Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Juventud (Los ocho primos): Edición Juvenil Ilustrada
Juventud (Los ocho primos): Edición Juvenil Ilustrada
Juventud (Los ocho primos): Edición Juvenil Ilustrada
Libro electrónico170 páginas1 hora

Juventud (Los ocho primos): Edición Juvenil Ilustrada

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

La joven Rosa Campbell regresa a casa después de un viaje de dos años por el mundo junto a su tío Alec y su criada Phebe.
Pero el regreso no es tan plácido como ella había supuesto: Rosa es poseedora de una gran fortuna y de pronto se encuentra rodeada por una gran cantidad de admiradores y pretendientes. 
Entre fiestas y compromisos de sociedad, Rosa tendrá que decidir cuál será su futuro y elegir cuáles de entre sus amigos y primos están más interesados en ella y no en su fortuna. 

Juventud (Los Ocho Primos), es una de las novelas clásicas más reconocidas de Louisa May Alcott, autora también de Mujercitas. Juventud es un fresco amable y brillante que recrea la sociedad norteamericana de la época y las tribulaciones de los jóvenes en busca del amor. 

En esta edición se presenta una cuidada edición ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran revisitar las vicisitudes de Rosa Campbell y sus ocho primos de una manera rápida y amena
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 abr 2019
ISBN9788832562583
Juventud (Los ocho primos): Edición Juvenil Ilustrada
Autor

Louisa May Alcott

Louisa May Alcott (1832-1888) was an American novelist, poet, and short story writer. Born in Philadelphia to a family of transcendentalists—her parents were friends with Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawthorne, and Henry David Thoreau—Alcott was raised in Massachusetts. She worked from a young age as a teacher, seamstress, and domestic worker in order to alleviate her family’s difficult financial situation. These experiences helped to guide her as a professional writer, just as her family’s background in education reform, social work, and abolition—their home was a safe house for escaped slaves on the Underground Railroad—aided her development as an early feminist and staunch abolitionist. Her career began as a writer for the Atlantic Monthly in 1860, took a brief pause while she served as a nurse in a Georgetown Hospital for wounded Union soldiers during the Civil War, and truly flourished with the 1868 and 1869 publications of parts one and two of Little Women. The first installment of her acclaimed and immensely popular “March Family Saga” has since become a classic of American literature and has been adapted countless times for the theater, film, and television. Alcott was a prolific writer throughout her lifetime, with dozens of novels, short stories, and novelettes published under her name, as the pseudonym A.M. Barnard, and anonymously.

Relacionado con Juventud (Los ocho primos)

Libros electrónicos relacionados

Clásicos para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Juventud (Los ocho primos)

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Juventud (Los ocho primos) - Louisa May Alcott

    1984

    ÍNDICE

    Capítulo I

    VUELVE LA PRIMA

    Capítulo II

    SURGEN LOS VIEJOS AMIGOS

    Capítulo III

    ROSA

    Capítulo IV

    EL PRINCIPE AZUL

    Capítulo V

    PHEBE, LA CENICIENTA

    Capítulo VI

    DIFICULTADES

    Capítulo VII

    UN MOMENTO DIFICIL

    Capítulo VIII

    TIA CLARA, EN ACCION

    Capítulo IX

    UN PROYECTO FRACASADO

    Capítulo X

    SABRINA

    Capítulo XI

    EN UNA CIERTA CIUDAD

    Capítulo XII

    PARA LOS QUE SABEN ESPERAR SIEMPRE BRILLA EL SOL

    EPILOGO

    Capítulo I

    VUELVE LA PRIMA

    UNA CIERTA MAÑANA del mes de octubre, en que un claro sol de otoño brillaba en el azul, tres jóvenes se paseaban inquietos por los muelles de un embarcadero, dando muestras evidentes de estar esperando la arribada de un vapor.

    Eran los primos Campbell. Charlie, el más alto y mejor plantado de todos; Archie, el mayor, muy traba­jador y ya empleado en las industrias de un tío suyo; Mac, con sus gafas, que acababa de salir del colegio y según decían tenía un carácter extraño. Con ellos se hallaba también un niño, Jaime, muy travieso y capaz de revolverlo todo. Habían venido en representación de la familia, en la que se contaban otros tres primos más, a esperar a su prima Rosita, que acompañada por su tío Alec y por Phebe, regresaba al hogar.

    De pronto Jaime, que se había subido en un barril, exclamó:

    — ¡Allí está! ¡Ya la veo! ¡Rosa! ¡Rosita, aquí estamos!

    Efectivamente. En la cubierta de un barco que se acercaba al puerto se veían las figuras del tío Alec, agi­tando su sombrero para saludar a la comisión de recep­ción, junto a Phebe y a Rosita. Esta enviaba besos con la mano a sus primos, encantada de volverlos a ver.

    — ¡Qué guapa está! Con esa capa azul y su precioso pelo rubio flotando al viento parece una imagen —decía Charlie, súbitamente atacado de dotes poéticas.

    En cambio, Archie contemplaba científicamente a su prima.

    — ¡Bah! —dijo al cabo de su examen—. Las imáge­nes no llevan sombreros como ése. Me parece que Rosita ha cambiado poco.

    — ¡Por fin tenemos con nosotros al querido tío Alec! —comentó Mac, que no había estado mirando precisamente al querido tío—. ¿Verdad que es una felicidad tenerlo con nosotros?

    Mientras duraban las operaciones de desembarco Rosita tuvo ocasión de contemplar a sus primos. A tra­vés de las lágrimas que la emoción le había suscitado pudo darse cuenta que Archie seguía siendo el mismo de siempre. Mac había mejorado mucho y en Charlie encon­traba algo extraño y confuso que no acertó a explicarse en qué consistía.

    Cuando les permitieron subir a bordo, Jaime, dispa­rado como una flecha, abrazó a su prima con todas sus fuerzas. Los otros, cuando pudo desprenderse del chi­quillo, la saludaron con mucho afecto, lo mismo que a Phebe. Luego salieron charlando animadamente todos y mientras Archie ayudaba a su tío Alec en la cuestión de los equipajes los otros llevaron a Phebe y a Rosita a casa en un coche.

    Había algo que les intimidaba; ya no eran sus rela­ciones tan sencillas como cuando eran unos simples chi­quillos y se trataban con toda confianza. Pero a Jaime esto no le afectaba.

    — Bueno, Jaime, ¿cómo nos encuentras? —preguntó Rosa para vencer el embarazo de la situación.

    — Sois guapísimas, tan guapas que no sé cuál me gusta más. Tú eres encantadora y muy dulce, y Phebe es arrogante y fuerte.

    — ¡Bravo, Jaime! Yo estoy convencida de que Phebe vale mucho más que yo. ¿Qué opináis vosotros?

    Charlie se batió en retirada con elegancia:

    — Realmente Phebe es tan guapa que casi no sé qué decir...

    — Pues yo aún no os he visto a gusto —dijo Mac—. Pero lo voy a hacer ahora mismo—. Y, calándose los lentes, miró a las dos muchachas de los pies a la cabeza.

    — Tú dirás —preguntó Rosa sonriente.

    — Si Phebe fuese mi hermana, me sentiría orgulloso de ella. Se ve que es sincera y valiente. Para mí esto es aún más importante que ser guapa.

    Phebe se sintió muy halagada, sobre todo por el tono de absoluta nobleza con que se había expresado Mac.

    — Siempre has sabido apreciar las cosas justamente —dijo Rosa.

    — Me apasiona estudiar los minerales. En seguida distingo un metal precioso.

    — ¡Siempre con tus experimentos! Si vieras qué gracia le hizo al tío Alec cuando le escribiste que eras ve­getariano... No podíamos creer que sólo comieras pata­tas cocidas, manzanas asadas, pan y leche.

    — Pues eso no es nada —intervino Charlie—; en el Colegio acabaron llamándole Don Quijote por sus extravagancias y excentricidades.

    — Sí; pero este Don Quijote acabó sacando las me­jores notas. ¡Qué orgullosa me sentí cuando tía Jane me contó por carta todos sus éxitos! —dijo Rosa estrechando la mano de Mac.

    — ¡Bah! ¡Exageraciones de las madres! Todo me fue bastante fácil, porque había empezado a estudiar an­tes que los otros. Creo que por culpa de mi curiosidad me convertí en un empollón vulgar.

    Jaime, que tenía la costumbre de meterse donde no le llamaban, dijo:

    — En cambio Charlie... ¡Le dio cada disgusto a ma­má! No hacía más que malgastar el dinero y largarse por ahí...

    — ¡Oye, mocoso! —cortó Charlie—. ¿Quieres que te enseñe lo que es un buen directo a la nariz?

    — ¡No, no! Muchas gracias, no lo necesito.

    — Pues haz el favor de callarte inmediatamente.

    Alguien cambió de conversación y se rieron todos contando las peripecias y aventuras que les habían ocu­rrido, tan alegre y acaloradamente que llamaron la atención de los transeúntes.

    En la vieja casa, esperaban a Rosa todas sus tías que la saludaron llorando, mientras la abrazaban y la besaban emocionadas. La casa, hasta entonces tan silen­ciosa, volvió a llenarse de animación y algarabía.

    Atardecía ya y toda la familia continuaba junta, char­lando animadamente en la sala. Estaban todos los Camp­bell, excepto la tía Peace, cuyo sitio aparecía ahora vacío.

    La tía Plenty, juntando las manos como para rezar, decía:

    — ¡Rosita mía! Qué gusto tenerte de nuevo con nos­otros. No has cambiado nada. Sigues teniendo los mismos buenos sentimientos que tanto nos encantaban...

    Tío Mac, cuando Rosa y Phebe pasaron a la habita­ción contigua, observó:

    — Os habréis dado cuenta también de que las dos están muy guapas. Apuesto a que los chicos ya lo han notado.

    Jaime estaba sentado en la alfombra, al pie de las chicas. Will y Georgie, de pie, muy orgullosos, lucían el uniforme militar de las escuelas donde habían ingre­sado. Steve se había arrellanado en una butaca y Mac se apoyaba en el respaldo negligentemente. Archie, junto a la chimenea, dedicaba toda su atención a Phebe, que le escuchaba sonriente, con las mejillas arreboladas, en com­petencia con los claveles que adornaban su cabellera.

    Sentado en el taburete del piano, a pesar de su incó­moda postura, Charlie Prince, respiraba elegancia y atractivo, como siempre. No hacía más que mirar a Rosa y se notaba la admiración que le causaba.

    Tía Plenty, tía Jane y tía Myra paseaban sus miradas complacidas por el grupo formado por los chicos y las chicas.

    — Supongo que Rosa será presentada en seguida en sociedad —dijo tía Clara—. Estoy dispuesta a acompa­ñarla a todas las fiestas que haga falta, aunque creo que no será por mucho tiempo. Pronto aparecerá el prín­cipe azul que nos la robe...

    — En eso no puedo decirte nada —contestó el tío Alec; ya no soy el capitán de la nave, sino un simple ayudante. Tendrás que ponerte de acuerdo con Rosita. No com­prendo —añadió el doctor, dirigiéndose a su hermano Mac— la prisa que tienen casi todos por presentar a sus hijas en sociedad. ¡Querer que la niña inocente y llena de ilusiones conozca todas las ruindades y egoísmos de la vida social! Me parece que la mayoría de las chicas están mal preparadas para enfrentarse con la sociedad y resistir los embates de la vida...

    — Pues por tu parte, no creo que tengas nada que reprocharte. Has dado una educación maravillosa a la hija de George. Es como si fuera tu propia hija. ¡Te envidio sinceramente, hermano! —contestó el viejo Mac.

    — Ciertamente, he hecho cuanto he podido en ese sentido y estoy contento y satisfecho por ello; pero den­tro de poco nada evitará el que las tristezas caigan sobre ella, bien por errores que pueda cometer, bien por la desilusión que le cause la acción de los demás. Únicamente podré consolarla y animarla cuando sea necesario.

    — ¿Qué pasa, Alec? ¿Por qué os habéis puesto tan solemnes? —preguntó tía Clara.

    — Escucha y podrás enterarte por ti misma —dijo el doctor al oír que Rosa hablaba en voz alta con sus primos.

    — Bueno —decía aquélla— ¿queréis saber ahora lo que pensamos hacer nosotras?

    — ¡Ya lo sabemos! Igual que todas las chicas os de­dicaréis a destrozar unos cuantos corazones hasta que encontréis el que os gusta. Os casaréis y se acabó —res­pondió Charlie muy convencido.

    — Todas las chicas no son iguales. Phebe y yo no pensamos perder el tiempo tan tontamente. Nos gustaría hacer algo verdaderamente útil. ¿Es que a vosotros os gustaría perder la juventud, sin pensar más que en diver­tiros, para luego casaros como suprema aspiración?

    — Naturalmente que no —respondió Archie muy serio, eso es solamente una parte de la vida de un hombre.

    — Una parte

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1