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Mujercitas: Edición Juvenil Ilustrada
Mujercitas: Edición Juvenil Ilustrada
Mujercitas: Edición Juvenil Ilustrada
Libro electrónico170 páginas3 horas

Mujercitas: Edición Juvenil Ilustrada

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Mujercitas, la novela clásica de Louise May Alcott ambientada en la guerra de Secesión, fue publicada en Estados Unidos en 1868. Han pasado casi ciento cincuenta años desde entonces, pero la complicidad de las cuatro hermanas March, quienes a través de sus gestos y palabras resumen el espíritu crítico de una época, sigue siendo fuente de inspiración y disfrute para las generaciones de lectores que se asoman a las páginas de esta fascinante obra.

Pues Mujercitas no es otra que la historia de los March, una familia acostumbrada al trabajo y al sufrimiento. Aunque el padre está lejos sirviendo en el ejército de la Unión, las hermanas Meg, Jo, Amy y Beth mantienen sus espíritus en alto junto a su madre. Su amistoso regalo de un desayuno en Navidad a una familia vecina es un acto de generosidad recompensado con el obsequio del Sr. Laurence de un banquete sorpresa. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos para ser buenas, las muchachas muestran defectos: la linda Meg está descontenta con los niños a los que da clases; la infantil Jo pierde sus estribos con regularidad; mientras la colegiala de cabellos de oro Amy se inclina hacia la afectación. Sin embargo, Beth, quien mantiene la casa, es siempre amable y apacible.

En esta edición se presenta una cuidada edición ilustrada, adaptada al público más joven, y para los adultos que quieran revisitar las vicisitudes de Meg, Jo, Amy, y Beth de una manera rápida y amena.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 abr 2019
ISBN9788832563351
Mujercitas: Edición Juvenil Ilustrada
Autor

Louisa May Alcott

Louisa May Alcott was a 19th-century American novelist best known for her novel, Little Women, as well as its well-loved sequels, Little Men and Jo's Boys. Little Women is renowned as one of the very first classics of children’s literature, and remains a popular masterpiece today.

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    Mujercitas - Louisa May Alcott

    2017

    Índice

    Capítulo I ÁNGELES CON MITONES

    Pg. 5

    Capítulo II UNA NOCHE INOLVIDABLE

    Pg. 21

    Capítulo III LAS ESPINAS

    Pg. 31

    Capítulo IV EL PALACIO HERMOSO

    Pg. 41

    Capítulo V UN PEQUEÑO OGRO ATACA A JO

    Pg. 55

    Capítulo VI UNA MARIPOSITA SE ACERCA AL FUEGO

    Pg. 65

    Capítulo VII UNA NUEVA VIDA

    Pg. 79

    Capítulo VIII UN DÍA EN EL PRADO LARGO

    Pg. 91

    Capítulo IX SUEÑOS Y CONFIDENCIAS

    Pg. 103

    Capítulo X CORAZONES A PRUEBA

    Pg. 118

    Capítulo XI FELIZ NAVIDAD

    Pg. 141

    Capítulo XII LOS ENAMORADOS

    Pg. 151

    Capítulo I

    ÁNGELES CON MITONES

    La nieve cubría en silencio la tierra en aquel suave atardecer de diciembre. En la acogedora sala de una mo­desta finca, cuatro hermanitas, de temprana edad, se ocu­paban en la confección de gruesos calcetines azules para el ejército.

    Margaret o Meg, la mayor de las cuatro muchachitas, tenía dieciséis años y era muy hermosa. Su abundante pe­lo castaño claro, sus ojos grandes y sus manos blancas, de las que estaba un tanto vanidosa, le daban un porte aris­tocrático. Jo, con sus quince años, alta y morena, tenía, por el contrario, un simpático aspecto desgarbado. Su única belleza consistía en el cabello negrísimo que, para que no la estorbara, lo llevaba recogido, con todo cuida­do, en una redecilla. Elizabeth o Beth, la de la carita de rosa y los ojos claros como luz de primavera, contaba trece años y era tímida y pacífica como una paloma. Tan­to, que su padre, rebosante de cariño, la apodaba Tranquilita. Finalmente, Amy con sus escasos doce añitos, ojos azules y bucles de oro, blanca y gentil como un hada, persona de mucha categoría... según ella misma opi­naba.

    — ¡Qué triste es ser pobre! —suspiró Meg acariciando su viejo vestido.

    — Sí, este año no nos va a parecer Navidad, pues una Navidad sin regalos... —exclamó Jo, tendida en la alfom­bra.

    — Es injusto que ciertas muchachas gocen de la abun­dancia y otras no tengan nada —protestó Amy.

    — Queridas: tenemos a papá y a mamá y nos tenemos a nosotras mismas —sugirió Beth con su más dulce son­risa.

    A la luz del alegre fuego de la chimenea hubo unos relámpagos de júbilo en los juveniles rostros, que pronto se entristecieron cuando Jo exclamó:

    — Papá no está aquí y quizá tarde mucho en estar con nosotras.

    Un soplo helado atravesó aquellos amantes corazones que palpitaban bajo el mismo temor: ¿volverían a abrazar al padre querido que se hallaba en la lejana guerra?

    Después de la dolorosa pausa, fue Meg la que rompió el silencio:

    — Mamá dice que no debemos pensar en regalos esta Navidad, mientras nuestros hombres sufren en el frente. Cree que debemos hacer pequeños sacrificios, pero yo no sé si voy a poder... Empieza por costarme mucho trabajo dar lecciones a esos niños...

    — Poco podemos hacer por el ejército con el dólar que tenemos cada una —dudó Jo—. Hoy he decidido que me conformaré con que no me regalen nada, si es que me permiten comprar Undin y Sintram. ¡Tengo tantas ga­nas de leerlo! Y creo, además, que lo merezco después de aguantar a esa señora vieja y caprichosa. Trabajamos como esclavas todo el día...

    — Hacemos mal en quejarnos, hermanas —exclamó Beth—. Yo también lavo y friego todo el día y me estro­peo las manos tanto, que no puedo tocar el piano.

    — Pues sufro yo más que todas vosotras —interrumpió Amy—. Yo he de ir a la escuela a vérmelas con muchachas impertinentes que se ríen de vuestros vestidos y os de­faman porque el padre no es rico...

    — Si quieres decir difaman, dilo así —exclamó Jo con una carcajada.

    — Yo quisiera tener ahora el dinero que perdió papá cuando éramos pequeñas. ¡Qué felices seríamos! —dijo Meg acordándose de otros tiempos.

    — Sin embargo —objetó Beth— dijiste el otro día que éramos más dichosos que los adinerados niños de King, que no hacían más que reñir.

    — Y es verdad. Creo que lo somos. Trabajamos, pero nos divertimos en animada pandilla, según Jo.

    — ¡Jo no es nada elegante! —afirmó Amy.

    La aludida se levantó de un salto y exclamó:

    — Aborrezco a las muchachas presumidas y fatuas.

    Los pajaritos están siempre de acuerdo en sus ni­dos —recitó Beth cómicamente para apaciguarlas.

    — Las dos merecéis una reprimenda, queridas —senten­ció Meg en su papel de hermana mayor—. Tú, Jo, ya no tienes edad para esas gracias de chicos. Ahora llevas moño y debes recordar que eres una señorita.

    — ¡No lo soy! ¡Y si es por el moño, me arreglaré el pelo en dos trenzas hasta que tenga veinte años! —gritó Jo despojándose de la redecilla y dejando caer sobre sus hombros la espesa melena—. No quiero pensar en tener que llegar a ser la señorita March y vestir faldas largas. No puedo acostumbrarme a la desgracia de ser mujer cuando me muero de ganas por ir al lado de papá.

    — ¡Pobre Jo! —la consoló Beth acariciando su cabe­za—. Tendrás que conformarte.

    — Y tú Amy, eres demasiado afectada —continuó Meg—. Aunque ahora hagas gracia, llegarás a cansar de puro tonta. Tus fingidas palabras son tan feas como la jerga de Jo. Te aconsejo que vayas cambiando.

    — Si Jo es un zagalón y Amy una relamida ¿qué soy yo? —quiso saber Beth.

    — Tú eres mi niña querida —respondió Meg abrazando al ratoncito de la familia.

    El antiguo reloj dio en aquellos momentos las seis y Beth, levantándose con presteza, colocó para que se ca­lentaran, un par de zapatillas ante el fuego.

    A la vista de aquellas viejas pantuflas, todas las discu­siones se apagaron como por arte de magia. Iba a llegar la madre, ocupada todo el día en servicios asistenciales dedicados a los que luchaban en los frentes de guerra. Meg encendió la lámpara, Amy arrastró la butaca y Jo se acercó a la chimenea, exclamando:

    — Estas zapatillas están muy viejas.

    — Yo pensaba comprarle unas con mi dinero —expuso Beth.

    — Lo haré yo —gritó Amy.

    — Soy la mayor y... —comenzó Meg.

    — De las zapatillas me encargaré yo —interrumpió Jo con su acostumbrada decisión—. Soy el hombre de la fa­milia en ausencia de papá y él me confió el cuidado de mamá.

    — ¿Por qué no le regalamos cada una de nosotras algo en Navidad y suprimimos nuestros propios regalos? —su­girió Beth.

    — Siempre tienes que ser tú la del pensamiento más hermoso, chiquilla querida —exclamó Jo, abrazando a su hermana—. Le podéis regalar unos guantes, pañuelos bor­dados y un frasquito de colonia. Yo le presentaré unas buenas zapatillas.

    — Pondremos los obsequios sobre la mesa y dejaremos que mamá misma venga a abrir los paquetes —expuso Meg.

    — Le haremos creer a mamá que vamos a comprar co­sas para nosotras —siguió Jo—. Tendremos que salir ma­ñana de compras y vamos muy atrasadas con la prepara­ción de la velada para Navidad. Ensayemos ahora. Amy: repite la escena del desmayo, pero sin ponerte rígida como un palo.

    — No sé desmayarme de otro modo —repuso Amy, que no reunía disposición para la escena, pero que había sido escogida porque era pequeña y el protagonista del drama podía llevársela en brazos.

    Cuando el ensayo terminó, Meg reconoció:

    — Es lo mejor que hemos hecho hasta ahora.

    — Jo, escribes y representas maravillosamente —se admiró Beth—. ¡Eres un verdadero Shakespeare!

    — No tanto, hermanita. Lo que yo quiero hacer es Macbeth. ¿Es un puñal eso que veo delante de mí? —terminó recitando Jo.

    — No, es el tenedor de tostar el pan —le respondió Meg en el mismo tono dramático.

    Y una fresca y general carcajada llenó de alegría la habitación.

    — Así me gusta encontraros, hijas mías —dijo de impro­viso una cariñosa voz en la puerta. Y al volverse las son­rientes caras se encontraron con una señora regordeta y simpática que las miraba del modo especial que lo hacen las madres cuando contemplan a los pedazos de su cora­zón—. ¿Cómo habéis pasado el día? ¿Tu resfriado, Margaret? Tengo una grata sorpresa para vosotras... después de cenar.

    — ¡Carta! ¡Carta de papá! —gritó Jo, tirando la ser­villeta al aire y palmoteando.

    — Sí, una carta muy larga, queridas. Se conserva bien y creo que soportará el invierno aceptablemente. Os en­vía un mensaje especial para Navidad —anticipó la señora March acariciando el papel que guardaba en el bolsillo como la más preciada joya.

    Desde este momento, la cena fue una carrera de obs­táculos para las muchachas en cuyos ojos había aparecido una amorosa luz.

    Cuando terminaron, se agruparon alrededor de la bu­taca de la madre; Beth a sus pies, Meg y Amy sentadas sobre los brazos del sillón y Jo detrás, apoyándose en el respaldo.

    La carta era conmovedoramente alegre. En ella se pa­saban por alto las miserias y los peligros sufridos y se re­lataban con todo detalle los escasos momentos satisfacto­rios. Solamente al final...:

    " Todo mi cariño y un beso a cada una. Diles que pien­so en ellas, durante el día, y, por la noche, pido a Dios que el tiempo que me resta para verlas sea lo más corto posi­ble. Recuérdales que, mientras esperamos, todos podemos hacer que estos días tan duros no se consuman inútilmen­te. Sé que ellas serán buenas y cariñosas contigo, que, cuando vuelva, podré enorgullecerme de mis mujercitas más que nunca ".

    Un grueso lagrimón cayó sobre el papel blanco al lle­gar a este punto. De todos los ojos

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