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Aló, Marciano
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Libro electrónico169 páginas1 hora

Aló, Marciano

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1949. El periodista César Casariego quiere transmitir por la radio una adaptación de La guerra de los mundos. El director le advierte que juega con fuego, pero su prometida, también periodista, le da ánimos: “no va a pasar nada, en este pueblo nunca pasa nada”. Pero si pasó.
Con una ironía exquisita y el humor agridulce que caracteriza anteriores novelas, Alfredo Antonio Fernández narra un inusitado acontecimiento que terminó en tragedia nacional en Ecuador.
Desde el ámbito de lo Real Maravilloso apreciamos cómo la literatura puede ser tan subversiva como para que la adaptación de una radionovela en América Latina provoque una guerra mundial. En el fondo, más allá de la risa y el tono que nos obliga a creer si algo tan surrealista y disparatado puede suceder en realidad, existe aquí una reflexión profunda sobre el poder político y la misión del arte en un estado totalitario.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 oct 2018
ISBN9780463935095
Aló, Marciano
Autor

Alfredo Antonio Fernández

(Cuba, 1945) Escritor y profesor universitario.Licenciado en Historia, Universidad de La Habana, Master en Estudios Latinoamericanos en la UNAM, México y Doctorado en Español, University of Houston, Estados Unidos.Ha publicado, entre otros, "El candidato" (Premio "Unión de Escritores y Artistas de Cuba", 1978); "La última frontera" (Finalista del "Premio de la Crítica", Cuba, 1985); "Los profetas de Esteli" (Feria Internacional del Libro, Guadalajara, 1990; "Lances de amor, vida y muerte del Caballero Narciso" (Premio "Razón de Ser", 1989 y Premio "Alejo Carpentier", 1993); "Adrift: The Cuban Raft People" (Rockfeller Fellowship, 1995, Arte Publico Press, 2000); "Bye, camaradas", (Finalista de los premios "Marcio Veloz Maggiolo", New York, 2002 y "La ciudad y los perros", Madrid, 2003; publicada por Editorial El Barco Ebrio); "A través del espejo", ensayo, por Editorial El Barco Ebrio, Madrid, 2013; "Aló Marciano", novela, por Editorial El Barco Ebrio, Madrid, 2015. Su novela "Dominó de dictadores", ha sido publicada por Ilíada Ediciones (Alemania, 2019) y Su novela "Citizen Kane se fue a la guerra" fue Primera Finalista del Premio Internacional de Literatura Hypermedia (Estados Unidos, 2020). Es colaborador de la revista "Otro Lunes" (Madrid), revista de cultura digital bimensual y Profesor Asociado Prairie View A&M University.

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    Vista previa del libro

    Aló, Marciano - Alfredo Antonio Fernández

    ÍNDICE

    Portada

    Título

    Créditos

    CITA

    NOTICIA

    UNO

    DOS

    TRES

    CUATRO

    CINCO

    SEIS

    SIETE

    OCHO

    NUEVE

    DIEZ

    ONCE

    DOCE

    TRECE

    CATORCE

    QUINCE

    DIECISÉIS

    DIECISIETE

    DIECIOCHO

    DIECINUEVE

    VEINTE

    VEINTIUNO

    VEINTIDÓS

    VEINTITRÉS

    VEINTICUATRO

    VEINTICINCO

    VEINTISÉIS

    VEINTISIETE

    VEINTIOCHO

    VEINTINUEVE

    TREINTA

    TREINTAIUNO

    TREINTAIDÓS

    TREINTAITRÉS

    TREINTAICUATRO

    TREINTAICINCO

    TREINTAISÉIS

    TREINTAISIETE

    TREINTAIOCHO

    TREINTAINUEVE

    CUARENTA

    CUARENTAIUNO

    CUARENTAIDÓS

    CUARENTAITRÉS

    CUARENTAICUATRO

    CUARENTAICINCO

    CUARENTAISÉIS

    CUARENTAISIETE

    CUARENTAIOCHO

    CUARENTAINUEVE

    CINCUENTA

    CINCUENTAIUNO

    CINCUENTAIDÓS

    CINCUENTAITRÉS

    CINCUENTAICUATRO

    CINCUENTAICINCO

    CINCUENTAISÉIS

    CINCUENTAISIETE

    CINCUENTAIOCHO

    CINCUENTAINUEVE

    SESENTA

    SESENTAIUNO

    SESENTAIDÓS

    SESENTAITRÉS

    SESENTAICUATRO

    SESENTAICINCO

    SESENTAISÉIS

    SESENTAISIETE

    SESENTAIOCHO

    SESENTAINUEVE

    SETENTA

    SETENTAIUNO

    SETENTAIDÓS

    SETENTAITRÉS

    SETENTAICUATRO

    SETENTAICINCO

    SETENTAISÉIS

    SETENTAISIETE

    SETENTAIOCHO

    SETENTAINUEVE

    OCHENTA

    OCHENTAIUNO

    OCHENTAIDOS

    Página legal

    Contraportada

    Otros libros de este autor

    ALFREDO ANTONIO FERNÁNDEZ

    ALÓ, MARCIANO

    © Alfredo Antonio Fernández, 2015

    © De esta edición, El Barco Ebrio, 2015

    www.elbarcoebrio.com

    Diseño de la colección: Yenia María

    Maquetación y corrección: El Barco Ebrio

    No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial

    de este libro sin la autorización previa y por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    Impreso en España / Printed in Spain

    elbarcoebriocredit

    Alô, alô, marciano

    Aqui quem fala ê da Terra

    Para variar estamos em guerra

    Você não imagina a loucura

    (Elis Regina, Brasil)

    NOTICIA

    La noche del sábado 12 de febrero de 1949, Radio Quito le tenía reservada una sorpresa a los oyentes. Leonardo Páez, director artístico, entusiasmado con La guerra de los mundos de H. G. Wells y su adaptación radial en New York en 1938 por Orson Welles, preparó una versión criolla que transmitiría sin previo aviso.

    La trasmisión, que dio inicio con avistamientos de naves interplanetarias sobre las Islas Galápagos y desembarcos de marcianos cerca de Quito, no pasó de los veinte minutos. Una turba se dirigió al centro donde estaba Radio Quito y el diario El Comercio. Comenzaron a cercar a los edificios, a dar gritos, a lanzar piedras y la ira desbocada hizo que les prendieran fuego a las instalaciones.

    El resultado, una tragedia nacional. El fuego que empezó de noche duró hasta la madrugada. Seis personas murieron carbonizadas, entre ellas un sobrino y la novia de Páez. También hubo decenas de heridos por el pánico y el monto de las pérdidas se estimó en nueve millones de sucres.

    Aló, marciano no es una (re) edición de los hechos, tampoco una investigación que añade nuevas pistas a lo ocurrido aquella noche de locura generalizada. El sentido de la novela es otro: crear una dimensión alternativa e imaginaria (ucronía) de la realidad.

    Y sus premisas de escritura creativa serán los dos párrafos de la noticia (re) interpretadas en el texto en clave de Amor constante más allá de la muerte de Francisco de Quevedo.

    UNO

    La lluvia caía lenta y pesadamente sobre el techo de la cabaña. Me complacía escucharla caer, la lluvia era la compañera de mi soledad selvática, casi una necesidad, una diversión personal, como jugar a las cartas en solitario. La escuchaba caer, deleitado. Desde la medianoche no paraba de llover, no dejaba de sentir el aire frío impregnado de humedad. Caía sin pausas, una lluvia que desde mi refugio se me antojaba gris y fría. Las gotas se deslizaban sobre la paja, se escurrían como pececitos ciegos que iban a detenerse en precario equilibrio en el borde delantero del cobertizo. Desde la hamaca veía colgar a los goterones como diminutos murciélagos, las afiladas cabecitas de puntas grises apuntaban hacia abajo, antes de precipitarse, como puntuales hileras de soldaditos grises resbalaban por el techo de paja, rodaban, caían y rebotaban contra el suelo.

    Lejos de la cabaña, en la selva, sobre el río, también llovía. No podía ver a la lluvia distante, pero me deleitaba saber que afuera caía un interminable aguacero, algo menos que un diluvio. Después de todo, esa noche y las miles de noches que había pasado en la selva lo único que había existido en el mundo éramos la lluvia y yo, los recuerdos y yo, la oscuridad y yo, la soledad y yo. Al alba, un extraño concierto, palpitar de sapos, crujidos de insectos y silbidos de aves se unieron al rumor de la lluvia. La escuchaba golpear a las copas de los árboles, escuchaba al viento fustigar a las ramas, las azotaba y las gotas iban a estrellarse sobre la superficie del río. Muy pronto vendrían por mí. Los iba a esperar en la puerta de la cabaña. Los esperaba desde que llegué a la selva. A uno, o mil. A jueces, o militares. Solo, o en compañía, los esperaba. Desde siempre los esperé. Los iba a esperar con mi traje blanco de gala. Los esperaría, paciente.

    Me levanté, una pirueta de circo me hizo caer de rodillas como payaso con zancos de equilibrio. Bebí el café que preparé a la medianoche, cuando aún esperaba paciente, antes que comenzara a llover, cuando no parecía tener prisa, antes que me cansara de ver mi rostro solitario en el trozo de espejo colgado del dintel de la cabaña. Sí, ése que veía ahora aunque no pareciera el mismo era César Casariego, treinta y cinco años, mediano de estatura, barba rala, aspecto triste y cansado.

    César Casariego que se despedía, que le decía adiós a la barbarie y se marchaba de la selva. César diez años después de…

    A la luz de un cabo de vela, finalicé de vestirme. Me vestí con mi traje blanco de gala. Del bolsillo del saco extraje la billetera, de la billetera saqué una foto. Sí, ése que veía antes había sido era César Casariego, veinticinco años, mediano de estatura, que sonreía a la cámara entre el Presidente de la República del Ecuador y el director de Radio Nacional.

    César Casariego aun dentro de los límites de la civilización, antes de que llegara a la selva y se convirtiera en un buen salvaje, un digno descendiente de la estirpe de Robinson. César diez años antes de…

    Tatú, el chamán del Cuyabeno, venía de líder de la comitiva de indios descalzos y semidesnudos. Esperaron a que saliera al portal. Tatú se inclinó, respetuoso. De repente, se soltó a dar vueltas como un loco. Bailaba, gemía, se contorsionaba de la cabeza a los pies en un ritual de limpieza de espíritus. Giraba, frenético. Mascullaba frases en lengua indígena, mordía el mocho de tabaco y, finalmente, se detuvo delante de mí y me escupió al rostro un buche de humo y saliva.

    Acabé de salir de la cabaña, la lluvia humedeció mi traje blanco. Caminé unos pasos, el cortejo de indígenas se apartó para dejarme pasar. Para ellos era el hombre-blanco, su más preciada prenda de resguardo en las ceremonias de iniciación religiosa: un fetiche que la corriente impetuosa del río Aguarico arrojó una noche de lluvias en una de sus orillas y desde entonces adoraban como a un dios.

    Caminé hasta el muelle de tablas por el que me deslizaba de regreso de las pesquerías de tortugas en el río. En la punta del muelle, una canoa, cargada de plátanos, solitaria, bajo la lluvia, golpeaba los soportes de madera al compás de la corriente del río. Me despedí de los indígenas, al llegar el turno de Tatú, me abrazó.

    –Regresa, taita, te esperamos –me dijo.

    DOS

    El destello de luz que venía de la selva creaba un arcoíris de luces. La lluvia, sobre el río, se multiplicaba en círculos. Los remos, al impulsar a la canoa, los hacía aparecer levemente concéntricos, como dibujados con un compás de punta fina. La canoa se acercaba al paquebote. No era como lo había soñado, no era un buque fantasma que navegaba a la luz de la luna, no era un buque pintado de blanco que arrojaba chispas azules por la bocaza de la chimenea. No, de veras, no lo era. Era un paquebote de un gris sucio y descolorido, un viejo barco de paletas que había gastado sus años navegando por el Mississippi en los tiempos de gloria de Huck Finn y Tom Sawyer mientras competía con el relevo de postas a caballo del Poni Express a ver quién trasladaba más de prisa la correspondencia entre Missouri y La Luisiana. Al final de su vida marinera, una compañía frutera del Ecuador lo adquirió en una subasta naviera de la Nueva Orleans. Antes de su jubilación final, lo empleaba para transportar bananos por las aguas infectadas de pirañas y manatíes de vientre rojizo del río Aguarico, entre los puertos fluviales de Colombia, Perú y el Ecuador.

    Leí el nombre en la parte trasera, Aurora, el mismo barco, me dije, la misma Aurora.

    El rayo de luz que venía de la selva nos seguía el paso, nos escoltaba. Al contacto con la lluvia y la niebla, el rayo de luz creaba un aro de luz cenicienta sobre el río. Mientras nos acercábamos al paquebote, las paletas de madera empezaron a girar y a lanzar chorros de agua, mazos de yerbas y surtidores de arena arrancados del lecho del río. Un marinero me lanzó una escala de cuerdas, la atrapé al vuelo. Subí a bordo, asomé la cabeza en la cubierta. El capitán, en el extremo opuesto del buque, se apresuró en venir a verme. Andaba ligero,

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