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Aquellas mujercitas
Aquellas mujercitas
Aquellas mujercitas
Libro electrónico408 páginas9 horas

Aquellas mujercitas

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Información de este libro electrónico

Han pasado tres años desde el final de la guerra y la familia March se prepara para la boda de Meg con John. La mayor de las cuatro hermanas está a punto de alcanzar así su sueño de amor, mientras que Jo, dedicada en cuerpo y alma a la literatura, menosprecia los asuntos del corazón. La tímida Beth, por su parte, no se atreve a hablar con ningún chico y la pequeña Amy se ha convertido en una joven testaruda y encantadora. Pero el amor es solo una de las muchas sorpresas que el futuro reserva a las cuatro jóvenes: viajes, éxitos, nuevos proyectos, pero también dolores, pérdidas y fracasos.

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento13 oct 2021
ISBN9788412390070
Aquellas mujercitas
Autor

Louisa May Alcott

Amy Lowell (1874-1925) was an American poet. Born into an elite family of businessmen, politicians, and intellectuals, Lowell was a member of the so-called Boston Brahmin class. She excelled in school from a young age and developed a habit for reading and book collecting. Denied the opportunity to attend college by her family, Lowell traveled extensively in her twenties and turned to poetry in 1902. While in England with her lover Ada Dwyer Russell, she met American poet Ezra Pound, whose influence as an imagist and fierce critic of Lowell’s work would prove essential to her poetry. In 1912, only two years after publishing her first poem in The Atlantic Monthly, Lowell produced A Dome of Many-Coloured Glasses, her debut volume of poems. In addition to such collections of her own poems as Sword Blades and Poppy Seed (1914) and Men, Women, and Ghosts (1916), Lowell published translations of 8th century Chinese poet Li Tai-po and, at the time of her death, had been working on a biography of English Romantic John Keats.

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    Aquellas mujercitas - Louisa May Alcott

    Capítulo I

    CHISMECITOS

    Con el fin de retomar nuestro relato y asistir a la boda de Meg con conocimiento de causa, convendría empezar primero con un cotilleo sobre las March. Y permitidme que os diga que, si bien puede que algunas personas mayores consideren que en la historia hay demasiados «amoríos», como creo que harán —diría que los jóvenes no van a poner esa pega—, parafraseando a la señora March, solo puedo responder: «¿Qué se puede esperar teniendo cuatro muchachas alegres en casa y un vecino joven y apuesto?».

    Han transcurrido tres años y la modesta familia no ha experimentado grandes cambios. La guerra terminó y el señor March está sano y salvo en su hogar, ocupado con sus libros y la pequeña parroquia que vio en él a un ministro, tanto por naturaleza como por gracia, ya que es un hombre tranquilo, estudioso y rico en sabiduría —que es mejor que el conocimiento—, con la caridad de llamar hermano a cualquier ser humano y en cuyo carácter florece la piedad, lo que hace de él una persona augusta y encantadora.

    A pesar de la pobreza y de la estricta integridad que lo privaron de éxitos más mundanos, estos atributos atrajeron a su lado a muchas personas admirables, con la misma naturalidad con que las hierbas dulces atraen a las abejas. Y con esta misma naturalidad él les ofreció la miel en la que, cincuenta años de dura experiencia de vida, no habían logrado que se destilara ni una sola gota de hiel. Los jóvenes honestos encontraban al erudito de cabello cano tan joven de corazón como ellos. Las mujeres, reflexivas o atribuladas, acudían instintivamente a consultar con él sus dudas, seguras de hallar la más gentil simpatía y el más sabio consejo. Los pecadores compartían sus pecados con el anciano de corazón puro y eran a un tiempo reprendidos y salvados. Los hombres talentosos veían en él a un compañero; los ambiciosos vislumbraron ambiciones más nobles que las suyas, e incluso los materialistas confesaron que sus creencias eran hermosas y ciertas, aunque «no valían la pena».

    Para los extraños, parecía que fueran las cinco enérgicas mujeres quienes gobernaban la casa, y de hecho en muchas cosas así era, pero aquel hombre tranquilo, sentado en medio de sus libros, seguía siendo el cabeza de familia, la conciencia del hogar, el ancla, el consuelo, aquel a quien las diligentes e inquietas mujeres recurrían siempre en los momentos difíciles y en quien hallaban, en el sentido más estricto de estas sagradas palabras, a un marido y un padre.

    Las chicas entregaban el corazón a su madre, el alma a su padre y les daban a ambos, que vivían y bregaban por ellas con tanta fidelidad, un amor que no dejaba de crecer con ellas y que los unía tiernamente con el lazo más dulce, aquel que bendice la vida y sobrevive a la muerte.

    Aunque con el cabello un poco más gris, la señora March sigue tan enérgica y animosa como la última vez que la vimos, y ahora mismo está tan absorta en los asuntos de Meg que los hospitales y sanatorios, que siguen llenos de jóvenes soldados heridos y viudas, sin duda extrañan las visitas maternales de esta misionera voluntaria.

    Durante un año, John Brooke cumplió valientemente con su deber, fue herido, enviado a casa y no se le permitió regresar. No recibió ni estrellas ni barras, aunque bien que las merecía, porque arriesgó alegremente todo cuanto tenía, y la vida y el amor son muy preciados cuando están en pleno apogeo. Totalmente resignado a su baja, se dedicó a restablecerse y a prepararse para el negocio que habría de hacerle ganar un hogar para Meg. Con el buen juicio y la fuerte independencia que lo caracterizaban, rechazó las ofertas más generosas del señor Laurence y aceptó únicamente el puesto de contable, sintiéndose satisfecho por empezar ganando un salario de forma honesta, en lugar de aventurarse a correr riesgos con dinero ajeno.

    Por su parte, Meg había pasado el tiempo trabajando, esperando y desarrollando su carácter de mujer y su buen hacer en las artes domésticas. Además, estaba más hermosa que nunca, pues, como es bien sabido, el amor embellece. Tenía las ambiciones y esperanzas típicas de una muchacha joven y, por tanto, estaba un poco desencantada por la humildad con la que habría de empezar su nueva vida. Ned Moffat acababa de casarse con Sallie Gardiner y la pobre Meg no podía evitar comparar su hermosa casa y su carruaje, sus numerosos regalos y espléndido ajuar, con los suyos propios, deseando en su fuero interno poder tener lo mismo. Pero la envidia y el descontento se desvanecían como por arte de magia en cuanto pensaba en todo el paciente amor y el trabajo que John había puesto de su parte para poder ofrecerle la casita que le esperaba. Además, cuando se sentaban juntos al caer la tarde y hablaban de sus modestos planes, el futuro siempre se le antojaba tan hermoso y brillante que olvidaba el esplendor de Sallie y se sentía la chica más rica y feliz de la cristiandad.

    Jo nunca volvió a casa de la tía March. La anciana se encaprichó tanto con Amy que la sobornó ofreciéndole clases de dibujo con una de las mejores profesoras del momento y, por esta ventaja, Amy hubiera servido a amas mucho más severas. Así pues, Amy dedicaba las mañanas al trabajo y las tardes al entretenimiento, y prosperaba a las mil maravillas. Mientras tanto, Jo se consagraba a la literatura.

    Por su parte, Beth seguía estando delicada incluso mucho después de que la fiebre hubiese desaparecido. No era exactamente una inválida, pero, si bien seguía igual de esperanzada, feliz, serena y entregada a los tranquilos deberes que tanto amaba, nunca volvió a ser la criatura sonrosada y saludable que había sido. Era amiga de todo el mundo y el ángel de la casa, aun mucho antes de que quienes más la querían se hubiesen percatado de ello.

    Mientras El águila calva le pagó un dólar por columna por sus «tonterías», como ella las llamaba, Jo se sintió rica y siguió hilando sus romances con diligencia. No obstante, en su ajetreada cabeza y su ambiciosa mente bullían grandes planes, de modo que la vieja cocinita de hojalata de la buhardilla albergaba una pila cada vez mayor de manuscritos emborronados, que algún día llevarían el apellido March al salón de la fama.

    Laurie, que había asistido obedientemente a la universidad para complacer a su abuelo, trataba ahora de complacerse a sí mismo. El favorito de todo el mundo debido a su dinero, sus modales, su gran talento y su bondadoso corazón, que más de una vez había metido a su dueño en líos tratando de sacar a otras personas de ellos, corría gran peligro de malograrse, y probablemente así hubiera sido —como fue el caso de muchos otros prometedores muchachos— de no haber tenido un talismán contra el mal: el recuerdo del bondadoso anciano al que debía gran parte de su éxito, el de la maternal amiga que velaba por él como si se tratase de un hijo y, por último, pero no por ello menos importante, el saber que cuatro inocentes muchachas lo amaban, admiraban y creían en él con todo su corazón.

    Como, aunque del clan de los gloriosos, no dejaba de ser un hombre, naturalmente se divertía, coqueteaba, seguía las diferentes modas universitarias vistiéndose ya fuera al estilo dandi, acuático, sentimental o gimnástico, hacía novatadas y las padecía, hablaba el argot estudiantil y en más de una ocasión estuvo peligrosamente cerca de la suspensión y la expulsión. No obstante, como la causa de estas travesuras eran el buen ánimo y el gusto por la diversión, siempre se las arreglaba para salvarse gracias a una confesión franca, una expiación honorable o el irresistible poder de persuasión del que estaba dotado y que manejaba a la perfección. A decir verdad, casi se enorgullecía de las veces en que se había librado por los pelos y le gustaba deslumbrar a las chicas con relatos gráficos de sus triunfos sobre preceptores iracundos, dignísimos profesores y enemigos vencidos. Los «hombres de su clase» eran héroes a ojos de las chicas, que nunca se cansaban de las hazañas de «los nuestros», y a menudo podían disfrutar de las sonrisas de estas magníficas criaturas cuando Laurie los llevaba a casa con él.

    La que más disfrutaba de este grandísimo honor era Amy, que terminó por convertirse en la niña bonita del grupo. Y es que su señoría no tardó en darse cuenta de la fascinación que naturalmente provocaba y en aprender a manejarla. Meg estaba totalmente absorta en su particular y especialísimo John como para preocuparse de ningún otro caballero de la creación, y Beth era demasiado tímida como para atreverse a hacer cualquier otra cosa que no fuera echarles alguna que otra mirada furtiva y preguntarse cómo podía ser que Amy se atreviera a darles órdenes. En cuanto a Jo, se sentía como pez en el agua y le resultaba muy difícil refrenarse y no imitar sus actitudes varoniles, sus frases y sus proezas, para ella mucho más naturales que el decoro prescrito para las señoritas. A todos les encantaba Jo, pero ninguno se enamoró de ella, si bien muy pocos escaparon sin pagar el tributo de un suspiro sentimental o dos de adoración por Amy.

    Y hablar de sentimientos nos lleva, naturalmente, al «Palomar».

    Ese era el nombre de la casita marrón que el señor Brooke había preparado como primer hogar para Meg. Así la había bautizado Laurie, que encontraba el nombre muy apropiado para los gentiles enamorados que «andaban como dos tórtolos, de piquito en arrullo». Era una casita diminuta, con un jardincito en la parte trasera y una parcela de césped del tamaño de un pañuelo de bolsillo en la parte delantera, donde Meg pretendía instalar una fuente, arbustos y una profusión de hermosas flores, si bien por el momento la fuente estaba representada por un jarrón maltrecho, muy parecido a una palangana destartalada, los arbustos consistían en varios alerces jóvenes, más muertos que vivos, y la profusión de flores se reducía a un mero regimiento de palitos que indicaban dónde estaban plantadas las semillas. No obstante, a pesar de todo era encantador, y, de la buhardilla al sótano, la feliz novia no encontraba fallo alguno. El vestíbulo era tan angosto que resultaba una ventaja no tener piano, porque jamás hubiera cabido uno; el comedor era tan pequeño que apenas entraban seis personas, y las escaleras de la cocina parecían haber sido construidas con el firme propósito de que tanto los sirvientes como la vajilla se precipitasen hasta la carbonera. Sin embargo, una vez que uno se acostumbraba a estos defectillos, nada podía ser más completo, pues el buen gusto y el sentido común habían regido la elección del mobiliario y el resultado era más que satisfactorio. En el saloncito no había mesas de mármol, largos espejos o cortinajes de encaje, sino muebles sencillos, multitud de libros, uno o dos cuadros bonitos, un macetero con flores en el saliente de la ventana y, esparcidos por todas partes, los bonitos regalos provenientes de manos amigas, que resultaban aún más bellos gracias a los cariñosos mensajes que los acompañaban.

    No creo que la Psique de Paros que Laurie les regaló hubiera perdido un ápice de su belleza por el soporte sobre el que John la había colgado, que ningún tapicero hubiera podido arreglar las cortinas de muselina con más gracia que la artística mano de Amy, ni que ningún almacén haya estado mejor provisto de buenos deseos, palabras alegres y esperanzas felices que aquel en el que Jo y su madre guardaron las escasas cajas, barriles y bultos de Meg. Y os doy mi palabra de honor de que la nuevísima cocina nunca habría tenido un aspecto tan acogedor y ordenado si Hannah no hubiera arreglado todas las ollas y sartenes media docena de veces y no hubiera dejado preparado el fuego para encenderlo justo cuando «la señora Brooke llegase a casa». Asimismo, dudo que ninguna joven ama de casa haya empezado su vida con tan abundante provisión de plumeros, manoplas de cocina y bolsas de retazos, porque Beth se encargó de que tuviera suficientes hasta las bodas de plata, además de idear tres tipos de paños distintos para secar la vajilla de porcelana nupcial.

    Quienes mandan hacer todas estas cosas no saben lo que se pierden, pues las tareas más prosaicas son hermosas si se hacen con manos amorosas. Meg encontró tantas pruebas de ello que todo en su nidito, desde el rodillo de cocina hasta el jarrón de plata de la mesa del salón, hablaba elocuentemente de calor de hogar y tierna providencia.

    ¡Cuánto se divirtieron haciendo proyectos! ¡Qué solemnes excursiones de compras! ¡Qué divertidos errores cometieron y con qué ruidosas carcajadas celebraron los ridículos cachivaches de Laurie! En su afición por las bromas, este caballerete —si bien ya casi había terminado la universidad— seguía siendo como un niño. Su última ocurrencia había sido traer, en sus visitas semanales, algún artículo nuevo, útil e ingenioso para la joven ama de casa. Un día era una bolsa de notables pinzas para la ropa, el siguiente, un maravilloso rallador de nuez moscada que se caía a pedazos tras el primer uso, un limpiacuchillos que estropeaba cuanto cuchillo tocaba o una barredora que arrancaba los pelos de la alfombra y dejaba la suciedad; un jabón que te ahorraba trabajo y te desollaba las manos, pegamentos infalibles que no se pegaban más que a los dedos del iluso comprador y toda suerte de utensilios de hojalata, desde una alcancía de juguete para los peniques sueltos hasta una caldera mágica que lavaba los artículos en su propio vapor y que, con toda probabilidad, explotaría en el proceso.

    Meg le rogó en vano que parase, John se reía de él y Jo le llamaba «don Cachivaches», pero como le había entrado la manía de apoyar el ingenio yanqui y de ver a sus amigos debidamente provistos, cada semana era testigo de alguna nueva absurdidad.

    Por fin terminaron de arreglarlo todo, incluso los jabones de diferentes colores que Amy había dispuesto para que hicieran juego con la decoración de cada cuarto y la mesa que había puesto Beth para la primera comida.

    —¿Estás satisfecha? ¿Lo sientes como un hogar en el que podrías ser feliz? —preguntó la señora March mientras ella y su hija recorrían el nuevo reino cogidas del brazo; y es que, en ese momento, parecían estar más unidas que nunca.

    —Sí, mamá, estoy más que satisfecha. Gracias a todos. Estoy tan feliz que apenas puedo hablar —respondió Meg con una mirada que era infinitamente mejor que las palabras.

    —Si lograra tener una o dos sirvientas sería perfecto —dijo Amy mientras salía del salón y trataba de decidir dónde quedaría mejor el Mercurio de bronce, si en el esquinero o en la repisa.

    —Mamá y yo lo hemos estado hablando y he decidido probar primero a hacer las cosas a su manera. Habrá tan poco que hacer que, con Lotty para que vaya a los recados y me eche una mano acá y allá, tendré el trabajo justo para que no me entre ni la pereza ni la nostalgia —respondió Meg tranquilamente.

    —Sallie Moffat tiene cuatro... —comenzó Amy.

    —Si Meg tuviera cuatro no cabrían en la casa y el señor y la señora tendrían que acampar en el jardín —intervino Jo, que, envuelta en un gran mandil azul, daba los últimos retoques a los picaportes.

    —Sallie no es la esposa de un hombre pobre y el número de sirvientas va en consonancia con el tipo de vivienda. Meg y John empiezan humildemente, pero tengo la sensación de que en la casa pequeña habrá tanta o más felicidad que en la grande. Es un gran error que las jóvenes como Meg no tengan otra cosa que hacer que vestirse, dar órdenes y pasarse las horas cotilleando. Yo, recién casada, anhelaba que mi ropa nueva se desgastase o rompiese para poder darme el placer de remendarla, porque la verdad es que estaba cansada de hacer bordaditos y cuidar de mi pañuelo de bolsillo.

    —¿Por qué no ibas a la cocina a preparar comistrajos? Sallie dice que hace eso para entretenerse, aunque nunca le salen bien y los criados se ríen de ella —dijo Meg.

    —Algún tiempo después sí lo hice. No con intención de estropear la comida, sino para aprender de Hannah cómo deben hacerse las cosas, a fin de que mis sirvientes no tuvieran que reírse de mí. Entonces era un juego, pero llegó un momento en que agradecí de veras tener tanto la voluntad como la capacidad de preparar comida sana para mis hijitas y de hacer mi trabajo cuando ya no pude permitirme contar con ayuda. Tú comienzas en el extremo opuesto, Meg, querida, pero las lecciones que aprendas ahora te servirán más adelante, cuando John sea un hombre más rico, porque la señora de una casa, por espléndida que sea, debe saber cómo tiene que hacerse el trabajo si quiere que le sirvan bien y de forma honesta.

    —Sí, mamá, estoy segura de ello —dijo Meg escuchando respetuosamente la pequeña homilía, pues la mejor de las mujeres no puede sino explayarse en el fascinante tema del mantenimiento de la casa—. ¿Sabes que esta habitación es la que más me gusta de toda mi casita de juguete? —añadió Meg, un minuto después, mientras subían las escaleras y revisaba su armario de ropa blanca, perfectamente ordenado.

    Allí estaba Beth, colocando suavemente los blanquísimos montones en los estantes y exultante ante la considerable variedad. Las tres se rieron al oír a Meg, pues aquel armario de ropa blanca se había convertido en una anécdota. Veréis, tras haber dicho que si Meg se casaba con «ese Brooke» no vería ni un céntimo de su dinero, la tía March se vio en un aprieto, porque el tiempo aplacó su ira e hizo que se arrepintiera de su promesa. Nunca faltó a su palabra. Le dio muchas vueltas a la idea de cómo evitarlo, hasta que finalmente ideó un plan que podría resultar satisfactorio. Ordenó a la señora Carrol, la madre de Florence, que comprara, mandara hacer y bordara una generosa provisión de ropa de cama y de mesa y la enviara como regalo personal. Todo se llevó a cabo de forma escrupulosa, pero, para gran regocijo de la familia, el secreto se filtró. Sin embargo, la tía March trató de fingir que no sabía nada del asunto e insistió en que no podía ofrecerle nada más que las anticuadas perlas que había prometido a la primera en comprometerse.

    —He aquí un gusto muy de ama de casa que me alegra descubrir en ti. Tuve una joven amiga que empezó su vida de hogar con tan solo seis sábanas, pero tenía aguamaniles para las visitas, algo que le procuraba satisfacción —dijo la señora March acariciando los manteles de damasco con una apreciación verdaderamente femenina de su finura.

    —Yo no tengo un solo aguamanil, pero según Hannah este ajuar me acompañará por el resto de mis días. —Y, como no podía ser de otra manera, Meg parecía bastante satisfecha.

    Un joven alto y de hombros anchos, con el pelo al rape, un sombrero de fieltro y un abrigo suelto bajó por el camino a gran velocidad, saltó el cerco sin detenerse a abrir la verja y se fue directo hacia a la señora March, con las manos extendidas y un cordial...

    —¡Aquí estoy, madre! Todo va bien.

    Las últimas palabras fueron en respuesta a la mirada que la anciana le dirigió, una mirada bondadosa e interrogativa a la que los hermosos ojos respondieron con tanta franqueza que la pequeña ceremonia se cerró, como de costumbre, con un beso maternal.

    —Para la señora de John Brooke, con las felicitaciones y los cumplidos del fabricante. ¡Dios te bendiga, Beth! ¡Jo, verte es para mí un soplo de aire fresco! Amy, te estás poniendo demasiado bonita para ser una dama soltera.

    Mientras Laurie hablaba, entregó un paquete de papel de estraza a Meg, desbarató la cinta que llevaba Beth en el pelo, se quedó mirando fijamente la pechera del delantal de Jo y fingió caer rendido de embeleso ante Amy. Luego estrechó las manos de todo el mundo y se pusieron a hablar.

    —¿Dónde está John? —preguntó, inquieta, Meg.

    —Se detuvo a buscar la licencia para mañana, señora.

    —¿Quién ganó el último partido, Teddy? —preguntó Jo, que pese a sus diecinueve años seguía sintiendo interés por los deportes masculinos.

    —Nosotros, por supuesto. Ojalá hubieras estado allí para verlo.

    —¿Cómo está la encantadora señorita Randal? —preguntó Amy con una elocuente sonrisa.

    —Más cruel que nunca. ¿No ves que estoy en los huesos? —Y Laurie se dio una sonora palmada en el ancho pecho y lanzó un melodramático suspiro.

    —¿Cuál es la última broma? Abre el paquete y veamos, Meg —dijo Beth mirando el abultado envoltorio con curiosidad.

    —En caso de incendio o ladrones es útil tener una en casa —observó Laurie al tiempo que las muchachas descubrían, entre risas, la sonaja de un vigía.

    —Cuando John esté fuera y tenga usted miedo, señora Meg, no tendrá más que asomarse a la ventana delantera y agitarla. Despertará al vecindario en un santiamén. Bonito, ¿verdad? —Y Laurie las obsequió con una muestra de sus poderes, que las obligó a taparse los oídos.

    —¡Menuda forma de darle a uno las gracias! Y hablando de gratitud, deberías darle las gracias a Hannah por haber salvado vuestro pastel de bodas de la destrucción. Lo traían justo cuando pasaba yo por allí y, de no haberlo defendido ella tan resueltamente, le hubiera hincado el diente. Tenía un aspecto exquisito.

    —¡Cuándo crecerás, Laurie! —dijo Meg en tono de señora mayor.

    —Hago cuanto puedo, señora, aunque no creo que pueda ganar mucha más altura. Un metro ochenta es todo cuanto un hombre puede alcanzar en estos días de decadencia —respondió el joven caballero, cuya cabeza casi tocaba la pequeña lámpara de araña—. Supongo que sería una profanación comer algo en esta impecable pérgola, así que, como estoy muerto de hambre, propongo un aplazamiento —añadió enseguida.

    —Mamá y yo vamos a esperar a John. Aún quedan algunos flecos por resolver —dijo Meg alejándose con paso firme.

    —Beth y yo vamos a ir a casa de Kitty Bryant a comprar más flores para mañana —añadió Amy atándose un pintoresco sombrero sobre los graciosos rizos y disfrutando del resultado tanto como los demás.

    —Vamos, Jo, no abandones a un amigo. Estoy en tal estado de agotamiento que no puedo llegar a casa sin ayuda. Y hagas lo que hagas no te quites el delantal, te favorece particularmente —dijo Laurie mientras Jo guardaba en su amplio bolsillo el delantal, por el que Laurie sentía especial aversión, y le ofrecía su brazo para que apoyase en él sus débiles pasos.

    —Ahora, Teddy, quiero hablar contigo seriamente acerca de mañana —comenzó a decir Jo mientras se alejaban—. Debes prometerme que te comportarás bien y que no harás ninguna trastada que pueda arruinar nuestros planes.

    —Nada de trastadas.

    —Y no digas disparates cuando corresponda estar serio.

    —Nunca lo hago. Tú eres única para eso.

    —Y te pido por favor que no me mires durante la ceremonia. Si no, seguro que me echo a reír.

    —Ni me verás. Llorarás tan desconsoladamente que la espesa niebla te oscurecerá el panorama.

    —Nunca lloro, salvo que sea por una gran desgracia.

    —¿Como el que los amigos se vayan a la universidad? —la interrumpió Laurie, con una sonrisa pilla.

    —No seas fanfarrón. Solo me lamenté un poco para hacer compañía a las chicas.

    —¡Claro! ¡Por supuesto! Y dime, Jo, ¿cómo está el abuelo esta semana? ¿De buen humor?

    —Sí, mucho. ¿Por qué? ¿Te has metido en un lío y quieres saber cómo se lo va a tomar? —preguntó Jo con cierta aspereza.

    —Jo, ¿crees que miraría a tu madre a la cara y le diría «Todo va bien» si no fuera así? —Y Laurie se detuvo en seco, con aire herido.

    —No, no lo creo.

    —Entonces no seas desconfiada. Solo quiero pedirle algo de dinero —dijo Laurie echándose nuevamente a andar, apaciguado por el tono afable de Jo.

    —Gastas mucho dinero, Teddy.

    —Bendita seas, Jo. No lo gasto. No sé cómo, pero se esfuma. Se evapora antes de que me haya dado ni cuenta.

    —Eres tan generoso y bondadoso que permites que la gente te pida prestado y no sabes decir que no a nadie. Nos enteramos de lo de Henshaw y todo lo que hiciste por él. Si siempre te gastaras el dinero de ese modo, nadie te lo reprocharía —dijo Jo con cariño.

    —¡Oh, hizo una montaña de un grano de arena! No querrás que deje que ese buen muchacho se mate a trabajar solo porque no tiene a nadie que le eche una mano, cuando vale más que una docena de zánganos como nosotros, ¿verdad?

    —Claro que no, pero tampoco le veo la utilidad a que tengas diecisiete chalecos, no sé cuántas corbatas y un sombrero nuevo cada vez que vuelves a casa. Creía que ya habías superado la fase de dandi, pero de vez en cuando vuelves a tener una recaída. Ahora mismo, por lo visto, está de moda el mal gusto: llevar el pelo como un cepillo de fregar el suelo, una chaqueta estrecha, guantes naranjas y pesadas botas de punta cuadrada. Si esa horrorosidad fuera barata no diría nada, pero cuesta tanto como el buen gusto y no me gusta en absoluto.

    Laurie echó la cabeza hacia atrás y rio de tan buena gana ante semejante ataque que se le cayó el sombrero de fieltro y Jo lo pisó, episodio que le dio a él la oportunidad de disertar sobre las ventajas de vestirse de cualquier modo, mientras doblaba el maltratado sombrero y se lo metía en el bolsillo.

    —¡Haz el favor y no me sueltes más sermones! Bastante tengo ya toda la semana. Cuando llego a casa quiero divertirme. Mañana no repararé en gastos para vestirme y complaceré a mis amigos.

    —Te dejaré en paz si te dejas crecer el pelo. No soy de la alta sociedad, pero me niego a que me vean con un tipo que parece un joven boxeador —observó Jo con severidad.

    —El estilo sencillo favorece el estudio, por eso lo adoptamos —respondió Laurie, a quien ciertamente no se le podía acusar de vanidad, pues había sacrificado voluntariamente su hermosa mata de rizos por una barba de dos días.

    —Por cierto, Jo, creo que el joven Parker está que bebe los vientos por Amy. Habla de ella constantemente, escribe poemas y se pasa el día con la cabeza en las nubes y aire compungido. Será mejor que corte de raíz su incipiente pasión, ¿no crees? —añadió Laurie, tras un minuto de silencio, en tono confidencial de hermano mayor.

    —Por supuesto. En los próximos años esta familia no quiere más matrimonios. Por el amor de Dios, ¿en qué están pensando esos críos? —Y Jo parecía tan escandalizada como si Amy y el joven Parker no hubieran entrado aún en la adolescencia.

    —En estos días las cosas van muy rápido. No sé adónde vamos a ir a parar, señora. Tú no eres más que una niña, Jo, pero serás la siguiente en irte y entonces seremos nosotros quienes nos lamentaremos —dijo Laurie meneando la cabeza al pensar en lo degenerado de esos tiempos.

    —No te alarmes. No soy del tipo agradable, así que nadie me va a querer. Y es una suerte, pues en toda familia debe haber siempre una solterona.

    —Nunca le das la oportunidad a nadie —dijo Laurie con una mirada de soslayo y algo más de color en su rostro, curtido por el sol—. Nunca muestras tu lado amable, pero si un tipo lo descubre por accidente y no puede evitar demostrarte que le gustas, haces como la señora Gummidge¹ con su novio: le echas un jarro de agua fría y te pones tan arisca que nadie se atreve ni a tocarte ni a mirarte.

    —No me gustan ese tipo de cosas. Estoy demasiado ocupada como para preocuparme por tonterías y me parece terrible que las familias se rompan de ese modo. Anda, no hablemos más de eso. La boda de Meg nos tiene a todos un poco locos y no hacemos sino hablar de amoríos y todas esas bobadas. No quiero enojarme, así que será mejor que cambiemos de tema. —Y Jo parecía dispuesta a echar un jarro de agua fría a la menor provocación.

    Fueran cuales fueran sus sentimientos, Laurie les dio salida lanzando un largo silbido por lo bajini y haciendo esta temible predicción cuando se separaron en la puerta:

    —Acuérdate de lo que te digo, Jo. Tú serás la siguiente en marcharte.

    1 En inglés, el término «gummidge» se utiliza para calificar a una persona malhumorada, autocompasiva, pesimista y dada a la queja, en referencia a Mrs. Gummidge, personaje de la novela David Copperfield, de Charles Dickens. (N. de la T.)

    Capítulo II

    LA PRIMERA BODA

    Las rosas de junio del porche despertaron muy temprano aquella mañana y, como las vecinitas amistosas que eran, se alegraron de todo corazón de que brillara el sol en un cielo sin nubes. Sus rostros sonrojados por la emoción se balanceaban al viento mientras se susurraban unas a otras lo que habían visto, pues algunas se asomaban a las ventanas del comedor donde estaba preparado el festín, otras subían a saludar y sonreír a las hermanas mientras vestían a la novia, otras daban la bienvenida a quienes iban y venían haciendo los más diversos recados en el jardín, el porche y el vestíbulo, y todas, desde la flor más rosada hasta el capullo más pálido, ofrecían su tributo de belleza y fragancia a la gentil señorita que las había amado y cuidado durante tanto tiempo.

    La propia Meg parecía una rosa, pues cuanto su corazón y su alma albergaban de más valioso y dulce parecía florecer en su rostro aquel día, haciéndolo hermoso y tierno, y otorgándole un encanto más bello que la misma belleza. No quiso ni seda, ni encaje, ni flores de azahar. «No quiero una boda elegante, solo tener a mi lado a aquellos a quienes amo y verme tal y como soy», declaró.

    Así pues, confeccionó ella misma su vestido de novia, en el que cosió las tiernas esperanzas y los inocentes romances de su corazón de niña. Sus hermanas le trenzaron el hermoso cabello y los únicos adornos que lució fueron algunos lirios del valle porque, de entre todas las flores, eran las que más gustaban a su John.

    —Estás igualita que siempre, querida Meg, solo que tan dulce y encantadora que, de no ser porque te arrugaría el vestido, te abrazaría —exclamó Amy contemplándola con deleite una vez estuvo lista.

    —Me alegro de que así sea. Pero, por favor, abrazadme y besadme, todos, que no os preocupe mi vestido. Si es por ese motivo, ¡hoy quiero que tenga muchas arrugas! —Y Meg abrió los brazos a sus hermanas, que se aferraron a ella largo rato con cara de felicidad, seguras de que el nuevo amor no había cambiado el antiguo.

    —Ahora voy a ayudar a John a hacer el nudo de la corbata y luego compartiré unos minutos de calma con papá en el

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