Las flores del mal
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Charles Baudelaire
Charles Baudelaire (1821-1867) was a French poet. Born in Paris, Baudelaire lost his father at a young age. Raised by his mother, he was sent to boarding school in Lyon and completed his education at the Lycée Louis-le-Grand in Paris, where he gained a reputation for frivolous spending and likely contracted several sexually transmitted diseases through his frequent contact with prostitutes. After journeying by sea to Calcutta, India at the behest of his stepfather, Baudelaire returned to Paris and began working on the lyric poems that would eventually become The Flowers of Evil (1857), his most famous work. Around this time, his family placed a hold on his inheritance, hoping to protect Baudelaire from his worst impulses. His mistress Jeanne Duval, a woman of mixed French and African ancestry, was rejected by the poet’s mother, likely leading to Baudelaire’s first known suicide attempt. During the Revolutions of 1848, Baudelaire worked as a journalist for a revolutionary newspaper, but soon abandoned his political interests to focus on his poetry and translations of the works of Thomas De Quincey and Edgar Allan Poe. As an arts critic, he promoted the works of Romantic painter Eugène Delacroix, composer Richard Wagner, poet Théophile Gautier, and painter Édouard Manet. Recognized for his pioneering philosophical and aesthetic views, Baudelaire has earned praise from such artists as Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Marcel Proust, and T. S. Eliot. An embittered recorder of modern decay, Baudelaire was an essential force in revolutionizing poetry, shaping the outlook that would drive the next generation of artists away from Romanticism towards Symbolism, and beyond. Paris Spleen (1869), a posthumous collection of prose poems, is considered one of the nineteenth century’s greatest works of literature.
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Las flores del mal - Charles Baudelaire
1857
Introducción
El personaje y sus escenarios
El autor de Las flores del mal hizo todo lo posible por que nos fijáramos en él como quien observa al ejemplar humano más digno de estudio, pero esa actitud exhibicionista ha sido adoptada demasiadas veces en la historia —de la literatura o de cualquier disciplina— como para que nos dejemos embaucar por su transparente mecanismo seductor. Bajo su porte altivo, enfundado en trajes diseñados por él mismo y al otro lado de sus desplantes provocativos, Charles Baudelaire llevó una vida de escritor afanoso, problemático pero persistente, depresivo pero batallador, entregado a una tarea que dio frutos sobrados para que, a la hora de leerlo, su biografía no limite la apreciación de su obra. Seríamos injustos con él si no destacáramos, sobre extravagancias intrascendentes y comunes a tantos otros, el esfuerzo intelectual y a la vez angustioso de quien fue tejiendo, día a día, una obra que, ya en los últimos años de su vida, empezó a ser considerada imprescindible, es decir, clásica.
Aunque parezca redundante, lo antedicho resulta obligado especialmente en este comienzo del siglo XXI —hasta el que Baudelaire no creía que la humanidad fuera capaz de sobrevivir—, cuando el imperativo de la imagen personal de escritores, artistas o simplemente famosos rentables imprime tal carácter que llega a colorear con un baño de idolatría eso que se llama «la actualidad», tan parecida a las sociedades primitivas en sus mecanismos de atribución simbolizadora o de hieratismo automático. La pátina de notoriedad que cubre los libros clásicos de cualquier género ha cobrado un relumbrón que sobrepasa, aunque sea vacuamente, aquella autoridad reconocida hace siglos por los renacentistas a los grecolatinos recién descubiertos. Entonces los escasos lectores se acercaban a Virgilio o a Platón solicitando de ellos sabiduría —«atreviéndose a saber», como después diría Kant—, mientras que la mayoría de los lectores de hoy apenas les piden a los clásicos de siempre algo más que la sombra de su prestigio, una o dos citas deformadas por su falta de contexto, alguna anécdota estrambótica y el silencio completo aunque bien encuadernado en la sala de estar. Es una de las consecuencias del «progreso», un fenómeno socioeconómico que se iniciaba ante los ojos indignados de nuestro poeta y contra el que dirigió diatribas tan agrias como inofensivas.
Entre las numerosas imágenes que se conservan de Baudelaire sólo hay una en la que se le vea trabajando. Se trata del retrato firmado por Gustave Courbet donde vemos al poeta, joven aún, leyendo atentamente un libro apoyado sobre una mesa mientras fuma en pipa. La blanca pluma de ave se yergue vertical sobre el tintero. Se diría que al personaje no le importa nuestra observación. Pero ninguna de las fotos para las que posó nos lo muestra en esa actitud laboriosa; Baudelaire se enfrentó bastantes veces a la cámara recién inventada, y siempre lo hizo mirándonos con gesto grave, abrumador, casi agresivo. Sin duda quiere convencernos de que estamos ante un hombre excepcional, soberbio y admirable, pero a la vez parece asegurarnos que no es feliz, que no cree poder serlo y hasta que, como él mismo afirmó, la felicidad es asunto de personas vulgares. Por supuesto, esa mirada nos remite a sus palabras, y cuando hemos leído los poemas en que el personaje de las fotos ha ejercido su arte, sílaba a sílaba, frase a frase, comprendemos que la pose del autor, siendo perfectamente representativa, se reduce a una simple estratagema egocéntrica, mientras que su obra desvela por sí misma honduras y esplendores literarios gracias a los cuales el lector puede sentirse, no digamos dichoso para no irritar al poeta, pero sí afortunado.
Es la primera imagen, la de Baudelaire en pleno trabajo, la que nos interesa a los lectores. En las otras el poeta sobreactúa ante el espectador. Quien lo lea —y en este libro se propone decididamente su lectura— no debería tener presente ese rostro duro y desconfiado, casi acusador, sino aquel gesto absorto sobre el libro, la inclinación de la cabeza que fuerza las cervicales y curva la espalda, la mirada desentendida de cuanto ocurre alrededor, la fuerza —probable reflejo de su tenacidad mental— con que sujeta la pipa entre sus mandíbulas, incluso las entradas que empiezan a agrandarle la frente y hasta el relajamiento de la fina mano izquierda casi al margen de la escena. Lo que Baudelaire está leyendo —¿de qué libro se trata?—, la respuesta de su imaginación a su lectura, el encuentro entre las palabras ajenas y los poemas que él ya ha escrito o que quizá yacen inacabados en algún cajón o un anaquel que el pintor no nos ha ofrecido: eso es lo intrigante, no el pañuelo ampuloso que lleva al cuello. A esa edad —alrededor de los treinta años— ya había escrito poemas como «El Albatros» (núm. II de esta edición) o «Correspondencias» (IV), pero también los dedicados a sus «musas» (VII y VIII) y hasta el que comienza La criada de buen corazón (C), y había iniciado la serie de críticas de arte que lo darían a conocer al gran público antes que su poesía.
Es el escritor quien nos interesa, es decir: quien en su adolescencia descuidaba los estudios para emborronar cuadernos con sus versos pretenciosos, quien leía ávidamente a sus clásicos —hay ecos evidentes de Jean Racine en sus poemas de «rima llana», en pareados— y a sus contemporáneos —su respetado Victor Hugo, su despreciado Alfred de Musset—, quien más tarde se empeñaba en que «el poeta ha de vivir por sí mismo; su herramienta debe alimentarlo» [Baudelaire, Oeuvres complètes, Ruff, 1968, pág. 293]; quien perseguía por las tabernas de París a los marineros ingleses para resolver dudas de sus traducciones de Edgar Allan Poe; quien revisaba minuciosamente sus poemas cada vez que los editaba en revistas, en folletos o en libros. Lo que ha de llamar nuestra atención con respecto a sus numerosos cambios de alojamiento, perseguido por sus acreedores, no es que fuera incapaz de administrar la herencia de su padre, sino que de un domicilio a otro, en busca de un casero más condescendiente, arrastrara sus manuscritos inacabados, sus ideas claras para continuarlos en otro rincón parisiense, su biblioteca selecta y su colección de grabados y cuadros muy escogidos.
No se trata de quitar importancia al hecho de que su padre muriera cuando él contaba seis años, ni a que su madre se casara de nuevo unos meses después. Los comentaristas han hecho hincapié en el trauma experimentado por el niño encantado a solas con su madre, toda para él, que de pronto se siente traicionado por ella alejada en brazos de un extraño. ¿Fue tan determinante aquel cambio, que debieron vivir tantos otros hijos de familias acomodadas, con el posterior internado escolar incluido y el alejamiento progresivo de la madre satisfecha de la posición social ascendente que le proporcionaba su segundo marido, el jefe de batallón Jacques Aupick, tan apuesto dentro de su uniforme de comandante, enseguida de coronel, y de general, y hasta de embajador? Nunca un solo tramo o un solo aspecto de la formación personal es suficiente para explicar el comportamiento de un adulto; la cerrazón de sus profesores y la lectura liberadora de los poetas románticos hubo de producir en el adolescente una impresión tan intensa como el alejamiento de su madre, y al contraste entre rigidez profesoral y liberación lectora puede deberse buena parte del carácter rebelde y lúcido del escritor. Por añadidura, de aquellos meses de encandilamiento infantil a solas con su madre —que sin duda estaría ya recibiendo complacida los requiebros de Aupick— nos queda un testimonio literario del mayor interés, el poema que comienza No he olvidado nuestra casa blanca (XCIX), más importante para los poetas simbolistas que, por ejemplo, «Correspondencias», composición programática menos intensa y nada evocadora: ésta es la teoría, aquélla la práctica.
Tampoco hay que desdeñar el hecho, para él trascendental, de que su padre biológico lo engendrara a los sesenta y tres años, edad —senil para la época— a la que el poeta achacaba en parte sus asperezas temperamentales, pues estarían condicionadas por una herencia caduca. Pero esas circunstancias deben ser consideradas a la luz —a la sombra más bien— del fatalismo baudeleriano, que se incrementó paralelamente al agravamiento de sus dolencias físicas y sus limitaciones de carácter. Se consideraba a sí mismo demasiado especial tanto en lo sublime como en lo reprobable, y ese autoconvencimiento, aun apoyándose en circunstancias familiares o ambientales, respondía a una actitud radicalmente literaria, como quien idea un papel de personaje principal en el teatro de su mundo y se incorpora por completo a él en un gesto heroico y antiheroico a la vez, reafirmador y suicida. Baudelaire representaba un papel mucho más real que él mismo, inabarcable pero sólido, autodestructor pero identificable, un papel que, finalmente, devoraría al actor, para alimentar sus poemas.
«Siendo muy niño experimenté en mi corazón dos sentimientos contradictorios, el horror de la vida y el éxtasis de la vida» [Baudelaire, Oeuvres complètes, Pichois, 1975, pág. 703]. Y en la confluencia de esas dos potencias, una espantosa y otra entusiasmante, se produjo su poesía. Quizá, como dice Jean Paul Sartre, Baudelaire no dejó de ser nunca aquel niño mimado, incapaz de tomar decisiones maduras que lo libraran de los bandazos a que lo empujaban el horror a un extremo y el éxtasis a otro. La fijación por su madre le inspiró infinitas cartas de hijo devoto y chantajista sentimental en las que lo vemos disimulando fechorías propias para no decepcionar del todo a quien él consideraba su único reducto de garantía afectuosa (y económica). Pero eso no le impedía frecuentar a las mujeres de condición absolutamente opuesta, a las vividoras y prostitutas más diversas, desde las humildes y callejeras hasta las bien consideradas por su lujo «de salón», todas ajenas a cualquier proyecto de vida en común. Quizá tan determinante como la relación maniática con su madre —toda una señora preocupada por el mal lugar en que la dejaba su descarriado hijo— sea la enfermedad venérea que contrajo a los dieciocho años. Pero tampoco podemos exagerar la relación entre la enfermedad y el «mal» del que el poeta sacó sus «flores», porque la sífilis no era considerada grave ni contagiosa en una época cuyos médicos, apenas iniciados en métodos científicos, acababan de abandonar la práctica generalizada de la sangría con sanguijuelas. Solo al final de su vida, hacia 1860, comprendió Baudelaire que aquella enfermedad lo estaba matando. Incluso existía entre los jóvenes la convicción de que se trataba de un mal benigno, y había quien se jactaba de haberlo atrapado —el joven Maupassant, unos años después—, algo así como si se tratara del bautismo de fuego para ingresar virilmente en la vida adulta. Las sales de mercurio que los médicos recetaban contra una plaga tan extendida solo conseguían enfermar aún más a sus víctimas, que debían buscar alguna forma de paliar los efectos acumulados de la inútil medicina y de la enfermedad invasora. Ese paliativo solía ser el láudano, jarabe que se vendía libremente en las farmacias y que contenía una pequeña pero adictiva dosis de opio.
De la enfermedad venérea a la droga, podríamos decir alarmados; pero si leemos Los paraísos artificiales nos encontramos con una condena rotunda del hachís y del opio, un verdadero alegato contra los estupefacientes, aunque en sus páginas resulte aceptable y hasta recomendable el alcohol en la modesta variedad del vino. ¿Estamos ante un moralista hipócrita, que reprueba la misma droga a la que es adicto y que bendice el vino porque los trabajadores —manuales, por supuesto: entonces apenas había otros— pueden reconfortar su cuerpo y su espíritu gracias a un producto tan barato como popular, y así seguir rindiendo beneficios a sus patronos? Hipócrita se declaró él mismo, como sabemos —«Al lector»—, y en sus poemas encontramos más de una alusión a las dimensiones expandidas por el opio y a otras percepciones excepcionales que probablemente provienen de las experiencias con alucinógenos, pero, aparte de los hermosos poemas dedicados al vino (CIV a CVIII), repitió demasiado claramente una de sus convicciones como para que nos quepan dudas acerca del espacio que pudo ocupar la droga en sus largas horas de trabajo: «Para curarse de todo, de la miseria, de la enfermedad y de la melancolía, solo hace falta de manera absoluta el Gusto por el Trabajo» [Baudelaire, O. C., 1975, pág. 669].
El distanciamiento de su madre, la ancianidad de su padre biológico, la administración ajena de la discreta herencia antes que el joven poeta la dilapidara por completo (estuvo a punto), la enemistad con aquel intruso raptor de su madre que quería para su hijastro —como cualquier tutor de su nivel social— una carrera distinguida y un matrimonio ventajoso, las relaciones amorosas efímeras y la enfermedad que fue minándolo de manera fatal, la droga, el dinero siempre insuficiente con que los directores de diarios y revistas y los editores pagaban su trabajo literario: todo eso le influyó, pero nada fue determinante por completo. Los avatares sociales del joven dandi, empeñado en vivir por encima de sus posibilidades materiales, y del hombre desgastado prematuramente e incapaz de mantenerse leal —no