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La abadía de Northanger
La abadía de Northanger
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Libro electrónico292 páginas4 horas

La abadía de Northanger

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La Abadía de Northanger fue la primera novela que escribió Austen, no obstante, se publicó de manera póstuma en 1818. Una historia que recurriendo a la exitosa fórmula de comedia e ironía logra ser concebida como una sátira de la novela gótica.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2017
ISBN9789569967016

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    La abadía de Northanger - Jane Austen

    31

    Capítulo 1

    Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría podido imaginar que el destino le reservaba un papel de heroína de novela. Ni su posición social ni el carácter de sus padres, ni siquiera la personalidad de la niña, favorecían tal suposición. El señor Morland era un hombre de vida ordenada, clérigo y dueño de una fortuna pequeña que, junto con los dos excelentes beneficios que en virtud de su profesión usufructuaba, le daban para vivir holgadamente. Si bien se llamaba Richard, jamás pudo jactarse de ser bien parecido y no se mostró en su vida partidario de tener sujetas a sus hijas. La madre de Catherine era una mujer de buen sentido, carácter afable y una salud a toda prueba. Fruto del matrimonio nacieron, en primer lugar, tres hijos varones, luego, Catherine, y lejos de fallecer la madre a la llegada de ésta, dejándola huérfana, como habría correspondido tratándose de la protagonista de una novela, la señora Morland siguió disfrutando de una salud excelente, lo que le permitió a su debido tiempo dar a luz seis hijos más.

    Los Morland siempre fueron considerados una familia admirable, ninguno de sus miembros tenía defecto físico alguno. Sin embargo, todos carecían del don de la belleza, en particular, y durante los primeros años de su vida, Catherine, que además de ser excesivamente delgada, tenía el cutis pálido, el cabello lacio y las facciones inexpresivas. La niña tampoco mostró un desarrollo mental superlativo. Le gustaban más los juegos de chico que los de chica, prefiriendo el críquet no sólo a las muñecas, sino a otras diversiones propias de la infancia, como cuidar un lirón o un canario y regar las rosas. Catherine no mostró de pequeña, afición por la horticultura, y si alguna vez se entretenía cogiendo flores, lo hacía para satisfacer su gusto por las travesuras, ya que solía coger precisamente aquellas que le estaba prohibido tocar. Esto en cuanto a las tendencias de Catherine; de sus habilidades sólo puedo decir que jamás aprendió nada que no se le enseñara y que muchas veces se mostró desaplicada y en ocasiones torpe. A su madre le llevó tres meses de esfuerzo continuado enseñarle a recitar la Petición de un mendigo, e incluso su hermana Sally la aprendió antes que ella. Y no es que fuera corta de entendimiento —la fábula de La liebre y sus amigos se la aprendió con tanta rapidez como pudieran haberlo hecho otras niñas—, pero en lo que a estudios se refería, se empeñaba en seguir los impulsos de su capricho. Desde muy pequeña mostró afición a jugar con las teclas de una vieja espineta, y la señora Morland, creyendo ver en ello una prueba de afición musical, le puso un profesor.

    Catherine estudió la espineta durante un año, pero esta práctica sólo logró despertar en ella un rechazo inconfundible hacia la música. Por lo tanto, su madre, deseosa siempre de evitar contrariedades a su hija, decidió despedir al profesor. La joven tampoco se caracterizó por sus dotes para el dibujo, lo cual era extraño, ya que siempre que encontraba un trozo de papel se entretenía en reproducir, a su manera, casas, árboles, gallinas y pollos. Su padre le enseñó todo lo que supo de aritmética; su madre, la caligrafía y algunas nociones de francés. En dichos conocimientos Catherine demostró la misma falta de interés que en todo lo demás que sus padres desearon inculcarle. Sin embargo, y a pesar de su pereza, la niña no era mala ni tenía un carácter ingrato; tampoco era terca ni amiga de reñir con sus hermanos, mostrándose muy rara vez tiránica con los más pequeños. Por lo demás, hay que reconocer que era ruidosa y hasta un poco salvaje. Odiaba el aseo excesivo y el encierro, y amaba por sobre todas las cosas rodar por la pendiente suave y cubierta de musgo que había por detrás de la casa.

    Así era Catherine Morland a los diez años de edad. Al llegar a los quince comenzó a mejorar su apariencia, se rizaba el cabello y suspiraba de anhelo esperando el día en que le permitieran asistir a los bailes. Su cutis se embelleció, sus facciones se hicieron más finas, la expresión de sus ojos, más animada y su figura adquirió mayor prestancia. Su inclinación por el desorden se convirtió en afición por la frivolidad y, lentamente, su desidia dio paso a la elegancia. Su cambio fue tan evidente que en más de una ocasión sus padres se permitieron hacer observaciones acerca de la mejoría que en el porte y el aspecto exterior de su hija se advertía. «Catherine está mucho más guapa que antes», decían de vez en cuando. Estas palabras colmaban de alegría a la chica, pues para la mujer que hasta los quince años ha pasado por fea, el ser casi guapa es tanto como para la siempre bella, ser profunda y sinceramente admirada.

    La señora Morland era una madre ejemplar, y como tal, deseaba que sus hijas fueran lo que debieran ser, pero estaba tan ocupada en dar a luz, criar y cuidar a sus hijos más pequeños, que el tiempo que podía dedicar a los mayores era más bien escaso. Eso explicaba que Catherine, de cuya educación no se preocuparon seriamente sus padres, prefiriera a los catorce años jugar cricket o béisbol, correr por el campo y montar a caballo, antes que leer libros instructivos. En cambio, siempre tenía a mano aquellos que trataban única y exclusivamente de asuntos ligeros y cuyo objeto no era otro que servir de pasatiempo. Felizmente para ella, a partir de los quince años empezó a aficionarse a lecturas serias, que, al tiempo que ilustraban su inteligencia, le procuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quien estaba destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.

    De las obras de Pope aprendió a censurar a quienes:

    Siempre se burlan del infortunio de otros.

    De las de Gray, que:

    Más de una flor nace y florece sin que nadie la vea, desperdiciando su perfume en el aire del desierto.

    De las de Thompson, que:

    Enseñar a brotar las ideas nuevas es una tarea grata.

    De las de Shakespeare obtuvo información valiosa, y aprendió que:

    Las pequeñeces ligeras como el aire son para el celoso la confirmación plena como las mismas Sagradas Escrituras.

    Y que:

    El pobre insecto que pisamos siente un dolor tan intenso al morir como el gigante que agoniza.

    Finalmente, se enteró de que una joven enamorada se asemeja siempre:

    A la imagen de la Paciencia que sonríe al Dolor.

    La educación de Catherine se había perfeccionado, como se ve, de manera notable. Y si bien jamás llegó a escribir un soneto ni a entusiasmar a un auditorio con una composición original, nunca dejó de leer los trabajos literarios y poéticos de sus amigas ni de aplaudir con entusiasmo y sin demostrar fatiga las pruebas del talento musical de sus íntimas. En lo que menos logró imponerse Catherine fue en el dibujo; no consiguió aprender a manejar el lápiz, ni siquiera para plasmar en el papel el perfil de su amado. A decir verdad, en este terreno no alcanzó tanta perfección como su porvenir heroico-romántico exigía. Claro que, por el momento, y no teniendo amado a quien retratar, no se daba cuenta de que carecía de esa habilidad. Porque Catherine había cumplido diecisiete años sin que hombre alguno hubiera logrado despertar su corazón del letargo infantil ni inspirado una sola pasión, ni excitado la admiración más pasajera y moderada. ¡Un hecho verdaderamente insólito! Sin embargo, cualquier cosa, por incomprensible que nos parezca, tiene explicación si se indagan las causas que la originan, y la ausencia de amor en la vida de Catherine hasta los diecisiete años, se comprenderá fácilmente si se considera que ninguna de las familias que conocía había traído al mundo un niño de origen desconocido; detalle importantísimo tratándose de la historia de una heroína. Tampoco vivía ningún aristócrata en el sector, ni quiso la casualidad que el señor Morland fuese nombrado tutor de un huérfano, ni que el mayor hacendado de los alrededores tuviese hijos varones. Sin embargo, cuando una joven nace para ser protagonista de una historia de amor, ni la perversidad acumulada de unas cuantas familias puede impedírselo. En el momento oportuno siempre surge algo que impulsa al héroe indispensable a cruzarse en su camino.

    Un tal señor Allen, dueño de la propiedad más importante de Fullerton, el pueblo de Wiltshire donde vivían los Morland, fue enviado a Bath por problemas de salud, ya que padecía gota. Su esposa, una dama muy amable que tenía una excelente relación con la señorita Catherine, y que sin duda comprendía que cuando una señorita no tropieza con aventura alguna donde vive, debe buscarla en otro lugar, invitó a Catherine a que los acompañara. Tal petición les pareció una idea espléndida al señor y la señora Morland, y Catherine estaba gustosa de ello.

    Capítulo 2

    A lo explicado en las páginas anteriores respecto a las dotes personales y morales de Catherine, en el momento de enfrentarse a las dificultades de seis semanas de estancia en Bath, debe señalarse que la niña era afectuosa y alegre, libre de toda clase de vanidad y falta de sencillez, que sus modales eran naturales, su conversación amena, su aspecto agradable, y que todo ello compensaba la falta de conocimientos que, al fin y al cabo, suelen tener las jóvenes de diecisiete años.

    A medida que se aproximaba la hora de partir rumbo a Bath, crecía la actitud maternal de la señora Morland, junto con miles de incidentes calamitosos que le podrían suceder a su hija durante aquella terrible separación, y con lágrimas en los ojos en la conversación de despedida, la joven escuchó de los labios de su prudente madre toda clase de amonestaciones y consejos. Allí se hubiera desahogado previniendo a su hija de la brutalidad de esos aristócratas que se divierten embaucando a las jovencitas inocentes para acompañarlos a lugares misteriosos y desconocidos. ¿Quién no habría pensado esto? Pero la señora Morland era tan sencilla que se hallaba lejos de sospechar cuáles podrían ser, según aseguraban las novelas, las maldades de las que se mostraban capaces los aristócratas de su tiempo, y los peligros que rodeaban a las jóvenes que por primera vez se lanzaban al mundo, que no se preocupó prácticamente de la suerte que pudiera correr su hija, hasta el punto de limitar a dos las advertencias que al partir le dirigió, y que fueron las siguientes: «Catherine, te suplico que te abrigues el cuello al salir por las noches y que anotes los gastos que haces. Mira, te doy este cuadernito para que te sirva de apunte».

    Sally, o mejor dicho Sarah, porque ¿qué señorita que se respete llega a los dieciséis años sin cambiar su nombre? Dada la situación, se tendría que haber convertido en la confidente íntima de su hermana. No obstante, tampoco ella se mostró a la altura de las circunstancias, exigiendo a Catherine que le prometiera que escribiría a menudo comentando cuantos detalles de su vida en Bath pudieran resultar interesantes. En lo relativo a tan importante viaje, la familia Morland mostró una compostura inexplicable y más acorde con los acontecimientos habituales de una vida cotidiana que con la delicada sensibilidad y tiernas emociones que la primera separación de una heroína del seno del hogar debe siempre suscitar. Por último, el señor Morland, en lugar de permitirle disponer a su antojo de su cuenta bancaria, o de entregarle cien libras en efectivo, confió a la joven e inexperta muchacha diez guineas y le prometió darle alguna cosita más cuando se las pidiera.

    Con estos elementos tan poco prometedores, Catherine emprendió su primer viaje, el cual no tuvo inconveniente alguno. Los viajeros no se vieron sorprendidos por bandoleros ni tempestades, ni siquiera consiguieron encontrarse con el ansiado galán. Lo único que por espacio de breves momentos logró interrumpir su tranquilidad fue la suposición de que la señora Allen había olvidado sus sandalias en la posada, temor que, finalmente, resultó infundado.

    Llegaron a Bath. Catherine estaba rebosante de felicidad, su mirada iba a todos lados, deseosa de disfrutar de las bellezas que encontraban a su paso por los alrededores de la ciudad y por las calles amplias y simétricas de ésta. Había ido allí para ser feliz, y ya lo era.

    A poco de llegar se instalaron en una cómoda posada de la calle Pulteney.

    Antes de seguir es necesario hacer una breve descripción de la señora Allen para que así el lector aprecie hasta qué punto sus acciones influyeron en el transcurso de esta historia y cómo contribuirá para labrar la desgracia de Catherine; si será capaz de interpretar el papel de villana de la novela, que es el que le correspondería, bien haciendo a su protegida víctima de un egoísmo y una envidia despiadados, bien con denodada perfidia interceptando sus cartas, difamándola o echándola de su casa.

    La señora Allen pertenecía a esa categoría de mujeres cuyo trato nos obliga a preguntarnos cómo se las arreglaron para encontrar a un hombre dispuesto a contraer matrimonio con ellas. Para empezar, diremos que carecía de belleza, de talento, de ingenio y de educación. Así que su porte de gran señora, una frivolidad sosegada y un carácter bastante tranquilo, era todo lo que podía explicar que un hombre tan sensible e inteligente como el señor Allen la hubiera elegido como esposa. Nadie, en cambio, más indicada que su esposa para presentar a una joven en sociedad, ya que a la buena señora le encantaba tanto salir y divertirse como a cualquier muchacha ávida de emociones. Su pasión eran los vestidos. Uno de los mayores placeres de la señora Allen era vestirse a la moda, y tan trascendental que en aquella ocasión hubieron de emplearse tres o cuatro días en buscar lo más nuevo, lo más elegante, lo que estuviera más en armonía con los últimos mandatos de la moda, antes de que la amable y excelente esposa del señor Allen se mostrara dispuesta a presentarse ante el distinguido mundo de Bath. Catherine invirtió su tiempo y su dinero para comprar algunos adornos con que embellecer su vestuario, y una vez que todo estuvo dispuesto, esperó con ansiedad la noche de su presentación en los salones del gran casino del balneario. Una vez llegada ésta, un peluquero experto onduló el cabello de la muchacha, recogiéndoselo en un artístico peinado. Tras vestirse poniendo exquisita atención en los detalles, tanto la señora Allen como su criada reconocieron que Catherine estaba verdaderamente atractiva. Animada por tan autorizadas opiniones, la muchacha se despreocupó por completo, ya que le bastaba la idea de pasar inadvertida, pues no se creía lo bastante bonita para provocar admiración.

    La señora Allen tardó tanto tiempo en arreglarse que cuando llegaron al baile los salones ya se encontraban atestados. Apenas pusieron pie en el edificio, el señor Allen desapareció en dirección a la sala de juego, dejando que las damas se introdujeran como pudieran para encontrar asiento. Cuidando más de su traje que de su protegida, la señora Allen se abrió paso entre la multitud de caballeros, que obstruían el acceso al salón, y Catherine, temiendo quedar rezagada, pasó su brazo por el de su amiga, asiéndola con tal fuerza para que la muchedumbre no lograra separarlas. Una vez dentro del salón, sin embargo, las señoras se encontraron con que, lejos de resultarles más fácil el adelantar, aumentaban la bulla y las aglomeraciones. A fuerza de empujar llegaron al centro de la sala, pero su situación siguió siendo la misma: no veían nada más que las elevadas plumas de algunas damas. Al fin, y tras poner a prueba todo su ingenio, lograron colocarse en un pasillo ubicado detrás del palco más elevado. Desde allí, la señorita Morland pudo disfrutar de la vista del salón y comprender cuan graves habían sido los peligros que habían corrido para llegar allí. Era un baile verdaderamente magnífico, y por primera vez aquella noche Catherine tuvo la impresión de encontrarse en una fiesta. Le habría gustado bailar, pero por desgracia no habían hallado hasta el momento ni una sola persona conocida. Contrariada a causa de ello, la señora Allen trató de manifestar su pesar por tan desdichado contratiempo, repitiendo cada dos o tres minutos, y con su acostumbrada tranquilidad, las mismas palabras: «¡Cuánto me agradaría verte bailar, hija mía! ¡Ojalá tuvieras una pareja…!» Su amiga agradeció esos buenos deseos, que se repitieran tan a menudo y que resultaron tan ineficaces, que Catherine se cansó y dejó de agradecerle.

    Ninguna de las dos logró disfrutar por mucho tiempo del puesto que con tanto trabajo habían conquistado. Al cabo de unos minutos parecieron sentir simultáneamente el deseo de tomar un refresco, y la señora Allen y su protegida se vieron obligadas a seguir el movimiento iniciado en dirección al comedor. Catherine comenzó a sentirse algo desilusionada, ya que le molestaba enormemente verse empujada y aprisionada por personas desconocidas, y ni siquiera le era posible aliviar el tedio de su cautiverio cambiando con sus compañeros la más insignificante palabra. Cuando al fin llegaron a la sala del té, descubrió que no tenía amigos con quien reunirse, ni un caballero que las asistiera. El señor Allen no había vuelto a aparecer y, cansadas al fin de esperar y de buscar un lugar más apropiado, se sentaron en el extremo de una gran mesa, en torno a la cual charlaban animadamente varias personas. Como la señora Allen ni Catherine las conocían, tuvieron que contentarse con cambiar impresiones entre ellas. Tan pronto como se sentaron, la señora Allen expresó en voz alta su alegría porque no le estropearon su vestido.

    —Habría sido horrible que me hubieran rasgado el vestido, ¿no crees? Es de una muselina muy fina, y te aseguro que no he visto en el salón ninguno más bonito que éste.

    —¡Qué lástima no conocer a nadie de aquí!

    —exclamó Catherine con aire distraído.

    —Sí, hija mía, tienes razón, es una verdadera lástima —murmuró la señora Allen con completa serenidad.

    —¿Qué podemos hacer? Estos señores nos miran como si les molestara nuestra presencia en esta mesa. Es como si les estuviéramos imponiendo nuestra compañía.

    —Tienes razón, es muy incómodo. Me gustaría hallarme entre muchos conocidos.

    —A mí con uno me basta, al menos tendríamos con quien hablar.

    —Muy cierto, hija mía. Si conociéramos a alguien nos iríamos con ellos enseguida. Los Skinner vinieron el año pasado. Ojalá estuvieran aquí.

    —¿No sería mejor que nos marcháramos? Ni siquiera hay servicio de té para nosotras.

    —Es verdad, ¡qué cosa tan desagradable!, sin embargo, creo que lo mejor es quedarnos donde estamos. No quiero que nos aprieten… ¿Cómo está mi peinado? Me dieron tal golpe en la cabeza que no me extrañaría que estuviera estropeado.

    —No, está muy bien. Pero, querida señora, ¿usted está segura de que no conoce a nadie? Entre tanta gente alguien habrá que no le sea completamente extraño.

    —A nadie, te lo aseguro. Ojalá estuviera aquí un buen número de amistades para tenerte una pareja de baile ¡Mira qué mujer tan extraña y qué traje lleva! ¡Qué anticuada! Mírale su espalda.

    Luego de un largo rato un caballero desconocido les ofreció una taza de té. Agradecieron profundamente la atención, lo que les proporcionaba ocasión de cambiar algunas palabras con aquel a quien debieron tamaña cortesía. Nadie volvió a dirigirles la palabra y, juntas siempre, vieron acabar el baile, hasta el momento en que el señor Allen se presentó a buscarlas.

    —Bueno, señorita Morland —dijo éste—, espero que haya disfrutado del baile.

    —Sí, ha sido muy agradable —contestó Catherine, disimulando un bostezo.

    —Es una lástima que no hayamos podido bailar —dijo la señora Allen—. Me habría gustado encontrarle una pareja. Precisamente acabo de decirle que, si los Skinner hubieran estado aquí este año en lugar del pasado, o si los Parry se hubieran decidido a venir, como pensaban hacer, habría bailado con George Parry. No ha podido ser, y lo lamento.

    —Quizás otra noche tengamos más suerte

    —dijo con tono consolador el señor Allen.

    Apenas terminó el baile, los invitados comenzaron a marcharse, dejando lugar para que quienes quedaban pudieran moverse con mayor comodidad y para que nuestra heroína, cuyo papel durante la noche no había sido verdaderamente muy relevante, consiguiera ser vista y admirada. A medida que transcurrían los minutos y disminuía el número de asistentes, Catherine encontró nuevas ocasiones de exponer sus encantos. Al fin pudieron verla muchos jóvenes, para quienes antes su presencia había pasado inadvertida. A pesar de ello, ninguno entró en éxtasis al contemplarla, ni se apresuró a interrogar acerca de su procedencia a persona alguna, ni calificó de divina su belleza, y eso que Catherine estaba bastante guapa, hasta el punto que si alguno de los presentes la hubiese conocido tres años antes habría quedado maravillado del cambio que se observaba en su rostro.

    Aunque, a decir verdad, sí recibió miradas de admiración, pues oyó decir a dos caballeros que la encontraban bonita. Dichas palabras produjeron tal efecto en su ánimo que la hicieron modificar su opinión acerca de los placeres de aquella velada. Satisfecha con ellas su pequeña vanidad, Catherine sintió por sus admiradores una gratitud más intensa que si una heroína hubiese escuchado los más halagadores sonetos, y la muchacha, satisfecha de sí y del mundo en general, de la admiración y las atenciones con que últimamente era obsequiada, se mostró con todos de muy buen humor.

    Capítulo 3

    Cada día trajo consigo nuevas ocupaciones y deberes, tales como recorrer las tiendas, conocer la ciudad, frecuentar los salones del balneario, donde pasaban las dos amigas mirando a todo el mundo, pero sin hablar con nadie. La señora Allen seguía insistiendo en la conveniencia de formar amistades, que lo mencionaba cada vez que se daba cuenta de cuan grandes eran las desventajas de no contar entre tanta gente con un sólo conocido o amigo.

    Pero cierto día en que visitaban un salón de baile, la suerte quiso favorecer a nuestra heroína. El maestro de ceremonias, cuya misión era buscar parejas de baile a las damas, le presentó un apuesto joven llamado Tilney. Tenía uno veinticinco años, de estatura elevada, rostro simpático, mirada inteligente y, en conjunto, sumamente agradable. Sus modales eran los de un perfecto caballero, y Catherine se sintió sumamente afortunada por tan grata pareja. Mientras bailaban apenas les fue posible conversar, pero cuando más tarde se sentaron a tomar el té tuvo ocasión de convencerse de que aquel joven era tan encantador como su apariencia la había inducido a suponer. Tilney hablaba con soltura y entusiasmo, y mostraba tal ironía en sus palabras que atraían a Catherine, aunque

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