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Peter Pan
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Libro electrónico219 páginas4 horas

Peter Pan

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Un clásico para todos los públicos: "Cuando el primer niño se rió por primera vez, su risa se desmenuzó en miles de framentos. Fue así como nacieron las hadas".

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento22 oct 2020
ISBN9788417127800
Autor

J. M. Barrie

J. M. Barrie (1860-1937) was a Scottish novelist and playwright. Born in Kirriemuir, Barrie was raised in a strict Calvinist family. At the age of six, he lost his brother David to an ice-skating accident, a tragedy which left his family devastated and led to a strengthening in Barrie’s relationship with his mother. At school, he developed a passion for reading and acting, forming a drama club with his friends in Glasgow. After graduating from the University of Edinburgh, he found work as a journalist for the Nottingham Journal while writing the stories that would become his first novels. The Little White Bird (1902), a blend of fairytale fiction and social commentary, was his first novel to feature the beloved character Peter Pan, who would take the lead in his 1904 play Peter Pan; or the Boy Who Wouldn’t Grow Up, later adapted for a 1911 novel and immortalized in the 1953 Disney animated film. A friend of Robert Louis Stevenson, George Bernard Shaw, and H. G. Wells, Barrie is known for his relationship with the Llewelyn Davies family, whose young boys were the inspiration for his stories of Peter Pan’s adventures with Wendy, Tinker Bell, and the Lost Boys on the island of Neverland.

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    Peter Pan - TperTradurre

    I

    APARECE PETER

    Todos los niños crecen, menos uno. Saben enseguida que crecerán, y Wendy también lo supo. Un día, cuando tenía dos años y estaba jugando en el jardín, cogió una flor y corrió con su madre. Debía tener un aspecto encantador, porque la señora Darling se puso una mano en el corazón y exclamó, «Oh, ¡ojalá te quedaras siempre así!»

    Eso fue lo único que dijo sobre la cuestión, pero desde entonces Wendy supo que crecería. Te enteras cuando tienes dos años. Dos años son el principio del fin.

    Es archisabido que vivían en el número 14, y que hasta la llegada de Wendy su madre era la persona más importante. Era una señora coqueta, con un cerebro romántico y una boca amablemente irónica. Su cerebro romántico era como esas minúsculas cajitas que vienen del misterioso Oriente, una dentro de otra, y que por muchas que abras siempre hay una más; y en la boca amablemente irónica había un beso que Wendy nunca conseguía coger, aunque estaba ahí, perfectamente visible, en la comisura izquierda.

    El señor Darling la había conquistado así: todos los señores de su generación que la conocían desde niña se dieron cuenta simultáneamente de que la amaban, y todos fueron a su casa a decírselo, excepto el señor Darling, que tomó una carroza, llegó el primero y la conquistó. Consiguió todo de ella, excepto la última cajita y el beso. Nunca supo nada de la cajita, y renunció a tiempo al beso. Wendy creía que Napoleón lo habría conseguido, pero yo me lo imagino durante el intento, y luego mientras se va furioso, dando un portazo.

    El señor Darling tenía la costumbre de presumir con Wendy de que su madre no solo lo amaba, sino que también lo respetaba. Era uno de esos hombres muy serios que saben de títulos y de acciones. Obviamente ninguno entiende de verdad, pero él tenía pinta de sabérselas todas, y a veces decía que los títulos subían y las acciones bajaban, y lo decía de tal modo que cualquier mujer lo habría respetado mucho.

    La señora Darling se había casado vestida de blanco, y desde el principio se había ocupado muy bien de las cuentas, casi con alegría, como si se hubiese tratado de un juego, y no se olvidaba ni de una col de Bruselas; pero poco a poco se fue dejando coliflores enteras, y en su lugar había figuritas de niños sin cara. Los dibujaba cuando debería haber estado haciendo sumas. Eran las adivinanzas de la señora Darling.

    Primero llegó Wendy, después John, y luego Michael.

    Tras una o dos semanas después de la llegada de Wendy, les surgió la duda de si habrían podido mantenerla, ya que era otra boca que alimentar. El señor Darling estaba terriblemente orgulloso de ella, pero también era un hombre muy respetable, así que se sentó en el borde de la cama de la señora Darling, sosteniéndole la mano y calculando los gastos, mientras ella lo miraba con ojos suplicantes. Hubiera querido arriesgarse a toda costa, pero él no pensaba lo mismo; él necesitaba papel y bolígrafo, y si ella lo confundía con sus comentarios, estaba dispuesto a volver a empezar desde el principio.

    «No me interrumpas –le rogaba–. Tengo una libra y diecisiete chelines aquí, y dos libras y seis chelines en la oficina; puedo renunciar al café en la oficina, o sea diez chelines, que hacen dos libras, nueve chelines y seis peniques, y con tus dieciocho chelines y tres peniques hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques; y con las cinco libras exactas de mi talonario hacen ocho libras, nueve chelines y siete peniques –¿quién se está moviendo?– ocho, nueve, siete, me llevo siete –no hables, tesoro– y la libra que le prestaste a aquel hombre que vino a la puerta –calma, pequeña–, me llevo –pequeña–... Ya está, ¡tengo que empezar de nuevo! ¿Había dicho nueve, más nueve, más siete? Sí, había dicho nueve, nueve, siete; está todo ahí, ¿podemos intentarlo un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques?»

    «Claro que podemos, George», exclamó ella. Pero estaba predispuesta a favor de Wendy, y él tenía un carácter realmente más fuerte.

    «Acuérdate de las paperas», advirtió él, casi en tono amenazante, volviendo a empezar. «Paperas, una libra, así lo he escrito, pero serán más de treinta chelines –no hables–; escarlatina, cinco; sarampión, media guinea; en total, dos, quince, seis –deja de mover el dedo–; tos canina, digamos quince chelines.» Y así continuó sumando de diferente manera cada vez; pero al final Wendy se las arregló con las paperas reducidas a doce y seis, y el sarampión y la escarlatina calculadas como una sola enfermedad.

    Se repitió la misma problemática con John, y Michael se las arregló de milagro; pero los tuvieron a los dos, y muy pronto tendrías que haberlos visto: los tres en fila, yendo a la guardería de la señora Fulsom, acompañados por una niñera.

    A la señora Darling le gustaban las cosas bien hechas, y el señor Darling tenía la pasión de hacerlas exactamente como sus vecinos; así que obviamente decidieron tener una niñera. Como eran pobres, dada la gran cantidad de leche que consumían los niños, su niñera fue una imponente perra de Terranova llamada Nana, que antes de que la cogieran los Darling no pertenecía a nadie en particular. Sin embargo, siempre había considerado que los niños eran muy importantes; y los Darling la habían conocido en los Jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo libre mirando dentro de los carritos, haciéndose odiar por las nodrizas negligentes a las que después acompañaba a casa, quejándose de ellas ante las madres. Demostró ser una joya de niñera. Perfecta en el momento del baño, y enseguida en pie durante la noche si uno de los niños lanzaba el más mínimo grito. Su cama obviamente estaba en la habitación de los niños. Sabía por intuición cuando la tos no era nada y cuando, sin embargo, había que poner una bufanda alrededor del cuello. Creía a pies juntillas en los remedios de toda la vida, como las hojas de ruibarbo, y emitía extraños sonidos cuando oía hablar de ciertas nuevas modas como los bacilos y cosas así. Era una auténtica lección de compostura ver cómo acompañaba a los niños al colegio, caminando tranquila a su lado cuando se comportaban bien, y dándoles golpecitos con el morro para que se volvieran a poner en fila si se salían del camino. En los días de gimnasia de John nunca se olvidó de llevarle el jersey, y normalmente añadía también un paraguas en la boca por si llovía. En el colegio de la señora Fulsom hay una habitación en la planta baja donde esperan las niñeras. Estas se sentaban en bancos, mientras que ella se tumbaba en el suelo, esa era la única diferencia entre ellas. Ellas fingían no verla, como si fuera de una condición social inferior, pero Nana despreciaba sus frívolos discursos. No le gustaba que las amigas de la señora Darling entraran en las habitaciones de los niños, pero si iban de visita se apresuraba a quitarle el babero a Michael y a ponerle el de bordados celestes, alisaba el vestido de Wendy y peinaba un poco a John.

    No podía haber habitaciones de niños más ordenadas, y el señor Darling lo sabía, pero algunas veces se preguntaba con ansia qué pensarían los vecinos.

    Tenía una reputación que mantener en la ciudad.

    Además, Nana lo inquietaba por otros motivos. A veces le daba la sensación de que no lo admiraba. «Estoy segura de que te admira muchísimo, George», lo tranquilizaba la señora Darling, y entonces les pedía a los niños que fueran especialmente amables con papá. También había bailes en los que a veces podía participar Lisa, la única otra criada. Parecía un auténtico mosquito, con su falda larga y la cofia, ya que, cuando la contrataron, juró que no volvería a ver sus diez años.

    ¡Qué alegría daban aquellos saltos! Y la más alegre de todas era la señora Darling. Se expresaba con unas piruetas tan locas que uno diría que entonces sí se podía distinguir aquel beso, y que saltando sobre ella se podría alcanzar. Seguro que nunca hubo una familia tan sencilla y dichosa hasta la llegada de Peter Pan.

    La señora Darling supo por primera vez de Peter mientras ordenaba las mentes de sus niños. Por la noche, después de que sus hijos se duerman, toda buena madre tiene la costumbre de rebuscar en sus mentes y ponerlas en orden para el día siguiente, recolocando en su sitio los muchos objetos que se han movido de aquí para allá durante el día. Si pudieras quedarte despierto –pero obviamente no es posible– verías a tu madre hacer eso, y te gustaría quedarte mirándola con atención. Es exactamente como si estuviera ordenando los cajones. Supongo que la verías de rodillas, entretenida curioseando entre lo que hay dentro de ti, preguntándose de dónde habrás sacado esto o aquello, haciendo descubrimientos más o menos agradables, apretando alguna cosa contra su mejilla como si fuera un delicado gatito, o tirando otra deprisa. Cuando te despiertas por la mañana, las maldades y los caprichos de cuando te fuiste a la cama han sido doblados hasta hacerse pequeñitos y quedar relegados al fondo de la mente; y en la cima, bien aireados, están desplegados tus mejores pensamientos, listos para que te los pongas.

    No se si alguna vez has visto el mapa de la mente de una persona. A veces los médicos dibujan mapas de otras partes de ti mismo, y tu mapa puede volverse profundamente interesante; pero sorpréndelos mientras intentan dibujar el mapa de la mente de un niño, que no solo es confusa, sino que se mueve continuamente. Hay líneas en zigzag, como las que indican tu temperatura en un gráfico, y esas son quizá las carreteras de la isla; porque el País de Nunca Jamás siempre es más o menos una isla, con sorprendentes manchas de color aquí y allá, bancos de coral y barcos mar adentro, y salvajes madrigueras aisladas, gnomos que son casi todos sastres, cavernas a través de las que corre un río, príncipes con seis hermanos mayores, una cabaña a punto de caerse, y una anciana pequeñísima con la nariz aguileña. Si eso fuera todo, sería muy fácil dibujar el mapa; pero también está el primer día de colegio, catequesis, padres, la Bañera, bordados, asesinos, ahorcamientos, verbos que admiten el dativo, el día del flan de chocolate, los primeros calzoncillos, contar hasta cien, tres peniques por arrancarse un diente a uno mismo, etcétera; y todas estas cosas son parte de la isla, u otro mapa que se muestra a través de este. Y todo crea una cierta confusión, sobre todo porque nada está quieto.

    Obviamente hay muchos tipos de País de Nunca Jamás.

    El de John, por ejemplo, tenía una laguna sobrevolada por flamencos a los que él disparaba, mientras que el de Michael, que era muy pequeño, tenía un flamenco sobre el que volaban las lagunas. John vivía en una barca volcada en la playa, Michael en una cabaña india, y Wendy en una casa hecha de hojas muy bien cosidas. John no tenía amigos, Michael tenía amigos de noche, Wendy tenía un lobezno abandonado por sus padres; pero a cambio, todos los Países de Nunca Jamás tienen similitudes familiares, y si estuvieran quietos y en fila dirías que tienen la misma nariz y demás. En estas mágicas orillas los chicos se divierten jugando con sus barcos. Nosotros también estuvimos allí; y aunque nunca más volveremos a atracar, aún podemos oír el sonido de las olas.

    De todas las islas maravillosas, el País de Nunca Jamás es la isla más cómoda y sólida; no muy grande ni extendida, ya sabes, con aburridas distancias entre aventura y aventura, sino toda llena, bien llena. Cuando juegas de día, con las sillas y el mantel, al País de Nunca Jamás, no da nada de miedo, pero dos minutos antes de que te duermas se vuelve casi real. Por eso hay lucecitas de noche.

    A veces, durante sus viajes por la mente de sus hijos, la señora Darling encontró cosas que no pudo entender, y sin duda la más embarazosa fue la palabra Peter. No conocía a ningún Peter y sin embargo lo encontraba aquí y allá, en la mente de John y de Michael, y la mente de Wendy ya empezaba a estar completamente garabateada con esa palabra. El nombre Peter destacaba con caracteres más llamativos que los de cualquier otra palabra, y mientras la señora Darling la miraba fijamente sintió que encerraba en sí algo extrañamente

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