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El Valle del Arco Iris
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El Valle del Arco Iris
Libro electrónico371 páginas6 horas

El Valle del Arco Iris

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Tras regresar de un largo viaje por Europa con su amado Gilbert, Ana descubre que ha habido muchas novedades tanto en Glen como en la propia Ingleside. Convertida ya en una mujer madura y disfrutando de su matrimonio, Ana es madre de seis traviesos niños que han heredado la imaginación y las ganas de buscar aventuras de su madre. Estos chicos y chicas ya han encontrado un lugar especial para ellos, el Valle del Arco Iris, pero no pueden ni sospechar las cosas que ocurrirán cuando otra familia se mude a la vieja mansión que se encuentra en las cercanías.

El clan de los Meredith, los nuevos vecinos, está compuesto por dos chicos y dos chicas, a los que se unirá la pequeña Mary Vance, una niña que ha huido del orfanato y a la que los chicos Meredith deciden dar cobijo en su granero. Salvar a la huérfana será la primera de las aventuras que vivirán todos juntos. John Meredith, el nuevo pastor de Glen, que perdió a su mujer y educa a sus hijos de un modo poco ortodoxo, también terminará por abrirse al amor en su nuevo hogar.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento30 oct 2020
ISBN9788415943549
El Valle del Arco Iris

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    El Valle del Arco Iris - Montgomery

    1

    De nuevo en casa

    Era un límpido atardecer de mayo, color verde manzana, y el puerto de Cuatro Vientos reflejaba las nubes doradas del oeste en sus orillas suavemente oscuras. El mar gemía inquietante en el banco de arena, con un tono triste incluso en primavera, pero un viento astuto y jovial venía silbando por el camino rojo del puerto junto con la figura cómoda y matriarcal de la señorita Cornelia que se encaminaba hacia el pueblo de Glen St. Mary. La señorita Cornelia era, en puridad, la señora de Marshall Elliott, y llevaba siendo la señora Elliott desde hacía más de trece años, pero todavía la mayoría de la gente se refería a ella más como la señorita Cornelia que como la señora Elliott. Ese viejo nombre era muy querido para sus viejos amigos, solo uno de ellos dejó de usarlo desdeñosamente. Susan Baker, la gris, severa y leal criada de la familia Blythe en Ingleside, nunca perdía la ocasión de llamarla «señora de Marshall Elliott», con el mayor énfasis hiriente que podía, como si dijera: «Usted quería ser señora y señora va a ser por lo que a mí respecta». La señorita Cornelia iba a Ingleside a ver al doctor y a la señora Blythe, que acababan de regresar de Europa. Habían estado fuera durante tres meses, pues partieron en febrero para asistir a un famoso congreso médico en Londres; y algunas cosas, que la señorita Cornelia estaba ansiosa por discutir, habían tenido lugar en Glen durante su ausencia. Por ejemplo, había una nueva familia en la casa parroquial. ¡Y menuda familia! La señorita Cornelia, mientras avanzaba por el camino a paso enérgico, sacudió la cabeza varias veces solo al pensar en ellos. Susan Baker y la que en otro tiempo fuera Ana Shirley la vieron venir mientras estaban sentadas en la gran galería de Ingleside disfrutando del encanto de estar entre dos luces, de la dulzura de los somnolientos petirrojos que silbaban entre los arces en penumbras y el baile de un impetuoso grupo de narcisos que se agitaban contra el viejo muro de ladrillos rojos del jardín.

    Ana estaba sentada en los escalones, con las manos entrelazadas sobre la rodilla, y en aquella luz parecía tener un aire tan infantil como el que una madre de varios hijos tiene todo el derecho de poseer. Sus hermosos ojos de color verde grisáceo, que contemplaban el camino del puerto, estaban tan llenos como siempre de inextinguible resplandor y ensoñación. Detrás de ella, en la hamaca, se acurrucaba Rilla Blythe, una criaturita regordeta de seis años, la menor de los niños de Ingleside. Tenía el cabello rizado y pelirrojo y ojos color avellana que ahora estaban firmemente cerrados, con esa manera tan graciosa y como arrugada en que Rilla se quedaba siempre dormida. Shirley, «el niñito moreno», como era conocido en el quién es quien de la familia, estaba dormido en brazos de Susan. Tenía el pelo castaño, ojos marrones y piel morena, con unas mejillas muy sonrosadas, y era el preferido de Susan. Al nacer Shirley, Ana había estado enferma durante mucho tiempo y Susan hizo el papel de madre con una ternura tan apasionada como ninguno de los otros niños, a pesar de que los quería mucho, había logrado despertar. El doctor Blythe decía que, de no haber sido por ella, el niño no habría vivido.

    —Yo le di la vida tanto como usted, mi querida señora —solía decir Susan—. Es tan hijo mío como suyo.

    Y, ciertamente, era a Susan a quien Shirley siempre iba a buscar para que le diera besos después de haberse lastimado, o para que lo meciera para dormirse o que lo protegiera de una tunda bien merecida. Susan había castigado a conciencia a todos los demás niños Blythe cuando consideraba que lo necesitaban por el bien de sus almas, pero nunca pegaba a Shirley ni permitía que su madre lo hiciera. Una vez, el doctor Blythe le había dado una azotaina y Susan se había indignado violentamente.

    —Ese hombre es capaz de pegar a un ángel, mi querida señora —había declarado amargamente, y durante semanas se negó a preparar un pastel para el pobre doctor. Durante la ausencia de los padres, se había llevado a Shirley con ella a la casa de su hermano, mientras que todos los demás niños habían ido a Avonlea, y lo tuvo solo para ella durante tres benditos meses. Sin embargo, Susan se alegró de volver a Ingleside, con todos sus queridos niños a su alrededor otra vez. Ingleside era su mundo y en él reinaba como majestad suprema. Incluso Ana cuestionaba raras veces sus decisiones, para disgusto de la señora Rachel Lynde de Tejas Verdes que, cada vez que visitaba Cuatro Vientos, le decía Ana, con aire sombrío, que estaba permitiéndole a Susan mandar demasiado y que llegaría el día en que lo lamentaría.

    —Ahí viene Cornelia Bryant por el camino del puerto, mi querida señora —anunció Susan—. Seguramente viene para soltarnos tres meses de chismes.

    —Eso espero —dijo Ana, abrazando sus rodillas—. Susan, me muero de ganas de escuchar los chismes de Glen St. Mary. Espero que la señorita Cornelia pueda contarme todo lo sucedido mientras estuvimos de viaje, todo: quién ha nacido, quién se ha casado o se ha emborrachado; quién ha muerto o se ha ido o ha vuelto o se ha peleado con quién; o quién ha perdido una vaca o encontrado un novio. Es tan maravilloso estar otra vez en casa, con toda la gente de Glen, quiero saberlo todo sobre ellos. Recuerdo que, mientras recorría la abadía de Westminster, me preguntaba con cuál de sus dos pretendientes terminaría casándose Millicent Drew. Susan, ¿sabes?, creo que tengo la terrible sospecha de que me encantan los chismes.

    —Bueno, por supuesto, mi querida señora —admitió Susan—, a cualquier mujer que se precie de tal le gusta escuchar las noticias de las cosas que pasan. A mí misma me interesa bastante el caso de Millicent Drew. Yo nunca he tenido un novio, y mucho menos dos, y ahora ya no me importa, porque ser una vieja solterona no duele una vez que una se acostumbra a ello. A mí siempre me ha parecido que el pelo de Millicent parece como si lo hubieran peinado con una escoba. Pero parece que a los hombres eso no les importa nada.

    —Susan, los hombres solo ven su carita bonita, risueña y burlona.

    —Muy bien puede ser, mi querida señora. El Buen libro dice que el favor es engañoso y la belleza es vana, pero a mí no me habría importado haberlo descubierto por mí misma, si así hubiera estado dispuesto. No dudo que todos seremos hermosos cuando seamos ángeles, pero, ¿para qué nos servirá entonces? Cambiando de tema, ya que hablamos de chismorreos, dicen que la pobre esposa de Harrison Miller, del puerto, trató de ahorcarse la semana pasada.

    —¡Oh, Susan!

    —Cálmese, mi querida señora. No lo consiguió. Pero no la culpo por haberlo intentado, su marido es un hombre horrible. Pero ella fue muy tonta al tratar de colgarse y dejarle el camino libre para que se case con alguna otra. Si yo hubiera estado en su lugar, mi querida señora, habría intentado fastidiarle de tal manera que hubiese sido él quien hubiera intentado colgarse. No es que yo esté de acuerdo con que la gente se cuelgue bajo ninguna circunstancia, mi querida señora.

    —¿Qué es lo que pasa con Harrison Miller? —preguntó Ana, impaciente—. Siempre lleva a los demás a los extremos.

    —Bueno, alguna gente lo llama religión y otros lo llaman maldición, con perdón, mi querida señora, por usar semejante palabra. Parece que no pueden decidir de cuál de las dos cosas se trata en el caso de Harrison. Hay días en los que pelea con todo el mundo porque cree que está condenado al castigo eterno. Y luego hay días en los que dice que no le importa nada y va y se emborracha. En mi opinión no está en sus cabales, como toda esa rama de los Miller. Su abuelo se volvió loco. Pensaba que estaba rodeado de grandes arañas negras. Se arrastraban por encima de él y las veía flotar en el aire frente a sus ojos. Espero no volverme loca nunca, mi querida señora, y no creo que me suceda porque no es una costumbre de los Baker. Pero, si la Providencia divina así lo dispone, espero que mi locura no tome la forma de grandes arañas negras, porque detesto esos animales. Y en cuanto a la señora Miller, no sé si en realidad es digna de lástima o no. Hay algunos que dicen que se casó con Harrison por despecho hacia Richard Taylor; lo cual me parece una razón muy peculiar para casarse. Pero claro, yo no soy quién para juzgar esas cuestiones matrimoniales, mi querida señora. Y ahí está Cornelia Bryant en el portón; voy a poner a este bendito niño moreno en su cama y a traer mi costura.

    Capítulo 2

    Puro chismorreo

    —¿Dónde están los otros niños? —Preguntó la señorita Cornelia cuando los primeros saludos (cordiales de su parte, extasiados por la de Ana y dignos en la de Susan) habían terminado.

    —Shirley está en la cama y Jem, Walter y las mellizas están allí abajo en su adorado Valle del Arco Iris —dijo Ana—. Llegaron a casa esta tarde y casi ni pudieron esperar a terminar de almorzar para salir corriendo hacia el valle. Adoran ese lugar más que ningún otro en la faz de la tierra. Ni siquiera el bosque de arces rivaliza con el valle en sus afectos.

    —Me temo que les gusta demasiado —dijo Susan con pesimismo—. El pequeño Jem dijo una vez que, cuando muriera, preferiría ir al Valle del Arco Iris antes que al cielo y ese no fue un comentario muy acertado.

    —Supongo que lo habrán pasado muy bien en Avonlea, ¿no? —Dijo la señorita Cornelia.

    —Estupendamente. Marilla los mima muchísimo. Sobre todo a Jem, para ella ese muchacho no puede hacer nada mal.

    —La señorita Cuthbert debe ser una anciana ya —comentó la señorita Cornelia al tiempo que sacaba sus cosas para tejer, de modo que no perdiera terreno con Susan. La señorita Cornelia sostenía que cualquier mujer cuyas manos estuvieran ocupadas tenía siempre ventaja sobre otra que las tuvieras ociosas.

    —Marilla tiene ya ochenta y cinco años —dijo Ana con un suspiro—. Tiene el pelo blanco como la nieve. Pero, es extraño decirlo, tiene mejor la vista que cuando tenía sesenta años.

    —Bueno, querida, estoy muy contenta de que hayáis vuelto todos. Por aquí ha estado todo muy solitario. Pero no nos hemos aburrido en Glen, créeme. En lo que toca a los asuntos de la iglesia, no he pasado una primavera tan movida en toda mi vida. Por fin tenemos un nuevo pastor, Ana, querida.

    —El reverendo John Knox Meredith, mi querida señora

    —dijo Susan, resuelta a no permitirle a la señorita Cornelia que contara todas las novedades.

    —¿Es un hombre agradable? —Preguntó Ana con interés.

    La señorita Cornelia suspiró y Susan gruñó.

    —Sí, agradable sí que lo es —aceptó la primera—. Es muy agradable, y muy estudiado, y muy espiritual. Pero, ay, Ana, querida, ¡no tiene sentido común!

    —Pero entonces, ¿por qué lo han llamado?

    —Bueno, no hay duda de que es, con mucho, el mejor predicador que hemos tenido en la iglesia de Glen St. Mary —dijo la señorita Cornelia, yéndose un poco por la tangente—. Supongo que nunca le han llamado de la ciudad por ser tan soñador y distraído. Su sermón de prueba fue, sencillamente, maravilloso, créeme. Todo el mundo enloqueció con él, ¡y menudo aspecto tenía!

    —Es muy bien parecido, mi querida señora, y para decirle la verdad, a mí me gusta ver un hombre bien parecido en el púlpito —interrumpió Susan, pensando que ya era hora de reafirmarse de nuevo.

    —Además —dijo la señorita Cornelia—, estábamos deseando decidirnos por alguien. Y el señor Meredith fue el primer candidato sobre el que estuvimos todos de acuerdo. Siempre había alguien que tenía alguna objeción sobre todos los demás. Se habló un poco de llamar al señor Folsom. También era un buen predicador, pero de algún modo a la gente no le gustó su apariencia. Era demasiado oscuro y lacio.

    —Se parecía exactamente a un gran gato negro, de verdad, mi querida señora —afirmó Susan—. Yo no podría contemplar semejante hombre en el púlpito todos los domingos.

    —Luego vino el señor Rogers, que era como un grumo en la crema de avena, ni bueno ni malo —recuperó el hilo la señorita Cornelia—. Pero, aunque hubiera predicado como san Pedro y san Pablo no le habría servido de nada, porque aquel día la oveja del viejo Caleb Ramsay se metió en la iglesia y lanzó un sonoro balido justo en el momento en que anunciaba su texto. Todo el mundo se rio y el pobre Rogers ya no tuvo la menor posibilidad después de ese episodio. Algunos pensaron que debíamos llamar al señor Stewart, porque era un hombre muy bien educado. Es capaz de leer el Nuevo Testamento en cinco idiomas.

    —Pero yo no creo que por eso tenga mayores posibilidades de alcanzar el cielo que cualquier otro hombre —intervino Susan.

    —A casi nadie le gusto su sermón —dijo la señorita Cornelia ignorando a Susan—. Hablaba como su estuviera gruñendo, por así decirlo. Y el señor Arnett no sabía predicar en absoluto. Además, eligió el peor texto para presentarse como candidato que hay en toda la Biblia: «Maldecid a Meroz».

    —Cuando se quedaba atascado buscando una idea, golpeaba la Biblia y gritaba con mucha amargura: «Maldecid a Meroz». El pobre Meroz fue maldecido completamente, fuera quien fuese, mi querida señora —añadió Susan.

    —Todo pastor que se presenta a una prueba para ser elegido, debe tener muchísimo cuidado con el texto que escoge —dijo la señorita Cornelia con solemnidad—. Creo que el señor Pierson habría conseguido la parroquia de haber elegido otro texto. Pero cuando anunció «Elevaré mis ojos hacia las colinas», cavó su propia tumba. Todo el mundo sonrió, porque todos sabían que las hermanas Hill de Harbour Head les han echado el ojo a todos los pastores solteros que han pasado por Glen en los últimos quince años. Y el señor Newman tenía una familia muy numerosa.

    —Se alojó con mi cuñado James Clow —informó Susan—. ¿Cuántos niños tiene usted?, le pregunté. «Nueve varones y una hermana para cada uno», me contestó. «¡Dieciocho!», dije yo. «¡Cielo Santo, menuda familia!». Y luego se echó a reír y reír. Pero yo no entiendo por qué, mi querida señora, y no me cabe duda de que dieciocho niños son demasiados para cualquier casa parroquial.

    —Solo tenía diez hijos, Susan —explicó la señorita Cornelia, mostrando cierta paciencia desdeñosa—. Y diez buenos niños no serían mucho peor para la casa parroquial y la congregación que los cuatro que tenemos ahora. Aunque yo tampoco diría, querida Ana, que son tan malos. A mí me gustan, de hecho a todo el mundo les caen bien. Serían unas criaturitas encantadoras si hubiera alguien que se ocupara de sus modales y les enseñara lo que es correcto y educado. Por ejemplo, en la escuela el maestro dice que son niños modélicos, pero en casa se vuelven simplemente salvajes.

    —¿Y qué ocurre con la señora Meredith? —Preguntó Ana.

    —No hay ninguna señora Meredith. Ese es precisamente el problema. El señor Meredith es viudo. Su esposa falleció hace cuatro años. Si lo hubiéramos sabido supongo que no lo habríamos elegido, pues un viudo es mucho peor para una congregación que un hombre soltero. Pero lo escucharon un día hablando con sus hijos y todos supusimos que también habría una madre por ahí. Y cuando vinieron resulta que no había nadie más que la vieja tía Martha, como ellos la llaman. Es una prima de la madre del señor Meredith, creo, y él se la llevó a vivir con ellos para salvarla del asilo de los pobres. Tiene setenta y cinco años, medio ciega, casi sorda y muy cascarrabias.

    —Y muy mala cocinera, mi querida señora.

    —La peor administradora posible para la casa parroquial — dijo la señorita Cornelia amargamente—. El señor Meredith no quiere a otra ama de llaves porque dice que heriría los sentimientos de la tía Martha. Ana, querida, créeme, el estado en el que está la casa parroquial es terrible. Todo está lleno de polvo y no hay nada en su sitio. ¡Y pensar que habíamos pintado y empapelado todo antes de que llegaran!

    —¿Decís que son cuatro niños? —Preguntó Ana, comenzando a protegerlos como una madre en su corazón.

    —Sí. Seguiditos como los escalones de una escalera. Gerald es el mayor. Tiene doce años y le llaman Jerry. Es un chico inteligente. Faith tiene once años. Es un poquito marimacho, pero tan guapa como la modelo de una foto, debo añadir.

    —Parece un ángel, pero es muy traviesa, mi querida señora — añadió Susan con solemnidad—. Yo estaba en la casa parroquial una noche de la semana pasada, la señora de James Millison también estaba allí. Les había llevado una docena de huevos y un tarro con leche, un tarro muy pequeño, mi querida señora. Faith lo cogió todo y fue a llevarlo al sótano. Cerca del final de la escalera tropezó y cayó rodando los últimos escalones, tirando la leche, los huevos y todo. Se puede imaginar el resultado, mi querida señora. Pero la niña regresó riendo y diciendo: ‘no sé si soy yo o si soy un pastel de natillas’. Y la señora de James Millison se enfadó mucho. Dijo que nunca más llevaría nada a la casa parroquial si iban a desperdiciar y romper las cosas de esa manera.

    —María Millison nunca se esforzó demasiado por llevar cosas a la casa parroquial —apuntó con cierto desdén la señorita Cornelia—. Aquella noche llevó algo como excusa para calmar su curiosidad. Pero la pobre Faith siempre se mete en líos. Es tan despistada e impulsiva.

    —Justo como yo. Me va a gustar esa Faith tuya —dijo Ana muy decidida.

    —Está llena de ánimo y valentía, y me gustan el ánimo y la valentía, mi querida señora —admitió Susan.

    —Hay algo que llama la atención en esa niña —concedió la señorita Cornelia—. Siempre se la ve riendo y de algún modo te da ganas se reír también. Ni siquiera puede poner una cara seria cuando está en la iglesia. La siguiente de la familia se llama Una, tiene diez años y es una cosita así muy dulce, no bonita, pero sí dulce. Y Thomas Carlyle tiene nueve años. Le llaman Carl y tiene la manía de coleccionar sapos, y ranas y bichos y los lleva luego a casa.

    —Supongo que él fue el responsable por la rata muerta que encontraron en una silla de la sala la tarde en que los visitó la señora Grant. Casi le da un síncope —dijo Susan—, y no me sorprende, pues las salas de las casas parroquiales no son los lugares más apropiados para encontrar ratas muertas. Aunque también pudo ser que hubiera sido el gato el que la dejó allí. Ese gato sí que tiene todos los demonios que le caben metidos en el cuerpo, mi querida señora. En mi opinión, el gato de una casa parroquial debería al menos parecer respetable, sea como fuere luego en realidad. Sin embargo, nunca he visto una bestia con un aspecto más libertino y vicioso. Casi todos los atardeceres ese gato camina por la parhilera de la casa parroquial, mi querida señora, y menea la cola, y eso no está bonito.

    —Lo peor de todo es que los niños nunca están vestido decentemente —suspiró la señorita Cornelia—. Y desde que se fue la nieve van a la escuela descalzos. Ahora que, ya sabes bien Ana querida, esa no es la manera adecuada para unos niños del pastor que viven en la casa parroquial, sobre todo cuando la hija del pastor metodista siempre lleva unas botas abotonadas tan bonitas. ¡Y lo que me gustaría que no jugaran en el viejo cementerio metodista!

    —Es muy tentador, está al lado de la casa parroquial donde viven —dijo Ana—. Siempre he pensado que los cementerios deben ser lugar deliciosos para jugar en ellos.

    —Oh, no, usted no puede pensar eso, mi querida señora

    —protestó la leal Susan, determinada a proteger a la señora Ana de sí misma—. Usted tiene demasiado buen sentido y decoro como para pensar eso.

    —¿Por qué construyeron la casa parroquial junto al cementerio, para empezar? —Preguntó Ana—. El jardín es tan pequeño que no tiene espacio para jugar excepto en el cementerio.

    —Fue un error —admitió la señorita Cornelia—. Pero se consiguió el terreno barato. Y nunca antes se les había ocurrido a otros niños de los que vivieron en la casa parroquial el jugar allí. El señor Meredith no debería permitírselo. Pero cuando está en casa siempre anda con la nariz metida en algún libro. Ese hombre lee y lee o pasea por su estudio como en sueños. Hasta ahora no se ha olvidado de estar en la iglesia ningún domingo, pero se ha olvidado dos veces de la reunión de oración y uno de los vicarios más antiguos tuvo que ir hasta la casa parroquial y recordárselo. Y también se olvidó de la boda de Fanny Cooper. Lo llamaron por teléfono y entonces salió corriendo tal y como estaba, con pantuflas y todo. A una no le importaría todo esto si no fuera porque los metodistas se ríen tanto. Pero hay un consuelo, no pueden criticar sus sermones. Se despierta cuando está en el púlpito, créeme. Y el pastor metodista no sabe predicar, según me han dicho. Nunca lo he escuchado, gracias a Dios.

    El desprecio de la señorita Cornelia por los hombres se había reducido un poco desde su boda, pero su desprecio por los metodistas continuaba sin un dejo de caridad. Susan sonrió solapadamente.

    —Dicen, señora Elliott, que los metodistas y los presbiterianos están hablando de unirse —dijo.

    —Bueno, espero estar bien bajo tierra si eso llega a suceder alguna vez —replicó la señorita Cornelia—. Nunca he tenido trato con los metodistas y el señor Meredith descubrirá también que le conviene mantenerse alejado de su camino. Ese hombre es demasiado sociable con ellos, créeme. Caramba, si hasta fue a la comida de las bodas de plata de Jacob Drew y se metió en un buen lío como consecuencia.

    —¿Qué fue lo que pasó?

    —La señora Drew le pidió que trinchara un ganso asado porque Jacob Drew nunca supo trinchar ni lo hizo a gusto. Bueno, el señor Meredith se puso manos a la obra y en el proceso el ganso se le resbaló de la bandeja y cayó justo encima de la falda de la señora Reese que estaba sentada a su lado. Entonces él dijo, con aire soñador: ‘Señora Reese, ¿tendría la bondad de devolverme ese ganso?’ La señora Reese «se lo devolvió», tan mansa como Moisés, pero seguramente debía estar furiosa, porque llevaba su vestido de seda nuevo. Lo peor de todo es que ella es metodista.

    —Pues a mí me parece mejor que no hubiera sido presbiteriana —terció Susan—. Si hubiera sido presbiteriana lo más probable es que hubiera dejado la iglesia y no podemos permitirnos perder a nuestros miembros. Y la señora Reese no es querida ni en su propia iglesia, porque se da muchos aires, así que los metodistas se habrán alegrado de que el señor Meredith le haya estropeado el vestido.

    —La cuestión es que nuestro pastor se puso en ridículo y, a mí por lo menos, no me gusta ver que mi pastor hace el ridículo delante de los metodistas —puntualizó la señorita Cornelia rígidamente—. Si hubiese tenido una esposa eso no habría sucedido.

    —Aunque tuviera una docena de esposas, no veo cómo habrían podido evitar que la señora Drew hubiera matado a su ganso para la fiesta de celebración de las bodas de plata —rebatió Susan con terquedad.

    —Dicen que fue el marido —dijo la señorita Cornelia—. Jacob Drew es un individuo engreído, avaro y dominante.

    —Y dicen que él y su esposa se detestan, lo cual no me parece una forma muy apropiada de llevarse bien para dos personas casadas. Pero, claro está, no he tenido experiencia en ese campo —agregó Susan sacudiendo la cabeza—. Yo no soy de las que echan la culpa de todo a los hombres. La señora Drew también es bastante miserable. Dicen que lo único que se sabe que ha regalado en su vida fue un cántaro para mantequilla en el que se había caído una rata. Lo dio como contribución a una colecta social. Nadie se enteró de lo de la rata hasta mucho después.

    —Por suerte, todos a los que los Meredith han ofendido hasta ahora son metodistas —reconoció la señorita Cornelia—. Ese tal Jerry fue a la reunión de oración de los metodistas hace unos quince días y se sentó junto al viejo William Marsh quien, como siempre, se levantó y dio testimonio con temibles gemidos. ‘¿Se siente mejor ahora?’, susurró Jerry cuando William volvió a sentarse. El pobre Jerry quería ser compasivo, pero al señor Marsh le pareció una impertinencia y está furioso con él. Claro está que Jerry no tenía por qué estar en una reunión de oración de los metodistas. Pero esos niños van donde quieren.

    —Espero que no ofendan a la señora de Alec Davis, de Harbour Head —dijo Susan—. Es una mujer muy susceptible, según tengo entendido, pero es muy rica y contribuye más que cualquier otro al sueldo del pastor. He oído que comentó que los Meredith son los niños peor educados que ha conocido.

    —Cada palabra que decís me convence más y más de que los Meredith pertenecen a la raza de los que conocen a José —declaró muy decidida Ana, la señora de la casa.

    —En resumidas cuentas, sí, lo parecen —admitió la señorita Cornelia—. Y eso lo equilibra todo. De todas maneras, ya los tenemos y debemos hacer lo mejor que podamos con ellos y apoyarlos contra los metodistas. Bueno, supongo que ya va siendo hora de que me baje al puerto. Marshall pronto volverá a casa, hoy ha ido al otro lado del puerto, y querrá pronto su comida, como todos los hombres. Qué pena que no he podido ver a los otros niños. ¿Y dónde está el doctor?

    —Ha ido a Harbour Head. Solo llevamos tres días en casa y en ese tiempo ha pasado tres horas en su propia cama y solo ha comido dos veces en su propia casa.

    —Bueno, todos los que han estado enfermos las últimas seis semanas han estado esperando que regresara a casa y no los culpo. Cuando ese médico del otro lado del puerto se casó con la hija del enterrador de

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