegantes chinelas, atadas con cintas, se lo permitieron.

Los oscuros cedros que crecían a ambos lados del enarenado camino formaban un arco sobre su cabeza, convirtiendo la larga avenida en sombrío túnel. Tan pronto como estuvo debajo de los nudosos brazos de los cedros, comprendió que se hallaba a salvo de la curiosidad de los de la casa y aflojó su rápido paso. Estaba jadeante porque llevaba el corsé demasiado apretado para permitirle correr muy de prisa, pero caminaba rápidamente. Pronto llegó al final del camino y a la carretera, pero no se detuvo hasta dar vuelta a un recodo que dejaba un bosquecillo entre ella y la casa.

Sofocada, anhelante la respiración, se sentó en un tocón a esperar a su padre. Había pasado ya la hora de su regreso, pero Scarlett se alegraba de aquel retraso. La demora le daría tiempo a calmar su respiración y a tranquilizar su rostro para no despertar sospechas. A cada momento esperaba oír el ruido de los cascos de su caballo y verle aparecer galopando a la velocidad acostumbrada, como si quisiera romperse la cabeza. Pero se deslizaban los minutos sin que Gerald llegase. Miraba ella a lo lejos buscándole, sintiendo renacer la angustia de su corazón.

«¡Oh, no puede ser verdad! —pensó—. ¿Por qué no viene?»

Sus miradas seguían el sinuoso camino, de un rojo de sangre ahora, después de la lluvia matinal. Le seguía imaginariamente en su carrera mientras cabalgaba colina abajo hasta el perezoso río Flint, a través de los intrincados vados pantanosos y, luego, subiendo la colina inmediata a Doce Robles donde Ashley vivía. Éste era todo el camino que los separaba ahora, un camino que conducía a Ashley, a la hermosa casa de blancas columnas que como un templo griego coronaba la colina.

«¡Oh, Ashley, Ashley!», pensaba, y su corazón latía aceleradamente. Se había disipado en parte la fría sensación de catástrofe que la oprimiera desde que los gemelos Tarleton le habían contado sus murmuraciones, y en su lugar se insinuaba la fiebre que venía padeciendo desde hacía dos años.

Le parecía extraño ahora que, mientras se hacía mujer, Ashley no la atrajera nunca demasiado. En los días de su infancia le había visto ir y venir sin concederle nunca un pensamiento. Pero hacía tres años, Ashley, recién llegado a su casa de un gran viaje de tres años por Europa, había ido a visitarla, y desde aquel día le amaba. Era así de sencilla la cosa.

Estaba ella delante del porche, y él había llegado a caballo por la larga avenida, vestido de fino paño gris, con una corbata ancha que resaltaba a la perfección sobre su rizada camisa. Aun ahora, podía recordar Scarlett cada detalle de su indumentaria; lo relucientes que estaban sus botas, la cabeza de Medusa en camafeo de su alfiler de corbata, el ancho panamá que se quitó rápidamente al verla. Se apeó, entregó las riendas a un negrito y se quedó mirándola. Sus soñolientos ojos grises sonreían y el sol brillaba de tal modo sobre su rubio cabello que parecía un casco de reluciente plata. Y dijo: «¿De modo que ya estás hecha una mujer, Scarlett?» Y subiendo ligero los

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