Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Ana, la de Avonlea
Ana, la de Avonlea
Ana, la de Avonlea
Libro electrónico345 páginas6 horas

Ana, la de Avonlea

Calificación: 4.5 de 5 estrellas

4.5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Desde que llegó a Tejas Verdes siendo una imaginativa niña pecosa de 11 años, que a pesar de su facilidad para meterse en líos se ganó el cariño de toda la gente de Avonlea, Ana se está haciendo mayor y llega ahora el momento de convertirse en una joven mujercita. A sus dieciséis años ha madurado mucho, aunque una gran parte de ella sigue siendo tan rebelde como su rojo cabello.
En Ana, la de Avonlea, el tierno personaje creado por la canadiense L. M. Montgomery se enfrenta a nuevos retos como maestra de la escuela y fundadora de la Sociedad de Fomento de Avonlea, sociedad juvenil pensada para mejora del lugar. Su imaginación y su vitalidad seguirán haciendo que se vea envuelta en divertidos malentendidos y nuevos problemas que tendrá que resolver. Mientras Ana Shirley se convierte en mujer, sus aventuras y ocurrencias nos divertirán y tocaran nuestro corazón.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788415943143
Ana, la de Avonlea

Lee más de Montgomery

Relacionado con Ana, la de Avonlea

Libros electrónicos relacionados

Clásicos para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Ana, la de Avonlea

Calificación: 4.5 de 5 estrellas
4.5/5

6 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Ana, la de Avonlea - Montgomery

    whittier

    Capítulo I. Un vecino airado

    Una muchacha alta y delgada, «medio pasados los dieciséis», con serios ojos grises y pelo que sus amigas llamaban castaño rojizo, se había sentado en el umbral de piedra arenisca de color rojo de una granja de la Isla del Príncipe Eduardo una tarde ya avanzada de agosto, firmemente resuelta a traducir un buen puñado de versos de Virgilio.

    Pero una tarde de agosto con brumas azules adornando las pendientes cultivadas, unas breves brisas susurrando como duendes entre los álamos y un esplendor bailarín de amapolas rojas que brillaban contra el oscuro seto de abetos en un rincón del huerto de cerezos, se prestaba más a soñar que a las lenguas muertas. El libro de Virgilio pronto se deslizó descuidadamente hasta el suelo y Ana, con la barbilla apoyada en sus manos entrelazadas y los ojos sobre el espléndido banco de nubes esponjosas que se extendían justo sobre la casa del señor J. A. Harrison como una gran montaña blanca, estaba muy lejos en un mundo delicioso donde cierta maestra de escuela estaba haciendo un trabajo maravilloso, moldeando los destinos de futuros estadistas e inspirando las mentes y los corazones juveniles con altas y nobles ambiciones.

    Aunque para ser sinceros, si uno se ceñía a la cruda realidad, cosa que, debemos confesar, Ana hacía pocas veces a menos que tuviera que hacerlo, no parecía probable que hubiera material muy prometedor para celebridades en la escuela de Avonlea; pero uno nunca puede decir lo que puede pasar si una maestra emplea su influencia para bien. Ana tenía ciertos ideales de color rosa sobre lo que una maestra podía llegar a hacer con solo tomar el camino correcto; y ella estaba ahora en medio de una escena maravillosa que ocurría cuarenta años más adelante, con un personaje famoso —la razón exacta por la que era famoso se dejaba en una conveniente vaguedad, pero Ana pensaba que sería muy hermoso que se tratara del decano de una facultad o de un primer ministro canadiense—, que hacía una gran reverencia sobre su mano arrugada y le aseguraba que fue ella quien alentó por primera vez su ambición y que todo su éxito en la vida se debía a las lecciones que ella le había inculcado tanto tiempo atrás en la escuela de Avonlea. Esta visión placentera se hizo añicos por una interrupción de lo más desagradable.

    Una recatada vaca Jersey apareció corriendo por el sendero y, cinco segundos después, llegó el señor Harrison, si es que «llegar» es el término apropiado para describir su manera de irrumpir en el jardín.

    Saltó la valla sin esperar a abrir la puerta y, enfadado, se plantó frente a la sorprendida Ana, que se había puesto de pie y lo miraba algo perpleja. El señor Harrison era su nuevo vecino de la parte derecha y ella nunca se había presentado, aunque lo había visto un par de veces.

    A principios de abril, antes de que Ana regresara a casa de la Academia de la Reina, el señor Robert Bell, cuya granja lindaba con la de los Cuthbert por el oeste, lo había vendido todo y se había mudado a Charlottetown. Su granja la había comprado un cierto señor J. A. Harrison, cuyo nombre, y el hecho de que era un hombre de Nueva Brunswick, era todo lo que se sabía de él. Pero antes de que pasara un mes en Avonlea se había ganado la reputación de ser un hombre raro, un «cascarrabias», como dijera la señora Rachel Lynde. La señora Rachel era una mujer muy franca, como aquellos de vosotros que ya la habéis conocido recordaréis. El señor Harrison era ciertamente distinto del resto de la gente, y esa es la característica esencial de un cascarrabias, como todo el mundo sabe.

    En primer lugar, llevaba su casa él mismo, y había declarado públicamente que no quería en sus posesiones esa tontería llamada mujeres. El sector femenino de Avonlea se tomó su revancha mediante horribles historias vinculadas a su manera de llevar la casa y su cocina. Había contratado al pequeño John Henry Carter, de White Sands, y John Henry comenzó a hacer circular dichas historias. Para empezar, nunca había una hora fija para las comidas en la granja Harrison. El señor Harrison «tomaba un bocado» cuando le entraba hambre, y si John Henry estaba por los alrededores en ese momento se acercaba a por la parte que le correspondía, pero si no estaba cerca tenía que aguardar hasta el siguiente momento de hambre del señor Harrison. John Henry afirmaba en tono compungido que habría muerto de hambre de no haber sido porque iba a su casa los domingos y allí se hartaba de comer, y su madre siempre le daba una cesta de comida para que la llevara de vuelta consigo los lunes por la mañana.

    Por lo que se refería a fregar los platos, el señor Harrison nunca fingía siquiera hacerlo, a menos que llegara un domingo lluvioso. Entonces los lavaba todos juntos, en un tonel con agua de lluvia, y los dejaba allí para que se secaran.

    Además, era sumamente tacaño. Cuando se le pidió que contribuyera a pagar el salario del reverendo señor Allan, dijo que antes esperaría a ver cuántos dólares de bondad sacaba él de sus sermones, pues no quería que le dieran gato por liebre. Y cuando la señora Lynde fue a pedirle un donativo para las misiones, y de paso a echar una mirada dentro de la casa, él le dijo que había más paganos entre las viejas de Avonlea que en ningún otro lugar que él conociera, y que contribuiría con mucho gusto a sufragar una misión para cristianizarlas si ella se hacía cargo de la tarea. La señora Rachel se marchó airada y dijo que era una bendición que la pobre señora de Robert Bell estuviera a salvo en su tumba, pues le habría roto el corazón ver el estado de su casa, de la que tanto se enorgullecía.

    —Fregaba el suelo de la cocina un día sí y otro también —le dijo la señora Lynde a Marilla Cuthbert con tono indignado—, ¡y si lo pudiera usted ver ahora! Tuve que alzarme las faldas mientras lo cruzaba.

    Por último, el señor Harrison tenía un loro llamado Ginger. Nadie en Avonlea había tenido un loro antes; por consiguiente, ese hecho fue considerado poco respetable. ¡Y menudo loro! Si se le hacía caso a John Henry Carter, no había existido nunca un pájaro más impío. Profería terribles palabrotas. La señora Carter se habría llevado a John Henry al instante si hubiera estado segura de haber podido encontrar otro trabajo para él. Además, Ginger había mordido a John Henry en la parte de atrás del cuello un día que éste se había agachado demasiado cerca de la jaula. La señora Carter mostraba la marca a todo el mundo cuando el infortunado volvía a casa los domingos.

    Todas estas cosas pasaron por la mente de Ana mientras el señor Harrison estaba de pie frente a ella, al parecer mudo por la ira. En su estado más amigable no habría podido ser considerado un hombre atractivo; era bajo y gordo, y también calvo; y ahora, con su cara redonda enrojecida por la rabia y sus saltones ojos azules que casi se salían de las órbitas, a Ana le pareció la persona más fea que jamás había visto.

    De repente el señor Harrison recuperó la voz.

    —No voy a tolerar esto ni un solo día más —estalló—, ¿me oye, señorita? Por mi alma, es la tercera vez, señorita, ¡la tercera! Ya no tengo más paciencia. Le advertí a su tía la última vez que no debía permitir que ocurriera de nuevo, y ella lo ha dejado, lo ha hecho. Qué quiere decir esto es lo que me gustaría saber. Por eso estoy aquí.

    —¿Me puede explicar cuál es el problema? —preguntó Ana de la manera más digna que pudo. Había estado practicando ese tono a menudo últimamente para tenerlo bien ensayado cuando comenzara la escuela; pero no tuvo efecto aparente en el airado señor Harrison.

    —¿El problema? Por mi alma que tenemos un problema. El problema es, señorita, que he encontrado esa vaca Jersey de su tía en mi avena no hace ni media hora. Es la tercera vez, se lo digo. La encontré el martes pasado y la encontré ayer. Vine aquí y le dije a su tía que no dejara que ocurriese de nuevo. Y ella ha dejado que pase otra vez. ¿Dónde está su tía, señorita? Solo quiero verla un minuto y decirle lo que pienso, lo que piensa J. A. Harrison.

    —Si se refiere a la señorita Marilla Cuthbert, ella no es mi tía, y se ha ido a East Grafton para visitar a un pariente lejano que está muy enfermo —dijo Ana con el debido aumento de dignidad en cada palabra—. Siento mucho que mi vaca se haya colado en su avena; es mi vaca, y no de la señorita Cuthbert. Matthew me la regaló hace tres años cuando era una pequeña ternerita y se la compró al señor Bell.

    —¿Que lo siente, señorita? Sentirlo mucho no arregla nada. Mejor será que vaya y vea el lío que ese animal ha montado en mi avena, la ha pisoteado por todas partes.

    —Lo siento mucho —repitió Ana con firmeza—, pero quizá si usted mantuviera su cerca en mejor estado Dolly no habría podido colarse. Es su parte de la cerca la que separa su campo de avena de nuestros pastos, y el otro día advertí que no está en muy buen estado.

    —Mi cerca está bien —gruñó el señor Harrison, más enfadado que nunca ante ese desplazamiento del conflicto hacia territorio enemigo—. Ni la reja de una cárcel podría mantener fuera a ese demonio de vaca. Y puedo decirle a usted, pequeña pelirroja, que si esa vaca es suya como dice, mejor haría usted en vigilarla para que no pisotee el grano de los demás en vez de estar sentada leyendo malas novelas —concluyó lanzando una mordaz mirada al inocente libro de Virgilio forrado de color canela que estaba a los pies de Ana.

    En aquel momento había algo más de color rojo, aparte del cabello de Ana que siempre había sido su punto débil.

    —Prefiero ser pelirroja a no tener pelo salvo un cerco alrededor de las orejas —replicó como un rayo.

    El tiro dio en el blanco, pues el señor Harrison era muy sensible respecto a su calvicie. Su enfado le hizo atragantarse de nuevo y solo pudo contemplar mudo a Ana, que recobró la calma y se aprovechó de su ventaja.

    —Le puedo perdonar, señor Harrison, porque tengo imaginación. Puedo imaginarme fácilmente lo difícil que debe ser encontrarse una vaca en su avena y no le guardaré ningún rencor por las cosas que ha dicho. Le prometo que Dolly nunca más volverá a colarse en ella. Le doy mi palabra de honor sobre ese asunto.

    —Bien, ocúpese de ello —murmuró el señor Harrison en un tono un poco más apagado; pero se marchó bastante enfadado y Ana siguió oyendo sus gruñidos hasta que se alejó del alcance del oído.

    Con honda preocupación, Ana cruzó el jardín y encerró a la traviesa vaca Jersey en el redil de ordeñar.

    —No puede salir de ahí a menos que destroce la cerca —pensó—. Ahora parece bastante tranquila. Me atrevería a decir que tanta avena le ha sentado mal. Ojalá se la hubiera vendido al señor Shearer cuando la quiso comprar la semana pasada, pero me pareció mejor esperar a la subasta del ganado y así dejar que todas se fuesen juntas. Creo que es verdad lo de que el señor Harrison es un cascarrabias. Desde luego, no tiene nada de alma gemela.

    Ana siempre estaba ojo avizor con las almas gemelas.

    Marilla Cuthbert estaba entrando con el carro en el patio trasero mientras Ana regresaba de la casa; la muchacha corrió para preparar el té. Discutieron el asunto en la mesa, ya con el té.

    —Me alegraré cuando haya terminado la subasta —dijo Marilla—. Es demasiada responsabilidad tener tanto ganado en el lugar y nadie salvo ese Martin, en quien no se puede confiar, para cuidarlo. Todavía no ha vuelto y me prometió que estaría de vuelta ayer por la noche si le daba el día libre para ir al funeral de su tía. Te aseguro que no sé cuántas tías tiene. Esta es la cuarta que muere desde que lo contratamos hace un año. Estaré más que agradecida cuando llegue la cosecha y el señor Barry se haga cargo de la granja. Tendremos que mantener a Dolly encerrada en el redil hasta que venga Martin, porque tenemos que ponerla en los pastos de atrás y las cercas de allí tienen que arreglarse. Confieso que este es un mundo de problemas, como diría Rachel. Ahí tienes a la pobre Mary Keith muriéndose y no sé qué será de esos dos niños suyos. Tiene un hermano en la Columbia Británica y le ha escrito sobre ellos, pero aún no ha recibido respuesta.

    —¿Cómo son los niños? ¿Cuántos años tienen?

    —Poco más de seis… Son mellizos.

    —Oh, siempre he estado interesada en los mellizos desde que la señora Hammod tuvo tantos —dijo Ana con ilusión—. ¿Son guapos?

    —Madre mía… no te sabría decir; estaban muy sucios. Davy había estado fuera haciendo pasteles de barro y Dora salió a llamarlo. Davy la empujó de cabeza en el pastel más grande y entonces, como ella empezó a llorar, se tiró él también y se revolcó en el pastel para mostrarle a ella que no había nada por lo que llorar. Mary me dijo que Dora era una niña buena de verdad, pero que Davy era muy travieso. Se puede decir que nunca ha tenido educación. Su padre murió cuando era un bebé y Mary ha estado enferma casi desde entonces.

    —Siempre me dan pena los niños que no han tenido una educación —dijo Ana seriamente—. Tú sabes que yo misma no tuve ninguna hasta que te hiciste cargo de mí. Espero que su tío cuide de ellos. ¿Exactamente qué parentesco tienes con la señora Keith?

    —¿Con Mary? Ninguno. Era con su marido… Él era primo tercero nuestro. Ahí viene la señora Lynde, por el patio trasero. Supongo que vendrá a preguntar por Mary.

    —No le digas nada sobre el señor Harrison y la vaca —imploró Ana.

    Marilla lo prometió; pero la promesa fue bastante innecesaria, pues la señora Lynde no había terminado de sentarse cuando dijo:

    —Vi al señor Harrison persiguiendo a vuestra vaca Jersey por su campo de avena cuando regresaba a casa desde Carmody. Parecía muy enfadado. ¿Armó mucho alboroto?

    Ana y Marilla intercambiaron furtivamente unas sonrisas. Pocas cosas se le escapaban a la señora Lynde en Avonlea. Aquella misma mañana Ana había dicho:

    —Si entraras en tu propia habitación a medianoche, cerraras la puerta, echaras las cortinas y estornudaras, al día siguiente la señora Lynde te preguntaría cómo estás del resfriado.

    —Creo que se enfadó mucho —admitió Marilla—. Yo estaba fuera. Le echó un buen sermón a Ana.

    —Me parece un hombre de lo más desagradable —dijo Ana, con una sacudida resentida de su rojiza cabeza.

    —Nunca has dicho algo más verdadero —remachó solemnemente la señora Rachel—. Sabía que habría problemas cuando Robert Bell vendió su granja a un hombre de Nueva Brunswick, eso es. No sé a dónde irá a parar Avonlea, con tanta gente extraña. Pronto ni siquiera estaremos seguros en nuestras propias camas.

    —¿Por qué? ¿Acaso vienen más forasteros? —preguntó Marilla.

    —¿No se ha enterado? Bueno, ahí tiene a la familia de los Donnell, para empezar. Han alquilado la vieja casa de Peter Sloane. Peter ha empleado al hombre para que cuide de su molino. Vienen del este y nadie sabe nada de ellos. Luego tenemos a la familia de ese perezoso de Timothy Cotton, que se van a mudar desde White Sands y serán simplemente una carga pública. Él está tísico… cuando no está robando… Y su mujer es una criatura muy cómoda que no mueve un dedo por nada. Lava los platos sentada. La señora George Pye se ha hecho cargo del sobrino huérfano de su marido, Anthony Pye. Irá a tu escuela, Ana, así que puedes esperar problemas, eso es. Y tendrás también otro alumno forastero. Paul Irving viene de los Estados Unidos para vivir con su abuela. ¿Recuerda usted a su padre, Marilla, Stephen Irving, el que dejó plantada a Lavendar Lewis en Grafton?

    —No creo que la dejara plantada. Tuvieron una riña… Supongo que fue culpa de ambos.

    —Bueno, de todos modos él no se casó con ella y ella se volvió muy rara desde entonces según dicen, viviendo sola en la pequeña casa de piedra que ella llama La Morada del Eco. Stephen se marchó a Estados Unidos, hizo negocios con su tío y se casó con una yanqui. No ha vuelto nunca a casa, aunque su madre fue a visitarlo una o dos veces. Su mujer murió hace dos años y manda a su hijo a casa de su madre por un tiempo. Tiene diez años y no sé si será un alumno muy deseable. Nunca se puede aventurar nada sobre esos yanquis.

    La señora Lynde consideraba a todos aquellos que habían tenido la desgracia de nacer o criarse fuera de la Isla del Príncipe Eduardo con un decidido aire de «¿puede-algo-bueno-venir-de-ahí-fuera?» Podían ser buenas personas, por supuesto; pero era preferible dudarlo. Tenía un prejuicio especial contra los yanquis. A su marido le había timado diez dólares un patrono para el que había trabajado en Boston y ni los ángeles, ni las celebridades, ni poder alguno podrían haber convencido a la señora Rachel de que todo Estados Unidos no era responsable de ello.

    —La escuela de Avonlea no irá peor por un poco de sangre nueva —dijo Marilla con sequedad—, y si este chico se parece aunque sea un poco a su padre estará bien. Steve Irving era el chico más amable que se crió por estos lares, aunque algunos lo tildaran de orgulloso. Creo que la señora Irving estará muy contenta de tener al niño. Ha estado muy sola desde que murió su marido.

    —Oh, el chico podrá ser bueno, pero será diferente de los niños de Avonlea —dijo la señora Rachel como poniendo punto final al asunto. Sus opiniones sobre cualquier persona, lugar o cosa garantizaban siempre ser consistentes—. ¿Qué es eso que he oído de que vas a formar una Sociedad de Mejora del Pueblo, Ana?

    —Solo estuve hablando del tema con algunos de los chicos y chicas en la última reunión del Club de Debate —contestó ruborizándose—. Les pareció muy bien… Y también al señor y la señora Allan. Muchos pueblos las tienen ahora.

    —Bueno, tendréis un sinfín de dificultades si lo hacéis. Mejor déjalo estar, Ana, eso es. A la gente no le gusta que la mejoren.

    —Oh, no vamos a intentar mejorar a la gente. Es a Avonlea. Hay muchas cosas que podrían hacerse para embellecerla. Por ejemplo, si pudiéramos convencer al señor Levi Boulter de que derribara esa espantosa casa vieja en la parte de arriba de sus tierras, ¿no sería eso una mejora?

    —Cierto que sí —admitió la señora Rachel—. Esa vieja ruina ha sido una monstruosidad para la comarca desde hace años. Pero si los que queréis mejorar el pueblo podéis convencer a Levi Boulter de que haga algo por la comunidad por lo que no vaya a cobrar, me gustaría estar ahí para verlo y oírlo, eso es. No quiero desanimarte, Ana, porque podría haber algo bueno en tu idea, aunque supongo que lo habrás sacado de alguna revista yanqui de pacotilla; pero tendrás las manos ocupadas con tu escuela y te aconsejo como amiga que no te molestes con tus mejoras, eso es. Pero bueno, sé que seguirás adelante con ello si se te ha metido en la cabeza. Siempre fuiste de las que sacan adelante lo que se proponen.

    Algo en el firme perfil de los labios de Ana le dijo a la señora Rachel que no andaba errada en ese asunto. Ana tenía el corazón puesto en la creación de la Sociedad de Mejora. Gilbert Blythe, que iba a enseñar a White Sands pero que estaría de vuelta en casa desde la noche del viernes hasta la mañana del lunes, estaba entusiasmado con la idea; y la mayoría de los demás estaban dispuestos a cualquier cosa que supusiera reuniones ocasionales y, en consecuencia, algo de «diversión». En cuanto a lo que las «mejoras» iban a ser, nadie tenía una idea muy clara excepto Ana y Gilbert. Lo habían hablado y planeado todo hasta que una Avonlea ideal existió en sus mentes, ya que no en otra parte.

    La señora Rachel aún tenía otra noticia.

    —Le han dado la escuela de Carmody a Priscilla Grant. ¿No fuiste a la Academia de la Reina con una chica con ese nombre, Ana?

    —Sí, ciertamente. ¡Priscilla va a enseñar en Carmody! ¡Qué bien! —exclamó Ana, con sus ojos grises tan brillantes que parecían estrellas vespertinas, y que lograron que la señora Lynde se preguntara de nuevo si alguna vez resolvería satisfactoriamente si Ana Shirley era realmente una muchacha bonita o no.

    Capítulo II. Vender con prisas y arrepentirse al instante

    Ana fue de compras a Carmody la tarde siguiente y llevó a Diana Barry con ella. Diana era, desde luego, un miembro activo de la Sociedad de Mejora y las dos muchachas apenas hablaron de otra cosa tanto a la ida como a la vuelta.

    —Lo primero que tenemos que hacer nada más empezar es pintar ese salón de actos —dijo Diana mientras pasaban por el salón de actos de Avonlea, un edificio más bien destartalado construido en una hondonada boscosa, con abetos sobresaliendo alrededor como una capucha—. Es un sitio de aspecto horrible y debemos arreglarlo incluso antes de que intentemos convencer al señor Levi Boulter de que derribe su casa. Papá dice que nunca lo conseguiremos. Levi Boulter es demasiado tacaño como para perder el tiempo que tomaría hacerlo.

    —Quizá deje que los muchachos la derriben si le prometen cargar los tableros y hacerlos leña para él —dijo Ana esperanzada—. Debemos hacer lo que podamos y contentarnos con ir lentamente al principio. No podemos esperar mejorarlo todo al mismo tiempo. Tendremos que educar primero el sentimiento público, claro está.

    Diana no estaba muy segura de lo que significaba eso de educar el sentimiento público, pero sonaba bien y se sentía orgullosa de pertenecer a una sociedad que tenía tales perspectivas.

    —Anoche pensé en algo que podríamos hacer, Ana. ¿Conoces el terreno triangular donde se unen las carreteras de Carmody, Newbridge y White Sands? Está cubierto de abetos jóvenes; pero, ¿no sería estupendo si lo limpiáramos y dejáramos solo los dos o tres abedules que hay en él?

    —Espléndido —dijo Ana con alegría—. Y pondremos un asiento de tipo rústico bajo los abedules. Y cuando llegue la primavera colocaremos un parterre de flores en el medio y plantaremos geranios.

    —Sí; solo que tendremos que inventar algo para que la vieja señora Hiram Sloane mantenga su vaca fuera del camino o se comerá los geranios —rio Diana—. Empiezo a comprender lo que querías decir por educar el sentimiento público, Ana. Ahí tienes la vieja casa de Boulter. ¿Has visto alguna vez algo más destartalado? Y está colgada justo junto al camino. Una casa vieja sin ventanas siempre me hace pensar en algo muerto y con los ojos arrancados.

    —Yo creo que una casa vieja y abandonada es una vista muy triste —dijo Ana soñadoramente—. Siempre me parece que la casa esté pensando en su pasado y lamentándose por sus antiguas alegrías. Marilla dice que hace mucho tiempo una gran familia se crió en esa casa vieja, y que era un lugar muy bonito, con un jardín precioso y rosales creciendo por todas partes. Estaba llena de niños pequeños y risas y canciones; y ahora está vacía, y nada salvo el viento pasa por sus habitaciones. ¡Qué triste y solitaria debe sentirse! Quizá todos ellos regresan en las noches de luna llena, los fantasmas de los niños pequeños de tiempo atrás y las rosas y las canciones, y durante un poco de tiempo la vieja casa puede soñar que es joven y alegre otra vez.

    Diana agitó la cabeza.

    —Ana, ya nunca imagino cosas como esa. ¿No te acuerdas de lo que se enfadaron mamá y Marilla cuando imaginamos que había fantasmas en el Bosque Encantado? Todavía hoy no puedo cruzarlo tranquila después del anochecer y si empiezo a imaginarme cosas como esas sobre la vieja casa Boulter también me dará miedo al pasar por allí. Además, esos niños no están muertos. Son adultos y les va bien; uno de ellos es carnicero. Y de todos modos las flores y las canciones no pueden tener fantasmas.

    Ana suspiró levemente. Quería mucho a Diana y siempre habían sido buenas amigas. Pero había aprendido tiempo atrás que cuando se aventuraba en el reino de la fantasía debía hacerlo sola. El camino hasta él era una senda encantada donde ni siquiera su más querida amiga podía seguirla.

    Mientras las muchachas estaban en Carmody cayó una tormenta; no obstante no duró mucho, y el viaje de vuelta a casa, por sendas donde las gotas de lluvia chispeaban en los setos y en los valles cubiertos de hojas, donde los helechos empapados llenaban el aire de olores aromáticos, fue delicioso. Pero justo cuando giraron para entrar en el sendero de los Cuthbert, Ana vio algo que le echó a perder la belleza del paisaje.

    Delante de ellas, hacia la derecha, se extendía el amplio campo verde de avena tardía del señor Harrison, húmedo y exuberante; y allí, cuadrada en pie en mitad del mismo, con los tallos de avena llegándole hasta el costado y parpadeando tranquilamente por encima de las campanillas, ¡pastaba una vaca Jersey!

    Ana soltó las riendas y se incorporó con un fruncir de labios que no presagiaba nada bueno para el cuadrúpedo. No dijo una palabra, pero descendió ágilmente por la rueda y saltó la valla antes de que Diana entendiera lo que había ocurrido.

    —¡Ana, vuelve! —gritó tan pronto como recuperó la voz—. Vas a estropear tu vestido con el grano húmedo… ¡lo vas a estropear! ¡No me oye! Bueno, nunca va a poder sacar esa vaca de ahí ella sola. Tengo que ir y ayudarla.

    Ana corría entre el grano como loca. Diana saltó vivamente del carro, ató el caballo a un poste, se echó las faldas de su lindo vestido sobre los hombros, saltó la valla y comenzó a perseguir a su frenética amiga. Podía correr más rápido que Ana, a quien entorpecía la falda empapada, y pronto la alcanzó. Tras ellas iban dejando una senda que le rompería el corazón al señor Harrison cuando la viera.

    —Ana, por Dios, párate —dijo respirando entrecortadamente la pobre Diana—. Me estoy quedando sin aliento y tú estás totalmente empapada.

    —Tengo que… sacar… esa vaca… antes de que… el señor Harrison… la vea —jadeó—. No me importa… si me… ahogo… si solo… podemos… hacer eso.

    Pero la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1