Fábulas de Juan Miraya y otros cuentos
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Juan Miraya, vivía en el mismo muelle viejo de la playa Carbó, cercas del mar y pegado al arroyo de dónde obtenía el agua fresca. En lontananza estaban allá, verdosos, Los Cayos de Piedra a los que Juan tanto quería. Un paraíso únicamente roto a cada mañana o al atardecer, por una plaga de mosquitos y jejenes que, solo él y su hijo Jelengue podían resistir. Eran nubes de aquellos insectos que lo copaban todo.
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Fábulas de Juan Miraya y otros cuentos - José Eusebio Chirino Camacho
FÁBULAS DE JUAN MIRAYA
Y ORTOS CUENTOS
JOSÉ EUSEBIO CHIRINO CAMACHO
1a. edición, marzo 2022
© FÁBULAS DE JUAN MIRAYA Y OTROS CUENTOS
© JOSÉ EUSEBIO CHIRINO CAMACHO
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Mis cuentos son la evocación de cosas vividas.
Pasajes que no deben perderse en los tiempos,
para que continúen eternamente vivos
los hombres y sus historias.
El autor.
A Cari, la hermana cariñosa,
confidente de todas mis andanzas infantiles.
Donde esté, sonreirá bonachona como siempre...
A mi pueblito Jarahueca.
A los chicos que les guste escribir.
A mi descendencia...
A María Julia mi compañera de la vida.
PRÓLOGO
Llega a mis manos, el libro del autor cubano José Eusebio Chirino Camacho, Fábulas de Juan Miraya y otros cuentos
.
Deleita al instante su lectura y ese genuino personaje el sabio y viejo Juan Miraya, que nos atrapa con sus historias, allá desde ese antiguo muelle de la playa Carbó...
Cada fábula de Miraya, nos induce a vislumbrar la grandeza de ese palmar colindante a la loma lejana y lo vemos solo, en aquel mundo infinito y azul entre océanos de vivencias, que cuentan cosas simples de la vida.
Aquel mismo Juan que anduvo por todos los mares y conoció a los más grandes piratas de aquellos tiempos como Fuman Kin, uno de los más peligrosos, pero su amigo. La amistad, con que coraje desentraña el valor de un amigo.
Nosotros lectores, al igual que cada pescador, quien antes de salir de campaña pasaba por la cabaña del viejo para que le diera el vaticinio; pasamos por las páginas descubriendo enseñanzas contadas al pasar casi que, sin querer, pero que nos impactan en esas fibras íntimas. Esas que vibran con nuestros propios recuerdos: Los aires marinos, las palabras, los peces de colores, los mensajes, las olas implacables, lo relatado más allá de lo escrito...
Para Juan Miraya El mar habla, los pájaros de la costa hablan, los pescados hablan, el manglar habla; hasta el color del día y la forma y fuerza del viento hablan; las nubes son las que más hablan. Yo hablo con todos ellos y también con el gran poder de Dios
y nos muestra esa senda del diálogo interior, del vínculo profundo con el propio espíritu, el inmenso espacio de descubrirse uno mismo y mirarse sabio...
Tal vez sin querer nos enseña Juan a mirar en el horizonte lejano, aquel rabo de nube o al caimán rondando entre los chismes del Batey y cada párrafo se transforma en una imagen vívida que se dibuja ante los ojos y obliga a una a seguir dando vuelta las páginas...
Que poderoso embrujo tiene este viejo cuentista, que nos impide alejarnos de allí, que nos permite oler el mar y los pescados, que desentraña palabras entre redes de textos y de manera misericorde nos las obsequia.
José Eusebio Chirino Camacho además nos cuenta cuentos atrapantes y relatos lo suficientemente pequeños, como para caber en el suspiro de las cosas disfrutables.
Habla sobre las nubes que emigran, el futuro que se observa por una ventana, la pasión del amanecer cuando un rayo del sol incendia la alborada, lo que se fue... y su distancia...
Bien dice en uno de sus cuentos: ¡No hay escritor que no sea terco!
Se ve que sí.
Que obstinadamente... tercamente... el autor ha decidido llevarnos a ese espacio de la palabra y dejarnos allí un rato; el tiempo suficiente como para movilizar nuestras emociones, algunos de nuestros recuerdos lejanos, el goce estético literario, y salvarnos luego entre sus fructíferos textos.
En estos tiempos de tanta inmediatez, de tantos minutos acelerados, leer a José Eusebio Chirino Camacho ha sido un oasis de calma.
Kari Krenn
CONTENIDO
PRIMERA PARTE JUAN MIRAYA
Nota del autor
El naufragio entre tiburones
El pargo del alto
El tesoro del cayo obispo
Los pronósticos de Juan Miraya
El rabo de nube
El más temible de los pescadores
La calidad de ciertos aparatos
¿Qué perro no come perro?
La mentira de Joselillo
La Mágica
del Gallego Ambrosio
El caimán de la laguna de la liza
Cuando se me fue la perra negrita
¿Puercos desmochadores?
SEGUNDA PARTE CUENTOS
El reto
Caferino
La pesca
Espejo
Maestros
Las nubes emigrantes
Poema pedagógico
El fantasma de la logia
Ventana al futuro
El potro
¿Escritor?
Dignidad
TERCERA PARTE MICRORRELATOS
PRIMERA PARTE:
Las fábulas de Juan Miraya
Nota a los lectores:
Juan Miraya, vivía en el mismo muelle viejo de la playa Carbó, cerca del mar y pegado al arroyo de donde obtenía el agua fresca. En lontananza estaban allá, verdosos, Los Cayos de Piedra a los que Juan tanto quería. Un Paraíso únicamente roto a cada mañana o al atardecer, por una plaga de mosquitos y jejenes que, solo él y su hijo Jelengue podían resistir. Eran nubes de aquellos insectos que lo copaban todo.
—Son la amenaza de cada día, estos chillones mosquitos— decía, y se recluía en la cabaña de guano y yaguas para introducirse en un mosquitero viejo, al que hacía muchos años no lavaba.
Había un tufillo a pescado salado, humo de leña de patabán y a tabaco que envolvía al ambiente y al personaje. En las mañanas, cuando el viejo prendía su fogón, parecía que aquella pequeña choza, estaba incendiada debido al humo que expedía por todas sus paredes y el techo; desde lejos, parecía más un pequeño volcán que, una cabaña.
Cuando estábamos bahía adentro, en las noches de pesca, nuestro punto de referencia era la luz de la chismosa de Miraya, cuyos rayos brotaban por cada agujero de la chozuela. Había tenido una vida mundana y gustaba de contar de sus historias, unas verídicas, otras, en su mayoría, creadas por su hábil imaginación; era un mitómano desmedido.
Ahora, mirando su figura a través del tiempo, me acabo de convencer que, únicamente con sus creaciones e imágenes fantásticas en la mente, podría sobrevivir en aquellas condiciones inhóspitas, separado de la civilización en la soledad costera. De Juan se sabía poco; no se conocía de su origen y, nada más que por sus leyendas podía tenerse alguna idea de su pasada vida. Ni los hijos y nietos conocieron nunca su verdadera identidad. Falleció a fines de la década del sesenta del Siglo pasado.
Pudo haber sido un buen escritor. Nos regaló sus fábulas que hoy pongo en manos de los lectores quienes sentirán por él la misma admiración que yo. En aquella época un grupo de chiquillos del central Narcisa, le buscábamos para oír y degustar sus maravillosas fábulas...
FÁBULA I:
EL NAUFRAGIO ENTRE TIBURONES
––––––––
Una tormenta negra, de esas rabiosas, que ronronean como tractor atacado, nos obligó a guarecernos en la cabaña del viejo Miraya.
Desde que nos vio, con un ademán nos mandó a entrar y allí, no nos alcanzó el aguacero.
Los rayos, con relámpagos que rajaban los nubarrones caían cerca, en el palmar colindante a la loma lejana donde un día estuvo el batey del ingenio Carbó. Amenazaba viento del oeste. El manglar creaba un ruido musical y peligroso. Los manglares cuando hay viento fuerte hacen como un canto.
La cabaña de Miraya, resistía los envites del viento y el tiempo desde hacía mucho, y ahí estaba, firme, en la margen derecha del arroyo. El goteo en el interior era casi como el mismo aguacero, pero el viejo pescador lo resolvía situando calderos y cuanta vasija tenía. Mordía el tabaco apagado con los únicos dos colmillos que le quedaban y se veía el pelambre de sus napias entrar y salir de los orificios nasales con mucha fuerza porque respiraba por la nariz.
—¿Ven esa lluvia? —Su necesidad de hablar con alguien hizo que rompiera el silencio y como en un hechizo dejamos de oír el ventarrón...
—Imagínense que la estén pasando en medio del mar. ¡Es terrible! Ahora me viene a la mente aquel naufragio en una madrugada de 1928; frente a Cayo Esquivel, después de cargar en los muelles de Isabela de Sagua, navegando por la costa de afuera. Venía yo en un velero de dos palos, llamado El Sinfín
, por eso es que mi cachucha hoy lleva ese nombre. Siempre hacía esas campañas con el amigo Venancio Pacheco, uno de los más grandes marineros que he conocido nunca y un hombre, tan macho, que no cabía en sus calzoncillos; ¡Qué clase de hombre caray!
El barco venía cargado con más de veinte mil sacos de harina, y nosotros solitos en alma dentro de aquel mar oscuro que, aquella noche, se comportaba misterioso desde que el dichoso sol se metió por detrás de Los Mogotes de Jumagua, última referencia de tierra firme que vieron mis ojos ese día. Noté como el garcerío de la costa se metía volando tierra adentro y sentí cierta humedad que venía del poniente.
Había buen viento de popa. Rompe la temible tempestad como a las dos de la mañana ya cerca de Cayo Faragoso. Venancio estaba durmiendo y yo venía al timón. El oleaje se fue poniendo cada vez más tremendo y el primer rayo partió en dos el bauprés, ese palo grueso que va en la proa en forma de punta larga, que sirve para asegurar parte del velamen, es como una guía. Bueno pues se parte aquel palo y decido bajar las velas grandes, amarrar cabos de rizo y seguir con las velas más chicas para que hicieran menos fuerza al viento. Mi amigo, que ya se había levantado, hacía las maniobras y los bombazos de agua nos bañaban y llenaban la cubierta. Mi barco era fuerte y de muy buena hechura.
El viento, el ruido de las olas, los malditos