Cuentos para niños
Por Leon Tolstoi
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Cuentos para niños - Leon Tolstoi
e I.S.B.N.: 978-956-12-2198-7.
1ª edición: febrero de 2016.
© 1996 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.
Nº Inscripción 202.370. Santiago de Chile.
Derechos reservados de la presente versión
Para todos los países.
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El presente libro no puede ser reproducido ni en todo
ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio
mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia,
microfilmación u otra forma de reproducción,
sin la autorización de su editor.
Índice de contenido
Cómo aprendí a montar a caballo
El viejo caballo
El incendio
Bolita
Bolita y el jabalí
Los faisanes
Milton y Bolita
La tortuga
Bolita y el lobo
Lo que le ocurrió a Bolita en Piatigorsk
El fin de Bolita y de Milton
La liebre
Cómo cazamos un oso
El prisionero del Cáucaso
Cómo aprendí a montar a caballo
Yo era realmente un niño muy estudioso. Solo los domingos y festivos jugaba con mis hermanos y paseaba. El resto de los días los dedicaba al estudio.
Una mañana, mi padre anunció:
–Los mayores ya están en edad de aprender a montar a caballo.
–¿Me dejarás aprender a mí también? –pregunté.
–No. Tú aún eres muy pequeño.
Con lágrimas en los ojos insistí en que me enseñaran a montar.
–Está bien –accedió mi padre–. Pero cuídate de no llorar cuando te caigas. El que no se cae no aprende a cabalgar jamás.
Fue un miércoles cuando nos llevaron al picadero. Entré con mis hermanos en un zaguán y luego pasamos a un enorme cobertizo, en el que había un amplio lugar con el suelo cubierto de arena. Diversos jinetes, entre ellos algunas señoras y varios niños, montaban a caballo. La luz era escasa; se escuchaban voces dando órdenes, chasquidos de látigos y el golpeteo de los cascos de las cabalgaduras. Olía a sudor de caballo. Yo tenía susto y al comienzo podía ver muy poco. El empleado que nos acompañaba llamó al palafrenero.
–Estos jóvenes vienen para aprender a montar –le explicó.
El palafrenero hizo un gesto de asentimiento. Sin embargo, después de mirarme, vaciló.
–Este niño es muy chico. Tiene que esperar unos años...
–Prometió que no va a llorar si se cae.
–¿Seguro? –El hombre se rió.
Pronto trajeron los caballos ensillados y bajamos al picadero, el palafrenero sujetaba las bridas de los caballos de mis hermanos y los hacía dar vueltas en torno a él; primero a paso lento, enseguida trotando. Por fin acercaron a Chervonchick, un alazán pequeñito, de cola cortada.
–Listo, caballerito, siéntese –me invitó el palafrenero.
Una mezcla de alegría y temor me llenaba, pero hice un esfuerzo para que no se dieran cuenta y traté de meter los pies en los estribos. Como no lo conseguí, el hombre me tomó en brazos y me colocó sobre la montura. Al comienzo me mantuvo cogido de la mano; luego yo le pedí que me soltara, ya que eso no lo había hecho con mis hermanos mayores.
–¿No le da miedo? –indagó él, sin dejar de sonreír. Como le aseguré que no, aunque estaba muy asustado, me soltó la mano, recomendándome–: Tenga cuidado. No se vaya a caer.
Chervonchick caminó al paso. Yo pude mantenerme derecho, a pesar de que la silla era resbaladiza.
–¿Se sostiene sin problemas?
–Sí, sin ningún problema.
–Entonces puede ir al trote –continuó el palafrenero, y emitió un chasquido con la lengua.
De inmediato, mi caballo inició un trotecillo que me hacía saltar. Pero no dije nada; solo me preocupaba no ladearme.
–¡Muy bien! –me elogió el palafrenero, contento, y se puso a hablar con otro hombre.
A partir de ese momento, dejó de estar pendiente de mí, y yo comprobé que me iba inclinando poco a poco hacia un costado. Por vergüenza no pedí ayuda, pero no conseguí volver a instalarme en el centro de la montura. Entre tanto, Chervonchick seguía trotando, totalmente ajeno a mi angustia, mientras