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Ana, la de Álamos Ventosos
Ana, la de Álamos Ventosos
Ana, la de Álamos Ventosos
Libro electrónico366 páginas7 horas

Ana, la de Álamos Ventosos

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Ana deja atrás el Redmond College para comenzar con un nuevo empleo y un nuevo capítulo de su vida lejos de su amada Tejas Verdes. Mientras Gilbert estudia medicina, ella trabajará como directora de un colegio en Summerside, donde se enfrentará con un nuevo reto, los Pringle, «la Familia Real» de la ciudad, que muy pronto le harán ver que ella no es la persona que esperaban como directora de la escuela.
Durante su estancia se hospedará en Álamos Ventosos junto con dos ancianas viudas, la tía Kate y Chatty, el ama de llaves Rebecca Dew, y su gato, Dusty Miller. Ana deberá aprender a relacionarse con los excéntricos habitantes del pueblo para ganarse su simpatía y encontrar nuevos amigos. Tras muchas peripecias, entre ellas varias bodas, Ana regresará a Avonlea para preparar su propio casamiento con su amado Gilbert.

Ana la de Álamos Ventosos, cuarto volumen de la colección de Ana Shirley, continúa, esta vez en una recreación del género epistolar, la narración de las aventuras de Ana, el extraordinario y tierno personaje creado por Lucy Maud Montgomery, en un retrato de juventud tan cálido y apasionado como ingenioso y divertido. Por sus valores sinceros y su búsqueda de la armonía, la obra de L. M. Montgomery ha alcanzado la estatura de un clásico de la literatura juvenil.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788415943273
Ana, la de Álamos Ventosos

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    Ana, la de Álamos Ventosos - Montgomery

    9788415943273

    Parte primera:

    El primer año

    Capítulo I

    (Carta de Ana Shirley, Licenciada en Letras, Directora de la Escuela de Secundaria de Summerside, a Gilbert Blythe, estudiante de Medicina de Redmond College, Kingsport)

    Álamos Ventosos,

    Calle del Fantasma,

    Summerside, I. P. E.

    Lunes, 12 de septiembre.

    Querido mío:

    ¿Qué te parece mi dirección? ¿Has oído alguna vez algo más delicioso? Álamos Ventosos es el nombre de mi nuevo hogar, y me encanta. También me encanta la Calle del Fantasma, que no tiene existencia legal. En realidad debería llamarse Trent Street pero nadie usa ese nombre, excepto en las raras ocasiones en que es mencionado en el periódico Weekly Courier… Y cuando eso ocurre las personas se miran entre sí y dicen: «¿Pero dónde rábanos está eso?» Así que es la Calle del Fantasma… Aunque no sé decirte por qué. Ya se lo he preguntado a Rebecca Dew, pero lo único que sabe decirme es que siempre se ha llamado la Calle del Fantasma y que se contaba una historia, hace años, que decía que estaba embrujada. Aunque ella nunca ha visto nada extraño allí, al menos no más extraño que ella misma.

    Pero bueno, no debo adelantarme en mi historia. Todavía no sabes quién es Rebecca Dew. Pero la conocerás, seguro que la conocerás. Intuyo que Rebecca Dew va a aparecer ampliamente en mi correspondencia futura.

    Está atardeciendo, cae el crepúsculo, querido mío. (A propósito, ¿no te parece preciosa la palabra «crepúsculo»? A mí me gusta más que «ocaso». «Crepúsculo» suena tan aterciopelada, tan llena de sombras y… tan crepuscular). De día pertenezco al mundo… por la noche al sueño y a la eternidad. Pero a la hora del crepúsculo estoy libre de ambos y me pertenezco solo a mí misma… y a ti. Así que voy a reservar esta hora sagrada para escribirte. Aunque esta no va a ser una carta de amor. La pluma que tengo rasca demasiado al escribir y no puedo escribir cartas de amor con una pluma que rasga el papel… ni tampoco con un lápiz demasiado afilado… ni siquiera con un lápiz demasiado corto. De modo que solo recibirás ese tipo de cartas cuando tenga justo la pluma adecuada. Mientras tanto, te voy a hablar sobre mi nuevo pueblo y sus habitantes. Gilbert, son tan encantadores…

    Llegué ayer buscando un lugar donde hospedarme. La señora Lynde vino conmigo, supuestamente para hacer algunas compras, pero en realidad yo sé que vino para elegir por mí un sitio donde vivir. A pesar de mi Licenciatura en Letras y todos mis estudios, todavía piensa que soy una joven inexperta que necesita ser guiada, dirigida y supervisada.

    Vinimos en tren y, oh, Gilbert, me pasó algo de lo más gracioso. Ya sabes que siempre he sido una persona a la que las aventuras le pasan solas, sin que las busque. Parece que las atraigo.

    Sucedió justo cuando el tren estaba entrando en la estación. Me levanté y, al inclinarme para coger la maleta de la señora Lynde (pues planeaba pasar el domingo con una amiga que tiene en Summerside), apoyé los nudillos pesadamente sobre lo que me pareció el brillante brazo de un asiento. Al segundo noté un violento crujido en la mano que casi me hizo gritar. Gilbert, lo que creí que era el brazo del asiento era la cabeza calva de un hombre. Me fulminaba con la mirada y era evidente que acababa de despertarse. Me deshice en disculpas y me bajé del tren lo más rápido que pude. Lo último que vi de ese hombre fue su mirada fulminante. ¡La señora Lynde estaba horrorizada y a mí todavía me duelen los nudillos!

    No esperaba tener muchas dificultades para encontrar alojamiento, pues una tal señora de Tom Pringle ha estado alojando a las distintas directoras de la Escuela Secundaria durante los últimos quince años. Pero por alguna razón desconocida se cansó de las «molestias» y no quiso aceptarme como huésped. Algunos otros lugares que me parecieron adecuados me dieron excusas amables. Muchos otros sitios no eran deseables. Vagamos por el pueblo toda la tarde y pasamos calor, cansancio, desaliento y nos dio dolor de cabeza… al menos a mí. Yo estaba ya a punto de darme por vencida, cuando entonces ¡apareció la Calle del Fantasma!

    Habíamos ido a ver a la señora Braddock, una vieja amiga de la señora Lynde. Nos dijo que, en su opinión, «las viudas» podrían alojarme.

    —He oído que quieren albergar a alguien para pagar el sueldo de Rebecca Dew. Ya no pueden permitirse tenerla por más tiempo a menos que les llegue un poco de dinero adicional. Y si ella se va, ¿quién va a ordeñar a esa vieja vaca rojiza?

    La señora Braddock me lanzó una mirada severa, como si pensara que yo debía ordeñar la vaca rojiza, aunque no me hubiese creído ni bajo juramento si yo le hubiera dicho que sabía hacerlo.

    —¿De qué viudas estás hablando? —preguntó la señora Lynde.

    —Pues de la tía Kate y la tía Chatty —respondió la señora Braddock, como si todo el mundo, hasta una ignorante Licenciada en Letras, tuviera que saberlo—. La tía Kate es la señora de Amasa MacComber (es la viuda del capitán) y la tía Chatty es la señora de Lincoln MacLean, una viuda normal. Pero todo el mundo las llama «tías». Viven al final de la Calle del Fantasma.

    ¡Calle del Fantasma! Eso lo decidió todo. Supe al instante que tenía que alojarme con las viudas.

    —Vayamos a verlas ahora mismo —le imploré a la señora Lynde. Me parecía que si perdíamos un momento, la Calle del Fantasma se esfumaría en el mundo de las hadas.

    —Puedes ir a verlas, pero será Rebecca la que decidirá realmente si te aceptan o no como huésped. Ella tiene la sartén por el mango en Álamos Ventosos, te lo puedo asegurar.

    ¡Álamos Ventosos! No podía ser verdad… simplemente no podía. Tenía que estar soñando. Y, de hecho, la señora Rachel Lynde estaba diciendo que era un nombre muy raro para un lugar.

    —Oh, el capitán MacComber se lo puso. Era su casa, ya sabes. Plantó todos los álamos que la rodean y estaba muy orgulloso de ello, aunque iba poco a casa y nunca se quedaba mucho tiempo. La tía Kate solía decir que era molesto, pero nunca pudimos saber si se refería al poco tiempo que permanecía o a que volvía de vez en cuando. Bueno, señorita Shirley, espero que llegues. Rebecca Dew es una buena cocinera y un genio con las patatas frías. Si le caes en gracia, todo irá sobre ruedas. Si no… bueno, pues no. He oído que hay un nuevo banquero en el pueblo buscando casa para alojarse y quizás ella lo prefiera a él. Es raro que la señora de Tom Pringle no te haya aceptado. Summerside está lleno de Pringle y medio Pringle. Les llaman «la familia real» y tendrás que llevarte bien con ellos, señorita Shirley, o nunca te irá bien en la Escuela de Secundaria de Summerside. Siempre han tenido la sartén por el mango en estos lares. Hay una calle que lleva el nombre del viejo capitán Abraham Pringle. Son todo un clan, pero las dos ancianas que viven en Maplehurst comandan la tribu. Oí que no te tienen en buena estima.

    —¿Pero por qué? —exclamé—. Si ni siquiera me conocen.

    —Bueno, un primo tercero de ellas solicitó el cargo de director y piensan que debería haberlo conseguido él. Cuando aceptaron tu solicitud toda la jauría echó la cabeza hacia atrás y aulló de lo lindo. La gente es así. Hay que tomarlo como viene, ya sabes. Se mostrarán suaves como la seda contigo, pero irán en contra tuya en cada ocasión que se les presente. No quiero desalentarte, pero mujer precavida vale por dos. Espero que te vaya bien, aunque solo sea para fastidiarles. Si las viudas te aceptan, no te importará comer con Rebecca Dew, ¿verdad? No es una criada, ya sabes. Es una prima lejana del capitán. No come en la mesa cuando hay invitados… Sabe cuál es su lugar en esas ocasiones. Pero si te vas a alojar allí no te considerará una invitada, por supuesto.

    Le aseguré a la ansiosa señora Braddock que me encantaría comer con Rebecca Dew y luego arrastré a la señora Lynde hacia la calle. Tenía que llegar antes que el banquero.

    La señora Braddock nos acompañó hasta la puerta.

    —Y no hieras los sentimientos de la tía Chatty, ¿de acuerdo? Se la hiere con nada. Es una persona muy sensible, la pobrecilla. Verás, ella no tiene tanto dinero como la tía Kate… Aunque la tía Kate tampoco tiene demasiado. Y ella quería a su marido de verdad… a su propio marido, quiero decir. Pero la tía Chatty no lo quería… No quería al suyo, se entiende. Y no es de extrañar. Lincoln MacLean era un viejo malhumorado… Pero ella piensa que la gente se lo echa en cara. Por suerte es sábado. Si fuera viernes la tía Chatty ni siquiera consideraría la posibilidad de aceptarte. Una pensaría que la tía Kate debería ser la más supersticiosa, ¿verdad? Los marinos son así. Pues es la tía Chatty, aunque su marido fuera carpintero. Fue muy guapa en su tiempo, pobrecilla.

    La aseguré a la señora Braddock que los sentimientos de la tía Chatty serían sagrados para mí, pero nos siguió por el sendero.

    —Kate y Chatty no mirarán tus cosas cuando salgas. Son muy escrupulosas. Puede que Rebecca Dew lo haga, pero no irá con cuentos sobre ti. Y yo no iría por la puerta principal si fuera tú. Solo la usan para algo importante de verdad. No creo que la hayan abierto desde el funeral de Amasa. Prueba por la puerta lateral. Guardan la llave debajo del macetero que está en el alféizar de la ventana, de modo que si no hay nadie en casa, abre la puerta, pasa y espera dentro. Y hagas lo que hagas, no digas nada bueno del gato, porque a Rebecca Dew no le gusta.

    Prometí que no diría nada bueno del gato y finalmente logramos escapar. En poco tiempo nos encontramos en la Calle del Fantasma. Es una calle lateral muy corta que da a campo abierto y, a lo lejos, una colina azul le da un hermoso fondo. Por uno de los lados no hay ninguna casa y la tierra desciende en una suave pendiente hacia el puerto. En el otro lado solo hay tres casas. La primera es solo una casa… Nada más se puede decir de ella. La siguiente es una mansión imponente, sombría, de ladrillos rojos, con una buhardilla de la que sobresalen ventanas como tragaluces, una barandilla de hierro alrededor de la parte plana de arriba y tantos pinos y abedules agolpados alrededor que apenas se puede ver la fachada. Debía ser terriblemente oscura por dentro. Y la tercera y última casa es Álamos Ventosos, justo en la esquina, con la calle cubierta de hierba por delante y un verdadero camino campestre, hermosísimo, sombreado por los árboles, en el otro lado.

    Me enamoré de la casa de inmediato. Ya sabes que hay casas que, por alguna razón difícil de definir, dejan una fuerte impresión nada más verlas. Álamos Ventosos es así. Podría describírtela como una casa de madera blanca… muy blanca. Con ventanas verdes… muy verdes. Con una «torre» en la esquina y una ventana abuhardillada a cada lado, un muro bajo de piedra que la separa de la calle, con álamos plantados a intervalos siguiendo su línea, y un gran jardín en la parte trasera, donde crecen flores y vegetales juntos en un desorden encantador. Pero todo esto no puede transmitirte todo su encanto. En pocas palabras, es una casa con una personalidad deliciosa y hay en ella algo del sabor de Tejas Verdes.

    —Este es mi lugar, estaba predestinado —susurré embelesada.

    La señora Lynde parecía no confiar demasiado en la predestinación.

    —Tendrás que caminar bastante hasta la escuela —comentó dubitativa.

    —No me importa. Será un buen ejercicio. Oh, mira ese precioso bosquecillo de abedules y arces al otro lado del camino.

    La señora Lynde lo miró, pero solo dijo:

    —Espero que no te coman los mosquitos.

    Yo también lo esperaba. Detesto los mosquitos. Un mosquito puede mantenerme más despierta que la mala conciencia.

    Me alegré de no tener que entrar en la casa por la puerta principal. Parecía tan intimidante. Era una gran puerta de madera, de dos hojas, flanqueada por paneles de cristal rojo con dibujos de flores. No parecía en absoluto que perteneciera a la casa. En cambio, la pequeña puerta verde del costado, a la que llegamos por un precioso sendero de baldosas delgadas y planas hundidas a intervalos en la hierba, era mucho más amistosa y atrayente. El sendero estaba bordeado por flores muy ordenadas, lirios, flores de melisa, margaritas rojas y blancas, y lo que la señora Lynde llama «pinies». Por supuesto que las plantas no estaban todas en flor en esta época, pero se veía que habían florecido en su momento oportuno y lo habían hecho bien. Había un jardín de rosas en una esquina, y entre Álamos Ventosos y la casa sombría de al lado se elevaba un muro de ladrillos cubierto con enredaderas, en medio del cual había una despintada puerta verde con un enrejado arqueado sobre ella. Algunas ramas de parra cruzaban esta puerta, de modo que era evidente que no había sido abierta en mucho tiempo. En realidad era solo media puerta, porque la mitad superior era solamente un rectángulo abierto, a través del cual pudimos atisbar el tupido jardín que había al otro lado.

    Justo cuando entramos por la puerta del jardín de Álamos Ventosos, reparé en una mata de trébol justo al lado del sendero. Un impulso me llevó a inclinarme y mirarla. ¿Te lo puedes creer, Gilbert? Allí, justo delante de mí, ¡había tréboles de cuatro hojas! ¡Hablando de supersticiones! Ni siquiera los Pringle pueden competir contra eso. Y entonces me sentí segura de que el banquero no tenía la más remota posibilidad.

    La puerta lateral estaba abierta, así que era evidente que había alguien en casa y no tuvimos que mirar debajo de la maceta. Llamamos a la puerta y Rebecca Dew se acercó a ver quién era. Nos dimos cuenta de que era ella porque no podía haber sido ninguna otra persona en el mundo entero. Y tampoco podría haberse llamado de otra forma.

    Rebecca Dew tiene unos cuarenta años, y si un tomate tuviera el pelo negro y le creciera hacia atrás desde la frente, unos ojillos negros chispeantes, una nariz diminuta con la punta redondeada y una boca en forma de hendidura, tendría el mismo aspecto. Todo en ella es un poquitín demasiado corto… los brazos, las piernas, el cuello y la nariz. Todo salvo su sonrisa. Es tan larga como para llegarle de oreja a oreja.

    Pero no vimos su sonrisa en ese momento. Se puso un poco seria cuando le pregunté si podíamos ver a la señora MacComber.

    —¿Se refiere a la señora del capitán MacComber? —replicó con severidad, como si hubiera al menos una docena de señoras MacComber en la casa.

    —Sí —asentí con docilidad. Y de inmediato nos hizo pasar a la salita y nos dejó allí. Era una habitación más o menos bonita, un poco abarrotada de antimacasares, pero con una atmósfera tranquila y amistosa que me gustó. Cada mueble tenía su sitio concreto, que había ocupado durante años. ¡Cómo brillaban esos muebles! Ningún abrillantador comprado produjo jamás ese brillo de espejo. Me di cuenta de que se debía a los brazos de Rebecca Dew. Sobre la repisa de la chimenea había un barco con todas sus velas desplegadas en una botella que despertó el interés de la señora Lynde. No podía imaginarse cómo habría ido a parar allí dentro… pero opinó que le daba a la habitación un «aire náutico».

    «Las viudas» entraron. Me gustaron en ese mismo instante. La tía Kate era alta, delgada y gris, y un poco austera… del tipo exacto de Marilla. Y la tía Chatty era bajita, delgada y gris y un poco melancólica. Debía haber sido muy bonita alguna vez, pero ahora no queda nada de su belleza, excepto sus ojos. Son preciosos… Suaves, grandes y marrones.

    Expliqué mi situación y las viudas se miraron la una a la otra.

    —Debemos consultar a Rebecca Dew —resolvió la tía Chatty.

    —Sin duda —añadió la tía Kate.

    Rebecca Dew fue debidamente reclamada y vino desde la cocina. El gato entró con ella. Un gran gato maltés peludo, con el pecho y el cuelo de color blanco. Me habría gustado acariciarlo, pero recordé la advertencia de la señora Braddock y lo ignoré.

    Rebecca me miró sin un atisbo de sonrisa.

    —Rebecca —dijo la tía Kate, quien, según he descubierto, no malgasta palabras—, la señorita Shirley querría alojarse aquí. No creo que podamos aceptarla.

    —¿Por qué no? —preguntó Rebecca Dew.

    —Me temo que sería demasiado trabajo para ti —respondió la tía Chatty.

    —Estoy bastante bien acostumbrada al trabajo —respondió Rebecca Dew. Gilbert, no se pueden separar esos nombres. Es imposible… Aunque las viudas lo hacen. La llaman Rebecca cuando hablan con ella. No sé cómo se las apañan para hacerlo.

    —Estamos un poco viejas para las idas y venidas de la gente joven —insistió la tía Chatty.

    —Hable por usted —replicó—. Solo tengo cuarenta y cinco años y todavía estoy en pleno uso de mis facultades. Y yo creo que estaría muy bien tener a alguien joven durmiendo en la casa. Una chica sería mejor que un varón, sin duda. Un hombre estaría fumando día y noche… Nos quemaría nuestras camas. Si ustedes tienen que acoger un huésped, mi consejo sería aceptarla a ella. Pero la casa es de ustedes, por supuesto.

    Dijo todo eso y desapareció, como le gustaba tanto decir a Homero. Comprendí que así estaba ya todo resuelto, pero la tía Chatty añadió que debía subir y ver si la habitación era adecuada para mí.

    —Querida, le daremos la habitación de la torre. No es tan grande como la de invitados, pero tiene un hueco para el tubo de la estufa en invierno y una vista mucho más bonita. Se puede ver el viejo cementerio desde ella.

    Supe al instante que me encantaría. Su propio nombre, «habitación de la torre», me entusiasmaba. Me sentía como si estuviera viviendo en aquella vieja canción que solíamos cantar en la escuela de Avonlea sobre la doncella que «moraba en una alta torre junto al mar gris». Resultó ser un sitio precioso. Subimos por un pequeño tramo de escaleras que hacía una curva y ascendía desde el descansillo. Era algo pequeña… Pero no tan pequeña como el espantoso dormitorio que daba al pasillo que tuve en mi primer año en Redmond. Tenía dos ventanas, una abuhardillada que daba al oeste y otra a dos aguas mirando al norte, y en la esquina formada por la torre había otra ventana de tres hojas con batientes que abren hacia afuera y estanterías debajo para mis libros. El suelo estaba cubierto con alfombras redondas trenzadas, la gran cama tenía dosel y un edredón de plumas de oca salvaje, y estaba tan lisa y cuidadosamente preparada que me parecía una lástima tener que deshacerla durmiendo. Y, Gilbert, es tan alta que para subirme a ella tengo que utilizar unos escaloncitos móviles que están guardados debajo de la cama durante el día. Parece ser que el capitán MacComber compró todo el artilugio en algún lugar extranjero y lo trajo a casa.

    En uno de los rincones había un precioso armarito con estantes adornados con papel blanco festoneado y ramilletes de flores pintados en la puerta. Había un almohadón azul redondo descansando sobre el asiento que había debajo de la ventana, un almohadón con un botón hundido en el centro, lo que le daba el aspecto de un gran donut azul. Y había un lavabo con dos estantes… En el más alto cabían apenas una jarra y una jofaina azules y en el más bajo una jabonera y una jarra para el agua caliente. Tenía un cajón, con un tirador de bronce, lleno de toallas, y en un estante encima del cajón había una damita de porcelana blanca, con zapatos de color rosa, vestida con un moño dorado y una rosa de porcelana roja en su rubio cabello también de porcelana.

    La habitación entera estaba bañada por la luz dorada que entraba a través de las cortinas de color maíz y había un tapiz extraordinario colgado de la pared blanca donde caían las sombras de los álamos plantados fuera… Era un tapiz viviente, siempre cambiante y trémulo. De alguna manera parecía una habitación tan feliz. Me sentí como si fuera la chica más rica del mundo.

    —Estarás segura aquí, eso es —afirmó la señora Lynde mientras nos marchábamos.

    —Supongo que encontraré algunas cosas que me resultarán algo opresivas después de la libertad que tenía en la Casa de Patty —comenté para provocarla un poco.

    —¡Libertad! —resopló la señora Lynde—. ¡Libertad! No hables como una yanqui, Ana.

    Me mudé hoy, con mis cosas y todo mi equipaje. Por supuesto que me dio mucha tristeza dejar Tejas Verdes. No importan ni la cantidad de veces ni lo lejos que haya estado fuera de allí, en cuanto llegan unas vacaciones vuelvo a ser parte de ese lugar como si nunca me hubiera ido, y se me parte el corazón cuando me voy. Pero sé que me gustará estar aquí. Y yo le gusto a la casa también. Siempre he podido darme cuenta si le caigo bien a una casa o no.

    Las vistas desde mis ventanas son preciosas; hasta la del viejo cementerio, que está rodeado por una hilera de abetos oscuros y al que se llega por una calle sinuosa, bordeada por canales de desagüe. Desde la ventana orientada al oeste puedo ver todo el puerto y, más allá, costas lejanas y brumosas con los encantadores pequeños veleros que tanto me gustan y los buques que parten «hacia puertos desconocidos». ¡Qué frase más fascinante! ¡Hay tanto lugar para la imaginación en ella! Desde la ventana que da al norte puedo ver el bosquecillo de abedules y arces que está al otro lado de la calle. Sabes que siempre he sido devota de los árboles. Cuando estudiábamos a Tennyson en el curso de inglés de Redmond siempre me identificaba con la pobre Enone, que lloraba por sus pinos destrozados.

    Más allá del bosquecillo y del cementerio hay un valle adorable, con un caminito sinuoso que lo atraviesa como una brillante cinta roja y casitas blancas que parecen motear la vista desde mi ventana. Algunos valles son adorables, no podría decirte por qué. El solo hecho de mirarlos causa placer. Y al fondo de todo está mi colina azul. La llamaré el Rey de las Tormentas, por eso de la pasión gobernante, etcétera.

    Puedo estar sola aquí arriba siempre que quiera. Tú sabes que es bueno estar sola de vez en cuando. Los vientos serán mis amigos. Gemirán, suspirarán y cantarán alrededor de mi torre. Los vientos blancos del invierno. Los vientos verdes de primavera. Los vientos azules del verano. Los vientos carmesí del otoño. Y los vientos salvajes de todas las estaciones… «Viento de tormenta que cumple su promesa». Siempre me ha maravillado ese versículo de la Biblia. Como si todos y cada uno de los vientos tuvieran un mensaje para mí. Siempre he envidiado al muchacho que voló con el viento del norte en esa vieja y preciosa historia de George MacDonald. Alguna de estas noches, Gilbert, abriré la ventana de mi torre y me dejaré llevar en los brazos del viento… Y Rebecca Dew nunca sabrá por qué nadie ha dormido en mi cama esa noche.

    Querido mío, espero que cuando encontremos nuestra «Casa de los Sueños» haya vientos alrededor de ella. Me pregunto dónde estará esa casa desconocida. ¿Me gustará más a la luz de la luna o al amanecer? Ese hogar del futuro donde tendremos amor, amistad y trabajo… Y unas pocas aventuras divertidas para hacernos reír en nuestra vejez. ¡La vejez! ¿Seremos viejos alguna vez, Gilbert? Me parece imposible.

    Desde la ventana izquierda de la torre puedo ver los tejados de la ciudad… el lugar donde voy a vivir al menos durante un año. En esas casas viven personas que serán mis amigas, aunque aún no las conozco. Y quizá mis enemigas también. Pues gente de la ralea de los Pye, gente de mala voluntad, hay en todas partes, con todo tipo de nombres diferentes, y por lo que tengo entendido los habrá de ese estilo también aquí. La escuela abre mañana. ¡Tendré que enseñar geometría! Seguro que no puede ser peor que aprenderla. Ruego al cielo que no haya genios de las matemáticas entre los Pringle.

    Llevo aquí solo medio día, pero me siento como si hubiera conocido a Rebecca Dew y a las viudas de toda la vida. Ya me han pedido que las llame «tía», y yo les he pedido que me llamen Ana. A Rebecca Dew la llamé «señorita Dew» una vez.

    —¿Señorita qué? —exclamó.

    —Dew —repetí sumisa—. ¿No se llama usted así?

    —Bueno, sí, me llamo así, pero no me han llamado señorita Dew desde hace tanto tiempo que me ha dado un buen susto. Mejor será que no me llame así más, señorita Shirley, pues no estoy acostumbrada.

    —Lo recordaré, Rebecca… Dew —respondí, tratando de no incluir el Dew, pero no lo logré.

    La señora Braddock tenía bastante razón al decir que la tía Chatty era muy sensible. Lo descubrí a la hora de la cena. La tía Katy había dicho algo acerca del sexagésimo sexto cumpleaños de Chatty. Por casualidad miré a Chatty y vi que, bueno, no que estallara en lágrimas, esa sería una expresión demasiado explosiva para su actitud, pero sí que se desbordó en lágrimas. Se le formaron en sus grandes ojos marrones y rebosaron, sin esfuerzo y en silencio.

    —¿Y ahora qué pasa, Chatty? —inquirió la tía Kate con cierta aspereza.

    —Es… es que solo cumplí sesenta y cinco años —respondió la tía Chatty.

    —Perdóname, Charlotte —se disculpó la tía Kate, y todo volvió a ser como un rayo de sol.

    El gato es un animal grande, con ojos dorados y un elegante pelaje maltés polvoriento y blanco irreprochable. Las tías Kate y Chatty lo llaman Dusty Miller, porque ese es su hombre, y Rebecca Dew lo llama «ese gato», porque le tiene encono y no le gusta tener que darle una pulgada cuadrada de hígado cada mañana y cada noche, ni tener que quitar los pelos del sillón de la salita con un viejo cepillo de dientes cada vez que el gato se cuela en la habitación; tampoco le gusta tener que ir a perseguirlo fuera cada vez que se escapa por la noche.

    —Rebecca Dew siempre ha odiado a los gatos —me contó la tía Chatty—, y detesta a Dusty especialmente. El perro de la vieja señora Campbell, ella tenía por entonces un perro, lo trajo en la boca hace dos años. Supongo que el perro pensó que no tenía sentido llevárselo a la señora Campbell. Un pobre y triste gatito, todo mojado y muerto de frío, con los huesos asomándole por debajo de la piel. Ni un corazón de piedra le habría negado un refugio. Así que Kate y yo lo adoptamos; pero Rebecca Dew no nos lo ha perdonado. No estuvimos nada diplomáticas aquella vez. Deberíamos habernos negado a adoptar al gato. No sé si te has dado cuenta… —la tía Chatty, con precaución, echó una mirada de reojo en dirección a la puerta que separaba el comedor de la cocina— del modo en que tratamos con Rebecca Dew.

    Yo sí lo había notado, y era algo digno de contemplarse. Summerside y Rebecca Dew pueden creer que ella tiene la sartén por el mango, pero las viudas saben realmente cuál es la verdad.

    —No queríamos aceptar al banquero; un hombre joven habría sido tan inquietante, y nos habríamos tenido que preocupar si no iba a la iglesia con regularidad. Pero fingimos que sí queríamos, y Rebecca Dew simplemente

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