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Mujercitas
Mujercitas
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Libro electrónico857 páginas15 horas

Mujercitas

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Información de este libro electrónico

Esta novela se centra en las hermanas March, su despertar a la realidad de la madurez y a los estragos de la Guerra de Secesión norteamericana. Cuatro jovencitas, de temperamentos y sueños muy diferentes, que narran una historia de complicidad, valentía y hermandad. Esta edición del clásico de Luisa May Alcott –que ya tiene 150 años– es una tr
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2021
ISBN9789585107830
Autor

Louisa May Alcott

Louisa May Alcott was a 19th-century American novelist best known for her novel, Little Women, as well as its well-loved sequels, Little Men and Jo's Boys. Little Women is renowned as one of the very first classics of children’s literature, and remains a popular masterpiece today.

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    Mujercitas - Louisa May Alcott

    Contenido

    PRÓLOGO

    Prefacio

    PRIMERA

    I. EL JUEGO DEL PEREGRINO

    II. UNA FELIZ NAVIDAD

    III. EL BAILE DE AÑO NUEVO

    IV. CARGAS

    V. Buenos vecinos

    VI. Beth descubre el Palacio de la Belleza

    VII. Amy y el Valle de la Humillación

    VIII. El encuentro de Jo con Apollyon

    XIX. Meg va a la Feria de las Vanidades

    X. El «C. P.» y la «O. C.»

    XI. Experimentos

    XII. El campamento Laurence

    XIII. Castillos en el aire

    XIV. Secretos

    XV. Un telegrama

    XVI. Cartas

    XVII. La pequeña Fiel

    XVIII. Días funestos

    XIX. El testamento de Amy

    XX. Confidencias

    XXI. mientras laurie hace travesuras, jo hace las paces

    XXII. Hermosos prados

    XXIII. La tía March resuelve el asunto

    SEGUNDA PARTE

    XXIV. CHISMES

    XXV. La primera boda

    XXVI. Intentos Artísticos

    XXVII. Lecciones de literatura

    XXVIII. Experiencias domésticas

    XXIX. Visitas

    XXX. Consecuencias

    XXXI. Nuestra corresponsal extranjera

    XXII. Tiernas inquietudes

    XXXIII. El diario de Jo

    XXXIV. Una amiga

    XXXV. Mal de amores

    XXXVI. El secreto de Beth

    XXXVII. Nuevas impresiones

    XXVIII. En la repisa

    XXXIX. Laurence el Perezoso

    XL. VALLE DE SOMBRAS

    XL. Aprendiendo a olvidar

    XLI. Sola

    XLII. Sorpresas

    XLIII. Señor

    XLIV. Daisy

    XLV. Bajo la sombrilla

    XLVI. Tiempo de cosecha

    el grito de las flores

    LA AUTORA

    PRÓLOGO

    Encontrarás a una distinguida esposa que cuidará de tu distinguida casa. Yo sería un desastre, jamás una dama de sociedad […] prefiero ser una solterona libre. No creo que me case nunca. Soy feliz conmigo misma y mi libertad.

    Louisa May Alcott escribió Mujercitas para demostrarle a su editor que nunca podría ser escritora de libros para chicas, y cuenta la leyenda que, de no haber sido por la sobrina del dichoso editor, que disfrutó ese primer manuscrito, no tendríamos el que ahora es un clásico de la literatura universal.

    Todos conocemos la historia, hayamos o no leído el libro, está arraigada en la cultura colectiva y es entendible adentrarse en ella con ideas preconcebidas sobre lo que aquí encontraremos. Creo que Mujercitas es ese libro que perdura a lo largo de los siglos y que se convierte en clásico porque toda mujer, sin importar el momento en que llegue a su vida, encuentra aquí algo que logra que se identifique con alguna de las heroínas, que le despierta emociones, recuerdos y, a lo largo del tiempo, se cimenta en su memoria. Ellas no son santas, o seres perfectos, todo lo contrario, son seres humanos llenos de fallas y defectos, que atraviesan un proceso de aprendizaje y nos llevan de la mano en su viaje para convertirse en mujeres.

    Leer Mujercitas en este siglo, con las nuevas ideas que nos trae la sociedad, es muy diferente a lo que debió ser leerlo dos siglos atrás; lo que era novedad entonces, dejó de serlo hace mucho tiempo para nosotros, casarse por amor es la ley, no la excepción; los matrimonios arreglados o beneficiosos son mal vistos; pero hay cosas que no pierden su valor, todo lo contrario, se reinventan con el paso de los siglos y hacen de este un libro necesario en el librero de cada niña.

    Aunque ya conociera la historia, entré a Mujercitas dispuesta a dejarme sorprender, y, poco a poco, terminé sintiéndome cobijada por cada una de las anécdotas, los anhelos, sueños y pasiones de los personajes, sufrí y amé y lloré con ellos, pero, sobre todo, volví a ser niña y volví a crecer y salí del libro de nuevo convertida en Mujer.

    Jo, Beth, Amy y Meg representan la unión familiar, el amor entre hermanas, la perseverancia y el luchar por los sueños de cada una; crecer, madurar, dejar las vanidades infantiles y convertirse en mujeres libres e independientes, que valoran la posibilidad de ser ellas quienes tomen las riendas de sus vidas; y en una sociedad en la que constantemente nos están diciendo qué hacer, este es el mensaje más importante que una mujer puede llevarse.

    María Fernanda Carvajal

    La traductora

    Este libro tiene un cariño especial para mí, quizá por eso me empeñé en embarcar a Calixta en un proyecto de semejante envergadura: hacer la traducción de un libro del que pocas ediciones actuales y completas se consiguen –parte 1 y 2–, y sin restricciones. Pero lo merecía, esta historia merecía estar al lado de una colección con algunas de las escritoras más importantes para la historia de la literatura escrita por mujeres, nuestra ambiciosa colección: «El grito de las flores».

    Para muchos, Mujercitas es una historia para niñas, de alguna forma la catalogan como si eso fuera ofensivo, como si el ser mujer –en cualquier edad– fuera algo peyorativo; una historia de cuatro señoritas aburridas en donde no pasa nada, pero para mí fue mucho más que eso. La primera vez que leí este libro tenía seis o siete años, estaba con varicela y mi mamá me trajo una edición preciosa para niños, ilustrada, de este clásico. De inmediato, me enamoré de Jo, supe que yo quería ser como ella, me inspiró. Yo no quería jugar con muñecas, a mí no me gustaba sentarme a tomar el té con mis Barbies, y tampoco me gustaba tocar el piano, no: yo quería ser escritora, me encantaba inventarme historias para hacer películas caseras con mis amigos y disfrazarme. Y si Jo, que hacía todo eso, podía ser la heroína de una historia, yo podría serlo también: ese es un mensaje muy poderoso para una niña.

    Louisa May Alcott no quería escribir Mujercitas, como nos lo cuenta María Fernanda Carvajal, pero logró meter sus propios deseos y frustraciones en ese libro reflejados en cada una de las hermanas, mostrando la realidad de una época injusta con el género femenino, donde incluso, con una madre tan poderosa como Marmee, las chicas estaban destinadas a buscar un esposo que las cobijará y las hiciera seres completos. Alcott se encargó de dejar claro que el propósito de Josephine no era este, que sus sueños no estaban atados a los de un hombre, y la autora tuvo que pelear por esto, tanto que tuvo que casarla en la historia para que su editor no detuviera la publicación; pero entonces la casó contra la voluntad de la sociedad, no con Laurie, que era la opción más clara en una obra romántica del siglo xix; no, la casó con un profesor de Filosofía, pobre, mayor que ella, pero que entendía a la perfección la majestuosidad de esta protagonista, que no quería domarla, sino amarla, totalmente libre.

    —¡Ah, querida, me das tanta esperanza y valor y, a cambio, yo no te puedo entregar más que mi corazón y estas manos vacías! —exclamó el profesor, abrumado.

    Jo nunca aprendería a comportarse como una dama porque, en cuanto lo oyó decir eso, de pie, en las escaleras, colocó sus manos entre las de él y murmuró con dulzura:

    —Ahora ya no están vacías.

    Jo nunca aprendería a comportarse como una dama… Jo es la mejor dama.

    María Fernanda Medrano

    La editora

    Ve, pues, librito mío; muéstrales a todos

    aquellos que te entretengan y te den la bienvenida,

    lo que guardas escondido en tu pecho,

    ojalá lo que les muestres sea bendecido

    y les haga escoger ser mejores peregrinos

    que lo que tú y yo hemos sido.

    Háblales de Misericordia,

    de ella, quien pronto comenzó su peregrinaje.

    Deja que las damiselas le aprendan,

    aprecien el mundo que vendrá,

    para que así, puedan ser sabias;

    porque las jóvenes inexpertas podrán seguir a Dios

    por los caminos que por santos pies han sido recorridos.

    —Navidad no será Navidad sin ningún regalo —murmuró Jo, tendida sobre la alfombra.

    —¡Es tan terrible ser pobre! —Suspiró Meg, mirando su viejo vestido.

    —No me parece justo que algunas chicas tengan tantas cosas bonitas, y otras chicas no tengan nada —añadió la pequeña Amy respingando su nariz, displicente.

    —Tendremos a papá y a mamá y a nosotras mismas —dijo Beth contenta, desde su rincón.

    Las cuatro caras jóvenes, sobre las cuales brillaba la luz del fuego de la chimenea, se iluminaron al oír las alegres palabras; pero volvieron a ensombrecerse cuando Jo dijo con tristeza:

    —No tenemos a papá y no lo tendremos por un largo tiempo —Jo no dijo «tal vez nunca», pero cada hermana lo añadió para sí misma en silencio, pensando en su padre, tan lejos, allá donde estaba la batalla¹.

    Nadie habló durante un minuto; después dijo Meg con tono alterado:

    —Ustedes saben que la razón por la que mamá propuso que no hubiera regalos esta Navidad es que el invierno será duro para todos; ella cree que no debemos gastar dinero en algunos placeres, mientras nuestros hombres sufren tanto en el Frente. No podemos ayudar mucho, pero sí podemos hacer pequeños sacrificios y debemos hacerlos con alegría. Pero me temo que yo no los hago así —Meg sacudió su cabeza mientras pensaba arrepentida en todas las cosas lindas que soñaba.

    —Pero pienso que el poco dinero que gastaríamos no ayudaría mucho. Tenemos un peso cada una, y el Ejército no se beneficiaría mucho si le diéramos tan poco dinero. Estoy conforme con no recibir nada ni de mamá ni de ustedes, pero quiero comprar Undine y Sintram² para mí. ¡Los he querido hace tanto tiempo! —dijo Jo, que era un ratón de biblioteca.

    —Yo he planeado gastar el mío en nueva música —dijo Beth con un pequeño suspiro, aunque nadie la oyó, excepto la escobilla del fogón y el asa de la tetera.

    —Me compraré una cajita de lápices para colorear Faber³; de verdad que los necesito —dijo Amy decidida.

    —Mamá no ha dicho nada de nuestro propio dinero, y no desearía que renunciáramos a todo. Compremos cada una lo que queremos y tengamos un poquito de diversión; estoy segura de que trabajamos lo bastante duro como para habérnoslo ganado —profirió Jo examinando las suelas de sus zapatos con aire caballeresco.

    —Yo sí que lo hago; dando lecciones a esos agotadores niños casi todo el día cuando deseo mucho divertirme en casa —dijo Meg retomando el tono de queja.

    —No lo tienes ni la mitad de difícil que yo —dijo Jo—. ¿Qué te parecería estar callada por horas enteras con una nerviosa y caprichosa vieja que te tiene corriendo de acá para allá, no está jamás contenta con nada y te importuna a tal punto que estás lista para saltar por la ventana o ponerte a llorar?

    —Está mal quejarse, pero a mí me parece que fregar platos y arreglar la casa es el peor trabajo del mundo. Me irrita y me pone tan ásperas y tiesas las manos que no puedo practicar en absoluto —Y Beth miró sus manos ajadas con tal suspiro, que cualquiera pudo oírlo esta vez.

    —No creo que ninguna de ustedes sufra como yo —chilló Amy—; no tienen que ir a la escuela con chicas impertinentes, que las atormentan si no llevan la lección bien aprendida, se ríen de sus vestidos, inflan a su padre porque no es rico y las insultan porque su nariz no es bonita.

    —Creo que quisiste decir difamar y no inflan, como si papá fuera un globo —la corrigió Jo, riéndose.

    —Yo sé lo que quiero decir, y no hay necesidad de ser satírica. Es bueno usar palabras escogidas para mejorar el vocabulario —respondió Amy con dignidad.

    —No disputen, niñas. Jo, ¿no te gustaría que tuviéramos el dinero que perdió papá cuando éramos pequeñas? ¡Ay de mí!, ¡qué felices y buenas seríamos si no tuviéramos preocupaciones! —dijo Meg, que recordaba tiempos mejores.

    —Has dicho el otro día que pensabas que nosotras éramos más felices que los niños King, porque ellos no hacían más que reñir y quejarse todo el tiempo a pesar de su dinero.

    —Es verdad, Beth. Bueno, al menos creo que lo somos; porque, aunque tenemos que trabajar, buscamos la forma de divertirnos, y somos un conjunto bastante alegrón, como diría Jo.

    —¡Jo usa unas palabras que parecen de jeringonza! —observó Amy, echando una mirada crítica hacia la larga figura tendida sobre la alfombra. Jo, de inmediato, se levantó de un salto, metió las manos en los bolsillos y se puso a silbar.

    —No hagas eso, Jo; es tan pueril, masculino.

    —Por eso lo hago.

    —Detesto a las chicas rudas, que carecen de modales femeninos.

    —Y yo aborrezco a las jovencillas elegantes y pedantes.

    Pájaros en sus niditos se entienden —cantó Beth, la pacificadora, con una expresión tan cómica que las dos voces agudas se templaron en una risa, y la ‘pelea’ terminó en ese momento.

    —En realidad, muchachas, las dos tienen la culpa —dijo Meg poniéndose a corregir a sus hermanas con el aire propio de hermana mayor—. Tienes ya edad, Josephine, de dejar trucos de muchachos y comportarte mejor. No importaba tanto cuando eras una pequeña niña, pero ahora que eres tan alta y te has puesto moño, deberías recordar que eres una señorita.

    —¡No lo soy! ¡Y si el ponerme moño me hace señorita, me arreglaré el pelo en dos coletas hasta que tenga veinte! —gritó Jo, quitándose la red del pelo y sacudiendo una espesa melena de color castaño—. Detesto pensar que creceré y seré la Señorita March, para vestirme con faldas largas y verme tan primorosa como una porcelana. Ya es bastante malo ser chica, cuando me gustan tanto los juegos, las maneras y los trabajos de los chicos. No puedo acostumbrarme a mi desilusión de no ser un chico, y menos ahora que muero por ir a la guerra al lado de papá y tengo que quedarme en casa tejiendo como una anciana lenta —Jo sacudió el calcetín azul, el color del Ejército, hasta hacer sonar todas las agujas, dejando rodar el ovillo hasta el otro lado de la habitación.

    —¡Pobre Jo! Lo siento mucho, pero no podemos remediarlo; tendrás que contentarte con dar a tu nombre forma masculina y jugar a que eres nuestro hermano —contestó Beth acariciando la cabeza tosca puesta sobre sus rodillas, con una mano cuyo suave tacto no había logrado destruir todo el fregar de platos y el trabajo de la casa.

    —En cuanto a ti, Amy —dijo Meg—, eres demasiado elaborada y presumida. Ahora tus aires causan gracia, pero puedes convertirte en una gansa estilizada y tonta si no tienes cuidado. Me gustan mucho tus modales agradables y tu refinada forma de hablar cuando no tratas de ser elegante, pero tus palabras exóticas son tan malas como la jeringonza de Jo.

    —Si Jo es un muchacho y Amy algo elaborada, ¿qué soy yo, si se puede saber? —preguntó Beth dispuesta a recibir su parte de la reprimenda.

    —Tú eres una adoración, y nada más —respondió Meg con cariño y nadie la contradijo, porque ‘ratoncito’ era la consentida de la familia.

    Como nuestros lectores jóvenes querrán formarse una idea de «cómo se ven estas chicas», tomaremos este momento para darles un esbozo de las cuatro hermanas, que sentadas tejían hasta que se desvanecía el crepúsculo, mientras que la nieve decembrina caía afuera y el fuego crepitaba alegre adentro. Era una habitación agradable, aunque la alfombra estaba algo descolorida y los muebles eran bastante simples; una o dos buenas pinturas colgaban de las paredes, los estantes estaban llenos de libros, en las ventanas florecían crisantemos y rosas de Navidad, y por toda la casa prevalecía una atmósfera de paz.

    Margaret o Meg, la mayor de las cuatro, tenía dieciséis años y era muy hermosa, rozagante y dulce; tenía los ojos grandes, abundante pelo castaño claro, boca delicada y unas manos blancas, de las cuales se vanagloriaba un poco. Jo, que tenía quince años, era muy alta, esbelta y morena, y le recordaba a uno un potro; nunca parecía saber qué hacer con sus largas extremidades, se le atravesaban en el camino. Tenía la boca decidida, una cómica nariz, ojos grises muy penetrantes, que parecían verlo todo y que se turnaban entre feroces, graciosos o pensativos. Su pelo largo, abundante y castaño, era su única verdadera belleza, pero casi siempre lo llevaba recogido, con descuido, en una redecilla para que no estorbara; tenía los hombros redondos y las manos y los pies grandes. Por lo general, cargaba consigo un aire de abandono en sus ropas y la tosquedad de una chica que se hacía con rapidez mujer, y no le gustaba. Elizabeth –o Beth, como todos la llamaban– era una chica de trece años, dulce, de pelo suave, liso y ojos brillantes; había cierta timidez en ella y en su ligero tono de voz, pero en su rostro había una expresión llena de paz, que rara vez cambiaba. Su padre la llamaba «Pequeña Tranquilidad», y el nombre le caía como anillo al dedo, porque parecía vivir en su pequeño mundo feliz, del cual no salía sino para encontrarse con los pocos a quienes amaba y respetaba. Aunque fuera la más joven, Amy era una persona importantísima, al menos en su propia opinión. Una verdadera doncella de nieve; los ojos azules, el pelo color de oro, formando bucles sobre sus hombros, pálida y grácil, siempre se comportaba como una señorita cuidadosa.

    El reloj dio las seis, y después de limpiar el polvo de la estufa, Beth puso un par de zapatillas delante del fuego para calentarlas. De una manera u otra, la visión de las viejas pantuflas tuvo un buen efecto sobre las chicas, porque significaba la llegada de su madre; todas se iluminaron al pensar en recibirla. Meg puso fin a su sermón y encendió la lámpara. Amy corrió el gran sillón sin que nadie se lo pidiera, e incluso Jo olvidó su cansancio para sentarse más derecha y acercar las zapatillas al fuego.

    —Están muy gastadas; Marmee debería tener otro par.

    —Yo pensaba comprárselas con mi dinero —dijo Beth.

    —¡No, yo lo haré! —gritó Amy.

    —Soy la mayor —empezó a decir Meg, pero Jo la interrumpió con decisión.

    —Soy el hombre de la familia, ahora que papá está fuera, yo me encargaré de las zapatillas, él me ha dicho que debía cuidar de mamá mientras él estuviera fuera.

    —¿Saben lo que debemos hacer? —dijo Beth—; que cada una le compre un regalo de Navidad y no comprar nada para nosotras.

    —¡Eso es tan tú, mi querida! ¿Qué le compraremos? —exclamó Jo.

    Todas reflexionaron un momento, entonces Meg dijo, como si la vista de sus propias manos hermosas le sugiriera la idea:

    —Le regalaré un par de guantes.

    —Zapatillas del Ejército, las mejores que haya —gritó Jo.

    —Unos pañuelos bordados —dijo Beth.

    —Yo le compraré un frasco de colonia; le gusta mucho y, como no costará tanto, me sobrará algo para comprarme algunos lápices —añadió Amy.

    —¿Y cómo le daremos las cosas? —exclamó Meg.

    —Las pondremos sobre la mesa y acercaremos a Marmee para que abra los paquetes. ¿No recuerdan lo que hacíamos en nuestros cumpleaños? —respondió Jo.

    —Yo solía asustarme horriblemente cuando me llegaba el turno de sentarme en la silla grande, con una corona en la cabeza y verlas a todas marchando alrededor para darme regalos y besarme, me gustaban los presentes y los besos, pero me ponía nerviosa que me miraran mientras abría los paquetes —dijo Beth, que estaba tostando el pan para el té y se tostaba al mismo tiempo la cara.

    —Que Marmee piense que vamos a comprarnos algunas cosas y así le daremos una sorpresa. Necesitamos salir de compras mañana por la tarde, Meg; hay mucho que hacer para la pieza que representamos en Nochebuena —dijo Jo, que andaba de un lado para otro con las manos a la espalda y la nariz levantada.

    —No pienso representar nada más después de esta vez; estoy algo crecida para estas cosas —observó Meg, que era más niña que cualquiera en todo lo que fueran juegos de disfraces.

    —No dejarás de hacerlo, te lo aseguro, mientras puedas presentarte vestida de blanco, con el pelo suelto y adornado con joyas hechas de papel dorado. Eres la mejor actriz que tenemos, y si abandonas el teatro se acabarán nuestras funciones —repuso Jo—. Debemos ensayar la pieza esta tarde. Ven aquí, Amy, y repite la escena donde te desmayas, porque te pones tiesa como una estaca al hacerlo.

    —No es culpa mía, jamás he visto a nadie desmayarse y no me gusta ponerme pálida cayendo de espaldas como tú lo haces. Si no puedo hacerlo con facilidad, me dejaré caer con gracia en una silla; no me importa que Hugo se acerque a mí con una pistola —dijo Amy, que no tenía talento dramático, pero a quien habían escogido porque era pequeña y el protagonista podía llevársela en brazos.

    —Hazlo de esta manera: aprieta las manos así, y ve tambaleándote a través del cuarto, gritando con locura: ¡Rodrigo, sálvame!, ¡sálvame! —Y Jo lo hizo, dando un chillido melodramático, que fue en realidad emocionante.

    Amy la siguió, pero extendió las manos con demasiada rigidez delante de ella, caminó como si la moviera una máquina y su «¡Ow!» sugirió más el dolor de que la pinchaban con alfileres que terror y angustia. Jo suspiró desesperada, y Meg se rio a carcajadas, mientras Beth dejaba quemar el pan por mirar lo que pasaba.

    —¡Es inútil! Haz lo mejor que puedas cuando llegue el momento, y si el público chifla no me eches la culpa. Vamos, Meg.

    Todo lo demás se deslizó sin tropiezo, porque don Pedro desafió al mundo entero en un parlamento de dos páginas sin interrupción. Hagar, la bruja, realizó un terrible encantamiento sobre su caldero de efecto mágico. Rodrigo rompió sus cadenas como un valiente, y Hugo murió en agonía, regurgitando remordimiento y arsénico, mientras dejaba salir un salvaje «¡Ajá!».

    —Es lo mejor que hemos hecho hasta ahora —dijo Meg, mientras el traidor se incorporaba frotándose los codos.

    —No comprendo cómo puedes escribir y representar cosas tan magníficas, Jo. ¡Eres una completa Shakespeare! —exclamó Beth, quien creía con firmeza que sus hermanas habían sido dotadas con una maravillosa inteligencia para muchas cosas.

    —No tanto —respondió Jo modesta—. Creo que La Maldición de la Bruja, una tragedia operística está bastante bien; pero me gustaría tratar de representar Macbeth si tuviéramos una trampilla para Banquo. Siempre he querido interpretar la parte del asesinato. «¿Es un puñal eso que veo delante de mí?» —murmuró Jo girando los ojos, y con ademán de asir algo en el aire, como lo había visto hacer a un actor famoso.

    —¡No! Es el trinche con las zapatillas de Marmee en lugar del pan. ¡Beth está embobada con la escena! —gritó Meg, y el ensayo terminó con una carcajada general.

    —Me alegro de encontrarlas tan felices, mis niñas —dijo una voz resuelta en la puerta, y actores y espectadores se dieron la vuelta para recibir a una señora alta, maternal, cuyos ojos parecían decir «¿puedo ayudarlo?», con un aire de verdad encantador. No estaba vestida con elegancia, pero era una mujer de estampa noble, y las jóvenes pensaban que la capa gris y aquel sombrero a la moda cubrían de la manera más espléndida a su madre.

    —Bueno, queridas mías, ¿cómo lo han pasado hoy? Había tanto que hacer preparando los cajones para enviarlos mañana, que no volví para la comida. ¿Ha venido alguien, Elizabeth? ¿Cómo está tu resfriado, Margaret? Jo, pareces muy fatigada. Ven y dame un beso, mi bebé.

    Mientras hacía estas preguntas maternales, la señora March se quitaba la ropa húmeda y se ponía las zapatillas calientes, y, sentándose en la butaca, puso a Amy sobre sus rodillas, disponiéndose a gozar de su hora más feliz del día. Las muchachas iban de un lado a otro, tratando de poner todo en orden, cada una a su modo. Meg preparó la mesa para el té; Jo trajo la leña y puso las sillas, dejándolas caer y haciendo ruido con todo lo que tocaba; Beth iba y venía de la sala a la cocina, y Amy daba consejos a todas sentada con las manos cruzadas.

    Mientras se sentaban a la mesa, la señora March habló, con una particular cara de felicidad:

    —Tengo una grata sorpresa para después de la cena.

    Una sonrisa feliz pasó de cara en cara como un rayo de sol. Beth palmoteó, sin hacer caso de la galleta caliente que tenía, y Jo sacudió la servilleta y exclamó:

    —¡Carta! ¡Carta! ¡Tres vivas para papá!

    —Sí, una bella y larga carta. Está bien, y piensa que soportará el frío mejor de lo que pensamos. Envía toda clase de buenos deseos para Navidad, y un mensaje especial para sus hijas —dijo la señora March acariciando el bolsillo como si tuviera en él un tesoro.

    —Coman rápido. No te detengas para dar vueltas al dedo meñique y comer con afectación, Amy —gritó Jo, ahogándose al beber el té y dejando el pedazo de pan, que cayó sobre la alfombra por el lado de la mantequilla; muy excitada por la sorpresa. Beth no comió más, fue a sentarse en un rincón oscuro para soñar con el placer venidero hasta que las otras estuvieran listas.

    —Creo que papá hizo una cosa magnífica marchando como capellán cuando era demasiado viejo para enlistarse y no bastante fuerte para ser soldado —dijo Meg animosa.

    —Yo quisiera ir de tamborcillo, de cantinero –¿sí se dice así?– o de enfermera, para así estar cerca y ayudarle —gimió Jo.

    —Debe ser muy desagradable dormir en una tienda de campaña y comer toda clase de cosas que tienen mal gusto y beber en una lata —murmuró Amy.

    —¿Cuándo volverá, Marmee? —preguntó Beth, con voz temblorosa.

    —No por muchos meses, querida mía, a menos que esté enfermo. Se quedará para hacer fielmente su trabajo mientras pueda, y no le pediremos que vuelva un minuto antes de lo que sea necesario. Ahora, oigan lo que dice la carta.

    Todas se acercaron al fuego, Marmee en el gran sillón, Beth a sus pies, Meg y Amy sentadas sobre los brazos de la silla y Jo apoyándose en el respaldo, de manera que nadie pudiera ver ninguna señal de emoción si la carta tenía algo conmovedor. Muy pocas cartas que no conmovieran eran escritas en esos duros momentos, en especial esas enviadas por los padres a sus hogares. En esta, se decía poco de las molestias sufridas, de los peligros afrontados o de la nostalgia conquistada; era una carta alegre, llena de descripciones de la vida en el frente, de las marchas y de noticias militares, y, solo hacia el final, el escritor dejó que su corazón se sobrecogiera con amor paternal y el deseo de ver a sus pequeñas hijas en casa.

    Dales a todas mi amor y un beso. Diles que las pienso de día, y de noche rezo por ellas, y que, en cada momento, encuentro consuelo en su amor. Un año parece ser eterno para volverlas a ver, pero recuérdales que durante ese tiempo en el que esperaremos, todos trabajaremos, para que estos duros días no sean un desperdicio. Yo sé que ellas recuerdan todo lo que les he dicho: que sean unas hijas amorosas contigo, que hagan sus deberes fielmente, que luchen con valentía contra los enemigos que produce su propio corazón y que se comporten con delicadeza; para que cuando yo regrese pueda sentirme pleno y orgulloso de cada una de mis mujercitas.

    Todas suspiraron al llegar a esa parte, Jo no se avergonzó de la gruesa lágrima que caía desde la punta de su nariz sobre el papel blanco, y Amy no se preocupó de que iba a desarreglar sus bucles al esconder la cara en el pecho de su madre y dijo sollozando:

    —¡Soy una niña egoísta! Pero de verdad que trataré de ser mejor, para que él no se sienta decepcionado de mí más adelante.

    —¡Trataremos todas! —exclamó Meg—. Yo pienso demasiado en mi apariencia y detesto trabajar, pero no lo haré más si puedo remediarlo.

    —Trataré de ser más lo que a él tanto le gusta llamarme: una ‘mujercita’, y no ser ruda y salvaje; cumpliré con mis deberes aquí, en lugar de decir que me gustaría estar en otro lugar —dijo Jo, pensando que controlar su temperamento en casa era mucho más difícil que enfrentarse a un rebelde o dos en el Sur.

    Beth no dijo nada, pero secó sus lágrimas con el calcetín azul del Ejército y se puso a tejer con todas sus fuerzas, sin perder tiempo, haciendo la tarea que tenía más presente, mientras resolvía, en su pequeña y tímida alma, ser todo lo que su padre esperaba encontrar cuando el año lo trajera feliz a su hogar.

    La señora March rompió el silencio que siguió a las palabras de Jo, diciendo con su voz alegre:

    —¿Se acuerdan de cómo representaban El progreso del peregrino⁴ cuando eran tan solo unas pequeñas? Nada les gustaba tanto como que les pusiera manojos de trapos a la espalda para representar las cargas que cada una debía superar, que les hiciera sombreros, bastones y rollos de papel y las dejara viajar a través de la casa, desde la bodega, que era la Ciudad de Destrucción –arriba arriba– hasta el altillo, donde tenían todas las cosas bonitas que podían encontrar para construir una Ciudad Celestial.

    —¡Qué divertido era, en especial cuando nos acercábamos a los leones, peleábamos con Apolo y pasábamos por el valle donde estaban los duendes! —dijo Jo.

    —A mí me gustaba el lugar donde los manojos caían y rodaban escalera abajo —murmuró Meg.

    —Mi parte favorita era cuando salíamos a la azotea donde estaban nuestras flores, enramadas y cosas bonitas y nos parábamos y cantábamos de alegría allá arriba al sol —dijo Beth, sonriéndose, como si aquel momento feliz hubiera vuelto.

    —Yo no recuerdo mucho, pero sí que tenía miedo de la bodega y de la entrada oscura, y siempre me gustaban los pastelitos y la leche que tomábamos allá arriba. Si no fuera ya mayor para tales cosas, me gustaría mucho representarlo otra vez —susurró Amy, que hablaba de renunciar a niñerías a la edad madura de doce años.

    —Nunca seremos demasiado mayores para esto, querida, porque es una obra que estamos interpretando todo el tiempo, de una manera u otra. Nuestras cargas están aquí, nuestro camino está delante de nosotras y el deseo de bondad y felicidad es la guía que nos lleva a través de muchos problemas y equivocaciones, hasta llegar a la paz, que es la verdadera Ciudad Celestial. Ahora, mis peregrinitas, supongamos que empezamos otra vez, no para divertimos, sino esta vez en serio, y veremos hasta dónde pueden llegar antes de que papá vuelva a casa.

    —¿De verdad, mamá? ¿Dónde están nuestros manojos de trapos? —preguntó Amy, que era una niña muy literal.

    —Cada una de ustedes ha dicho hace un momento cuál era su carga, menos Beth; en mi opinión no tiene ninguna —dijo su madre.

    —Sí, las tengo. Las mías son los platos y los plumeros, así como envidiar a las chicas con lindos pianos y tenerle miedo a la gente.

    La carga de Beth era tan cómica que a todas les dieron ganas de reír, pero nadie lo hizo, hubieran herido sus sentimientos profundamente.

    —Hagamos esto —dijo Meg, pensativa—. Es solo otro nombre para tratar de ser buenas, y la historia puede ayudarnos; aunque lo deseamos, ser buenas viene con un arduo trabajo, nos olvidamos, y no nos damos lo mejor de cada una.

    —Esta noche estábamos en el Pantano del Abatimiento; vino mamá y nos sacó de allí, tal como lo hizo Auxilio⁵ en el libro. Deberíamos tener nuestro Pliego de Guías, tal como Cristiano. ¿Qué haremos para conseguirlos? —preguntó Jo, encantada con la idea que le otorgaba algo de romanticismo a la aburrida tarea de cumplir con su deber.

    —Busquen debajo de la almohada en la mañana de Navidad, y encontrarán su Guía —respondió la señora March.

    Discutieron el proyecto nuevo, mientras la vieja Hanna levantaba la mesa; después salieron las cuatro cestillas de costura y volaron las agujas mientras las chicas cosían sábanas para la tía March. El trabajo era poco interesante, pero esta noche nadie se quejó. Habían adoptado el plan ideado por Jo, de dividir las costuras largas en cuatro partes, que llamaban Europa, Asia, África y América; de esta manera hacían mucho camino, sobre todo cuando hablaban de los países diferentes según cosían a través de ellos.

    A las nueve dejaron el trabajo y cantaron, como era costumbre, antes de acostarse. Nadie sino Beth podía sacar música del viejo piano; pero ella tenía una manera especial de tocar las teclas amarillas y componer un acompañamiento para las canciones simples que cantaban. Meg tenía una voz aflautada; ella y su madre dirigían el pequeño coro. Amy chirriaba como un grillo, y Jo deambulaba por los aires, con su propia y libre voluntad, siempre entrando en la nota equivocada con un temblor que arruinaba la melodía más nostálgica.

    Brilla, brilla, pequeña estrellita.

    …y esto se había convertido en una costumbre del hogar, porque la madre era cantante por naturaleza. El primer sonido en las mañanas era el de su voz, mientras andaba por la casa cantando como una alondra; y el último sonido de la noche era esa misma voz alegre, porque las chicas no parecían nunca demasiado mayores para aquella conocida canción de cuna.


    1. El padre de las hermanas March se marchó a la guerra de Secesión o Guerra Civil Americana, un conflicto que duró cuatro años, de 1861 a 1865. El padre de las mujercitas, sirve como capellán para el Ejército de La Unión, lo que ya muestra las posiciones políticas de la autora. Su padre hizo parte del Movimiento Abolicionista y ella fue enfermera en la guerra para el Ejército de La Unión.

    2. Escritas por Friedrich Heinrich Karl de la Motte, un romántico alemán. Undine (1811) cuenta la historia de un espíritu de agua que se casa con un caballero, y Sintram (1814) narra la vida de un caballero que se embarca en una simbólica aventura, inspirada en el grabado de Alberto Durero: El Jinete, la Muerte y el Diablo.

    3. Kaspar Faber había fundado una fábrica de lápices en Núremberg en 1760, bajo la dirección de su hijo se establecieron sucursales en Nueva York, París, Londres y Berlín y agencias en Viena, San Petersburgo y Hamburgo, y obtuvo en 1856 el derecho exclusivo de explotación de las minas de grafito de Siberia Oriental. A su muerte, su viuda traspasó la empresa a su nieta, la condesa Otilia von Faber-Castel, de quien la empresa tomó el nombre que hasta hoy perdura.

    4. Escrita por John Bunyan en 1678, es considerada una de las obras más importantes de ficción teológica; narra la vida de Cristiano y su viaje en búsqueda de la salvación.

    5. Se refiere a un personaje del libro.

    Jo fue la primera en despertarse en el amanecer gris del día de Navidad. No había medias colgadas delante de la estufa, y, por un momento se sintió tan desilusionada como aquella lejana vez en que su mediecita se había caído al suelo por estar muy llena de golosinas. Entonces recordó lo que su madre había prometido, y, metiendo la mano debajo de la almohada, sacó un librito encuadernado en rojo. Lo reconoció muy bien, porque era la bella y antigua historia de la mejor vida jamás vivida, y Jo sintió que era una verdadera guía para cualquier peregrino que partiera en un largo viaje. Despertó a Meg con un «¡Feliz Navidad!», y la hizo mirar debajo de la almohada. Un dfdentro y unas palabras escritas por su madre, lo que hacía el regalo aún más valioso ante sus ojos. Allí Beth y Amy se despertaron para buscar y descubrir sus libros –uno de color gris y el otro azul– y todas se sentaron a contemplar sus regalos, mientras se sonrosaba el oriente con la llegada del día.

    A pesar de sus pequeñas vanidades, Meg tenía una naturaleza dulce y piadosa, que, inconscientemente, ejercía gran influjo sobre sus hermanas, en especial sobre Jo, que la amaba con ternura y la obedecía, ya que sus consejos siempre venían llenos de gentileza.

    —Niñas —dijo Meg con seriedad, dirigiendo la mirada desde la cabeza desordenada que tenía a su lado hasta las cabecitas aún cubiertas por sus gorritos en el cuarto próximo—. Mamá desea que empecemos a leer, amar y acordarnos de estos libritos, y debemos comenzar de inmediato. Solíamos hacerlo sin falta, pero desde que papá se marchó y con la pena de esta guerra, hemos descuidado muchas cosas. Pueden hacer lo que gusten, pero yo tendré mi libro aquí sobre la mesita, y todas las mañanas leeré un poquito, tan pronto como despierte, porque sé que me hará mucho bien y me ayudará durante todo el día.

    Entonces abrió el Nuevo Testamento y se puso a leer. Jo la abrazó y cara con cara, leyó, con aquella expresión tranquila que raras veces tenía su cara inquieta.

    —¡Qué buena es Meg! Ven, Amy, hagamos lo mismo. Yo te ayudaré con las palabras difíciles y nos explicaremos lo que no podemos comprender —susurró Beth, muy impresionada con los bonitos libros y con el ejemplo de su hermana.

    —Me alegro de que el mío sea azul —dijo Amy, y entonces los dormitorios quedaron tranquilos mientras ellas pasaban las páginas y el sol del invierno se deslizaba para acariciar y dar un saludo de Navidad a las cabezas rubias y a las caras pensativas.

    —¿Dónde está mamá? —preguntó Meg, cuando, media hora después, bajó con Jo las escaleras para darle las gracias por sus regalos.

    —¡Solo el cielo lo sabe! Una pobre criatura vino pidiendo limosna, y la señora salió de inmediato para ver lo que necesitaba. No he visto jamás una mujer como ella en eso de dar comida, bebida y carbón —respondió Hanna, que vivía con la familia desde que naciera Meg, y a quien todas trataban como a una amiga más que como a una criada.

    —Volverá pronto, creo. Así que preparen los pastelitos y tengamos todo listo —dijo Meg mirando los regalos, que estaban en un cesto debajo del sofá, dispuestos para sacarlos en el momento oportuno—. Pero, ¿dónde está el frasco de colonia de Amy? —agregó, al ver que faltaba el frasquito.

    —Lo sacó hace un minuto y salió para adornarlo con un lazo o algo parecido —respondió Jo, que saltaba alrededor del cuarto para suavizar algo las zapatillas nuevas del Ejército.

    —¡Qué bonitos son mis pañuelos! ¿No les parece? Hanna me los lavó y planchó, y yo misma los bordé —dijo Beth, mirando llena de orgullo las letras desiguales que tanto trabajo le habían costado.

    —¡Bendita seas! ¿Pues has puesto «Marmee» en lugar de «Sr. March»? ¡Qué gracioso! —gritó Jo, levantando uno de los pañuelos.

    —¿No está bien así? Pensaba que era mejor hacerlo de ese modo, porque las iniciales de Meg son «M.M.», y no quiero que nadie los use sino mamá —dijo Beth algo preocupada.

    —Está bien, querida, es una idea muy bella; así nadie puede equivocarse. Le gustará mucho a ella, lo sé —repuso Meg, frunciendo las cejas a Jo y sonriendo a Beth.

    —¡Aquí está mamá! ¡Escondan el cesto! —gritó Jo, al oír que la puerta se cerraba y sonaban pasos en el vestíbulo.

    Amy entró corriendo y se vio algo avergonzada cuando vio a todas sus hermanas esperándola.

    —¿Dónde has estado y qué traes escondido? —preguntó Meg, muy sorprendida al ver, por su toca y capa, que Amy, la perezosa, había salido tan temprano.

    —No te rías de mí, Jo; no quería que nadie lo supiera hasta que llegara la hora. Es que he cambiado el frasquito por otro más grande y he dado todo mi dinero para obtenerlo, de verdad estoy tratando de no ser egoísta.

    Al hablar así, Amy mostraba el bello frasco que reemplazaba al otro barato, y tan sincera y humilde parecía en su esfuerzo de olvidarse de sí misma, que Meg la abrazó y Jo la llamó una «joya», mientras Beth corría a la ventana en busca de su rosa más bella para adornar el magnífico frasco.

    —Verán, es que me daba vergüenza mi regalo después de leer y hablar de ser buena esta mañana; así que corrí a la tienda para cambiarlo en cuanto me levanté; estoy muy contenta porque ahora mi regalo es el más bello.

    Otro golpe de la puerta hizo que el cesto desapareciera debajo del sofá, y las chicas se acercaron a la mesa listas para su desayuno.

    —¡Feliz Navidad, Marmee! ¡Qué vengan muchas más! Gracias por nuestros libros; hemos leído algo y vamos a hacerlo todos los días —gritaron todas a coro.

    —¡Feliz Navidad, hijas mías! Me alegro mucho de que hayan comenzado a leer de inmediato y espero que perseveren haciéndolo. Pero antes de sentarnos tengo algo que decir. No lejos de aquí hay una pobre mujer con un hijo recién nacido. En una cama se acurrucan seis niños para no helarse, porque no tienen ningún fuego. Allí no hay nada que comer y el chico mayor vino para decirme que estaban sufriendo de hambre y frío. Hijas mías, ¿quieren darles su desayuno como regalo de Navidad?

    Todas tenían un apetito mayor al usual porque habían esperado cerca de una hora, y por un momento nadie habló, pero solo por un momento, porque Jo dijo con ímpetu:

    —Me alegro mucho de que hayas venido antes de que hubiéramos comenzado.

    —¿Puedo ir para ayudar a llevar las cosas a los pobrecitos? —preguntó Beth, ansiosa.

    —Yo llevaré la crema y los panecillos —añadió Amy renunciando con total valor a lo que más le gustaba.

    Meg estaba ya cubriendo los pastelillos y amontonando el pan en un plato grande.

    —Pensé que lo harían —dijo la señora March, sonriendo satisfecha—. Todas pueden ir conmigo para ayudar. Cuando volvamos, desayunaremos con pan y leche, y en la comida lo compensaremos.

    Pronto estuvieron todas listas y salieron. Por fortuna era temprano y fueron por calles apartadas; así que poca gente las vio y nadie se rio de la curiosa compañía.

    Era un cuarto vacío y miserable, con las ventanas rotas, sin fuego en la chimenea, las sábanas hechas jirones, una madre enferma, un recién nacido que lloraba y un grupo de niños pálidos y flacos debajo de una vieja colcha, tratando de calentarse.

    ¡Tanto abrieron sus ojos y cuántas sonrisas salieron de esos labios azules tan pronto las chicas entraron!

    Ach, mein Gott!⁶ ¡Son los ángeles del señor que vienen a ayudarnos! —exclamó la pobre mujer, llorando de alegría.

    —Vaya unos ángeles graciosos con capas y mitones —dijo Jo, haciendo reír a todos.

    En pocos minutos pareció que hubieran trabajado allí los buenos espíritus. Hanna, que había traído leña, encendió fuego y suplantó los vidrios rotos con sombreros viejos y su propia capa. La señora March dio té y leche a la mujer, y la confortó con promesas de ayuda, mientras vestía al niño pequeño con tal cariño como si hubiese sido su propio hijo. Mientras, las chicas ponían la mesa, agrupaban a los niños alrededor del fuego y les daban de comer como si fuesen pájaros hambrientos, riéndose, hablando y tratando de comprender el inglés chapurreado y cómico que hablaban.

    Das its gut! Die Engel-kinder!⁷ —exclamaban los pobrecitos, mientras comían y se calentaban las manos en el confortable fuego.

    Jamás, antes, las chicas habían recibido el nombre de ángeles y lo encontraron muy agradable, en especial Jo, a quien, desde que nació, todas la habían considerado un ‘Sancho’⁸. Fue un desayuno muy alegre, aunque no participaran de él y cuando salieron, dejando atrás tanto consuelo, no había en la ciudad cuatro personas más felices que las niñas que renunciaron a su propio desayuno y se contentaron con pan y leche en la mañana de Navidad.

    —Eso se llama amar a nuestro prójimo más que a nosotros mismos, y me gusta —dijo Meg, mientras sacaban sus regalos aprovechando el momento en que su madre subiera a buscar ropas para llevar a los Hummel.

    No era una cosa suntuosa y fastuosa, pero en los pocos paquetes había mucho cariño; y el florero alto, con rosas rojas, crisantemos y hojas, puesto en medio de los regalos, daba una apariencia elegante a la mesa.

    —¡Que viene mamá! ¡Toca, Beth! ¡Abre la puerta, Amy!

    —¡Tres «vivas» por Marmee! —gritó Jo, dando saltos por el cuarto, mientras Meg se adelantaba para conducir a la señora March a la silla de honor.

    Beth tocó su marcha más viva. Amy abrió la puerta y Meg escoltó con mucha dignidad a su madre. La señora March estaba sorprendida y conmovida, y sonrió, con los ojos llenos de lágrimas, al examinar sus regalos y leer las líneas que los acompañaban. De inmediato se calzó las zapatillas, puso un pañuelo nuevo en el bolsillo, empapado con agua de colonia, se prendió la rosa en el pecho y declaró que los guantes le «quedaban perfectos».

    Hubo una gran cantidad de risas y besos y explicaciones, en la manera cariñosa y simple que hace tan gratas, en su momento, estas fiestas de familia y dejan un recuerdo tan dulce de ellas. Después todas se pusieron a trabajar.

    Las caridades y ceremonias de la mañana habían llevado tanto tiempo, que el resto del día hubo que dedicarlo a los preparativos de los festejos de la tarde. Aún eran muy jóvenes para ir al teatro, y no tenían el suficiente dinero como para tener entretenimiento privado; ponían su ingenio a trabajar y –como la necesidad es la madre de todos los inventos– hacían todo lo que necesitaban. Algunas producciones eran muy ingeniosas –guitarras fabricadas con cartón; lámparas antiguas hechas de sibaritas viejas, cubiertas con papel plateado; magníficos mantos de algodón viejo, centelleando con lentejuelas de hojalata, y armaduras cubiertas con las recortaduras de latas de conserva–. Los muebles estaban acostumbrados a los cambios constantes y el cuarto grande era escena de muchas diversiones inocentes.

    No se admitían caballeros, lo cual permitía a Jo hacer papeles de hombre y darse el gusto de ponerse un par de botas altas que le había regalado una amiga suya, que conocía a una señora parienta de un actor. Estas botas, un antiguo florete, un chaleco labrado que había servido en otro tiempo en el estudio de un pintor, eran los tesoros principales de Jo, y los sacaba en todas las ocasiones. A causa de lo reducido de la compañía, los dos actores principales se veían obligados a tomar varios papeles cada uno, y, ciertamente, merecían elogios por el gran trabajo que se tomaban para aprender tres o cuatro papeles diferentes, cambiar tantas veces de traje y, además, ocuparse en el manejo del escenario. Era un buen ejercicio para sus memorias, una diversión inocente y les ocupaba muchas horas, que de otro modo hubieran estado perdidas, solitarias o pasadas en compañía menos provechosa.

    La noche de Navidad, una docena de chicas se agruparon sobre la cama, que era el palco, enfrente de las cortinas de cretona azul y amarillo, que hacían de telón. Había una gran cantidad de susurros y ruido detrás de las cortinas, algo de humo de la lámpara y, de vez en cuando, una risa falsa de Amy, a quien la excitación la ponía nerviosa. Al poco tiempo sonó una campana, se corrieron las cortinas y la Tragedia Operática empezó.

    El bosque tenebroso que se mencionaba en el cartel, estaba representado por algunos arbustos en macetas, bayetilla verde sobre el piso y una caverna en la distancia. Esta caverna tenía por techo una percha y por paredes algunos abrigos; dentro había un hornillo encendido con una marmita negra, sobre la cual se encorvaba una vieja bruja. El escenario estaba en la oscuridad y el resplandor que venía del hornillo hacía buen efecto. En especial cuando la bruja destapó la caldera y salió vapor de verdad. Se dio un momento al público para reponerse de su primer movimiento de sorpresa; entonces entró Hugo, el villano, andando con paso majestuoso, espada ruidosa al cinto, un chambergo⁹, barba negra, capa misteriosa y las famosas botas. Después de andar de un lado para otro muy agitado, se golpeó la frente y cantó una melodía salvaje, sobre su odio a Rodrigo, su amor a Zara y su resolución de matar al uno y ganar la mano de la otra. Los tonos ásperos de la voz de Hugo y sus vehementes exclamaciones hicieron una fuerte impresión en el público, que aplaudía cada vez que se paraba para tomar aliento. Inclinándose, como quien está bien acostumbrado a cosechar aplausos, pasó a la caverna y mandó a salir a Hagar con estas palabras: «¡Oh, esbirro, os necesito!».

    Meg salió con la cara cubierta con crin de caballo gris, un traje rojo y negro, un bastón y la capa llena de signos cabalísticos. Hugo le pidió una poción que hiciera a Zara adorarle, y otra para destruir a Rodrigo. Hagar, cantando una melodía dramática, prometió los dos, y se puso a invocar al espíritu que había de traer el filtro mágico para dar amor.

    Venid, Venid, desde vuestra morada,

    ¡Duende etéreo, os pido que vengas!

    Nacido de rosas y alimentado de rocío.

    ¿Hechizos y pócimas sabréis prepararme?

    Traedme aquí, con velocidad élfica,

    el fragante filtro que requiero.

    Hazlo dulce, rápido y fuerte,

    ¡Espíritu, responde ahora mi canción!

    Sonaron acordes melodiosos, y entonces, del fondo de la caverna, apareció una figura pequeña en un nebuloso blanco, con alas que centelleaban, cabello rubio y sobre la cabeza una corona de rosas. Agitando su vara, cantó:

    Aquí vengo ahora,

    desde mi etérea morada,

    allá, en la luna plateada.

    Tomad el mágico hechizo

    y usadlo bien,

    o perderá en seguida su poder.

    Y, dejando caer un frasquito dorado a los pies de la bruja, el espíritu desapareció. Otro cántico de Hagar trajo a la escena una segunda aparición –y no una hermosa–, con un sonido sordo, se presentó un diablillo negro que replicó con un croar , le lanzó un frasquito oscuro a Hagar y se esfumó con una risa burlona. Soltó unas gracias, guardó las pócimas en sus botas, y así, Hugo se retiró; Hagar le informó al público que, por haber asesinado a algunos amigos suyos en tiempos pasados, ella le había lanzado una maldición y había decidido contrariar sus planes, vengándose así de él. Entonces, cayó el telón y la audiencia descansó chupando caramelos y discutiendo los méritos de la obra.

    Antes de que el telón volviera a levantarse, se oyó un fuerte martilleo; pero cuando vieron la grandiosa tramoya que habían construido, nadie se quejó de la tardanza. ¡Era en realidad magnífica! Una torre se elevaba hacía el techo, a la mitad de su altura había una ventana, en la cual ardía una lámpara, y detrás de la cortina blanca apareció Zara, llevaba un vestido delicado y precioso entre tonos azules y grises, esperaba a Rodrigo. Él llegó, ricamente ataviado, sombrero adornado con plumas, capa roja, una guitarra y las botas, por supuesto. Arrodillado al lado de la torre, Rodrigo cantó una serenata en tonos afectuosos. Zara respondió, y, después de un diálogo musical, ella consintió en fugarse con él. Entonces llegó el efecto supremo del drama. Rodrigo sacó una escalera de cuerda de cinco escalones, le echó un extremo y la invitó a descender. Zara, con timidez, se deslizó de la reja, puso la mano sobre el hombro de Rodrigo, y estaba por saltar con delicadeza cuando, «¡Ay! ¡Ay pobre Zara!», se olvidó de la cola de su falda. Esta se enganchó en la ventana; la torre tembló, doblándose hacia adelante, y cayó con estrépito, sepultando a los infelices amantes entre las ruinas.

    Un grito universal se alzó cuando las botas amarillas salieron de entre las ruinas, agitándose con furia, y una cabeza rubia surgió, exclamando: «¡Te lo dije!» «¡Te lo dije!». Con una admirable tranquilidad, don Pedro, el padre cruel, se metió entre las ruinas y sacó a su hija, y con un afanado tono, dijo entre dientes: «¡No se rían, sigan como si todo estuviera bien!», y ordenando a Rodrigo que se levantara, lo desterró del reino con enojo y desprecio. Aunque visiblemente trastornado por la caída de la torre, Rodrigo desafió al anciano caballero y se negó a marcharse. Este ejemplo audaz animó a Zara; ella también desafió a su padre, que los mandó a encerrar en los calabozos más profundos del castillo. Un escudero pequeño y regordete entró con cadenas y se los llevó, fue claro que estaba asustado y había olvidado recitar las líneas de su discurso.

    El tercer acto comenzó en la entrada del castillo, con la reaparición de Hagar, que venía a liberar a los amantes y a matar a Hugo. Cuando el villano se acercaba, ella se escondió, y así, le vio echar la pócima en dos vasos de vino y escuchó cuando le dijo al tímido criado: «Lleva las copas a los cautivos y diles que yo no tardo». El sirviente alejó a Hugo para decirle algo que Hagar no alcanzó a escuchar, pero ella aprovechó la oportunidad para cambiar las copas por unas llenas de un líquido inofensivo. Ferdinando, ‘el secuaz’, las llevó y Hagar regresó a la mesa la copa llena de veneno que era para Rodrigo. Hugo, sediento, bebió el contenido, perdió el equilibrio y, en medio de tropezones y agarres fallidos, cayó tieso. Mientras que Hagar le informaba lo que había hecho en medio de una canción de exquisito poder y melodía.

    Sin duda, esta escena fue de verdad emocionante, aunque espectadores más exigentes la hubieran considerado deslucida, al ver que al villano se le desataba una abundante cabellera en el momento de golpear su cuerpo en tierra. Fue llamado de regreso al escenario, y así lo hizo, con gran propiedad y postura, al lado de Hagar, cuyo canto fue considerado lo mejor de toda la obra.

    En el cuarto acto apareció Rodrigo desesperado, al punto de darse una puñalada, porque le habían dicho que Zara lo había abandonado. Cuando el puñal estaba a punto de penetrar en su corazón, se oyó debajo de su ventana una canción encantadora, que le decía que Zara permanecía fiel, pero que estaba en peligro y que él podía salvarla. La llave del calabozo le fue otorgada y loco de alegría arrojó sus cadenas y salió precipitado a liberar a su amada.

    El quinto acto empezó con la borrascosa escena entre Zara y don Pedro. El padre deseaba que su hija se metiera de monja, pero ella se negaba, y después de una súplica conmovedora, entró Rodrigo de prisa y corriendo, a punto de desmayarse, pidiendo su mano. Don Pedro le dijo que no porque no era un hombre rico. Gritaron y gesticularon; Rodrigo se dispuso a llevarse a Zara, que cayó extenuada en sus brazos, en ese momento, entró el tímido criado con una carta y un paquete de parte de Hagar, que misteriosamente había desaparecido. La carta decía que la bruja les dejaba riquezas fabulosas a los amantes y un horrible destino a don Pedro si se oponía a su felicidad. El paquete se abrió y una lluvia de monedas de lata cubrió el suelo, lo que ablandó por completo al severo padre, quien dio su consentimiento sin chistar. Todos los actores se juntaron en un coro alegre y luego cayó el telón, mientras los amantes, felices y agradecidos, se arrodillaban para recibir la bendición de don Pedro.

    Un caluroso aplauso fue de un momento a otro reprimido; ya que la cama plegadiza, sobre la cual estaba construida la platea, se cerró de repente, atrapando debajo a los entusiasmados espectadores. Rodrigo y don Pedro acudieron presurosos a libertarlos y sacaron a todos sin daño, aunque muchos no podían hablar de tanto reírse.

    Apenas se había calmado la emoción, cuando apareció Hanna dando «las felicitaciones de la señora March, y les pide a las señoritas que bajen a cenar».

    Esto fue una sorpresa, incluso para los actores, y cuando vieron la mesa, se miraron entre sí con un entusiasmo delirante. Era típico de Marmee el organizar una merienda para ellas, pero algo tan elegante como esto no se había visto desde las épocas de bonanza. Había helado, de hecho, había de dos clases, color rosa y blanco; pastelillos, frutas y unos llamativos bombones franceses, y, en medio de la mesa, cuatro ramos de flores de invernadero.

    La sorpresa les robó el aliento, miraban estupefactas a la mesa, y después a su madre, que parecía disfrutar muchísimo del espectáculo.

    —¿Fueron las hadas? —preguntó Amy.

    —Ha sido San Nicolás —dijo Beth.

    —Mamá lo hizo —repuso Meg, sonriendo con dulzura, a pesar de la barba cana que todavía llevaba puesta.

    —La tía March ha tenido un buen día y ha enviado la cena —gritó Jo, con inspiración súbita.

    —Todas se equivocan; el viejo señor Laurence lo envió —respondió la señora March.

    —¿El abuelo de ese muchacho Laurence? ¿Cómo se le habrá ocurrido tal cosa? ¡Si no lo conocemos! —exclamó Meg.

    —Hanna contó a uno de sus criados lo que hicieron con su desayuno; es un señor excéntrico, pero eso le gustó. Conoció a mi padre hace muchos años, y esta tarde me envió una carta muy amable para decir que esperaba que le permitiera expresar sus sentimientos amistosos hacia mis niñas, enviándoles unas pequeñeces, con motivo de la festividad del día. No podía rehusarme, y es así como tienen esta noche una pequeña fiesta para compensarlas del desayuno de pan y leche.

    —Ese muchacho ha puesto la idea en la cabeza de su abuelo. ¡Seguro que fue él! Es un chico fabuloso y me gustaría que habláramos con él. Parece que quisiera conocernos, pero es tímido y Meg es tan correcta, que no me permite hablar con él cuando nos encontramos —dijo Jo, mientras circulaban los platos y los helados empezaban a desaparecer entre un coro de exclamaciones alegres.

    —¿Quieres decir la gente que vive en la casa grande de al lado? —preguntó una de las chicas—. Mi madre conoce al señor Laurence, pero dice que es muy orgulloso y no le gusta mezclarse con sus vecinos. Tiene a su nieto encerrado en casa, cuando no está paseando a caballo o en compañía de su maestro, y lo hace estudiar mucho. Lo invitamos a nuestra fiesta, pero no vino. Mamá dice que es muy amable, aunque él nunca nos habla.

    —Nuestro gato se escapó una vez y él lo devolvió, yo hablé con él por encima de la valla. Nos estábamos entendiendo muy bien, hablando del críquet y de cosas por el estilo, pero vio venir a Meg y se marchó. Tengo toda la intención de conocerlo de veras algún día, porque necesita diversión, estoy segura —dijo Jo decidida.

    —Me gustan sus modales y parece

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